ROBESPIERRE

El 20 de septiembre de 2017 un político de renombre en la actualidad social española decía a la salida de su despacho, que había sido registrado por la Guardia Civil, “somos buena gente, que hace aquello que le dicta la conciencia”. Esta misma frase la repetía horas más tarde en una cadena de televisión, que ya venía repitiendo en diferentes ocasiones, particularmente se la escuché con vehemencia un 14 de septiembre en una plaza de toros o con serenidad eclesiástica el 22 de junio de 2016:

“Somos buena gente, actuamos según lo que nos dicta nuestra conciencia”

El último caso refiere a la corrupción. Enfrenta a su partido político a todo el abanico de fuerzas políticas que sí han caído en esta lacra tan inevitable como grotesca en una sociedad tecnificada y con recursos de sobra para hacer de este delito un vago recuerdo. Los otros casos remiten a un contexto en el que su partido no se enfrenta a delincuentes o a otro partido con presuntos delincuentes en su organización.

Si en el caso de la corrupción parece claro que los que en ella caen tienen al menos una bajeza moral, no todos los pecados de la política se resuelven con tanta claridad. Pero en cualquier caso, cualesquiera que sean los temas objeto de este político que concluye con simplicidad que ellos son “buenas personas” y, por tanto, están exentos de toda culpa o toda malicia, guarda en su seno una inequívoca fórmula perversa.

Evidentemente, la primera es la lógica. Los argumentos ad hominem son falaces. Un conjunto A es falso, pero su subconjunto B puede ser verdadero, lo vemos claramente en los ejercicios matemáticos que desarrollan unas largas fórmulas: todo el razonamiento es incorrecto, pero nos ha dado el mismo resultado que al profesor, por ejemplo.

En segundo lugar, la relación semántica es una inferencia ilegítima: actuar según los dictados de nuestra consciencia nos vuelve reflexivamente cohesionados, pero no nos constituye en buenas personas. Mi conciencia me puede dictar que proteja a un ser querido, a pesar de que haya cometido un grave delito, por ejemplo.

La tercera cuestión refiere a la confusión entre impunidad y bondad. Nadie duda de las buenas intenciones de la ONG El arca de Zoé, que en 2007 sacó de la infamia a 103 niños del Chad. Pero esas buenas personas fueron encausadas y enjuiciadas por la fiscalía francesa y la del país africano, porque constituía simple y llanamente un delito. Ni siquiera la bondad se escapa de cometer delitos, por eso, por sorprendente que parezca, ni tan solo ella puede quedar impune.

El cuarto problema es la dialéctica. El problema de la utilidad de la dialéctica radica en su facilidad de gestión. Uno fácilmente podría agrupar en dos bandos todo el universo y esos dos conjuntos universales seguramente podrían ser divididos entre buenos y malos. Las cosmogonías protestantes (ya lo hemos dicho aquí) son harto habilidosas en ver maniqueamente el mundo. La política española abusa de este recurso, quizás por su simplicidad. Pero habría que recordar que este país lleva ochenta años sin entender que su facilidad para el enconamiento de posiciones le llevó a un enfrentamiento de lo más desgarrador y cainita. La rapidez con la que llegamos a la dialéctica del enemigo en política se explica por las expresiones como “adversario político”, “oposición”, “partido”, etc., que redundan en ver a todas las opciones ideológicas diferentes a la mía como algo a vencer, y ahí vuelve la maquinaria de derrotados y victoriosos, y cada cual a escribir un relato entre buenos y malos… la rueca de la historia repitiéndose hegelianamente.

Pero sin lugar a dudas la mayor perversidad de este discurso es el intercambio de puestos entre moral e ideología. La ideología es el conjunto de ideas que asumo como principios fundamentales en lo que se refiere a mi posición ante la política, la religión o la sociedad y la cultura. Esta opción será acorde según mis criterios racionales, morales o emocionales. Así, tendremos gente que opte por opciones políticas que sorprendan dados su contexto social, actitudes ante la religión contraria a sus sentimientos sobre la trascendencia o manifestaciones culturales que sean diametralmente opuestas a lo que nuestro criterio entiende como adecuado, útil o productivo. En cualquier caso, la elección sobre una ideología puede albergar esa dualidad entre razón y emoción, porque toda elección así está dispuesta, en caso contrario no habría conflicto humano (y los psicoanalistas jamás hubieran existido, por ejemplo).

En cambio, la construcción de una ideología responde a un proceso histórico mucho más complejo, en el que evidentemente subyace una postura moral o emocional de sus autores, pero solo de una manera germinal. En todo caso, la ideología tendrá un origen moral porque en sus autores habrá esta dualidad, pero no así en el desarrollo de la misma. Nadie construye el liberalismo desde la emoción, ni despliega la construcción del comunismo desde la mera descripción de sus propias convicciones morales. Las ideologías persuaden y convencen porque cautivan o bien una parte de nuestra razón o de nuestros sentimientos, sí, pero sólo se desarrollan y establecen en la historia desde la lógica y el discurso fruto del pensamiento.

Así, subvertir este orden, fundamentar nuestra opción política en la bondad de las personas, en nuestra conciencia o nuestros sentimientos es la mayor perversión que podemos ejecutar en política, porque nos traslada a los mismos efectos que aquel que divinizó a la razón. El terror se apodera de nuestros actos cuando damos un lugar que no corresponde a nuestra razón o a nuestra emoción.

O somos iluminados o somos elegidos, pero nunca distintos entre iguales, que es el fundamento de las democracias. Las ideologías sirven para saber que la opción es racional, lo contrario cancela desde todo punto de vista la discusión política. Uno no puede discutir, dialogar o negociar con “buenas personas”, porque entonces se coloca en el lugar de la “mala persona”; como tampoco puede hacerlo con “razas superiores”, “presidentes supremos” o con el vate de “la diosa Razón”.

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