AHÍ EN MEDIO

El laberinto es una figura simbólica. Hablar del laberinto es hablar de metáfora, de idea y de una imagen arquetípica: un lugar formado por un entramado de caminos y cruces que confunde a quien se introduce en el mismo. La interpretación del laberinto como símbolo es amplia y contiene muchas lecturas. Pero de entre ellas hay una que me resulta especialmente interesante, el laberinto como símbolo de la ciudad. Esa estructura que, formada por calles y encrucijadas, se construye también a partir de una dialéctica entre centro y periferia, donde hay también una o más vías de acceso y de salida, con varios cul de sac y puntos muertos. Pero esta perspectiva no es nueva. ¿Quién teorizó ya sobre el paralelismo entre laberinto y ciudad? ¿Paolo Sica?. 

En todo caso, el laberinto moderno (el llamado «multiviario») da cuenta de una planificación del espacio que no es eficiente en la conexión de sus partes ni facilita el recorrido y la transición entre ellas. El objetivo es doble: hacer un itinerario iniciático, por un lado; y proteger, por el otro. Proteger al pueblo de Minos del Minotauro, o a ciertos recintos de la entrada de malos espíritus (casas, iglesias, donde los laberintos están dibujados en el suelo). El enredo como un modo de protección y aislamiento es de las primeras capacidades que la ciudad adquiere. Pienso en los barrios y distritos altos marcando distancia de los bajos fondos, o en la capacidad de huir de un disturbio y esconderse entre las callejuelas de los núcleos antiguos. Y el urbanismo, en su desarrollo histórico, siempre quiere disolver tal capacidad -los grandes bulevares que proyecta el barón Haussmann sobre París, los modelos racionalistas, etc.- aunque igualmente se enreda en ella, como si la necesitara, nunca llegando a formar del todo aquella «buena imagen de la ciudad» de la que hablaba Kevin Lynch (La imagen de la ciudad, 1960)

Los símiles de esa relación son infinitos: habitantes que quieren huir de la ciudad para ir al campo o a zonas menos urbanizadas (salir del laberinto) y habitantes que abandonan esas mismas zonas para hacerse un lugar y conseguir una oportunidad en lo urbano (entrar en el laberinto). Protección de lo que hay dentro y de lo que hay fuera. Pero más allá de la sublimación del perderse en la ciudad, mediante el devaneo del flâneur o la deriva «psicogeográfica» que proponían los Situacionistas, podemos visualizar otro tipo de encaje entre laberinto y ciudad. La posibilidad de no salir pero tampoco de llegar al centro. Me refiero a quedarse en una esquina, en uno de esos recovecos que pese a la particularidad que le caracteriza es, como cualquier parte del laberinto, igual a los otros. Quedarse a medio camino y establecerse ahí.

Ese no es nunca el cometido de en un laberinto, figura que solo se nos plantea para que sea resuelta. Pero sí como la mayoría de personas resuelven vivir en la ciudad. No toman el poder, no consiguen ser importantes ahí y, aun así, permanecen. Se quedan en alguno de esos sitios que no estaba pensado para que fuera nada en particular. Es quizás esa opción la que alimenta y da forma a uno de los temas más asociados a la hora de pensar la ciudad. El anonimato. 

Lo anónimo no es la ausencia de identificación o de forma, sino la capacidad de permanecer ahí en medio, donde no hay ningún cometido. Es (también la ciudad) la renuncia a tomar el centro. La renuncia a resolver nada.

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