MONSTRUOS (II)

La figura más aterradora que un hombre puede enfrentar hoy en día no es uno de esos monstruos mitológicos que, en un cuerpo horrible, ejemplificaban todo aquello que la razón era incapaz de poner en orden. Me refiero a esas criaturas fantásticas que tienen algo de animal, el atributo de alguna cosa y la expresión o el rostro de un ser humano: el Grifo, la Sirena, el Minotauro, la enigmática Esfinge, Gorgona la desdichada. Cualquiera de esas representaciones tradicionales que es tan habitual encontrar en los mitos de todas las culturas, hoy en día han sido sustituidas en la llamada «cultura popular» por los monstruos venidos de otros planetas, que ya no producen impresión alguna porque la verdad es que no representan nada. Conforman una síntesis, sí, pero ya no es de terror sino más bien puro y manifiesto artificio. Son apenas un modelo imaginario; y, en consecuencia, no suelen dar miedo, aunque lo mismo que sus antecedentes clásicos, también sean versiones compuestas de piezas y fragmentos de naturaleza y humanidad, obra de la fantasía, pero tan próximos que a veces incluso interpretan los comportamientos humanos por medio de rasgos sutiles e inconfundibles: como la baba de la criatura en la película Alien de Ridley Scott.

Los monstruos que ahora nos rodean, puesto que viven entre nosotros, no parecen tales sino que apenas si parecen una versión desviada o exagerada de nosotros mismos con la que, según se dé, incluso se puede convivir y hasta hacer amigos. La afamada serie de la familia Addams fue la primera señal de que un cambio de talante hacia lo monstruoso había tenido lugar, pues mostraba que la relación con los monstruos, por muy extravagantes y distintos que fueran, podía hacerse cordial, cotidiana y hasta irrisoria.

¿Significa eso que hemos renunciado a marcar la monstruosidad –que es la diferencia absoluta– porque nos hemos hecho inmunes al mito o porque nuestras reglas actuales son más permisivas y tolerantes que antaño y respetan todas las diferencias, sin excepción ni cortapisa? ¿Será que no existen monstruos que no sean de ficción? De ninguna manera. Los monstruos existen, solo que hemos cambiado el patrón para establecer lo que nos distingue de ellos. Nos hemos equiparado y confundido con ellos;y, por otro lado, también los monstruos han aprendido a ser de otra manera. El monstruo por antonomasia ya no es una figura incompleta o mal ensamblada, ni aquel demonio deforme y cruel que nos persigue o nos amenaza, sino ese ser que no tiene identidad ni máscara, sujeto impersonado, lábil o transitorio, que puede ser incluso insignificante, pero que resulta tanto más aterrador cuanto más afín y semejante a nosotros se manifiesta. Míralo comportarse: es dócil, complaciente, incluso razonable, tanto que puede ser adorable: aunque nunca sea él mismo sino algún otro. ¿Lo es? Sí, pero solo durante un tiempo. Su existencia consiste en la mutación permanente, la indiferencia genérica. De semejante inestabilidad extrae y afina sus artes diabólicas; y al final logra desvanecerse: su imagen no se refleja en el espejo, sus pisadas no dejan huella.

Esa falta de sustancia (no hay otra manera de llamarlo) que es contingencia pura, es el signo inconfundible que reconocemos ahora en el mal radical –el rencor inexplicable de Yago– y en lo monstruoso. Configura un tipo especial y siniestro de trivialidad y un peligro que no puedes imaginar.