LA ARAÑA

Por el borde de mi mesa de desayuno asomaron las patas de una araña de verano. Tres finas estacas articuladas que se aferraron a la madera buscando un punto de equilibrio. Casi enseguida apareció toda ella, con su cuerpo mínimo, suspendido en la intersección de sus ocho extremidades. El bicho se acomodó en el nuevo sitio, oteó el ambiente y me miró (?) pero no pareció hacerme mucho caso porque enseguida avanzó lentamente en dirección al lado opuesto de la mesa.

Dediqué unos segundos a observar sus movimientos perfectos. Cómo las llaman –me pregunté, mientras inconscientemente reflexionaba sobre nuestra difícil convivencia–: artrópodo, término que sin duda alude a sus pies articulados. (Patas, mejor dicho.) El solo hecho de que a un animal se lo clasifique por sus extremidades parece bastante pobre desde un punto de vista conceptual y revela lo poco que sabemos acerca de lo que es en esencia. O no, porque la verdad es que usar ocho patas para desplazarse es el rasgo que comparten todas las arañas.

Los hombres olvidamos la extraña manera que tenemos de ponerle nombre a las cosas y a veces confundimos la taxonomía con el saber. Creemos conocer, cuando en realidad no hacemos más que poner un nombre en una jerarquía de nombres, como en el palomar de Nietzsche. El conocimiento no está en el nombre ni en la jerarquía aplicada sino en la razón que organiza la disposición de las casillas, pero esa razón poco o nada tiene que ver con el objeto clasificado.

Qué cosa espeluznante es una araña. ¿A qué se debe el terror que nos inspiran estas alimañas? Casi seguro que nuestro miedo ancestral tiene que ver con esas patas, que dan la impresión de que la araña tiene un dominio absoluto de su territorio pues le permiten andar por cualquier superficie, aferrar lo que sea, tejer, saltar, correr velozmente, copular, saludar, asearse, incluso ofician de protección ante una amenaza, cuando se cierran herméticamente alrededor del cuerpo principal que las controla. Moverlas de forma coordinada tiene que ser una operación compleja. Por lo tanto, cabe suponer que en una araña hay una inteligencia tan hábil y poderosa como la nuestra.

Y entonces, de manera instintiva y sin vacilar, cogí una servilleta y la maté de un solo manotazo. No sentí remordimiento alguno, a pesar de que en ningún momento representó una amenaza. Supongo que, por esta razón, casi en el mismo instante de aplastarla pensé que acababa de eliminar a un ser vivo; y a continuación, concluí que matar, en el fondo, es algo muy natural. Tanto que incluso me permití comprobar cómo había quedado. Retiré la servilleta y vi descompuesta la exacta armonía del cuerpo, ahora convertido en un garabato. Salvo por una pata, que había quedado desprendida del tronco por efecto del golpe. La inteligencia que la movía estaba muerta pero allí estuvo un buen rato agitándose: tres finas estacas articuladas que se movían coordinadamente y sin propósito.

Esa pata sigue viva –pensé, y he de reconocer que esa constatación me produjo asombro. ¿Viva? ¿Por qué llamarlo así? La vida no es solamente movimiento. ¿O no será que la vida no es más que un tejido celular con movilidad autónoma? Que ese movimiento sea controlado o no, no tiene mayor importancia. Lo importante es que siga, que no se interrumpa por ninguna causa. ¿No será que la llamada «pulsión de vida» es comparable a los movimientos espasmódicos de una pata de araña muerta? Conatus sesse conservandi, lo llama Spinoza. ¿Y ese conato solamente se refiere al movimiento? Saber en qué consiste estar vivo debería ser saber la razón por la que la pata de la araña sigue agitándose cuando el cuerpo al que pertenece está muerto.

Como de costumbre, los humanos tendemos a referir todo lo que ocurre a nosotros mismos. Quizá por eso acabé por colegir que la continuidad de mi propia vida es como la de la pata de la araña, así de intrascendente y de irrelevante y de compulsiva, e igualmente perecedera puesto que, al final, me levanté, busqué un aspirador portátil que tengo en la cocina y eliminé todos los restos: la araña muerta, la pata y las migas desparramadas sobre la mesa.