DEMOCRATIZAR LA DEMOCRACIA

El rasgo característico de la etapa moderna es la alienación del mundo, y en este tema la nueva esfera de lo social posee un papel importante. La alienación del mundo nos presenta el eclipse del mundo común y la expulsión de las personas respecto a ese mundo público compartido. La conclusión será, al final, el triunfo de la sociedad-masa y del Animal laborans, así como la erradicación de la acción y el espacio público. La sociedad de masas moderna posee los elementos (soledad, conformismo, desprecio por la acción y lo público), que propician el dominio totalitario, pese a que no sean su camino directo.

La alienación del mundo se expresa en dos espacios: en el espacio del pensamiento y en el terreno de las actividades de la vida activa (Arendt). En el primero de ellos, destaca el punto de arranque de la constitución del sujeto moderno: la introspección, reflejada en la duda cartesiana. El individuo no precisa aparecer en el espacio público con el fin de obtener realidad frente a los demás, con sus acciones y discursos, sino que ahora nos encontramos ante un sujeto que, desde su introspección, desde su soledad, y, sin que se requiera la presencia de los demás, existe.

En el marco de la globalización económica, el sistema democrático hace frente a una paradoja: los ciudadanos se desvinculan de la política, tal como lo demuestra el hecho del incremento de la abstención en las muchas elecciones que se producen. Pero al mismo tiempo, esos ciudadanos ambicionan controlar mejor la acción política y participar más en la elaboración de los proyectos que les conciernen.

En tiempos recientes hemos presenciado una irrupción de participación ciudadana, aun en condiciones difíciles. En lugares diferentes y geográficamente distantes, la ciudadanía ha irrumpido en los espacios públicos de las plazas (Tahrir, Puerta del Sol, Wall Street, Chile, Plaza de Catalunya, etc.) politizando el espacio público en un sentido arendtiano, reuniéndose en forma espontánea, dejando oír sus voces, y apareciendo en público como sujetos políticos que ya no podían no ser vistos ni ignorados por el poder establecido. Sus demandas variaban según el contexto, pero concurrían en la creación de un nuevo espacio público garante de la política “desde abajo”, de una política no manipulada por intereses económicos ilegítimos, sino identificada con lo “común”, con el “mundo”.

La llamada “primavera árabe”, en el 2011, fue un magnífico ejemplo de esos nuevos comienzos, pero al mismo tiempo hemos visto las dificultades que se presentaban en la preservación y estabilidad de los mismos. La confrontación con los poderes autoritarios violentos dio al traste con ese tesoro revolucionario (un ejemplo lo tuvimos con el desalojo de la Plaza Catalunya por parte de los Mossos).

Treinta años después de la caída del Muro de Berlín, un comité de salvación de lo privado instaurado por las clases dominantes dirige la mayor parte de los países occidentales. La irrupción de esta forma de gobernar difiere del “estado de excepción permanente” analizado por el filósofo Giorgio Agamben, a pesar de que tanto el uno como el otro dejan en suspenso la normativa, imponiendo el predominio de la política sobre el derecho. Agamben reflexiona sobre el poder policial y la obsesión por la seguridad, mientras que el comité de salvación de lo privado resuelve indistintamente tanto sobre el suministro de papel higiénico durante la pandemia de la COVID-19, como sobre el aplastamiento de los “chalecos amarillos” en Francia. Este gobierno del pánico que busca mitigar los efectos de aquello que ha causado seguirá siendo, sin duda, el signo de una época: la de la mundialización triunfante.

Imputar todas las dificultades del momento a una sola razón, era una costumbre que ya se practicaba en la antigua Roma. En aquella época, Catón el Viejo concluía cada una de sus diatribas, fuese cual fuese el asunto, reclamando la destrucción de Cartago. Más recientemente, en 1984, la televisión pública francesa emitió el programa ¡Vive la crise! (Viva la crisis), conducido por el actor Yves Montand, destinado a hacer que los franceses comprendieran que la única causa de sus males era el Estado del Bienestar.[1] Posteriormente, fue el terrorismo el que podía borrar todos los hechos que sucedían. Bastaba con justificarlos –“todos”- con la “guerra contra el terrorismo”, incluidos, claro está, los que nada tenían que ver con Osama Ben Laden. Gira la rueda, y ahora, en Rusia, todos los problemas se deben, sí o sí, a las maquinaciones de Occidente. Mientras que, en Occidente, lo que sucede es “culpa de Moscú”.

Lo único que va a hacer la “economía de guerra” es prolongar y acelerar el empobrecimiento de los más desfavorecidos, mientras que las ganancias que cotizan en las diferentes Bolsas han pulverizado a las anteriores ganancias. En fin, que todo ha cambiado, salvo la jerarquía mundial entre dividendos y salarios y la determinación de los gobernantes de dar primacía a los primeros sobre los segundos. ¡Oligarcas de todos los países…!

Finalmente, lo que debe quedar claro es que nuestras democracias necesitan nuevos pactos sociales y constitucionales (en España una nueva Constitución Federal), para construir democracias de ciudadanos y no democracias electorales en las que no puede haber exclusiones. Además, el sistema representativo no tiene respuestas satisfactorias a tener en cuenta con el fin de resolver los problemas actuales como son los del medio ambiente, la amenaza a la biodiversidad, el calentamiento global, el desempleo, el envejecimiento demográfico de las sociedades europeas, la cibervigilancia masiva, las migraciones, la marginación y la pobreza en el mundo.

Chantal Mouffe se pregunta si: ¿Debería considerarse que la democracia liberal es la solución racional para el problema político de cómo organizar la coexistencia humana? ¿Encarna por tanto este sistema la sociedad justa, la única que debiera ser universalmente aceptada por los individuos racionales y razonables? ¿O simplemente representa una de las formas del orden político entre otras posibles? [2] No es esto una cuestión baladí, ya que se ha de reconocer que podrían existir otras formas políticas de sociedad. Por lo que, la democracia liberal debería renunciar a su finalidad de universalidad. Ahora bien, esto no significa aceptar un relativismo que termina por justificar cualquier sistema político. Lo que se pide es considerar una pluralidad de respuestas a la cuestión de cuál es el orden político justo. Si la democracia sigue siendo el modelo que mejor promueve el debate y el diálogo como mecanismo de resolución de los conflictos sociales, el sistema representativo impide una participación real y eficiente de la ciudadanía. Resulta evidente, por consiguiente, que la defensa del bien común a largo plazo solo es posible con -y no contra- los movimientos sociales y ciudadanos. De ahí la urgencia de democratizar la democracia.


[1] Halimi, S. 2022. La pizarra mágica. Le monde diplomatique. Agosto 2022.

[2] Mouffe, Ch. 2003. La paradoja democrática. Barcelona. Gedisa