ASALTO A UN CAPITOLIO

En la Place du Châtelet una joven estudiante de literatura, Anne Goupil (encarnada por Betty Schneider), pregunta no retóricamente a su hermano Pierre (al que interpreta François Maistre) “¿soy yo o el mundo se vuelve cada vez más loco?”, él sarcásticamente replica “creo que ambos lo estáis”. La escena se coloca al inicio de la película Paris nous appartient (Jacques Rivette, 1961), que ha pasado a la historia del cine como una joya del nuevo cine francés.

El diálogo guarda una lógica interesante: plantearse la cordura del mundo es plantearse la propia cordura. De lo que podríamos suponer que pensar el mundo-loco es tener la locura en uno mismo o en nuestra mirada.

Ese tipo de razonamientos es un silogismo, cualquiera puede ver la trampa; y va más allá de cualquier alegato en contra de la psiquiatría y la psicología o la duda escéptica sobre la locura. Mi mirada puede agudizar la distancia sobre la realidad (el Mundo), pero no necesariamente implica mi locura; el mundo puede considerarme un extraño, un bicho raro, un freak o un tarado, pero no por eso haberse convertido la masa en un rebaño enajenado. Del lado del juzgado, recibir tales “calumnias” no implica ni siquiera que sean verdad, ni tampoco implica especial animadversión de los jueces para con el objeto de juicio.  

Sin embargo, lo interesante es ver el proceso de la pequeña Anne Goupil… Ella está en una habitación de pensión típica francesa, Monique Le Porrier interpreta a la exaltada hermana de un desconocido Juan, que vagará como un fantasma a lo largo de toda la película. Tras una conversación entre ambas, en la que no se produce comunicación alguna, dado el estado del personaje de Le Porrier, Anne se encuentra con su hermano. Así las cosas, Anne plantea esa pregunta como resultado de un encuentro incomprensible por su parte. Para mi es un ejemplo más de una de las más extendidas falacias de la cultura popular: hablando se entiende la gente. La mediación entre dos consciencias, ya lo dijo Hegel y lo explotó Marx, siempre se juega en el conflicto. Una afirmación que me recuerda a aquella de Levinas:

La verdad surge allí donde un ser separado del Otro no se abisma en él, sino que le habla. El lenguaje no toca al Otro, no ni tangencialmente, apunta al Otro al interpretarlo, o al mandarlo o al obedecerle en toda la rectitud de estas intenciones. 

E. Levinas, Totalidad e infinito: 85

La grandeza de Paris nous appartient no es su trama, la historia que narra o la moraleja, carece de unidad o cohesión interna, rozando casi el absurdo, sin ninguna bis cómica; algo que además sólo se aclara al final, en el Étang du Désert, espacio que parece inspirar a Truffaut -además de la manida referencia de esta misma película en Los cuatrocientos golpes– para el final de su Fahrenheit 451. No, la grandeza de la obra de Rivette son las sentencias, las palabras, que caen acertadamente con juicios patéticos, a veces desolados, a veces cínicos, de una juventud que pierde la esperanza o que no quiere aburrirse. Lo que viene a ser lo mismo.

Por todo ello, especialmente el final, no me extrañaron las imágenes bochornosas del asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021. Una muchedumbre enloquecida, tanto como puedo estarlo yo, para garantizar la corrección del argumento, decidió hacer su propio Paris nous appartient convencidos de una gran trama paranoica de estafa electoral, de arrinconamiento social, de victoria de las minorías sádicas y oscuras, de pedófilos organizados, etc.,… pero sobre todo con unas ganas tremendas de no aburrirse, no perder la esperanza de volver a ser “great again”. Como sabemos, EEUU vive su mayor estabilidad en la seguridad nacional desde hace veinte años, que se cumple el 11 de septiembre, y nada puede substituir a ese gran momento de unión nacional ante un atentado, que una gran historia, una historia realmente fascinante de traición, conspiración y dialéctica hegeliana de medio pelo.

Lo cierto es que Netflix, Amazon Prime Video, HBO, CBS, NBC, ABC, FOX nos han demostrado que cualquier cosa es válida para montar una ficción mientras haya público ocioso al que entretener. El cuadragésimo quinto presidente de EUA captó desde el inicio de su campaña esa lección (acta est fabula) y pergeñó una estrategia basada en la misma clave narrativa que Paris nous appartient: no importa lo absurda que sea nuestra historia, mientras nuestros mensajes sean demoledores. ¿El resultado? Una serie de personajes desquiciados, asesinándose o suicidándose sin el mayor atisbo de sentido en sus actos. Da igual, en este punto, que me refiere a Pierre Goupil, Gerard Lenz, el fantasma de Juan o a un tipo disfrazado de búfalo, una chica de Georgia, o un policía del distrito capital de Columbia. Todos ellos son víctimas del aburrimiento y de un creador de relatos arbitrario.

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