BESARSE

La noche del 11 al 12 de mayo de 2021 tenía el pulso acelerado y no podía relajarme, así que decidí dar una vuelta por el barrio de Gràcia. El bullicio era menor con respecto a las imágenes que nos abochornaron la primera noche tras el fin del toque de queda

(recordemos que el 9 de mayo de 2021 pasó a la historia como el momento escogido en España para identificar el fin del Estado de alarma provocado por la COVID-19 y que, con notables parones, se prolongó desde el 14 de marzo de 2020),

pero se sentía un nuevo ritmo y esa alegría que había dejado de ser habitual los meses anteriores. Empaticé con el entusiasmo general, a pesar de estar parcialmente aislado con mi mascarilla tapándome la cara y los auriculares los oídos. Algo había cambiado y eso se notaba no solo en los hechos (gente caminando por la noche en las calles de Barcelona), también en la actitud de las personas.

Al disponerme a girar por Gran de Gràcia desde calle de Asturias, pude ver cómo una pareja se besaba en medio del cruce de la peatonal por donde yo estaba e iba a abandonar. La mujer con la mascarilla sobre barbilla se apoyaba sobre el hombro de él, y flexionaba las rodillas ligeramente para poder igualarse en altura y dejar caer ligeramente el cuerpo sobre el hombre que la abrazaba con un brazo por sobre la cintura extendiendo su mano entre las escápulas. En ese momento me di cuenta de que extraña me parecía la situación y, por tanto, cómo la pandemia había modificado las formas de comportarnos en público y en privado. A fuerza de ser más profilácticos por imperativo sanitario, el paisaje de amores incipientes y toda su parafernalia: caricias pícaras, abrazos excesivos, besos púdicos e impúdicos, cosquillas con pretensiones, sonrisas preambulares… se detuvieron por un tiempo hasta desaparecer del espacio público.

Cierto es que estas muestras de afecto, si bien se pueden hacer y se hacen en vías y plazas, no pertenecen a lo público. Cuando besamos o manifestamos cariño a otra persona no lo hacemos como acto público, sino como acto de nuestra intimidad o de nuestro deseo privado. Escoger el espacio compartido en las ciudades para hacer esta manifestación puede ser coyuntural o bien pretendido, si queremos por alguna razón exhibir conscientemente ese espacio privado ante otros.

Besarse en público no es igual que besarse en privado. Por muy aislado que parezcan dos amantes besándose, que no han podido frenan las ganas de hacerlo aquí y ahora, ambos deben adoptar otra actitud -por muchas razones y todas ellas obvias- en el espacio público. Hay otras razones más estadísticas y menos morales o psicológicas, que cambia las condiciones del beso. Curiosamente, la mayoría de primeros besos se dan en la calle o en un espacio público, porque el deseo de besar alguien parece difícilmente aplazable a llegar a un lugar privado para concederse o para animarse a ello. Los amantes están impelidos a besarse en cuanto pueden, en cuanto saben que algo ha cambiado para con el otro, que en algún momento por una especie de magina humana y real se han convertido de interesantes interlocutores a objetos de deseo. Ese hechizo de transformación es una suerte de batiburrillo de signos y señales que desvela por su complejidad a algunos y que encauza eficazmente a otros. En cambio, el beso privado puede contiene un abanico más rico en matices, no por ello más edificante, que va desde el saludo cotidiano de una pareja, al beso apasionado en el sexo. El segundo sólo puede ser representado alegóricamente o como farsa; el primero, sin embargo, puede ser retratado, archivado como huella.

En el bagaje colectivo tenemos el beso del marinero y la enfermera en Times Square (Nueva York) el 14 de agosto de 1945, que la revista Life utilizó para simbolizar el júbilo de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo. Y es que basarse en público siempre está en lugar de otra cosa. Bien sea la celebración del fin de una terrible contienda global, el resurgir del París despreocupado y juvenil de la posguerra, el aniversario de la República Democrática Alemana (con algo de ironía, por supuesto) o para reconocer la suerte de “aun seguir juntos”, aunque sea en Aszód, a 40 kilómetros de Budapest, como refugiados; amén de todos esos besos discretos y no capturados por la cámara, que están en lugar de una promesa de alargar ese encuentro, de estar en otro sitio que no sea ese, quizás no por mucho tiempo, quizás más del esperado o el deseado, pero que nos emplaza a abandonar ese mismo beso que no pudimos frenar.

Besarse en público es una paradoja: te beso aquí, para poder besarte allá; te beso hora, porque quiero besarte después. Es de hecho la más hermosas de las paradojas…