LA CREACIÓN

Unos instantes después de encender la radio asoma la voz de Olivier Messiaen por el altavoz. Es una entrevista grabada hecha por un locutor español. Un traductor traduce simultáneamente las respuestas de Messiaen, que habla con un francés terso y medido, como la mayoría de los franceses cultos. Sus frases son nítidas y están totalmente libres de los desagradables latiguillos del habla popular. La conversación gira en torno a una pieza de cámara célebre, que Messiaen compuso cuando estaba confinado como prisionero de guerra en un campo alemán a comienzos de los años cuarenta, en los inicios de la segunda guerra mundial: el Cuarteto del final de los tiempos. Messiaen describe cómo lo compuso: dice que lo concibió de un tirón y sin la ayuda de instrumentos, casi de memoria, con un lápiz que le proporcionaron otros prisioneros y unas hojas de papel que obtuvo por intermedio de uno de los guardias del campo. Su relato carece de estridencias o de dramatismos y no hay en él asomo de heroicidad. Es austero como un informe protocolario; incluso cuando el entrevistador le apunta que el cuarteto es casi la única pieza de cámara que figura en su repertorio, Messaien insiste en contradecirlo: “Eso no es del todo exacto. Mi mujer es pianista y he compuesto muchas piezas especialmente para ella.” Sus comentarios suenan tan señeros que podrían pasar como las opiniones de un calvinista, pese a que Messiaen es un católico ferviente.

Acabada la entrevista el programa radiofónico emite el Cuarteto del final de los tiempos, que es una pieza de registros sonoros un tanto difíciles de articular: violín, violoncelo, clarinete y piano. Los primeros compases suenan como si los instrumentos se hubieran propuesto reproducir el trino de los pájaros, lo que no es de extrañar porque Messiaen era ornitólogo.

Sin embargo, no es la pieza lo que me llama la atención. No puedo dejar de pensar en el contexto de la composición y en los motivos que llevaron a Messiaen a componerla. Imagino el campo de prisioneros como el lugar menos adecuado para inspirarse y el más ajeno a lo que se suele tener por una «circunstancia artística», más aún si tenemos en cuenta que, como el propio compositor comentó, su gestación fue rápida y sin titubeos y la partitura original nunca más fue revisada o corregida por él.

No sabemos qué es una “creación”. En música lo mismo que en cualquier otro contexto. Y yo además me cuento entre los que, como Hegel, piensan que la idea de la creación hace pasar una experiencia inopinada por una especie de iluminación que sintetiza la propia noción de “creación” como acción demiúrgica, romántica y mixtificadora, para describir una tarea que en realidad está sostenida por el ensayo y el error y sobre todo por el trabajo y la disciplina, acompañados –a veces– de una pizca de oportunismo y de la busca embozada o explícita de una anomalía. Sin embargo, por mucho que intente aplicar este modelo a la composición del Cuarteto del final de los tiempos no consigo hacerlo compatible con la descripción que hace el propio Messiaen del proceso de gestación de la pieza. En su testimonio, el Cuarteto surgió completo, tras el desarrollo de un único gesto, como un discurso lineal, articulado y completo, como la Atenea nacida de la cabeza de Zeus, toda ella con sus armas y aprestos y atributos.

Solo consigo representarme el acto de la creación del Cuarteto del final de los tiempos como un característico momento de manía, como la plena posesión del artista por la Musa, un caso paradigmático de entusiasmo. Pero esta representación no tiene mucho sentido. La manía es incompatible con la racionalidad y el cálculo y con la organización armónica del sonido. Y, por lo demás, la producción del Cuarteto de Messiaen no se distingue de cualquier otro “acto de creación”, tan solo tiene algo de titánico y de escandaloso porque muestra sin ambages lo esencial de sí mismo: la puesta en presencia de algo nuevo que antes no estaba allí ni había manera de prefigurarlo. Por mucho que lo intentemos no nos será posible representarnos la creación musical en un sórdido campo de prisioneros de guerra. Menos todavía su motivación o su propósito más profundo.

¿Cuál es el verdadero motor de la “creación”? Tiene que haber uno aunque solo fuera porque ese impulso inmotivado a veces se bloquea o se agota o se desvanece. ¿Por qué razón el joven soldado prisionero Messiaen se lanzó a componer en condiciones terriblemente precarias una pieza que no sabía si alguna vez habría de ser interpretada?

Buena parte de los llamados “creadores” (escritores, artistas, músicos, científicos, etc.) trabajan cada uno en su campo movidos por la ambición de ser reconocidos en su propia excelencia espiritual. Unos son más vanidosos o triviales que los demás; y a veces hay alguno que resulta sinceramente modesto. Algunos pueden ser ascéticos e intransigentes y mostrarse como trabajadores implacables. Y puede que actúen por responsabilidad respecto a sus propias cualidades o que solamente los mueva el ansia de fama o de trascendencia, o incluso el deseo de tener mucho poder o dinero. Cualquiera de estos motivos espurios serviría para descalificar sus trabajos pero –y es extraño– esto nunca es razón suficiente para desechar sus “creaciones”, por irrelevante o inescrupuloso que haya sido el motivo que les hizo llevarlas adelante. Es inevitable que haberlas realizado siempre parezca más; y, por otro lado, siempre habrá una pequeña parte de esa innominada cohorte de “creadores” que trabaja sin esperar nada a cambio, movidos por un impulso inexplicable, sin programa ni propósito razonable que pueda ser acogido por los demás como significado de algo.

Quizá por eso la creación sigue siendo el mismo grande y profundo misterio.

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