LITERAL

Alguna vez observé que las dificultades de comprensión que plantean las anotaciones de Wittgenstein no devienen (solamente) de la complejidad de su pensamiento sino que son la consecuencia de que ninguno de sus escritos fue más allá de ser un mero apunte y, en ocasiones, ni siquiera eso. Su escritura es coloquial, carece de cadencia o de estilo y no parece haber sido pensada como la exposición de nada. Las frases muchas veces están incompletas o son balbuceos que traducen constantes vacilaciones y divagaciones y reproducen sus idas y venidas sobre un asunto particular, o puntos de vista contradictorios que más adelante se supone que habrá de resolver, o bien son escorzos: esto podríamos ponerlo así, o asá, o quizás… Resulta curioso comprobar que los escritos “editados” por sus albaceas intelectuales no se distinguen de los apuntes del puñado de alumnos que asistían a sus clases. Sus “libros” –el Tractatus y las Investigaciones filosóficas– son tan desordenados como los distintos repertorios de anotaciones que han ido publicándose post-mortem (la Philosophiche Grammatik, las Zettel, las observaciones sobre los colores, etc.). Es inútil ponerle número a los párrafos: esos bloques de palabras numerados se ordenan de acuerdo con una aritmética imposible.

Es verdad que parte de su encanto también reside allí, en ese inmenso desorden argumentativo que sugiere al lector curioso la posibilidad de encontrar algún matiz inesperado o algo que los incontables escoliastas que han hurgado en estos textos han pasado por alto; lo que no deja de ser sorprendente, porque lo habitual y previsible es que el lector –aunque sea un torpe aficionado a la filosofía– en todo caso preferiría ser conducido por el autor a la solución de un problema con la ayuda de algún sentido en lugar de ir a tientas y quedar atrapado en culs-de sac conceptuales que, en algunos momentos, solo consiguen producirle perplejidad e irritación. Cierto es también que Wittgenstein no es del todo culpable de este efecto. No sabemos si aprobaría ver publicados sus fragmentos. Lo más probable es que no, pues la verdad es que cuando los leemos tenemos la sensación de estar revolviendo en un desván o –peor– en un basurero.

Creo que esta característica de la escritura de Wittgenstein, además de ser una limitación intelectual suya, era la actuación (acting-out) de la manera como él mismo llegaba a concebir sus ideas y ocurrencias. Es decir, que esta escritura disléxica ejemplifica la manera como Wittgenstein creía que se generaba el sentido. Como es obvio, la mía es solamente una corazonada y no me atrevería a defenderla delante de los especialistas en la obra del filósofo vienés, pero merece la pena que la anote aquí.

Por casualidad, mientras hojeaba las Investigaciones filosóficas por un motivo que no viene al caso, el otro día me pareció que allí estaba, si no una prueba, un indicio de que mi corazonada es consistente. En el parágrafo 652 de la primera parte, Wittgenstein sugiere (como de costumbre, sugiere, nunca afirma) cómo es que llegamos a entender el significado de una proposición.

Recordemos que el significado de un término, de acuerdo con una tesis suya universalmente admitida, está determinado exclusivamente por el uso de ese término. O sea que la inmensa mayoría de las palabras no significan nada más que aquello que los hablantes han querido dar a entender con ellas al usarlas. Por lo tanto, no aprendemos significados, sino que aprendemos a usar palabras con objeto de comunicarnos con los demás. O sea que, para entender una proposición, vale más saber cómo se usa que aprender lo que sus términos significan, lo que nos remitiría a otros tantos usos.

Pero los usos están, por fuerza, dentro de juegos discursivos. Como es bien sabido, en las Investigaciones […] introduce Wittgenstein el concepto de “juego de lenguaje”, una idea bastante oscura e imprecisa. De acuerdo con ella, una ilocución está relacionada con un estado de la mente, pero necesariamente a través de un vínculo establecido por una regla. Como el juego y la regla del juego vienen a ser lo mismo, respetar la regla que establece el uso correcto de un término quiere decir lo mismo que jugar con él. Naturalmente, esto supone que primero captamos el juego con su regla específica y después el sentido de la proposición como estado del juego. En consecuencia, puede darse el caso que usemos la proposición sin saber a ciencia cierta a qué regla de juego se atiene; y ahí cabe encontrar un origen posible del error (sobre esto he hecho algunas observaciones pertinentes cfr. El error radical). Ahora bien, ¿cómo se aprende la regla del juego? Comoquiera que sea, ese “aprendizaje” viene a ser lo mismo que la comprensión; con algunos matices importantes a tener en cuenta.

Consideremos el parágrafo 652 de las Investigaciones […]. Wittgenstein no presenta allí una proposición directa sino la descripción de un hecho en una narración:

“Lo midió con una mirada hostil y dijo…”

Que la mirada haya sido hostil es una interpretación del narrador, no una propiedad intrínseca de la mirada referida. Podría darse –piensa Wittgenstein, siempre tan paranoide– que esa “hostilidad” fuera simulada y que los personajes involucrados fueran amigos. En tal caso la descripción, que presupone la interpretación de un gesto, más que en una conjetura, está basada en algo mucho más fuerte y arriesgado: una adivinanza. “¿Será que la mirada ha sido hostil?”, parece querer decir la frase del narrador. El sentido de esa mirada no está determinado sino que ha sido adivinado; y para que esa adivinanza sea efectiva, es necesario imaginar un contexto que la haga verosímil. En suma, los términos de la proposición no tienen más sentido que lo que indica un estado de cosas, que es un contexto imaginario.

¿Pero cuál contexto? ¿El de la mirada o el de la proposición que califica la mirada? Uno parece haber reducido al otro. Hemos de considerar, pues, solamente el contexto fijado por el juego de lenguaje en que está inscrita la proposición y no el que establece el sentido de la hostilidad. El lector puede imaginar muchas especies de hostilidad, pero si se trata de establecer una hostilidad literal, el único juego de lenguaje válido es el que dicta la observación del narrador. Wittgenstein adelanta la siguiente “conclusión” al galimatías, entre doble paréntesis y comillas (¿para resaltarla o para advertir que se trata de una cita?):

{{«Si quieres entender la proposición, tienes que imaginarte el estado mental, los estados mentales.»}}

De nuevo, ¿a qué estado mental debemos referirnos con la imaginación para entender la ilocución del narrador? En el estado mental del narrador la especie de hostilidad aparece como indeterminada e indeterminable.

Toda proposición del lenguaje encuentra su sentido (se hace inteligible) en el marco del juego de lenguaje que sus términos hacen posible (o imaginable), pero ninguna proposición establece de forma clara cuál es la regla de ese juego. Dicho con otras palabras, todo enunciado es literal en la medida en que esconde su literalidad o la disuelve en innumerables estados imaginables. De manera pues que la mayor dificultad que plantean los fragmentos de Wittgenstein es que, con mucha frecuencia, resulta imposible adivinar cuál es el estado mental que dicta la regla de su enunciación. O lo que es igual, que es imposible entenderlos literalmente. De esta manera, nunca sabremos si los hemos entendido o no.