ACONTECIMIENTOS

Un efecto que acarrea la hegemonía del periodismo sobre la consciencia y el uso de la memoria –quizá el más maligno de todos– es que nos tiene acostumbrados a representar la vida propia y la ajena en forma de series de acontecimientos, es decir, a la manera de una crónica de sucesos, como si la existencia individual fuera un relato de peripecia reconocible y consistente que, para ser valorada, ha de despertar la curiosidad ajena. Ningún avatar es relevante si no tiene algún interés para los demás como parte de una crónica o de un relato; y una vida no se considera realizada si no se la representa, cuando menos, como “una vida de novela”.

Y no obstante casi todas las vidas son como la memorable síntesis en “Reyerta” de Federico García Lorca: “Señores guardias civiles: aquí pasó lo de siempre. Han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses.”

En la vida real casi nunca sucede nada salvo que, de tanto en tanto, hay un descalabro, un brevísimo momento de felicidad o un descubrimiento que nos obliga a cambiar el rumbo.

Es razonable que sea así. Una vida colmada de episodios épicos sería insoportable. Por consiguiente, lo propio y característico de su contrario, eso que llamamos “una vida apacible”, es que no haya acontecimientos dignos de ser narrados, mejor dicho, que nunca acontezca nada. Por eso es tan poco común encontrar un relato histórico que escape a la tentación de entretenerse con recursos literarios propios de las epopeyas: el abigarrado repertorio de héroes y cruentas batallas y los protagonistas de hechos gloriosos e inolvidables.

Podría pensarse que una vida colmada de acontecimientos memorables y dignos de ser contados es lo más parecido al tiempo de guerra, puesto que en la consciencia popular la guerra es dramática y está toda ella trufada de acontecimientos. Sin embargo, me temo que también esa representación expresa una esperanza vana. Hace muchos años, en una época en que solía ganarme unos sueldos haciendo entrevistas, recibí el encargo de entrevistar a un célebre fotógrafo de guerra, un americano grandote y rudo llamado David Douglas Duncan, que había llevado su oficio de fotógrafo a la guerra civil española, al Pacífico durante la segunda guerra mundial y después se había paseado por Corea, Medio oriente y Vietnam, como corresponsal de la revista Life. Duncan aseguraba que

“Se exagera mucho con los ribetes épicos de la guerra. La guerra es sobre todo una experiencia muy aburrida. La mayor parte del tiempo lo único que haces es vagar por ahí buscando comida, o un lugar donde echarte a dormir. Te pasas el día hablando de tonterías con tus compañeros. Todo es tremendamente tedioso. Empiezas a pensar que el momento del enfrentamiento real con el enemigo puede ser una especie de liberación. Incluso llegas a desearlo.”

En ese tiempo muerto, próximo a la experiencia de la duración pura e intrascendente –aseguraba Duncan– de pronto sucedía algo terrible y la circunstancia se convertía en acontecimiento.

Con el correr de los años y la inevitable sumatoria de muchos tedios he llegado a comprender que esa descripción desencantada es aplicable a la vida en general, al paso insignificante de las horas que, ya sea lentas o veloces, solo adquieren proporciones trágicas, épicas o maravillosas cuando el espíritu o las derivas de la imaginación las transforma en un acontecimiento, una escaramuza o una acción guerrera.

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