ESE ROSTRO QUE ME MIRA

Simmel hace unas observaciones muy perspicaces acerca de la importancia que damos al rostro (Cfr. Simmel, Individuo, 183), tanto si lo representamos en todas las maneras posibles como si lo ocultamos. Apunta que el cuerpo puede expresar casi lo mismo (o más) que el rostro, pero esa “fluida belleza que denominamos elegancia” trasmitida por el cuerpo –el movimiento de las manos, el paso, la inclinación del torso– no puede durar. En cambio el rostro, dice Simmel, presta un espacio a la expresión, le suministra una extensión fija, una permanencia. Por esta razón en la iconografía tardorromana y cristiana el rostro se convierte en la manifestación de las tribulaciones del alma. Más aún, la expresión del rostro, lo que llamamos semblante, es la evidencia de que hay algo como un “estado del alma”, un temple o estado anímico, una prueba de que ese cuerpo que me mira encierra dentro de sí una potencia.

Podríamos pensar que el rostro es la extensión de la mirada; mejor dicho, que en un rostro lo que importa son los ojos. Simmel –y con él muchos pintores clásicos– piensa que el rostro es en realidad el pequeño ambiente natural que sirve para dar relevancia a los ojos. De hecho todas las culturas civilizadas rinden tributo a los ojos, con excepción de la barbarie islámica en Afganistán, que produjo esa monstruosidad conocida como burkha que convierte a la mujer en un sarcófago ambulante.

Cito aquí, al pasar, algunos ejemplos significativos del culto a los ojos.

Nefertari, en un antiguo fresco egipcio
Nefertari

la mirada de algunas estelas de Al-Fayum

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los ojos de Rembrandt

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o el celeste absoluto de algunas mujeres de Modigliani
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Sin embargo, aunque es verdad que el rostro es el espacio natural de la mirada, el poder de la expresión en unas facciones está determinado por la relación recíproca de las piezas que lo forman, cuya combinatoria es virtualmente infinita, como en un caleidoscopio. Y no obstante (lo que se manifiesta sobre todo en esos momentos en que recordamos un rostro que hemos adorado), el centro de la estructura que organiza la expresión de un rostro está fijada por los ojos y por lo que revelan detrás, que es una especie de fundamento. Por mucho que lo intente, nuestra memoria es incapaz de recuperar nada de aquellas facciones, salvo sus ojos, lo que demuestra que de un rostro solo retenemos, como signo o como expresión, eso que nos mira.

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