¿QUIÉN ES ESE DEL ESPEJO..?

Hace muchos años di con un pasaje de Cioran que me impresionó profundamente. En él se describía una experiencia trivial que yo mismo había sentido alguna vez. En el momento de salir a la calle, Cioran se miraba al espejo y experimentaba una repentina disociación. De repente había dejado de reconocerse en su propia imagen reflejada sobre el cristal azogado.

(Todas las imágenes son reflejos de algo y son especulares, pero no todas son reconocibles.)

Cioran contaba que la brusca crisis de identidad le produjo –como a mí– vértigo y angustia.

Es posible que la situación descrita por Cioran fuera toda ella inventada –no lo fue en mi caso– pero lo mismo sirve para mostrar que, entre la experiencia y la representación del yo, que no son la misma cosa, hay planteada una relación compleja. Al fin y al cabo, ¿qué le ocurrió a Narciso cuando se enfrentó con su propia imagen? La versión más difundida de este mito es que Narciso se enamoró de su imagen al verla reflejada en las aguas y, tras arrojarse al lago con la intención de hacerse con ella, se ahogó. Sin embargo, esta es solamente una interpretación entre otras posibles. ¿Por qué no pensar que en lugar de enamorarse de su doble, Narciso fue víctima de la angustia, como Cioran o yo mismo, y se suicidó? Que no se enamoró de su imagen sino que le pasó todo lo contrario: sintió repulsión o desasosiego ante la visión de sí mismo; o que tuvo la impresión de que ese fantasma lo había despojado de algo propio y esencial y se propuso recuperarlo.

Qué más da. De nada sirve especular sobre estas alternativas. Narciso está muerto desde hace milenios y los muertos se llevan consigo sus secretos; y si no, es un personaje de ficción que no puede ni confirmar ni refutar nuestras ocurrencias.En cualquier caso, tanto el pasaje de Cioran como la historia de Narciso revelan que la experiencia del yo no es incontrovertible sino que, por lo contrario, a menudo resulta indeterminada y dramática, incluso puede resultar trágica.

El problema de la experiencia del yo (que no es lo mismo que el problema del Sujeto) ha sido una cuestión muy debatida por filósofos, narradores y poetas, pero las mejores aproximaciones al meollo del asunto proceden de los psiquiatras y los psicoanalistas. Entre otras razones, porque estos profesionales suelen abordar el problema en su trabajo clínico y han comprobado que los trastornos de la identidad son típicos de muchas neurosis y, casi siempre, el síntoma característico de la psicosis.

Por ejemplo, el inefable y archicitado Jacques Lacan es autor de un escrito dedicado a la cuestión de la crisis de identidad y específicamente relacionado con lo que él llama “estadio del espejo”. El texto lleva un título mucho más enrevesado: “Le stade du miroir comme formateur de la fonction du Je telle qu’elle nous est révélée dans l’expérience psychanalytique” y fue presentado como comunicación en un congreso internacional celebrado en Zürich, en julio de 1949. (Mi lectura seguirá la traducción española de Tomás Segovia: Escritos I. Vol. I. Madrid, 1994, págs 86-93.)

He de reconocer que abordé esta lectura con muchas reservas, pues si bien el psicoanálisis en cualquiera de sus variantes es un discurso cargado de implicaciones de todo orden, no es habitual que estas derivaciones se pongan a prueba o que se contrasten como es debido; y, por lo tanto, la teoría que resulta de ellas tiene más de mito que de ciencia, como bien observó del ascético neopositivista Ludwig Wittgenstein, pese a ser él mismo un borderline digno de figurar como caso clínico en un manual de psicopatología.

(O quizá por eso mismo).

Por otra parte, la figura intelectual de Lacan y su legado han sido tan manoseados por sus sectarios acólitos, que me daba pereza dedicarle tiempo y esfuerzo. Asimismo me disuadía el cacareo de sus numerosos críticos y réprobos –qué pesados– casi tan fanáticos e intolerantes como los llamados lacanianos; con una diferencia importante: los primeros se han tomado el trabajo de examinar los textos y la enseñanza de su maestro mientras que los segundos muchas veces emiten sus juicios reprobatorios sin haber leído una sola línea de la obra de Lacan, ya sea porque rechazan la extravagancia de su estilo de escritura o porque abrigan la sospecha –bastante fundada– de que no era más que un performer charlatán. Aunque mucho me temo que lo que pasa es que no tienen suficiente caletre para sacar partido de textos abstrusos, áridos u oraculares. Lo que, por cierto, no es mi caso.

La cuestión en juego en este escrito de Lacan es la constitución de la instancia subjetiva (je) que, de hecho es el mismo supuesto del cogito cartesiano: “Soy, existo”, cuya formulación más elaborada, la de la Cuarta Meditación metafísica, constata la existencia, pero no la subjetividad de esa experiencia. La pregunta que se formula Lacan es muy sagaz y atinada: el cogito establece sin lugar a duda la existencia ¿pero de dónde viene la certeza de la subjetividad? Para responderla echa mano del célebre modelo de Edipo que propone el psicoanálisis y enseguida constata que también en este modelo el sujeto-Edipo es un problema tremendo (¿quién soy yo en verdad?) que además es trágico, porque averiguarlo conlleva al interesado tener que pasar por un parricidio, un incesto y no sé cuántas otras desgracias más.

Como es bien sabido –y Lacan es consciente de ello– toda la filosofía moderna deriva del cogito cartesiano. Por consiguiente, desmontar lo que se afirma en el cogito no solo conlleva tener que explicar las desgracias de Edipo sino que supondrá emprender el desmantelamiento del conjunto de la filosofía moderna. Tengo entendido que Lacan sugería que esa, nada menos, era la tarea del psicoanálisis. Obsérvese que se trata únicamente de la filosofía moderna, porque la antigua ya no la sabemos, la hemos –por decirlo así– olvidado.

Lacan comienza entonces por fijarse en una circunstancia muy importante: el estadio del espejo, es decir, el momento en que una consciencia se reconoce en su imagen especular –un psicoanalista pedante y bobo lo llamaría “un acto de narcisismo originario”, lo que es una media verdad y una obviedad. En ese momento trascendente la consciencia descubre también “la inanidad de la imagen”. (Lacan, Escritos, I, 86)

Vaya… ¿Qué puede querer decir aquí “inanidad”? Por experiencia propia, ver la propia imagen reflejada en un vidrio supone:

a) que uno tiene una imagen muy semejante a las imágenes de las cosas y de los demás;
b) pero también, que esa imagen no es como las demás, es decir, que es igual que las demás visualmente pero, a diferencia de ellas, a ésta sólo se la puede mirar. En efecto, no la podemos tocar, ni comer, ni oler, etcétera. Tampoco la podemos abrazar, como dícese que intentó el desdichado Narciso. En este sentido, la imagen del espejo es inane pero también reveladora de ciertas limitaciones que nos afectan;
c) pero como es igual que las demás imágenes que nos rodean, su “inanidad” se extiende como predicado a todas las imágenes que, de pronto, se convierten también en inanes. O sea que todas las cosas pasan a ser eidola puesto que nos llegan interpretadas por, o equiparadas a, una imagen, la nuestra, que es intrascendente: o sea, trivial, irrelevante;
d) que entre la imagen propia y las imágenes en general hay no obstante una diferencia fundamental, porque uno no se puede identificar con las otras imágenes pero con ésta sí, pues en ésta cada uno es yo mismo, en suma, cada uno se ve como yo;
e) ahora bien, este reconocimiento/identificación (“¡Mira! ¡Soy yo!”) viene acompañado de lo que podríamos llamar “efecto Cioran”, consistente en que, puesto que veo la imagen de mí, me veo a la vez como otro. En efecto, la verdad es que no soy yo en el espejo sino solamente la imagen de mí mismo. En el espejo estoy yo como imagen, como un doble.
f) y este desconcertante experimento, el reconocimiento de uno mismo como otro (imago) equivale a verse tal como los demás nos ven (y, por añadidura, como los demás son, o sea, lo contrario de ese “narcisismo originario” que hemos puesto en boca del psicoanalista bobo). O sea, en esta repentina otredad que se experimenta en el estadio del espejo empiezo a ser yo mismo en tanto que sujeto.
g) por consiguiente, para que pueda haber –hablarse de– sujeto ha de haberse pasado por este desasosegante y angustioso momento de identificación especular, lo que es, cuando menos, paradójico.

El estadio del espejo precipita al yo a una condición primordial anterior al momento crucial en que el lenguaje (en el tercer año de vida, cuando –según la teoría freudiana– se constituye el complejo de Edipo) “le restituya en lo universal su función de sujeto” (Lacan, Escritos, I, 87).

Hay por tanto dos yos o dos experiencias del yo. La primera es íntima, como identidad/diferencia (yo soy ése que aparece en el espejo; y ése que aparece en el espejo es como ese otro que ven los demás), el Innenwelt, el mundo de cada uno –la expresión alemana, como en casi todos los que abusan de ellas, es una pedantería innecesaria– que el Edipo devolverá a la objetividad en forma de «experiencia subjetiva»: un yo igual a los demás yos en el Umwelt, la determinación social. Sospecho que esta idea de Lacan procede de alguna lectura de Heidegger, pues éste hace unas elaboraciones semejantes cuando habla del mit-Sein, el “ser con”.

Lacan habla de este yo sobrevenido como de una Gestalt, es decir, de una construcción, una configuración, una exterioridad que ha sido producida, es decir que no es una ocurrencia ni una fabulación, no es algo que el yo piensa de sí mismo pero que puede compartir con los demás. La subjetividad como Gestalt tiene algo de objetivo, no depende exclusivamente de lo que pensamos acerca de nosotros mismos. Por eso se suelen plantear toda clase de problemas en este contexto: por ejemplo, los conflictos “de identidad” en relación con la sexualidad, la llamada “identidad de género”, la experiencia/imagen del cuerpo, etcétera. Aquí es donde aparecen los trastornos psíquicos: puesto que se trata de un doble, el cuerpo, que sólo nos llega a través de una imagen (imago), el cuerpo y su yo son una incógnita (Lacan, Escritos, I, 88).

(¡Cierto! Vemos las imágenes, pero nunca sabremos qué son.)

La imagen de cada uno decide en parte lo que cada uno habrá de ser, punto de partida de la mayoría de los disparates que difunde la ideología del género. Por esto creen tener razón los que de mayores se declaran transexuales: toda su reivindicación consiste en hacer que los demás los vean como ellos mismos se ven delante del espejo y no como en verdad, objetiva y anatómicamente, son. Por otro lado, la generación de una imago, esto es, una clave de identificación colectiva, permite constituir una grey a partir de simulacros. Se puede simular una especie poniendo a un grillo delante de una imagen semejante a él. El grillo se comportará como grillo por efecto de un mimetismo primario. Este es uno de los factores que sirven para movilizar las representaciones gregarias que, en la época moderna, nutren las ideologías nacionalistas o etnocentristas. El catalán se comportará como un catalán con solo que alguien idee una forma (imago) colectiva en la que se sienta reflejado: puede ser el Barça, el calçot, un emblema de colores o el pan con tomate, etcétera. Imágenes que se ofrecen a la identificación mimética.

Pero los hombres no somos grillos. (Bueno, no todos) En los grillos hay mimetismo solamente homeomórfico mientras que en los hombres el mimetismo puede ser heteromórfico.

(No está claro qué sea “heteromórfico”. Probablemente, la capacidad de identificarse o de mimetizarse no sólo a partir de lo igual sino también de lo diferente: por ejemplo, la extraña comunidad/afinidad que forman los gays y las lesbianas a la que en los últimos tiempos se añaden, por las razones arriba expuestas, los llamados transexuales: una identidad que se forma sin contenido específico, por mera equiparación o contraste con el proceso de identificación. En definitiva, todos los que, al mirarse en el espejo, se ven otros, como Cioran [y yo mismo]).

Poco a poco el texto de Lacan se va haciendo más oscuro (Lacan, Escritos, I, 89–90), por lo tanto todo lo que puedo comentar de él es conjetura.

El yo se constituye a través de un proceso inacabable de autoformación. Primero se representa como un castillo rodeado por cascajos y pantanos [?], una fortificación armada de los “síntomas del sujeto para designar los mecanismos de inversión, de aislamiento, reduplicación, de anulación, de desplazamiento, de la neurosis obsesiva” (Lacan, Escritos, I, 90). Está claro que, para entender la descripción de este proceso de autoformación, hay que saber en qué consiste la neurosis obsesiva, pero lo importante es que Lacan describe el paso del yo primario –el del espejo– al yo social –el sujeto– como la transición de la neurosis obsesiva a la paranoia. (!) A partir de un momento, presa de la paranoia, el yo se representa a sí mismo como resultado de situaciones sociales. Freud describía esta transición como paso de la hegemonía del principio de placer a la del principio de realidad. En suma (y en ibérico elemental): cuando un individuo se hace mayor, se hace más prudente, atiende las opiniones de los demás y no sólo la realización de sus deseos infantiles. Mira más hacia la imagen secundaria que comparte con sus semejantes y no tanto a la del Narciso embelesado. Lacan describe esta instancia (Lacan, Escritos, I, 91) como:

a) saber que se vuelca –es decir, se dedica– a conocer o mediatizar los deseos del otro;
b) establecer el objeto del deseo por el deseo del otro (deseo mimético);
c) entablar relaciones de rivalidad;

(En efecto, ¿de dónde, si no, puede surgir la pulsión de competir, a falta de un modelo hobbesiano?)

d) ponerse el yo en oposición a los instintos: resultado de educarse como civilizado y de imponerse sobre todo la prohibición del incesto, principio básico de la normalización cultural.

A medida que el argumento se hace más ambicioso y profundo, el texto se pone más abstruso. El penúltimo párrafo de la página 91, por ejemplo, es incomprensible. Su intención aparente es introducir el punto de ruptura con el existencialismo, representado aquí como “filosofía contemporánea del ser y de la nada”. Aparentemente Lacan describe una tensión entre el acontecimiento del estadio especular, que es una forma de autoconsciencia, y su represión en orden con la legalidad cultural. Es evidente que este choque –el mismo que se plantea entre pulsión y razón– acaba por ser trágico. Afirma [?] que el existencialismo, que da cuenta de este conflicto y también da justificaciones a los callejones sin salida que resultan de las relaciones sociales, esto es, las relaciones de cada individuo con los demás. El existencialismo reafirmaría la libertad individual como compensación al hecho de que cada uno de nosotros vive libremente “pero entre los muros de una cárcel”. Véase (Lacan, Escritos, I, 92), en el existencialismo:

a) se goza de libertad, pero en la prisión;
b) se aboga por un compromiso que expresa la impotencia de la consciencia en cuanto a superar cualquier situación;
c) se lleva a cabo la idealización sádico-voyeurista de la relación sexual;
d) se consagra el suicidio como el acto más personal;
e) y la consciencia del otro no se satisface sino por el asesinato hegeliano…

(¡Ay! ¿Qué demonios habrá querido decir con esto del “asesinato hegeliano”?)

Lacan rechaza que el yo esté centrado en la percepción y en la actividad de la consciencia y, al menos en este punto, parece claro que la emprende contra Descartes. Nada nuevo. Todos contra el yo cartesiano… Tanta unanimidad contra el cartesianismo resulta a veces sospechosa. Cada vez me parece más simpático el argumento de Descartes que, por otra parte, tiene la virtud de no ser una suposición. Veamos si no: ¿puedo pensar allí donde no soy consciente? No. Por lo tanto ¿cómo puedo concebir la posibilidad de un yo que no sea consciente? El solo hecho de hablar de yo presupone la consciencia. Donde no hay consciencia, puede que haya inconsciente, pero lo seguro es que hay pura sensibilidad, como en el primer momento de la Fenomenología del Espíritu, por lo tanto, no hay yo. O sí, pero entonces es Gemüt, esa “unidad que acompaña todas mis percepciones” de la que habla Kant. No hay un yo “realista”, como ese sujeto inverosímil que defiende la ciencia; ni nada parecido a un yo razonable. Sólo nos queda el yo de los locos y los neuróticos. Por lo tanto, sólo cabe concluir que somos “yo” en verdad cuando perdemos la razón (Lacan, Escritos, I, 92).

(¿Cuántos hay dispuestos a aceptar esta alternativa?)

Acabáramos…

Hacia el final del escrito Lacan se pone chamánico como un gurú indio, cuando predica que los sufrimientos y la neurosis son la escuela de las pasiones del alma. Pero no hay de qué preocuparse: al fin y al cabo él también es un médico como otros, un profesional que «vende» su terapéutica como taumatúrgica. Quizá por eso, con la vista puesta en sus prosélitos, declara y asegura que el psicoanálisis tiene efectos maravillosos pues intenta y consigue (?) mostrarle a cada individuo lo que en verdad es, todo aquello que la instancia social le prohíbe ver de sí mismo.

Ya, pero eso a nosotros no nos interesa.

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