En el mundo del cine no bastan los sueños

GABRIEL VENTURA

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Hoy he soñado con Román Bayarri. Se paseaba en calzoncillos, tacones y un cazamariposas alrededor de la piscina de la herdade. De repente se sentaba en el margen de la piscina, con las piernas en el agua verdosa, y se echaba a llorar. Rosa y Safira se reían de él desde las hamacas, donde tomaban el sol en bikini y bebían un cóctel naranja. Con los pies acariciaban una espesa mata de lirios blancos, que se movían hipnóticamente, acunados por un viento inaudible.

Algo que me gusta de los sueños es que a veces no los recuerdas de inmediato, cuando te levantas, sino que pueden aparecer mientras desayunas, hablas con alguien o te duchas, como si el cerebro necesitara unas horas para procesarlos e integrarlos en la memoria.

La ridícula manía de anotar los sueños. ¿Qué obtenemos con ello? Confusión, desorden, desencanto. Los sueños no son más que fragmentos de malas novelas, versiones tristes y exageradas de nuestra vida. Buscar señales en ello es peligroso, pero hay que admitir que a veces puede ser divertido. Es el único momento del día en el que la imaginación trabaja a toda máquina, sin limitaciones de fondo y forma. Una libertad incompetente y pueril que suele ofrecer unos pésimos resultados estéticos pero que puede llegar a instantes de una belleza fulgurante. Y sin embargo, como dijo Godard, «en el mundo del cine no bastan los sueños».

Anoche Albert Serra pronunció una suerte de discurso inaugural frente a los actores. Dijo muchas cosas, muy interesantes, que no tuve tiempo de apuntar. Hubo un par que me impactaron. Dijo «no os juzguéis a vosotros mismos» y «evitad la sensación moderna». También añadió que el amor romántico en aquella época no existía (se refería a la época del Marqués de Sade), que para actuar en esta película era necesaria una «ausencia total de gravedad» y que era necesario evitar el cliché. Marc Susini, recién llegado de París, iba asintiendo con la cabeza a las indicaciones del director, que dio el discurso con el francés sencillo y directo al que nos tiene acostumbrados. Serra habla muy bien el francés pero no hace ningún esfuerzo por esconder su acento catalán. Tengo la impresión de que Serra nunca finge, que siempre dice lo que piensa pero que a veces cambia de opinión y, por consiguiente, parece que se contradiga. Acabó el parlamento con esta observación: «concentraros en vuestro placer».

El placer es que la inspiración nunca te abandone.

Los actores se sentaron en círculo alrededor de Albert, unos en el suelo y otros en el banco, mientras Antoine y Deborah seguían espolvoreando pelucas. Toda la sala olía a laca y una luz de color calabaza impregnaba las máscaras de la sección de arte.

No juzgarse a sí mismo: un ideal de vida que puede conducir a la felicidad suprema o a la barbarie. Creo que cuando la gente dice que Albert Serra es un radical no entiende el alcance de esa afirmación. Nos encontramos ante un artista que se ata a su instinto hasta las últimas consecuencias, cuya honestidad tensa los límites de la propia honestidad, hasta el punto de que a veces no sabes si la integridad de Serra es una disciplina, una ligereza o la pura inocencia convertida en método.

El placer es ser siempre un lector incluso cuando escribes.

Evitar la sensación moderna: esta idea abre todo un espectro de posibilidades artísticas y sitúa a los actores en un terreno fascinante. ¿Cómo se movía el hijo de un panadero en la época de Luis XVI? ¿Cómo miraba? ¿Cómo trataban las marquesas a sus sirvientes? ¿Se aprovechaban de ellos sexualmente? ¿Cómo les hacían el amor? ¿Qué caras ponían ellos mientras apretaban las tetas de sus señoras? ¿Y ellas, mientras eran sodomizadas por el encargado de la caballeriza?

Sobre el papel nunca sé cómo llamarle, si Albert Serra, Serra o Albert. Creo que Doctor es mi apelativo favorito. Le encaja perfectamente, pero me resultaría extraño referirme a él así por escrito. El único que le llama Doctor es Sanxini.

Marc Susini estaba feliz, encantado, totalmente abducido por las palabras del director. Cuando el discurso acabó hablé con él. Dijo que actuar en una película de Serra es un «placer orgánico» y me estuvo explicando los métodos de uno de sus dramaturgos preferidos, el polaco Krystian Lupa. «El actor debe vivir en la duda», afirmó, desafiante. Susini, como Napoleón, nació en Córcega pero lleva media vida viviendo en París, donde se instaló de muy joven para empezar una larga y fecunda carrera como actor de teatro. Como el emperador, es un hombre bajito y animoso, de mirada viva y hospitalaria. En Liberté interpretará el papel del Conde de Tesis, uno de los personajes principales, aristócrata perverso y confabulador. De apellido italiano y alma francesa, Susini es una combinación de elegancia, cultura y cordialidad no muy típica entre los actores que, como él, rondan los sesenta. Al menos, no muy típica en Cataluña, donde los actores profesionales de su edad no suelen mostrarse tan abiertos y cristalinos, parapetados bajo la falsa y dudosa modestia de la experiencia. La modestia de Susini es genuina, va destapada, directa al corazón de los demás, no necesita ninguna capa de sofisticación o de impostura, y esto se traduce instantáneamente en una forma cálida y cercana de respeto. Nada más llegar se abrazó con Artur, Triola y Rosa. Un Albert Serra sonriente le extendió, como hace siempre, la mano derecha, muerta, suspendida principescamente, y el actor la apretó suavemente, casi de forma reverencial, con las dos manos. Esto fue ayer por la tarde. Después Rosa nos presentó e inmediatamente nos pusimos a charlar; en castellano porque mi francés, aunque lo estudié de los seis a los doce años, es macarrónico. No es la primera vez que Susini actúa con Albert Serra. Esto explica su familiaridad con casi todos los miembros de la banda Andergraun. Susini y Serra se conocieron en La muerte de Luis XIV, donde el corso interpretaba uno de los papeles más destacados de la película, el diligente Monsieur Blouin, Premier Valet de Quartier, quizá el rol más importante después del de Jean-Pierre Léaud. Rápidamente la conversación viró hacia las extravagancias de la estrella de la Nouvelle Vague. «Prácticamente no hace vida pública. No va al teatro, no va al cine, no va a fiestas. Vive con Brigitte (su esposa) en un piso de París y no se mueve de allí». A Susini le hace gracia que Léaud quiera ser más visto como un intelectual que como un actor. «Durante el rodaje interpretaba el papel de rey constantemente», y me cuenta una anécdota para ilustrarlo. Parecer que sólo llegar a la estación del pueblo donde rodaban La muerte de Luis XIV se estiró en el suelo y empezó a gritar. «Es cierto que tiene un pequeño problema de espaldas, pero eso fue una performance en toda regla». Rosa ya me había contado que durante los fittings no movía ni un dedo y que costaba mucho vestirle. La consigna de Léaud era que un rey no debe hacer ningún esfuerzo y la llevaba al límite. «Quizás no es muy inteligente pero como actor tiene una gran intuición».

Eliseu y la señora Rosa llegaron ayer a la hora de cenar, cuando apenas nos sentábamos bajo las vueltas feas y ramplonas de Poço do Chorao, el restaurante que cada noche nos sirve una combinación fatal de pasta, patatas fritas y bacalao. Sanxini dice que últimamente ha tenido pesadillas. «Tanta sal antes de acostarse no puede ser buena». Poco después llegaron Sapinho y Catalin Jugravu. No veíamos a Catalin desde febrero, el día del estreno de Liberté en la Volksbühne. Es el único actor joven de Berlín que repite casting. En el teatro hacía el papel de porteur. Es larguirucho y moreno, con el pelo negro corto y una mirada tierna, agresiva y sensual. Le encanta ser el centro de atención y diría que tiene bastantes habilidades políticas: sabe conseguir lo que quiere. Chapurrea el castellano de una manera graciosísima. Cuando habla parece una vedette y tiene mucho carácter.

Susini todavía me contó una última anécdota con Léaud que también tuvo lugar en la estación de tren. Aquel día el corso traía unas deportivas azules. Al ver las zapatillas Léaud puso cara de asco, como si aquel pequeño detalle le irritara profundamente. «Lo interpreté como otra muestra de su autoridad monárquica».

Recordar un sueño puede ser desagradable, cómo morderse la lengua con los dientes.

A veces me gustaría ser un escritor realista, contar las cosas como ocurren, ofrecer una visión iluminadora y precisa del mundo. Pero el mundo siempre se me escapa y tengo que ir detrás suyo con trampas y astucias, engañarle para que se detenga y me ofrezca sus frutos. El mundo nunca regala nada. Tienes que quitarselo como sea. Quien diga lo contrario miente, y lo sabe.

El realismo es Sanxini bebiendo un vaso de vino después de afeitarse.

Creo que esta frase es lo más cerca que estaré nunca del realismo.

Todos los fumadores están en el balcón: Sanxini, Ribas, Cristophe, que enrolla los cigarros con una destreza ancestral, sin apenas mirar. También se les han unido Pacu y el Jefe, recién llegados de Banyoles. Hablan animadamente. Cristophe fuma y hunde la mirada en el horizonte caqui. Ya estamos todos. Solo faltan Ingrid Caven y Helmut Berger, que deben llegar en los próximos días. Alexander García Düttmann, el filósofo, se añadirá al equipo esta tarde. Eliseu está en el piso de abajo con un destornillador. Ayuda a la Poulvet a reparar los apalancamientos. «Esta Laura debe ser una intelectual de Sorbona, una existencialista, pero no sabe hacer nada».

A pocos metros de donde la monja practica sus ejercicios Thomas cose la manga de una casaca azul cielo y Poulvet pinta la pata de una silla.

En este pueblo el alcohol no surte efecto. Bebo sin parar: zumo de naranja, agua, vino, cerveza. De vez en cuando bajo y exploro los bares de la zona. Hay dos o tres que me gustan, pero mi preferido es el de Jose Luis. Caña a un euro y whisky a dos. Tiene un calendario con la fotografía de tres perritos y una nevera del año del picor llena de anuncios y carteles de toreros. «Una corrida histórica en alma do Alentejo», reza uno de los pósters. El héroe de la corrida es un tal João Moura Júnior, un pardillo de dentadura brillante y orejas pequeñas. Toros, sol y cerveza. Es como volver a la infancia, a Televisión Española y Ramón García, a un país que ya no existe.

Esta mañana, mientras hacíamos un café en el porche de la herdade, Serra llamó a Sapinho y le dijo que el ayudante de sonido debía marcharse inmediatamente. Una decisión que todo el mundo ha aceptado sin quejarse, con una despreocupación que, al menos a mí, me ha inquietado. Los productores han consentido la resolución sin cuestionarla lo más mínimo. Ayer, mientras estirábamos las piernas en el set, el chico me contó que había repasado la filmografía entera del bañolense. Era su segundo largometraje. Poco hablamos. Todo el mundo estaba pendiente de las pruebas del light balloon, que flotaba sobre los árboles como una luna trémula y azul. Demasiado azul, según el director. No acaban de encontrar la iluminación adecuada. El generador hace un ruido espantoso. Tuvieron que moverlo cien o doscientos metros pero todavía se oía. Eliseo entraba y salía del bosque como un fantasma mientras los técnicos cargaban unas bombonas de acero que utilizaban para anclar el globo en el suelo. En una de estas incursiones descubrió una corteza de eucalipto arrugada y gorda y nos la vino a enseñar, como si hubiera encontrado un artefacto prehistórico: «¿Verdad que parece la mano de Frankenstein?».

Julián es un chaval moreno, largo y seductor con un bigote estilo Clark Gable (me ha hecho pensar, no sé por qué), aunque su forma de vestir es la antítesis de la elegancia: zapatillas deportivas, pantalones skater y una camiseta roja. Come un bocadillo del catering sentado en uno de los bancos que separa peluquería de producción. La gente pasa rápido por su lado, sin mirarle. Solo Jordi Ribas, que estaba en la sala de las cámaras, en la planta baja, ha subido para despedirse. Esta tarde toma el avión hacia Marsella. Apenas ha tenido tiempo de deshacer la maleta. El fallo se ha tomado con una agilidad increíble. Triola, Pierre-Olivier y Léa ya se han puesto a buscar un sustituto, que por cuestiones de financiación también deberá ser originario de la región de PACA (Provence-Alpes-Côte d’Azur). Durante el poco rato que estuvimos hablando Julián me contó que vive en un pueblecito de los Alpes con su mujer y dos criaturas. Nació en Colombia pero hace siete años que se estableció en Francia, donde se mudó a estudiar sonido. «Yo sólo soy un burócrata», me ha dicho, sin ira ni tristeza, sólo algo desorientado. «Cumplo órdenes». Una respuesta escalofriante. La decisión nos ha cogido a todos por sorpresa. ¿Qué ha hecho, que haya podido molestar al director? Que yo sepa Jordi no tenía ninguna queja, y apenas ha podido demostrar sus aptitudes. No se trata de una cuestión profesional. Me parece un gesto totalmente arbitrario, una demostración de poder ambigua. ¿Hacia quien va dirigida? ¿Es un mensaje subliminal al equipo francés, una forma de reafirmar su soberanía? Sea como fuere, la decisión podría funcionar como una suerte de advertencia general. El mensaje, si existe, es que las cosas pueden cambiar en cualquier momento y que Serra tiene el control absoluto de la película. Ha sido como si se rompiera algo. Hasta ahora todo era fácil y tranquilo. La gente ha disimulado y ha hecho ver que no pasa nada. Casi nadie ha comentado el suceso.

Primera mañana en el set con todo el equipo. Son las doce del mediodía. Un descampado entre dos bosques: un pinar y una pequeña mancha de eucalipto, alta y uniforme. Es raro: si miro hacia delante, con el pinar en la nuca, tengo la sensación de encontrarme en un paisaje tropical. En cambio, si me doy la vuelta y me adentro hacia el pinar, me invade un olor agridulce (romero, tomillo, pino laricio) que me transporta a la infancia, cuando salía a buscar níscalos con mis padres y mis hermanos a los pies de la sierra de la Albera. Hemos llegado al set en furgoneta, después de atravesar un camino abrupto y polvoriento que lleva a las afueras de Amareleja. Por el camino nos encontramos un caballo negro, precioso. Comía paja detrás de una valla de hierro. Le hemos pedido al conductor, Hugo, que se detuviera un momento para mirarle. Las venas se le marcaban como unos relieves delicados, mullidos y brillantes sobre las patas musculosas. Ha seguido comiendo, sin hacernos caso, con una indiferencia glacial que me ha conmovido, pero no me he atrevido a compartirlo con nadie, ni siquiera con Rosa, que estaba sentada a mi lado hablando con Sanxini.

Creo que fue André Gide quien dijo, en sus diarios, que un paisaje siempre es hermoso. No hay ninguno donde no puedas encontrar algo que admirar.

Me siento sobre una roca lisa y caliente, bajo la sombra de un pino. Lavanda y estiércol. Las maquilladoras se esconden del sol y acaban de perfilar las cejas de Iliana Zabeth, de pie, al margen de un camino. Rosa, Serra y Bayarri embadurnan de barro los bajos de los palanquines para que aún parezcan más sucios. Hugo ha pasado dos veces delante de mí con una pala en el hombro. Me hizo gracia: la pala era casi tan larga como él. Hugo no parece una persona hecha para cargar trastos. Es demasiado delicado. También es director de cine. Conoció a Sapinho en la universidad, cuando era alumno suyo, aunque diría que tienen casi la misma edad. Quizás no lo entendí bien. He hablado por primera vez con el productor francés, Pierre Olivier-Bardet, que me ha interrogado educadamente sobre mi función en el rodaje. Luego la conversación se ha desviado hacia una de las leyendas del cine portugués, Manoel de Oliveira, «un poeta de la cámara». Bardet recordó la Palma de Oro y el emotivo homenaje que Cannes dedicó a Oliveira por sus cien años. ¿Estamos haciendo historia, nosotros, también? ¿Es así como se hace historia? ¿Servirán de nada estas notas?

No seas clásico, no seas ridículo, no busques la belleza.

Un saltamontes entre una mata de lavanda, inmóvil como una cariátide. No tiene importancia pero aplastarlo sería un acto cruel.

(Lo aplasta)

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Almaraleja, septiembre de 2018