INCERTIDUMBRE

Podemos discutir incansablemente sobre la posibilidad o imposibilidad de la verdad pero, tarde o temprano, acabaremos por desembocar en las condiciones de su enunciación, es decir, en las proposiciones que usamos para referirla. Llegado ese punto, establecer la verdad será lo de menos, pues su definición deberá atenerse a la (no)veracidad de una sentencia compuesta por signos.

El establecimiento de algo como verdadero presupone no obstante la expectativa de cierta objetividad: si algo es de verdad, entonces ha de ser objetivo. Más aún, la objetividad depende de la verdad y de hecho muchas veces– se confunde con ella. Cuando se trata de verificar una experiencia íntima –en la mayoría de los casos intransferible– ponemos especial esfuerzo en hacerla o pensarla como objetiva. Queremos tenerla por verdadera en todos los casos y para todos. Ahora bien, semejante aspiración implica alcanzar un grado de objetividad que solo se obtiene trasponiendo la experiencia al discurso, el único recurso con que contamos para compartirla y, de resultas de ello, para borrar de ella cualquier vestigio de subjetivismo.

Que algo devenga objeto –la objetivación, por llamarla así– implica por añadidura realización, es decir, que eso devenido objeto pase a ser considerado además como real. Por añadidura, es preciso que ambas, objetivación y realización, así como la determinación de las condiciones de la proposición de experiencia, puedan ser verificadas. De este modo, la confirmación objetiva de una experiencia queda de hecho reducida a la verificación del discurso escogido para describirla. En suma, a que la proposición diga la verdad. En consecuencia, puede decirse que toda proposición de experiencia es de una u otra manera adlingüística, de ahí que Nietzsche afirmara que cualquiera que sea el pensamiento [de lo real], acabará convertido en palabras. Es inútil que busquemos una escapatoria: entre nuestra experiencia y esa misma experiencia entendida como “objetiva” media por fuerza alguna pieza del lenguaje: algún sistema de signos organizados cuyo valor de verdad quedará necesariamente establecido por cierta correspondencia entre las palabras (signos) y las cosas. La correspondencia no es obligatoria pero su plausibilidad es un requisito de la inteligencia. Ninguna consistencia gramatical o sintáctica o de cálculo bastará para alcanzar la deseada certidumbre.

Por consiguiente, la verdad (objetividad) de lo que pasa es débil, pues se traduce en la mera verdad de la proposición usada para describirlo; y al final, toda la epistemología queda atrapada en un mismo y reiterado atolladero: ¿hasta qué punto cabe confiar en la verdad (objetividad) –es decir, en la exactitud o la fidelidad– del lenguaje que usamos para referir nuestra relación con el mundo?

Podría parecer que este problema preocupa sobre todo a los filosofantes y que, en cambio, los científicos (que, por supuesto, no filosofan) han conseguido sortear los inconvenientes que plantea la cuestión pues, desde los tiempos de Galileo, todo lo que interpretan acerca del mundo se expresa en fórmulas matemáticas; y las matemáticas (aunque este es un supuesto pitagórico), se presupone que son la lengua primordial de los fenómenos naturales y, por lo tanto, están libres de ambigüedades o inexactitudes. La necesaria correspondencia entre la realidad y los signos queda de hecho preconfirmada por el carácter consustancial que al parecer detentan las matemáticas con relación a la naturaleza. Cierto es que es solamente formal, pero ya es algo.

Sin embargo, la física de las partículas elementales ha llevado a poner en duda esta correspondencia a priori en la medida en que la “realidad” de sus observaciones es, a fin de cuentas, solamente estadística. Llevados a su formulación matemática, en el nivel más pequeño de la materia los fenómenos son indiscernibles y, como las matemáticas no pueden ni deben contradecir la observación, los físicos no tienen más remedio admitir que, o bien la observación es errónea, o bien los cálculos están mal hechos. O –peor aún– que algo imposible pueda ser real y objetivo. La principal diferencia que separa a los realistas –los que sostienen que el mundo y sus hechos son y están independientes de la experiencia de quienes los observan– y los relativistas cuánticos (Heisenberg et al., para quienes es imposible alcanzar una proposición de experiencia que dé cuenta de la observación por encima de una mera aproximación estadística y, por lo tanto, indiscernible) es que no acaban de ponerse de acuerdo sobre la objetividad, no de lo que ven o experimentan, sino de las proposiciones que usan para referir eso que experimentan. Por supuesto que los realistas no son vulgares émulos de Sancho Panza y los cuánticos no son pirrónicos, pero aunque sus diferencias son de matiz y no de fondo, hay que tener presente que en ocasiones el matiz que los tiene enfrentados puede desencadenar una conflagración.

Tanto si es matemática como si es puramente lógicodiscursiva, la correspondencia de los signos con sus referencias posibles es conditio sine qua non de la verdad. Un fenómeno puede estar situado en cierto tiempo y lugar y, sin embargo, no verse. Mejor dicho, no dar lugar a experiencia alguna.

La cuestión no tendría mayor relevancia si afectara a la (im)posibilidad de la existencia real de, por ejemplo, un “exo-planeta”. Ya se sabe que tarde o temprano científicos o filósofos encontrarán la fórmula que les permita para convivir con esa o cualquier otra incertidumbre y seguir avanzado en su programa de conocimiento. Lo importante es la incertidumbre en sí, que no parece ligada solamente a las condiciones de una observación o a la vigencia de uno u otro modelo epistemológico sino a la manera como nos relacionamos con nuestros signos. Mejor dicho, a las relaciones que entablamos con los signos que nos rodean por todas partes. Un dilema que conocen muy bien los enamorados, que nunca están del todo seguros de que el objeto amoroso retribuya debidamente el amor que recibe de cada uno puesto que, en última instancia, este se traduce en palabras, está hecho por (es) discurso. En suma, que no hay manera de confirmar un amor puesto que su “realidad” (su posibilidad cierta) está sostenida por un sistema de signos articulados.

–Pero dime la verdad, ¿tú me quieres?

Como en física, la pregunta del infeliz enamorado busca una respuesta en unos hechos que son necesariamente inciertos puesto que el enunciado que pregunta devuelve la respuesta al mismo nivel de la enunciación y está sujeto a idéntica incertidumbre: es imposible determinar si es o no una pregunta. En tanto que envuelto por signos, el enamorado –como el físico– está por tanto inerme. Lo importante entonces no radica en establecer si podrá o no resolver su angustia sino comprender, de una buena vez, que esa angustia es lo propio de la humana relación con los signos.