APUNTE SOBRE LA ENCARNACIÓN

La muy razonable aspiración del monismo es encontrar una sola explicación de la cosa (por prudencia no la llamaremos “naturaleza”), sea o no animada, o consciente, viva o inerte.

Sin embargo cualquiera que sea la experiencia de la cosa muchas veces no nos induce a pensarla de manera espontánea como una sino como dos. Hasta el más recalcitrante de los solipsistas, cuando se pincha un dedo, puede discernir claramente entre la cosa (el dedo) y su dolor y reconocer ambos acontecimientos como separados por una instancia que no puede representar. Los siente fundidos en lo mismo y no obstante discriminados. Porque aquello en que se siente el dolor y el dolor son como dos entidades afines o partes de un solo estado y, al mismo tiempo, dos cosas distintas. Tan material y tangible es el dedo herido como el dolor que produce la herida. 

El dolor es lo más inquietante. Merece la pena observar a un bebé en el momento en que por alguna razón se hace daño: primero emite un gesto de sorpresa o de desconcierto y unas décimas de segundo más tarde produce algún signo lastimero de lo que siente, acompañado de mueca y llanto. Ese brevísimo intervalo entre la sorpresa y el llanto muestra que ha descubierto algo: descubre quizás que en el dolor el cuerpo es como otro. Y es probable además que a partir de ese momento él tenga la impresión de ser siempre doble.

Pensar la cosa como una, incluso como apariencia y noúmeno en lo mismo, es contrario a la experiencia y no obstante requisito de la razón. La consciencia reproduce la experiencia disociada de uno mismo cuando se piensa a sí misma de forma dualista: cuerpo y alma, res cogitans y res extensa; incluso la determinación de dos espacios descompuestos en la consciencia: uno exterior que la protege o la emboza como una máscara y otro interior que permanece en todo momento oculto e inaccesible para las demás consciencias pero que es tan real y tan vigente como el espacio que tiene ante los ojos. La vida se ajusta a esa fórmula dualista de la que no podemos desprendernos. Poner a tono lo exterior de uno mismo con lo que uno es en el fondo, afinar o sintonizar estas dos naturalezas de alguna manera, hace la variedad infinita de los juegos sociales, la mentira o el disimulo, la expresión y los modales y todo ello, regulado, conforma lo que los psicólogos llaman conducta, que literalmente quiere decir “tal como se llevan las cosas”. 

Contra la experiencia y en favor de lo que reclama la razón el monismo ha asumido y promovido en nuestra tradición innumerables programas, desde el materialismo más dogmático e intransigente hasta el monoteísmo, que no obstante admite la duplicidad de la experiencia para salvar a dios. En el medio ha habido propuestas más o menos eclécticas, como la de Gregory Bateson, con su Mind and Nature: A Necessary Unity (Nueva York: Dutton, 1979), extraña y recursiva empresa intelectual que sostiene su pretensión racional de articular el pensamiento y la naturaleza en una petición de principio, tal como se deja ver en el título del libro, pues invoca no la razón de la unidad sino sobre todo su necesidad. Su postulado es muy simple: el pensamiento o la mente y su otro –que no piensa pero está ahí y no hay manera de pasarlo por alto– es preciso que sean tratados como lo mismo, de lo contrario nunca alcanzaremos la verdad.

¿Pero de dónde surge esa “necesidad”? Seríamos perfectamente felices pensándolo todo de acuerdo con nuestras torpes ilusiones sensibles en el mundo imaginario en que habitamos. La necesidad de la que habla Bateson parece más bien un ideal dictado por la voluntad de saber –mejor dicho, por su método– y no tanto una aspiración genuina del conocimiento. Bateson asegura que su “necesaria unidad” es teoremática pero más bien parece una consigna inspirada por un modelo de verdad exclusivamente adecuado a la propia pulsión de saber.

Sin embargo, la necesaria unidad de la que habla el monismo científico no es la episteme de Aristóteles sino una tentativa de salir de la encrucijada a la que llega la filosofía tras la idea cristiana de la encarnación. El paganismo –sobre todo en su versión apolínea, como ha observado Camille Paglia en su apabullante reinterpretación del Nietzsche juvenil (Cfr. Paglia, Camille. Sexual Personae: Art and Decadence from Nefertiti to Emily Dickinson. London, 1992)– se representaba la totalidad de lo que hay en mundos inasimilables. En uno ponía a los herederos mortales de un titán rebelde y en el otro a los dioses inmortales que no se ven y de los que no es posible tener experiencia más allá del rito, vía el entusiasmo que acompaña la embriaguez extática. Como sabemos, de la embriaguez no hay consciencia ni recuerdo en la vida ordinaria y solo permanece en forma de huellas simbólicas: ídolos y otras tantas ilusiones sensibles que son objeto de adoración en los ritos paganos. 

El monoteísmo cristiano, si bien acaba con la dualidad del mundo al postular el dios único, de hecho la reimplanta como encarnación, logos que anima las cosas inertes, dios que se hace carne en el hombre, tanto que es capaz de sufrir y morir. El Dios cristiano es una divinidad incomparable porque, a diferencia de las paganos, de él sabemos por su historia y vida en el Evangelio. En esa divina humanidad del Hijo de Hombre se inspira el monismo científico, en la encarnación, pero –eso sí– tras la obstinada negación de su misterio.

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