SOBRE LO SAGRADO (II) o del valor de la diferencia

El hecho capital en relación con la condición denominada “obra de arte” no atañe a su atributo definitorio –el “arte”representado por ella, que al fin y al cabo, es una invención relativamente reciente y moderna– sino que involucra una crucial operación que consiste en establecer la diferencia de la que la obra es ejemplo. La proposición de alguna cosa como arte presupone una discriminación previa en el objeto original y la puesta de algo diferente en el lugar de este. Es esta una operación simbólica que, a partir de un momento y por una decisión compartida o colectiva, culmina en adorar el símbolo (o lo que este simboliza) como sagrado.

Pero, por más allá de la operación aludida, sagrado es propiamente aquello que en general se determina tras la imposición de su diferencia, que puede ser (o no) del orden de lo artístico. Su posibilidad, pues, depende estrictamente de la humana capacidad de establecer diferencias en todos los ámbitos de la experiencia. Por ejemplo, cada vez que hago mío un objeto y declaro mi propiedad sobre él –¿hay acaso algo más mágico que comprar un objeto?–, el objeto se convierte en sagrado para mí y para el otro. Puede que sea el mismo objeto, pero ahora además es otro porque es mío. En este sentido, incluso entre los mamíferos inferiores, se deja ver un rudimento de actividad simbólica en la conducta territorial o en el modo en que el macho o la hembra defienden la propiedad exclusiva de su pareja.

Hace muchos años, en ocasión de un simposio organizado por la UNESCO (o por alguna otra institución plurinacional cuyo nombre no tengo presente) para discutir acerca de la actualidad o inactualidad de la noción de raza, Claude Lévi-Strauss hizo una observación sumamente inteligente. Tras recordar que la idea de raza fue introducida en lo que antaño se llamaban “ciencias humanas” por el vizconde de Gobineau, un típico representante de la ideología de la Restauración y Lévi-Strauss advirtió que es prejuiciosa, etnocéntrica y, a fin de cuentas, repudiable puesto que con ella se dio pábulo a la injusta discriminación entre semejantes. Sirvió además para inspirar más de un genocidio durante la colonización europea y más tarde, durante la descolonización; y es una aberración teórica, por la sencilla razón de que su fundamento de razón es arbitrario e inconsistente pues las razas no existen; o quizás sí, pero solamente en la mirada de quien las utiliza como criterio para establecer diferencias. Sin embargo, la extensión de su uso –apuntó Lévi-Strauss– consiguió desviar la atención al estudio de la variedad de las culturas puesto que a cada raza “diferente” le fue atribuida una cultura también diferente. Y así, la diferencia dio lugar al reconocimiento, lo que sin embargo no supuso que los europeos –siempre tan pagados de sí mismos– renunciaran a los vicios etnocéntricos que son propios del colonialismo, ya que la determinación de las razas venía acompañada del consabido supuesto de la “superioridad” de la raza blanca y, con ello, la inevitable deriva etnocentrista de la que casi nadie quedó a salvo. El siguiente caso es harto significativo. En su proyecto de genealogía de lo que denominó “la Razón de la Época Clásica”, el mismísimo Michel Foucault tuvo por “la razón” por antonomasia (y el saber desarrollado por ella, así como su valor de verdad) como una idea forjada durante los siglos de la hegemonía cultural francesa en Europa, de tal modo que la historia del hombre, o de Europa, o de la humanidad entera, acabó siendo interpretada sub specie, según el patrón de una pequeña historia de las ideas que quizás no fuera del todo provinciana pero sí había sido a todas luces local: la del racionalismo francés, en sus versiones clásica e Ilustrada. Lo que, por cierto, no ha sido reparado en absoluto por los afrancesados epígonos de Foucault, que generalizan las ideas de este y las emplean como medida y patrón de análisis de nuevos universales tales como el Poder, la Biopolítica, la Sociedad Disciplinaria, la Producción de Sujetos, etc., etc. y que aplican a cualquier contexto dominio o condición social que se propongan analizar.

Claude Lévi-Strauss observaba que, pese a la deplorable tradición que se deriva de ella, plagada de injusticias y atrocidades, la noción de raza sirvió para poner las culturas en el punto de mira de lo que en un momento se pensaron como ciencias humanas y así, contribuyó a abrir el camino a una ciencia nueva, la antropología (o la etnología, como se prefiera llamarla), necesaria para aprender más acerca de nosotros mismos.

Asimismo, Lévi-Strauss reconocía en la noción de raza una trouvaille metodológica: en la medida en que es imposible determinar una diferencia racial sin el ejercicio de un acto discriminatorio, cabe admitir que la aparición de este concepto sirve como pauta para mostrar el modo como siempre procede el saber, incluso cuando –como sucede en este caso– piensa equivocadamente. En efecto, Lévi-Strauss observaba que el saber no se constituye por la afirmación de identidades de género o de especie sino por efecto de sucesivas y razonadas discriminaciones, seguidas o no por taxonomía o clasificación. Solo se conoce en verdad cuando se discrimina una diferencia en el objeto, que unas veces es un contraste imprevisto; y otras, una anomalía inexplicable. El saber en cambio se estanca o se agota y muere cuando se contenta con reducir el objeto de investigación a una identidad técnicamente manipulable. En suma: que nada aprendo si descubro que dos objetos se parecen o son idénticos. Mi conocimiento crece solo cuando consigo explicar en qué o por qué se diferencian.

De lo que se trata, pues, es de tener algo –y de pensarlo– como diferente.

¿Pero cómo hemos aprendido a desentrañar las diferencias? En este punto resulta fundamental abordar la idea de lo sagrado puesto que esa es la diferencia arquetípica. Al abordar la idea de lo sagrado, Émile Durkheim introduce una serie de matices que permiten comprender por encima de una teoría de arte e incluso de una estética filosófica la importancia que cobra la humana capacidad de establecer/reconocer diferencias. (Cfr. Las formas elementales de la vida religiosa. Edición, introducción y notas de Santiago González Noriega. Madrid: Alianza, 1993.)

Empieza Durkheim por advertir que todas las cosas, en algún momento y por alguna razón, pueden ser sagradas (o profanas). El paso de una condición a la otra es metamorfosis: o, transfiguración, término que –dicho sea de paso– nos suena tanto o más esotérico que “metamorfosis” pero que en cualquier caso describe bastante bien el grado del contraste entre lo sagrado y lo profano, comparable a la diferencia que se distingue a un cuerpo cuando está vivo de ese mismo cuerpo cuando es cadáver. En definitiva, la misma diferencia que separa al objeto corriente de la “obra de arte” que lleva consigo o simboliza.

Que todas las cosas puedan ser sagradas implica que lo sagrado es el atributo universal. Tan universal como puede ser atribuir a las cosas un “ser”, es decir, que el solo constatar que hay implica tener ese haber como sagrado.

Durkheim no parece consciente del alcance extraordinario de su observación pero extiende su campo de atención a la práctica social en general. Puesto que el paso de lo sagrado a lo profano –y viceversa– presupone la intervención de una consciencia oficiante, en la medida en que está regulada y se repite, toda conducta ha de ser entendida como rito. La acción social es por fuerza ritual y su contenido, necesariamente religioso. La conclusión es previsible: de hecho nunca hemos trascendido el dominio de la religión puesto que la religión no es lo propio y exclusivo del mundo que habitan los dioses sino que “todas las religiones han sido en mayor o menor medida sistemas de ideas que tendían a abarcar la totalidad de las cosas y a darnos una completa representación del mundo”. Así pues PANTÁ PLERÉ THEÓN no solo quiere decir que todo está lleno de dioses sino que introducimos lo divino en todas partes. Por consiguiente, lo sagrado no está limitado según creencia a la persona de los dioses y la secularización nunca ha sido completa. La práctica del arte es, en mi opinión, la prueba irrefutable de ello.

Podemos, además, invertir la propuesta durkheimiana. Interpretada toda conducta o toda práctica como un ritual, tanto si se trata de un juego o incluso de la infracción a su regla, por secularizada que esta sea, asume o desentraña una nunca asumida connotación religiosa. La fe en la veracidad de la ciencia o en la eficacia de la técnica o en la necesaria reciprocidad de todos los intercambios –por ejemplo, la expectativa de que siempre es posible alcanzar un sentido– o, en que la llamada “obra de arte” está dotada, investida o es espiritual, que es sobre todo aquello que se supone que representa, justifica que la hagamos objeto de adoración, de estudio o de culto. Por contraste, si bien la diferencia entre la cosa y la obra de arte nos lleva a aspirar a alcanzar un conocimiento de ella, su diferencia ontológica (lo que la hace ser sagrada) por fuerza ha de permanecer como misterio. ¿Por qué? Quizá porque la determinación de algo como “arte” es parte de un rito inconfesado donde se renueva el voto para la diferencia originaria –sagrado/profano– que es absoluta. ¿No era esta la cualidad excepcional que Heidegger atribuía a la obra de arte: el desocultar el ser de lo ente? En una obra de arte no se descompone un mundo para hacer de él dos, sino que se nombran dos mundos afines y ajenos uno respecto del otro.

Durkheim se pregunta cómo ha llegado a establecer el hombre una diferencia tan radical. Yo también.

(Continuará)

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