TAN EMOCIONANTE

El acontecimiento solo es determinable en el contexto de una serie, o en la convergencia o la encrucijada de dos o más series. Pongámoslo así: sin duda que hay acontecimientos singulares, pero no hay acontecimiento aislado de su correlación en una secuencia; y es esta correlación (o ilación o correspondencia), que es puramente imaginaria, lo que llamamos “tener una experiencia”. Todo acontecimiento es pues un hito, pero su diferencia constituye una identidad por contraste, sea por su cualidad excepcional o por su efecto. Se lo identifica por su presencia en la serie y, además, por haber sido localizado y señalado por ella. Sus coordenadas, en suma, están siempre establecidas por la serie.

Mira a tu alrededor: todo, absolutamente todo lo que sucede, o es irrelevante o no tiene consecuencia ni sentido. Algo en nosotros, que es sensible, lo determina, lo hace propio, lo comprende. Por consiguiente, aunque el acontecimiento está estrechamente relacionado con su serie de referencia y cualificado por su diferencia con relación a otros acontecimientos en la serie que (se supone que) se establece por razón, su prueba ontológica es derivada por necesidad. Por lo tanto, resulta hasta cierto punto espuria desde un punto de vista racional, puesto que no la rubrica razón alguna sino alguna especie de sensibilidad, En suma, por… –¿cómo se las llama?–… emociones.

No le busquemos vueltas. En materia de determinación de acontecimientos, todo es emocional.

(En cambio, advierte Hegel, todo lo real es racional. Ah sí, pero recuerda que lo real, lo efectivamente real, no acontece nunca.)

Ahora bien, llegamos al punto: ¿qué es una emoción? No me digas que es la respuesta que deparan los sentimientos. Los sentimientos son algo que se presupone ex post, cuando ya habido emoción. Lo cierto es que las cosas son al revés: experimentamos una emoción y, por consiguiente, nos atribuimos lo que se llaman «sentimientos». Cuando hablamos de sentimientos no hacemos otra cosa que ponerle un nombre diferente a las emociones. Un nombre racionalizado.

Insisto, ¿qué es una emoción? Las emociones son indeterminables ya que, si aceptamos los argumentos expuestos más arriba, todo lo que es, es sentido y, en cierta medida, “sentimental”; y, por otra parte, solo las experimentamos con relación a un acontecimiento. ¿Pero entonces qué está primero: la emoción o el acontecimiento? (Recuerda el verso de Yeats.) Vivimos rodeados de emociones que son acontecimientos, o de acontecimientos emocionantes; y el sentimiento no es más que aquello de lo cual el llamado pensamiento es sombra.

(¿O es al revés?)

Cuanto más lo pienso, más difícil me resulta explicarlo. Puedo asegurar que la emoción es un estado, ¿pero en qué consiste ese estado? Alcanzo a establecer su diferencia respecto del estado ordinario, pero no su especie, porque la variedad de las emociones es inmensa. Inabarcable. La emoción puede ser lujuria, o compasión, o angustia; pero también la ambición es emocionante, lo mismo que el fracaso; y el vértigo, o –según las circunstancias– el silencio. Un episodio espectacular es emocionante: ver cómo se alza el cohete sobre su plataforma de lanzamiento en medio de un ruido atronador y deja tras de sí una bola de fuego es algo emocionante. Cuando se eleva ese gigantesco artilugio, una máquina de una complejidad inconcebible que, por otra parte, es muy frágil, genera una incontenible emoción. Y no solo me emociona a mí: también estalla el júbilo de los que contemplan la escena, hayan o no participado en el esfuerzo de llevar el proyecto adelante…

(¡De veras es emocionante!)

…pero también es emocionante una gran construcción, como el rascacielos The Shand en Londres o la tumba de la reina Hatsepsut, por ejemplo, porque lo titánico emociona. Nuestra especie entera se reivindica a sí misma cada vez que se repite uno de esos acontecimientos ciclópeos que Kant todavía llamaba sublimes. Es emocionante, sí, pero ni los que asisten al lanzamiento del cohete, ni los visitantes de Londres que ven asomar la silueta de The Shand sobre la City, ni los turistas que visitan el Valle de las Reinas, ninguno sería capaz de explicar cabalmente lo que siente. La propia experiencia emocional, cualquiera que sea, y se sustrae a toda explicación. Llamamos “emoción” a una extraña determinación que no puede ser explicada, es decir que no es reducible a razón. Puede que reciba un nombre, como el deseo carnal, o la congoja, el miedo o el asombro, pero que podamos nombrarla no significa que sepamos en qué consiste.

Por eso parecen tan inconsistentes los que esgrimen como novedad el descubrimiento de una supuesta “inteligencia emocional”. ¡Qué idea tan escolar tienen de la inteligencia y qué insignificante parece su “emoción” en ese apaño de concepto! La “inteligencia emocional” solo puede ser un pleonasmo flagrante si se admite que todas las posibles relaciones que entablamos con el mundo están necesariamente mediadas por emociones. La relación con el mundo, incluso si es poco o nada inteligente, es pura emoción elaborada y racionalizada, lo mismo que infinidad de intuiciones sensibles que son precisamente tales porque son inexplicables. Entre las más conocidas: la llamada emoción estética, un misterio que, o bien embarga la sensación de belleza, o bien asegura que el verdadero misterio está en el objeto que la genera. Y es tan decepcionante…, porque el objeto es inapresable, infinito, justamente porque es bello. Lo mismo que la belleza, la emoción es siempre un nescio quid, un no-sé-qué. Por eso los recursos habituales para reconocerla son apenas deícticos, o si no, gestuales: el llanto o la risa, una mueca, una expresión asociada a un acontecimiento señalado, un ademán, un aullido, un aplauso.

Si procuramos una explicación a lo emocionante solo contamos con el acontecimiento que es, pues, el significado habitual y que sirve como objeto que se comparte en su manifestación mínima: en el acto simple de marcar el suceso (la emoción) como fenómeno. Y muchas veces resulta que lo que en realidad emociona es comprobar que ha acontecido. Es decir, que esté allí.

Qué simpleza, ¿no? Rara vez buscamos un registro racional de esa instancia sino –como en el chiste– lo único que nos importa es ir corriendo a contárselo a otro, como hacen los enamorados.