APUNTE SOBRE LA UTOPÍA

El prestigio de que goza la utopía es inexplicable. No tanto porque no sea deseable un mundo mejor que el presente sino porque –si lo pensamos bien– ese deseo siempre ha existido, pues es consustancial al orden y la experiencia de la insatisfacción y la falta; y éstas, por lo demás, son el aspecto sensible del deseo del que no podemos despojarnos.

Pero sería poco razonable reducir el anhelo utópico al mero desear. La utopía nace de la manipulación del tiempo histórico que, por su propia a irrenunciable naturaleza, escapa a la capacidad de decisión de los hombres. Como programa, no solo consiste en una proyección de deseos sino que presupone una transformación de lo pasado en el presente, con vistas al diseño de lo porvenir. Muy esquemáticamente, se reconocen en la utopía dos modelos: la utopía clásica, que suele ser especulativa y que, por lo general, ha sido usada como ejemplo de lo que se puede hacer con las ideas; y la utopía moderna, que es un programa teórico pensado para trasponer el modelo utópico al plano de lo real. En suma, que la diferencia fundamental entre las utopías clásicas y las modernas es que las segundas vienen acompañadas del imperativo de realizarlas. La utopía clásica es un sueño, la moderna en cambio es un programa de acción.

El tipo más común de utopía es el francés, el de la llamada Revolución Francesa, que –puntos más, puntos menos– está formulado en el Manifiesto de los Plebeyos, obra del protocomunista Gracchus Babeuf, el más radical de los igualitaristas. Su máxima era muy simple: puesto que, según las pautas revolucionarias, todo puede (y debe) reducirse a pesos y medidas, la igualdad definitiva –aspiración suprema de las utopías puesto que realiza lo absolutamente otro con respecto a la condición natural– comienza a ser realizable en el presente histórico bajo el imperio de la cantidad. Puesto que la reducción al orden de la cantidad se viene imponiendo progresivamente en todos los ámbitos de la vida desde los tiempos del Triunvirato revolucionario, a lo que han contribuido en gran medida las innovaciones técnicas, el proyecto de Los Iguales de Babeuf parecería haberse cumplido. Por consiguiente, para legitimarse, al pensamiento utópico solo le queda subrayar que la igualdad es lo (eternamente) no realizado. Por esta razón cada tanto oímos o leemos que la utopía de la felicidad social está pendiente como aspiración puesto que aún no hemos alcanzado la igualdad cuantitativa. Y, como parece muy probable que nunca vayamos a alcanzarla, la idea sirve cuando menos para sostener el argumento que la imagina. Hace ya más de un par de siglos que esta aberración teórica funciona como medio de vida de unos cuantos “visionarios” profesionales.

El pensamiento utópico aparece a mediados del siglo XV y es una variante renovada de la escatología cristiana. El sueño de una Edad de Oro que se proyecta hacia el porvenir. Cumple con una serie de expectativas comunes que anoto aquí al pasar:

a) El diseño de la paz a través de la abolición de las guerras. O también su contrario (como en Kant) la realización de la paz al cabo de la consumación de la guerra.
b) La causa del amor.
c) La postulación de la antinomia necesidad/deseo, que resuelve por medio de la autonomía libidinal para liberar al deseo del peso de la necesidad.
d) La propuesta de una alternativa excluyente entre un mundo de jerarquías y la igualdad efectiva.
e) El reclamo de un solo vínculo que mantenga unida a la humanidad.
f) La redención de todo mal –como en el Padrenuestro– y el logro de la hegemonía del bien.
g) La naturalización (animalizar a los hombres y humanizar a los animales) de la sociedad, viejo sueño rousseauniano cuyo fin es la armonía universal.
h) El diseño de una unidad óptima de vida consolidada en la condición individual.

Por supuesto que esta lista es tentativa e incompleta y solamente comprende los atributos que se suelen encontrar en las utopías positivas, es decir, las que interpretan un noch nicht Sein, “ser aún no realizado” (Bloch); pero el espíritu utópico no es únicamente positivo. También se da como utopía negativa o distopía (término que deja mucho que desear desde un punto de vista estrictamente semántico pero que empleo aquí a falta de un concepto alternativo).

Utopía negativa es el neopesimismo contemporáneo que sublima un sentimiento de castración: como no puedo imaginar el futuro y las pautas de mi presente me impiden refugiarme en el pasado, concluyo que el futuro no existe y que el pasado no tiene importancia. Hallamos multitud de signos de utopismo negativo en el arte y la teoría del arte contemporáneos, en especial cuando hace la exposición ilustrada de los signos de su propia decadencia. También en la recurrente tentativa de describir la sociedad contemporánea como nihilismo, pese a que –con excepción de Nietzsche, que tenía una idea sumamente confusa del asunto– el nihilismo solo ha existido y es posible en la imaginación literaria.

Y, por último, como negación de su propia ascendencia espiritual, el utopismo negativo decreta el final de la espera mesiánica, lo que es paradójico, puesto que ese final de la escatología es él mismo escatológico.

De todas formas, la expresión más irrisoria de la utopía contemporánea es la marxista/comunista puesto que, a lo largo del siglo XX, algunos de sus representantes más conspicuos cometieron el error de incurrir en repetidas baladronadas. Stalin anunció que con él quedaba definitivamente consolidado el socialismo y unos años más tarde su apóstata, Nikita Kruschev, declaró que con su gobierno se iniciaba la construcción del comunismo a gran escala. En ocasión del 50 aniversario de la Revolución de Octubre, Brezhnev anunció de forma solemne que la URSS entraba en el comunismo. Un par de años antes, en 1975, el psicópata Louis Althusser, numen intelectual de dos generaciones de marxistas europeos, afirmó en un escrito que la Unión Soviética estaba a un paso de lograr el ansiado Reino de la Libertad. Tampoco faltaron los chinos, que en ocasión de la campaña bautizada como el Gran Salto Adelante, anunciaron con bombos y platillos que estaban a las puertas del comunismo.

Ninguno de estos vaticinios se ha cumplido, lo que no tiene por qué sorprendernos, puesto que ningún vaticinio se cumple, sea o no marxista el que lo anuncia. Dejo de lado aquí programas delirantes, como el de Fourier y el marqués de Sade, no obstante reivindicado en París durante las jornadas conocidas como “Mayo de 1968”, a coro con el neoanarquismo igualitarista à la Babeuf, desarrollado en la misma época. Las únicas utopías realizadas son la pansexualidad posmoderna, nuevo opio de los pueblos; y la implantación global de la sociedad de consumo, que nos iguala a todos, sí, pero como agentes neocapitalistas.

Más aún, la idea de una utopía es tan vieja que tiene ya su propia historia (véase por ejemplo un clásico como Manuel, Frank E., y Fritzie P. Manuel. Utopian Thought in the Western World. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, Belknap, 1979.), es decir que, además de un presente, tiene un pasado y una espera propia en forma de lo que solo podríamos llamar “utopía de la utopía”.

Tanto da. Tampoco se va a realizar en forma de bucle romántico; no más de lo que ya se ha consumado.

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