ENTRE DOS NADAS

Entre las observaciones más paradójicas que he leído está la del conspicuo pesimista Arthur Schopenhauer con relación a la muerte. En una anotación que –creo recordar– figura entre sus escritos póstumos, recopilados como Senilia: reflexiones de un anciano (Ed. de Ernst Ziegler y Franco Volpi. Barcelona, 2010), dice Schopenhauer que la vida es un sueño y que –oh, notable manera de hallar consuelo– la muerte es el despertar.

Si no estuviéramos seguros de la fina inteligencia de Schopenhauer podríamos pensar que, llegada para él la hora de la decadencia física y la vejez, tras echar una mirada desangelada sobre su propia vida y concluir que no había sido más que una ilusión onírica, empezó a pensar en la inminente transformación de su cuerpo en materia inerte a modo de consolación por haber sido engañado durante tantos años. La muerte como un retorno a sí… ¡y al fin un momento de verdad! Heraclitismo llevado hasta sus últimas consecuencias, ya que postula que entre dos estadios que son nada, tras gozar o sufrir la ilusión del sentido, alcanzamos la definición y la vuelta al origen como una inesperada revelación. Todo lo ocurrido en el medio no ha sido más que un sueño. Relato apasionante, sí, pero que por desgracia siempre termina mal, puesto que acaba, sin más.

La observación de Schopenhauer tiene los atributos propios del trascendentalismo cristiano pero sin el presupuesto del pecado: la vida como tránsito desdichado de una eternidad a otra; y, por este medio, la muerte sirve como epifanía y cristiana consolación. Y sin embargo la inmensa mayoría de los mortales la temen y huyen como pueden de ella.

(Van a misa pero nunca aprenden nada. Esos simples…)

A tenor de comentarios tan necrofílicos, más sugestiva parece la observación de Georges Bataille (Teoría de la religión, 44) a propósito del lugar equívoco que ocupa la víctima en el sacrificio. Según Bataille, la víctima resulta enaltecida en su holocausto pues la destrucción de su cuerpo sirve a quienes la ofrecen para abrirse paso e incorporarse al mundo de los espíritus; y el cadáver además es la más perfecta afirmación del espíritu. El sacrificio de la víctima, que hace de ella un cadáver, pone ante los ojos de quienes ofician su holocausto una evidencia insoslayable: que el espíritu es. “Míralo allí, ahí tienes la prueba de que hay algo que trasciende la estúpida inmanencia de las cosas”. Por lo demás, el sacrificio devuelve la cosa al mundo de lo inmanente y deja libre el espíritu.

También en la especulación de Bataille se ven las huellas del cristianismo, lo que no es extraño puesto que el rastro cristiano aparece por todas partes en nuestra cultura. Los cristianos siempre llegan antes. Pero a diferencia de Schopenhauer, la apreciación batailleana de la muerte no sugiere compensación alguna. Para Bataille la muerte es absoluta reducción del ser vivo a la cosa. No a la materia inerte sino a la inmanencia muda e indistinta de las cosas entre sí, donde no hay diferencia y tampoco identidad puesto que en la muerte el objeto impone su ley, hasta el punto que ningún sujeto puede ni podrá verificarlo. La muerte es exactamente lo opuesto a cualquier especie de creación, puesto que en la creación –la del utensilio tanto como la de la obra de arte– se desentraña el espíritu de la cosa, aquello que trasciende todo lo demás, aplastado por su llaneza inmanencial. Es la reposición de ese estado originario. Así pues, toda muerte resulta sacrificial y reveladora.

(Todas no. La mía es/será puro contratiempo.)

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