ARCHIVO (II)

Son muchas y variadas las formas del archivo. Los armarios de ropa –en Sudamérica los llaman “roperos”, como en inglés: wardrobe– son archivos. Allí se guardan las prendas de uso diario y se deja un lugar preferido para las prendas más queridas. Contienen asimismo resabios de modas pasadas, atuendos gastados e inútiles que nunca se sabe por qué están allí. Un armario a menudo tiene más de desván que de ajuar. Conserva los aditamentos de la máscara actual del usuario y restos de sus antiguas identidades, porque la indumentaria, desde nuestros míticos antecesores adánicos que iban desnudos, son sucedáneos de la piel propia; mejor dicho, son la piel artificial que permite ensayar infinitas variantes a tono con cada cambio de condición o de estado. Una investidura (que es también vestimenta) adecuada a una circunstancia, es decir, al modo como queremos presentarnos en una ocasión cualquiera: la ceremonia de grado, un funeral, una boda, el uniforme de trabajo o el atuendo propio de cada profesión, etcétera. Contra lo que afirma el adagio, el hábito hace al monje, quizá no para los demás, sí para cada uno. Cuando hay un sujeto involucrado, todo se vuelve asimétrico.

Y por supuesto los archivos de cartas, hoy en día formados por innumerables piezas intangibles y frágiles en su formato digital. A contrario de lo que pasaba hasta hace no más que un siglo, en nuestro tiempo todo el mundo tiene una correspondencia. Antaño, la correspondencia de un individuo tenía un valor especial porque pocos eran los que sabían leer y escribir. Esa escritura de intimidad, oculta, era tenida por los lectores póstumos como la necesaria extensión que completa una obra relevante. Por eso quienes la producían lo hacían con esmero y la guardaban celosamente a sabiendas de que era parte y complemento necesario de su obra. Estaba destinada a ser pública. En efecto, cada “correspondencia” que sale a la luz borra la diferencia entre lo público y lo privado, de ahí la importancia de ese archivo. En cambio nuestra correspondencia actual es tan episódica e intrascendente. Por fuerza es nimia y trivial, aun cuando su autor sea uno de esos pedantes infatuados que se suele encontrar en el llamado “mundo de las letras”. Y también es inabarcable: cualquier mortal contemporáneo tiene guardadas un número inmenso de cartas. Tiene gracia que el género epistolar muriera y renaciera banalizado en la era digital. 

¿Por qué guardamos las correos electrónicos? Ese que se declara célebre por anticipado ya prevé que un amanuense prolijo habrá de hurgar en su correspondencia, como antaño se hacía con los clásicos y los Padres de la Iglesia, cuando se trataba de desentrañar los misterios de personalidades fuera de lo corriente. Se diría que su actitud es responsable, pero su vocación de archivo es, como casi todo en su vida, espuria: una manera subrepticia de apuntarse a la inmortalidad. De hecho, piensa que ya será inmortal o singular si conserva su correspondencia.

No solo cuidan de su correspondencia los intelectuales fatuos (¡qué pleonasmo!). Otros, algo más mezquinos, lo hacen porque piensan que esos documentos le servirán para defenderse en un eventual litigio futuro. Habrá un momento en que tendrán que reivindicar la propiedad de algo, o un derecho o una imposición. Un documento crucial servirá de prueba en un alegato o en la reivindicación de la legitimidad de una deuda. Admirables son, pues, los más grandes archivistas, esos individuos que, por regla, guardan todas las facturas.

Bastante más tonto, en cambio, es ese que está empeñado en sostener la memoria de sus pasados actos con documentos cuya existencia actual solo depende del azar de un corte de luz. El que conserva todas sus cartas de amor, incluso las misivas y las invectivas o el hito exacto de algún inconsolable desengaño. Pone tanto celo en guardarlas que las pruebas de una traición acaban en el archivo mezcladas con las tarjetas de regalo, las libretas del colegio o los apuntes de la Facultad.

¿Los que archivan sus papeles, vuelven alguna vez sobre esos textos olvidados? Muy pocas veces y casi siempre lo hacen de forma abrupta, como quien tropieza con el peldaño de la escalera; y casi seguro que con cada reencuentro, sufren. ¿Para qué los archivan entonces?

Salvo que se trate de un personaje realmente importante, la mayoría de esas cartas y documentos guardados en carpetas, en cajas de zapatos y desvanes, ahora además en inmensos reservorios digitales, sobreviven en completo desorden y, contra lo que afirman las empresas que se lucran con el servicio de archivo, sus contenidos son por fuerza públicos en virtud de un capricho cibernético, lo haya autorizado o no el cliente. ¿Qué prueba esto? Que esos inmensos archivos no sirven para nada y es probable que a nadie interesen.

¿Para qué se guardan entonces? ¿Habrá una oculta voluntad inconfesada y paradójica de mostrarlo todo? El culto a la información atesorada no es más que un síntoma que hace ya más de un siglo anticipó Nietzsche cuando advirtió que los individuos modernos están atrapados en el presente. No es el pasado añorado ni el futuro en previsión lo que guardan en sus inútiles archivos sino las trampas de innumerables presentes en los que se han involucrado. Empresa absurda, pues al final algún deudo descuidado o celoso de su intimidad implicada en esas cartas y documentos, las censurará o simplemente las destruirá y será como si no se hubiesen sido escrito nunca.

Aún más terribles y deprimentes son los archivos de fotos. Piensa: una instantánea de un momento que pertenece a una etapa de la vida que no se puede recuperar. Un corte en el flujo de los acontecimientos que se reúne sin orden ni jerarquía con el siguiente. Pura fragmentación sin unidad ni síntesis posible. De todo se encuentra allí: los hitos de alguna amistad fuerte que ahora está rota, recuerdos fijados de manera artificial e imposible de reproducir, porque lo que representan –celebraciones, nacimientos, reuniones, lugares visitados, viejos amores– nunca son exactamente como cada uno las recuerda. La foto, que parece tan contundente como su realismo técnico inapelable solo produce fantasmas. Al final la instantánea acaba por ocupar el lugar de la memoria de tal modo que ya no se recuerda la ocasión o el protagonista, lo que se recuerda es la foto. La fotografía es el acontecimiento más relevante de nuestra época, una técnica siniestra, inhumana que, merced a la nueva técnica de reproducción que la multiplica de forma incontenida y absurda, crece imparable como un cáncer.

De casi todo se puede hacer archivo. Se hace acopio de prendas, de cartas, de fotos; y los individuos aún tendrán tiempo para formar pequeñas colecciones de todo lo imaginable: juguetes –los de cada uno, los de papá y mamá, los juguetes rotos, los primeros juguetes del hijo– souvenirs de viaje, amuletos, aparatos que han caído en desuso pero que alguna vez han inspirado deseo o afecto, postales, sombreros, vajillas, cuchillas de afeitar usadas… Archivar es costumbre muy vieja y acendrada. Un vicio. A veces el vicio tiene recompensa inadvertida para los demás: archivos tan poco relevantes como estos nos han permitido saber algo acerca de nuestros antepasados más antiguos. Los utensilios de sílice, puntas de flecha, mazas, piedras talladas, hallados en lo que los paleontólogos llaman “yacimientos” son otros tantos archivos reunidos por algún homínido coleccionista.

¿Qué extraña melancolía sostiene y mueve este “mal de archivo”?

(La categoría no es mía sino de Jacques Derrida, aunque no estoy seguro de que quisiera decir lo mismo.)

No es cierto que seamos una especie melancólica. Una frívola o un imbécil, un burócrata, un informante de la policía, un literato vano y pretencioso, da igual, todos actuamos de acuerdo con el mismo impulso archivístico indeterminado, el mismo esfuerzo contumaz por atesorar objetos y retirarlos de su destino. Lo hacemos porque creemos que al conservarlos logramos derrotar al tiempo. El archivo no desaparecerá nunca porque, tanto si permite guardar cosas o atesorar recuerdos, es un arma contra el tiempo. Y, claro, como el tiempo también es lo otro –la muerte – el archivo es una tentativa fútil de evitar que la muerte devuelva esos objetos queridos a la intrascendencia de la que proceden.