PAGANOS

Cada cosa es lo que es, pero también es –siempre– otra cosa. Casi todo lo que pensamos deriva de esta experiencia tan simple: la curiosidad, que necesariamente sostiene la voluntad de saber, el sentimiento llamado religioso y su variante más afín: esa ilusión que llamamos “emoción estética”, nuestra inagotable capacidad para generar metáforas que se encabalgan hasta conformar el edificio de la cultura y una multitud de sentimientos de afinidad o de rechazo hacia las cosas mundanas que serían inexplicables si no diéramos por sentado que todo lo que es, es también otra cosa. O sea que la identidad es asimismo diferencia. Un mismo acto determinante las reconoce, pues la identidad, que es lo propio y esencial de cualquier cosa, es asimismo la determinación de la diferencia específica que separa a cada cosa de las demás.

No seríamos lo que somos si no tuviéramos la conspicua inclinación a enajenarnos en cada determinación, una proeza que, por cierto, jamás lograrán realizar las máquinas. En efecto, por “inteligente” que haya sido concebida en el diseño, frente a una experiencia cualquiera la máquina dará siempre una y la misma respuesta, o bien una o varias respuestas alternativas previamente elaboradas e introducidas en su memoria. Me causa gracia todo el revuelo montado alrededor de la llamada “inteligencia artificial”. A los hombres no les interesa inventar máquinas más inteligentes que ellos. Prefieren que sean eficaces y cuanto más estúpidas, mejor. Si no procediesen así ¿qué propósito tendría usarlas como máquinas? No creamos máquinas para se equivoquen o para que vacilen o se confundan como hacemos nosotros sino para todo lo contrario. Por otra parte, la sola posibilidad de que hubiera Golems capaces de incurrir en las contradicciones y ambivalencias de que somos proclives los humanos no haría más que aumentar los problemas que, desde el origen, acarrea la humanidad en relación consigo misma.

No obstante, aunque semejantes máquinas no son imposibles dado el actual desarrollo de la técnica, no parece que sean plausibles desde un punto de vista práctico. Máquinas inteligentes y, por eso mismo torpes y ambivalentes… qué absurdo.

Es verdad que una máquina derrotó a Kasparov, pero este ejemplo no es válido. En la máquina que juega al ajedrez cada uno de sus movimientos está necesariamente inscrito en (y calculado respecto a) la totalidad de los movimientos posibles en el juego. De tal modo que la decisión o la consecuente deliberación entre dos movimientos alternativos, o incluso más, el trazado de una estrategia, no es el resultado de la elaboración de la ambigüedad sino una vacilación deliberada que más adelante, de todas maneras habrá de resolver (y como sea) por medio del mismo cálculo que la ha generado. Cuando un software cualquiera topa con una ambivalencia que no puede resolver, colapsa. En cambio nosotros somos capaces de convivir con las nuestras sin resolverlas, podemos afirmar (y ser reconocidos) que somos “una mujer atrapada en un cuerpo de hombre” o viceversa y embellecer nuestras torpezas mentales con toda clase de metáforas. Podemos apostar, jugar al azar, practicar el adulterio y hacer trampas en el juego; más aún, podemos dar pábulo racional a una creencia vulgar, como Niels Bohr, que al ser preguntado cómo era posible que un científico sucumbiese a la superstición y tuviese colgada una herradura junto a la puerta de su casa, respondió con una ironía inasible para una máquina: “Dicen que funciona incluso para quienes no creemos en ella.”

La cuestión no está en establecer estados que son alternativos y excluyentes sino en llegar a pensar ambos al mismo tiempo. En pocos contextos esto es tan evidente como en lo que el cristianismo denominó “cultos paganos”, donde la humana relación con algo trascendente, es decir, con aquello que es considerado divino, es extrañamente ambivalente, quizá porque en el paganismo esa relación no está mediada por fe y menos aún por creencia, como ocurre en las religiones monoteístas, sino por un rito fundamental en el que el sujeto puede o no participar, como sucede con una superstición cualquiera. El monoteísmo en cambio obliga a creer –en eso consiste la religatio– en la existencia de Dios. Ninguna ambivalencia es tolerada.

Por eso las sociedades paganas no pusieron inconvenientes a que hombres de la talla intelectual de Aristóteles o Epicuro hayan podido desarrollar sus modelos racionales en ámbitos aparentemente regulados por lo contrario. ¿Tiene algún sentido representarnos a Platón o Aristóteles como dos paganos idólatras? Por supuesto que no. Sin embargo, alguna actitud tendrían frente a los ídolos de su tiempo y lo más probable es que fuera semejante al desairado escepticismo de Séneca ante la escena diaria en el Capitolio de Roma, como aparece citado en un pasaje célebre de De Civitate Dei (Libro VI, cap. 10) de Agustín de Hipona. Véase:

Pasa luego a recordar las cosas que suelen hacerse en el Capitolio e incluso osa decir que si quienes las practican, o están jugando, o están locos. Y tras burlarse de esto, recuerda que en los ritos sagrados egipcios, puesto que se llora la pérdida de Osiris y casi enseguida su reaparición causa gran alegría entre los oficiantes, cabe pensar que tanto la pérdida como la recuperación no son más que ficciones que sirven para expresar el dolor y la alegría de los que, en verdad, nada habían perdido ni encontrado.

Y dicho esto añade: «No obstante hay un tiempo fijado para semejante frenesí. Está permitido perder la razón una vez al año. Ve al Capitolio. Uno sugiere órdenes divinas al dios; otro le cuenta las horas a Júpiter; uno es bañista y otro masajista que con un movimiento fingido de brazos imita un masaje. Hay mujeres que mueven los dedos como las peluqueras y hacen como si arreglaran los cabellos de Juno y de Minerva pese a que están lejos, no solo de las imágenes, sino también del templo. Algunas mujeres empuñan un espejo. Otros hay que piden a los dioses que les ayuden en sus pleitos y otros les presentan documentos y les explican de qué van sus casos. Un comediante instruido y distinguido, viejo ya y decrépito, representaba a diario su mímica en el Capitolio, como si los dioses estuvieran dispuestos a contemplar con agrado todo aquello que ya no interesa a los hombres. Andan por ahí toda clase de utileros que trabajan para los dioses inmortales, sin nada que hacer.»

Y un poco más adelante añade: «Sin embargo estos, aunque dedican a los dioses tareas bastante superfluas, no lo hacen por ningún propósito abominable o infame. Allí están sentadas en el Capitolio algunas mujeres que se creen adoradas por Júpiter y no les asusta la mirada de Juno que, si hemos de dar crédito a los poetas, es tan irascible.»

Cuando se trata de comprender las costumbres de los antiguos siempre hay que tener presente la inmensa distancia social y cultural que separaba a las élites educadas de los cultos populares. El propio Agustín lo acredita en Séneca, como si quisiera marcar la diferencia entre la idolatría de pueblo llano de ese otro paganismo reticente que es propio de los intelectuales. Este pasaje nos permite vislumbrar cómo eran la superstición y la idolatría en la plebe romana, pero resulta difícil entender el espíritu de los sabios que, como Séneca, las contemplaban con una mezcla de estupor y desprecio, hombres cultivados que, sin lugar a duda, no creían en sus propios mitos o que, en cualquier caso, estaban vinculados con ellos por un tipo de saber y un compromiso que hemos perdido definitivamente.

Aún más inexplicable es que el antiguo Egipto, una cultura milenaria que produjo incontables monumentos funerarios de inmensa riqueza simbólica, pródiga en representaciones fantásticas y ritos mistéricos, sobre todo en relación con la muerte, fuera participada por otros egipcios, absolutamente indiferentes a esos mismos misterios y sus ritos, familias de salteadores descreídos que, generación tras generación, vivieron (y aún viven) de la profanación de las tumbas. Como si la posibilidad de la piedad o la gloria estuviera necesariamente ligada a realidad de la nada y la intrascendencia en gentes de un mismo pueblo.

¿Cómo han coexistido estas dos conductas incompatibles, paganos idólatras y paganos indiferentes, antes del cristianismo? En este punto cobra relevancia la observación inicial, que recuerda cómo cada experiencia es ella misma y otra diferente (o es ella misma porque es diferente), puesto que esta circunstancia es lo que en todo caso es preciso simbolizar. Y en la índole de ese simbolizar curiosamente coinciden figuras irreductibles: las enamoradas de Júpiter sentadas en el Capitolio, el reticente Séneca y san Agustín, tan racional él, y sin embargo seducido por nuevas supersticiones, revelaciones y misterios.