LAS MÁSCARAS

¿Quién descubrió para el cine el inmenso poder expresivo de los primeros planos, un recurso que, en esencia, es teatral? Carl Dreyer, supongo. En realidad, no fue un descubrimiento. El recurso estaba allí desde hacía mucho tiempo. Dreyer se limitó a incorporarlo. Instantes cruciales en que la cámara se fija en un rostro para desentrañar en él su semblante. Al fin y al cabo, lo que todos hacemos, todo el tiempo.

Porque esa ha sido desde siempre la función de la máscara: cargar con una expresión para comunicarla, para ponerla delante de los ojos del otro y, muchas veces, para esconder lo que guarda detrás quien la lleva puesta. Como las máscaras mortuorias de la necrópolis de Al Fayum que yo vi expuestas, en una ocasión inolvidable, en el Museo del Tivoli en Copenhague. Las estelas de Al Fayum marcan –como Dreyer en el cine– un hito. Esos rostros de muertos, con sus grandes ojos perplejos, transformarían el arte del retrato, darían lugar al icono bizantino y, con ello, al definitivo paso de la representación, más allá del rostro desfigurado de Laocoonte.

La máscara, lo mismo que el rostro filmado en primer plano en el cine, enseña lo que no se ve, mejor dicho, lo que el discurso no deja ver. Es curioso que se hable de “enmascaramiento” o del embozo como un acto deliberado porque, en verdad, todos llevamos puesta una máscara, una persona que intercambiamos (y cambiamos) con cada episodio de la vida social. Una máscara que nos enaltece o nos denigra pero que nos deja a merced de la mirada del otro y nos impone compromisos y servidumbres imprevistas. Algunos –los más canallas– usan la máscara propia para la decepción o la estafa. Otros la emplean para esconderse y proteger una identidad frágil o inexperta, incapaz de contender los golpes. Y otros muchos, como el histrión o la histérica, para que nunca se sepa la verdad de ellos.

Máscaras. Teatro de máscaras: además de un tópico gastado, es un tema barroco.

(Pero cuidado con lo barroco, que es extraordinario.)

Despojarse de la máscara que llevamos puesta se suele presentar como un acto de afirmación auténtica: como la parábasis en la comedia clásica. Final de juego, eso que ruega el enamorado en el tango, para dejar de sufrir:

Decime quién sos vos,
decime a dónde vas,
alegre mascarita
que me gritas al pasar:
–¿Qué hacés? ¿Me conocés?
Adiós… Adiós… Adiós…
-¡Yo soy la misteriosa
mujercita que buscás!
-¡Sacate el antifaz!
¡Te quiero conocer!

Esperanza inútil, llamada a fracasar.

Parecería que quien se desprende de su máscara accede a mostrarse tal como es. ¿Pero cómo es en verdad? ¿Quién lo sabe? Para reconocerse tendrá que contemplar su imagen en el espejo. ¿Y qué verá entonces? Una imagen que también es máscara.

Benditas sean, pues, las máscaras, porque si no estuvieran allí ¿cómo haríamos para comprender la razón o la cólera, la compasión, el deseo, el tedio, la desolación? Seríamos mónadas, inexpresivas y absurdas como granos de arena.