CATÁBASIS Y ANÁBASIS

Tengo un recuerdo. Un recuerdo que jamás he vivido. Al menos, en esta vida…

Se me tiene, o eso espero, por un hombre de ciencia. Si bien no de aquellos que creen que la ciencia sólo cae del lado de lo empírico, tan científicos como el obispo Berkeley y su esse est percipii. He rechazado todos los postulados en los que lo especulativo o lo mágico y sobrenatural han querido usurpar o arrebatar el terreno a ese método indestructible y misceláneo del ensayo y error, donde “ensayo” abarca el espectro del razonamiento humano y su obrar, desde la deducción a la inducción.

Todo esto, sin embargo, no repara la fuga de la presa de mi mente en la que como un torrente incesante me hallo en la constante y recurrente idea de haber vivido un episodio que, al menos desde el 28 de junio 1988 -fecha en la que se supone que nací- no ha acontecido.

Este episodio comienza con un hecho contrastable, un reportaje en España a una pintora o ilustradora de rasgos exóticos, que relataba sus impresiones tras haber recorrido el globo terráqueo dibujando y sentenciaba: “Yemen lo recuerdo rojo, es una ciudad en rojo”. Más allá de la sinécdoque que utiliza, que se resolvería por el apócope de la oralidad (ella querría haber referido sobre la ciudad de Yemen que visitó y no sobre todo el país), lo que a mí más me conmovió fue su diseño y como el dibujo se preñaba de un rojizo muy característico, pero por sobre  donde destacaban las piedras blancas, medio adorno, medio estructura.

Saná o Sana’a es una ciudad sumida en una crisis bélica desde 1962, donde hutíes, Al Qaeda, Estado Islámico o los Ansar Allah se enfrentan constantemente a cualquier intento de volver al statu quo de los zaiditas. Una guerra a sí mismo  que ha destrozado Yemen con el beneplácito monolítico y a la vez ausente del país más retrógrado y poderoso del mundo: Arabia Saudí.

Denuncias geopolíticas aparte, sirva esta pequeña reseña histórica para dar muestra de que jamás he podido visitar Yemen o siquiera proponerme llegar a su capital.

Pero cuando la ilustradora abrió su libreta y expuso el paisaje de la ciudad que había visitado, en ese preciso momento, cuando se desplegaba en primerísimo primer plano las hojas de una Moleskine utilizada con prolijidad, yo reconocí como familiar esa imagen, y no porque la habilidad de su autora fuera mucha o poca (reconozco en ella la ligereza de un dibujante, pero el tino de un pintor), sino porque sentía que yo había visto antes esa ciudad; puede ser que en mi mente se mezclara con La calle de Delft Vista de Delft , pero había algo de familiar en esa estampa e incluso hoy cuando el relámpago del recuerdo de ese reportaje me arrebata y debo recurrir a imágenes de repositorio de Saná caigo en una melancolía inexplicable e insostenible. Quizás algún ancestro de Dhu Nuwas comparta conmigo sangre e historia, lo desconozco, quizás la historia tenga en los recuerdos (su primer estadio primitivo antes de pasar a ciencia) un tesoro con el que poder derrocar a la física o al gran valedor de ambas disciplinas, su materia prima prácticamente, el tiempo.

Quien observe esta foto, comprenderá la belleza del paisaje yemení y su arquitectura rústica y de contrastes, pero con vocación de estilo. En mi caso, además, se suma al gusto contemplativo una fuerte melancolía, aumentada por esa especie de luz crepuscular veraniega de las últimas horas de la jornada que persiste hasta muy tarde en algunas zonas del atlántico y en puntos de husos horarios impropios.  

Por supuesto, conozco las teorías cognitivas por las que la memoria no sería un almacén de recuerdos, sino más bien un álbum de fotos que tiende a relatar más que a reproducir, como sostienen Schank y Abelson, entre otros; y también es inevitable recordar ese pasaje de Paul Ricoeur:

Lo que hace del duelo un fenómeno normal, aunque doloroso, es que una vez terminado el trabajo de duelo, el yo se halla de nuevo libre y desinhibido. Es en este aspecto como el trabajo de duelo puede relacionarse con el trabajo del recuerdo. Si el trabajo de la melancolía ocupa […] una posición estratégica paralela a la que ocupa la compulsión de repetición […], se puede sugerir que el trabajo de duelo se revela costosamente liberador como trabajo del recuerdo, pero también recíprocamente.

Ricoeur, P., La memoria, la historia, el olvido: 100

Por lo que el recuerdo-melancolía-duelo parecerían trabajar en una misma sintonía, que vienen a concluir en un estado de liberación o desinhibición. El trabajo que ese proceso conlleva es costoso, dice Ricoeur, pero también normal. Mi recuerdo de Saná estaría entonces ligado a un proceso liberador y de desinhibición, un símbolo, seguramente, de algo que no puedo todavía desvelar como síntoma. Quizás sólo debo esperar a que la historia de un respiro a ese maltratado rincón del globo, para poder viajar hasta allí y cerrar mi duelo.