La farsa y la consciencia

CARLOS YANNUZZI

El mecenas quedaría decepcionado, porque quizás descubrirá que ha financiado a un falso artista, a un impostor.
Albert Serra, Honor de cavalleria plano a plano

I. Algo de Hegel

Seguramente no diré nada nuevo si afirmo que la conocida en occidente como filosofía moderna alcanza los niveles de complejidad más altos y constituye un corpus académico que da a nuestra tradición ese halo de imposible aproximación, de coto privado para unos pocos elegidos.

En este contexto se inscribe Hegel y, más aún en su obra concretamente, el problema de la mediación y los movimientos de la consciencia.

Para adentrarnos en esta cuestión debemos reparar (aunque volveremos más adelante sobre este punto) en el hecho de que la filosofía ha centrado una de sus más antiquísimas cuestiones sobre la distinción entre el Ser y la Nada. Desde la Antigüedad, la filosofía ha entendido que antes de establecer cualquier distinción entre individuos (no podemos decir hasta muy entrada la modernidad aquello de “sujetos”) primero debemos distinguir lo que universalmente es y lo que universalmente no es, que a priori, debe distinguirse de “lo que no existe”. Cuando hoy la física se encuentra en disposición de estudiar el vacío y atiende una aproximación a su contenido, se da cuenta que le resulta imposible con su lenguaje y su estructura matemática aplicar explicaciones plausibles, el vacío en física moderna es nuestra “nada”, en la que llevamos veinticinco siglos fijándonos.

Hegel empieza su Ciencia de la lógica con una afirmación: “(…) nada hay en el cielo, en la naturaleza, en el espíritu o donde sea, que no contenga al mismo tiempo la inmediación y la mediación” (HEGEL, 1974: 64), que nos permite entender por dónde irá la cuestión que nos atañe: estamos ante una propedéutica de la metafísica, en una época en la que el organon aun es esencial. La información que se nos proporciona del universo es inmediata y mediada a la vez, pues son inseparables estas condiciones.

Para entender qué significa esto de inmediato y mediado debemos irnos a su Fenomenología del espíritu, donde encontramos una primera aproximación:

la mediación no es otra cosa que la igualdad consigo mismo que se mueve a sí misma, o que la reflexión en sí misma, el momento del yo que es para sí, la negatividad pura o, o el simple devenir. (HEGEL, 1966: 126)

Por tanto, la mediación es la exposición de una igualdad, la que se establece en el ser en forma de reflexión como ser-otro. El sujeto de conocimiento, entonces, deja de ser “una unidad original”, inmediata, y empieza “el devenir sí-mismo, el hacerse de sí-mismo” (HEGEL, 2006: 124). Por tanto, la forma es tan esencial como el ser para su conocimiento, porque no se trata de si es posible un conocimiento en-si (nouménico, diría Kant), sino que ese tal conocimiento sólo sería parcial. El conocimiento verdadero se da en-sí y para-sí. ¿Por qué? Porque el Absoluto lo es como resultado, que sólo al final es: “lo verdadero es el todo […] y precisamente en eso consiste su naturaleza, a saber: la de ser real, la de ser sujeto, la de serse él su devenir él mismo” (HEGEL, 2006: 135). Y el propio Hegel advierte que no se trata de un abandono del absoluto, sino de la consciencia de la transición, de entre otras cosas, lo que se sucede en el lenguaje. Así, el nombre es definido por el predicado, cuando hacemos epistemología o metafísica. Por ejemplo, en “Dios es lo eterno” el nombre no se explica, sino por las propiedades que le atribuye el predicado. Ambos elementos son un conocimiento real. La única diferencia en este fenómeno, con el conocimiento  que plantea Hegel, es que en el caso “Dios es lo eterno” el sujeto es puesto de manera anticipada y se le agrega predicado desde un sujeto segundo que sabe del sujeto original. En cualquier caso, no se tata de un conocimiento del Absoluto, y desde luego no se trata de un conocimiento del movimiento del en-sí y el para-sí.

El paso del “en sí” al “para sí” es «simple negatividad» para Hegel. Pero, ¿qué significa esto de simple negatividad? Al margen de la lógica hegeliana, tantas veces manchada o secuestrada por quien necesita saltarse el orden lógico de cualquier argumentación, la simple negatividad de esta mediación se explica por la necesidad de distinguir la identidad como otra cosa. No, la identidad no se niega, Hegel no agrega substancias  a una metafísica demasiado llena. La mediación es justamente esa actividad por la que aquella que se reflexiona a sí mismo, debe negarse para entender su identidad, su diferencia. Dicho de otro modo, el sentido por el que no es un perogrullada o una (simple) tautología la célebre aporía de Parménides “el ser es y el no ser no es”.

En cuanto al devenir de la ciencia del conocimiento del espíritu o Absoluto “para engendrar el saber propiamente dicho […] tiene que trabajarse recorriendo un largo camino” (HEGEL, 2006: 132), que ya hemos más o menos expuesto y que, podríamos decir, implica el objeto y el sujeto, y que en términos hegelianos sería el conocimiento del ser en-sí y para-si.

A esta dialéctica metafísica y epistemológica no escapa nada en la teoría hegeliana. Respecto a la historia también cabe esta distinción. También hay mediación en la historia, o más aun, en la expresión del espíritu absoluto, cuyo concepto es la historia (Cfr. HEGEL, 2005a: 137).

El espíritu al objetivarse y pensar su ser, destruye por un lado la determinación de su ser, pero aprehende por otro lado lo universal del mismo, y de este modo da a su principio un nueva determinación (HEGEL, 2005a: 137-138).

Así como un individuo evoluciona y muere, lo hacen los pueblos, pero el pueblo como género no desaparece, solo que su principio se transfunde en otro principio superior. El pueblo concreto se transforma en individuo en la historia universal. Todo con el fin último de compresión del

espíritu, nada más digno de ser su objeto. El espíritu no puede descansar ni ocuparse en otra cosa, hasta saber lo que es. […] El fin de la historia universal es, por tanto, que el espíritu llegue a saber lo que es verdaderamente y haga objetivo este saber, lo realice en un mundo presente, se produzca a sí mismo objetivamente (HEGEL, 2005a: 139-140).

Agrega Hegel que la historia universal es la manifestación del proceso por el cual el espíritu se sabe y se realiza a sí mismo y realiza su verdad, un proceso absoluto, de conciliación consigo mismo, mediante sí mismo; un proceso que comprende fases, con distintos momentos, que encierra movimiento y variaciones, etc. Los pueblos serían entonces productos que expresan cada fase (época) de la historia universal. “Solo así el espíritu alcanza su verdad, la conciencia de sí mismo” (HEGEL, : 140).  Por tanto, el espíritu (a través da la historia universal) es en sí y para sí. 

El espíritu fue siempre lo que es ahora; y es ahora solo una conciencia más rica, un concepto más hondamente elaborado de sí mismo. El espíritu sigue teniendo en sí todas las fases del pasado, y la vida del espíritu en la historia es un curso cíclico, de distintas fases (HEGEL, 2005a: 239)

Esta superación parece un progreso infinito, dice Hegel, sin embargo, la estructura dialéctica no se esquiva tampoco en la historia. Hay en la historia universal del espíritu un momento realización definitiva o de fin de la historia:

El curso de esta superación constituye el interés de la historia. El punto en que la conciliación se verifica por sí misma es, pues, el saber; aquí es donde la realización es rehecha y reconstruida. Tal es el fin de la historia universal; que el espíritu dé de sí una naturaleza, un mundo, que le sea adecuado, de suerte el sujeto encuentre su concepto del espíritu en esa segunda naturaleza, en esa realidad creada por el concepto del espíritu y tenga en esa objetividad la conciencia de su libertad y de su racionalidad subjetivas. (HEGEL,  2005a: 321)

El fin de la historia es inmanente, por tanto, al proceso histórico, no está más allá de la historia, no se plantea en un esquema trascendente y exclusivo para la comprensión divina, la consciencia de si se ejecutará a través de sus pueblos en cada fase y en los individuos que la componen.

II. Un poco de Marx

El 9 de noviembre de 1799, Napoleón Bonaparte (tras unas definitivas derrotas en Egipto, de donde había salido reforzado por sus hazañas) derroca al Directorio Ejecutivo de la Revolución. Con el fin de terminar con la corrupción, dar orden y visión de futuro al Estado y acabar con la clase política enajenada de los nuevos intereses de la burguesía republicana, Napoleón consigue en pocos años ser investido Emperador de Francia, el 11 frimario del año 13, en el calendario republicano. La fecha de su golpe de Estado pasó a la historia como el 18 brumario, convirtiéndose en sinónimo de cualquier asalto al poder. Es en con ese juego histórico con el que Marx se divierte al construir su El 18 de brumario de Luis Bonaparte (1851).

El texto aparece por primera vez en la revista Die Revolution en Nueva York, su tono es demoledoramente irónico, como muchos del estilo de Marx y Engels. En cuanto al fondo, es relativamente sencillo. Marx, discípulo de Hegel, y conocedor de la admiración de este por la Revolución Francesa y la figura de Napoleón Bonaparte, configura una relectura de la figura de la consciencia y el progreso o evolución del espíritu absoluto a través de la historia para criticar los hechos acaecidos el 2 de diciembre de 1851, donde Carlos Luis Napoleón Bonaparte disuelve la Asamblea Nacional para convertirse en Napoleón III, una suerte de Golpe de Estado, que afectaba sobre todo al poder legislativo, ya que en ese momento él mismo presidía el gobierno de Francia. Se trató de una maniobra para perpetuarse en el poder y evitar así un plebiscito constitucional.

La postura respecto la historia universal de Marx, parece opuesta a la de Hegel. Si Hegel creía que cada fase o etapa en la que un pueblo nacía, se expandía y moría favorecía a la siguiente en una aportación ascendente respecto al despliegue del espíritu absoluto; en Marx, por el contrario, ese constante progreso no es tal. Por ello, los pueblos de su tiempo -a su juicio- viven como una pesadilla opresora los logros del anterior, lo que explica que

en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. (MARX, 1969: 99)

Sin embargo, esta dependencia del discurso del pasado, puede albergar una justificación estética por así decirlo, en tanto en cuanto su función sea la de dar tono épico a un fin superior, que colabore con la síntesis de la historia.

En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro. (MARX, 1969: 100)

El razonamiento de Marx es en realidad bastante simple. Si existe un estadio en el que toda estructura o categoría se niega a sí misma para tomar consciencia de sí, es decir, para pasar de en-sí al para-sí, todos los actos devenidos de los sujetos participantes de esas categorías que intenten evocar la etapa de desarrollo necesaria y previa a la consciencia de sí son por sistema farsantes. Otra vez, pero con palabras de Hegel:

La primera etapa, en tanto que inmediata, cae dentro de la ya indicada sumersión del espíritu en la naturalidad, en la que es solo una individualidad no libre […], siendo la segunda el salir de la misma a la conciencia de su libertad. (HEGEL, 2005b: 115)

Por eso dice que “la revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido” (MARX, 1969: 101), de lo contrario, las revoluciones del siglo XIX serán todas como las que han acontecido hasta la fecha (mitad del siglo en ese momento): contradictorias, refractarias, autoparódicas y fugaces; en contraposición a las exitosas revoluciones burguesas del siglo XVIII.

La visión de Marx es a pie de acontecimiento, donde según Hegel “esa inmensa masa de voluntades, intereses y actividades son los instrumentos y medios de los que se sirve el espíritu universal para cumplir su fin”; sin embargo, Marx considera que tras “elevarlo a conciencia y realizarlo […] advenir a sí y contemplarse como realidad” (HEGEL, 2005b: 79), quien intente emular ese estadio sólo conseguirá caer en la farsa.

El texto discurre por lo demás en una muy pormenorizada exposición de cada uno de los acontecimientos que desembocan en el 2 de diciembre de 1851 y de cómo Bonaparte (sobrino del histórico) se vale del caos y enfrentamiento social al que se está abocando a Francia, para blindar su Sociedad del 10 de Diciembre, una especie de entourage macarra o alienada, que ve en el inminente Napoleón III a su salvador. Por su parte, él

concibe la vida histórica de los pueblos y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una mascarada, en que los grandes disfraces y las frases y gestos no son más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. (MARX, 1969: 142)

Y por eso, llegado al punto de no retorno, habla al ejército de lo que quiere oír, a la Nueva Montaña de orden, a la burguesía de poder económico y al lumpenproletariado de Estado de la beneficencia. El papel de la burguesía es especialmente cuidado en el análisis que Marx hace del golpe de Estado, porque se trata de una clase que históricamente cambia entre uno y otro siglo de papel. Si en el XVIII su revolución es la revolución de la libertad, en el XIX

La burguesía tenía la conciencia exacta de que todas las armas forjadas por ella contra el feudalismo se volvían contra ella misma, de que todos los medios de cultura alumbrados por ella se rebelaban contra su propia civilización, de que todos los dioses que había creado la abandonaban. Comprendía que todas las llamadas libertades civiles y los organismos de progreso atacaban y amenazaban, al mismo tiempo, en la base social y en la cúspide política, a su dominación de clase, y por tanto se habían convertido en socialistas. (MARX, 1969: 135)

Dicho otra vez en términos hegelianos, “la substancia de la acción [burguesa], y con ello la acción sin más, se vuelve aquí contra el mismo que la realizó; se convierte en un revés contra él” porque en cada acción en sí está “lo universal, lo substancial que es realizado por ella” (HEGELb, 2005: 83). 

Sin embargo, la pequeña burguesía no cae en la farsa para Marx, porque no se trata de un movimiento para-sí, sino de una concepción de que es la única alternativa viable que garantiza el orden social:

No vaya nadie a formarse la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. (MARX, : 124)

Luis Bonaparte y sus ministros tensarán la situación en la Asamblea Nacional de tal manera que sólo dos leyes podrán ver la luz en el período justo anterior al 2 de diciembre de 1851, ambas provocan la insatisfacción generalizada del campo, del lumpenproletariado y de la burguesía, que acusa estas decisiones de socialistas. Y “cuando la burguesía excomulga como socialista lo que antes ensalzaba como liberal” es para “mantener intacto su poder social” y seguir “disfrutando apaciblemente de la propiedad, la familia, la religión y el orden” a través de la explotación de otras clases (MARX, 1969: 136). Bonaparte consigue así poder encarnarse como único representante de los deseos y necesidades del campesino (el conservador, claro) y de las clases trabajadoras de Francia.

El panorama, descrito de manera sistemática por Marx sólo parece dejar una importante moraleja de aprendizaje histórico (quizás la única enseñanza ejemplar y progresista en la historia universal hegeliana del espíritu) y es que “los campesinos encuentran su aliado y jefe natural en el proletariado urbano, que tiene por misión derrocar el orden burgués” (MARX, 1969: 180). Su análisis de Luis Bonaparte es de un personaje cuyo único talento es saber escuchar las necesidades de su público y seleccionar bien sus debilidades, elegir que batallas puede librar y vencer, y dirigirse exclusivamente a un público: el campesinado y la burguesía. Al mismo tiempo, se vale de un discurso propio de la vieja política del XVIII, donde se ensalzaba un pasado glorioso del que por mero artificio nominalista pasaba a encarnar.

III. Casi nada de Serra

Y llegados a este punto, cualquiera debe preguntarse qué tiene que ver todo esto con el cine de Albert Serra. La cuestión no es si Serra ha oído siquiera hablar de Hegel o Marx, por supuesto que es así, incluso podríamos asegurar que los ha leído. Lo importante es ver la posición en al que su cine se ejecuta, es decir, desde qué punto de la consciencia hegeliana lo hace. Y aquí la respuesta parece clara, o al menos, la producción que se ofrece sólo puede entenderse en una dicotomía abismal: estamos ante la infructuosa tarea de un torpe diletante o ante alguien que escribe, filma, monta y produce con la plena consciencia de la historia del cine, la literatura y la crítica de ambas disciplinas.

Tras asistir a Els noms de Crist (2010) cualquiera de nosotros puede verlo más cercano a la segunda posición que a la primera.

Esto es lo que más sorprende de la obra de Serra la excesiva consciencia de sí que tienen de todas sus obras: ya sea reinterpretando El Quijote, la Epifanía de los Reyes Magos, un estudio de los arquetipos del Marqués de Sade, Casanova y Drácula, o la historia de Francia en el final de la vida de Luis XIV o en las vísperas de la Revolución. En todas sus películas existe la plena consciencia de que la posmodernidad ha pasado y que, por tanto, se hace una película tras innumerables historias escritas y filmadas, tras ríos de tinta de sesudos críticos, tras largas entrevistas a innumerables cineastas… Sólo así se puede explicar el marcado carácter autofágico de su producción, cuyo clímax puede verse en la comparación entre Honor de cavalleria y El senyor ha fet amb mi maravelles, una película es producto de la otra hasta tal punto, que parece que solo se ha hecho la primera, para poder rodar la segunda.

Incluso en sus excesivas declaraciones públicas, Albert Serra parece jactarse de esa consciencia sobre su obra o aportación: «No me gusta gustar, me siento más a gusto en la provocación”, “Soy el vivo ejemplo de que la originalidad aún es posible”, “Vi que en el cine español todos eran inútiles y pensé: aquí puedo destacar”. O por la sospechosa habilidad de generar reflexiones en torno a su producción, como este mismo número de la revista Las Nubes, pero también La nit portugesa, Honor de cavalleria plano a plano, Apocalipsis uuuuuuuaaaaaaa. Diario de rodaje de Historia de muerte, etc. que parecerían una expresión de fascinación por el profundo quehacer del provocador cineasta español… si no fuera porque, como diría Hegel, cada personaje está enmarcado en su momento histórico…

¿Y qué momento histórico le ha tocado vivir a Albert Serra? Pues no podemos responder hegelianamente, pero sí que podemos hacerlo desde la misma visión o perspectiva de Marx, a pie de acontecimiento. Albert Serra ha venido después de MTv, Adiós al lenguaje, In the Mood for Love, Pedro Almodóvar, Apocalípticos e integrados, Los limites de la interpretación, Cinco lecciones de amor Proustiano, de Seis personajes en busca de autor, de Niebla e incluso de cualquier artículo científico o divulgativo sobre los artefactos literarios y cinematográficos como el personaje autónomo, la ruptura de la cuarta pared, la mistificación del espacio rural o la metaficción… Incluso ha llegado después de que Karl Marx enunciara su clave de toda revolución futura: la unión del campesinado (sea de Banyoles o de cualquier parte del mundo) con la burguesía. ¡Y Albert Serra es plenamente consciente de toda esta tradición!

Que la excesiva consciencia del cineasta sobre todos estos acontecimientos de nuestra cultura lo transformen en una farsa, lo dejaremos para juicio del lector. Aquí no nos ocuparemos de ello. A nuestro juicio, lo importante es lo casi nada que queda de Albert Serra en sus propias películas, tras asumir que toda esta Kultur está funcionando y funciona como rodillo del espíritu absoluto. Es como si, tras ver sus obras y comprender todo el discurso que hay detrás de ellas y toda la consciencia sobre la posición histórica en la que se narra, uno descubriera que está viendo a ese filólogo, que por no ser buen novelista o poeta, se ha dedicado a crítico. Lamentablemente, llega(mos) tarde incluso a ser el crítico genial, porque también hay consciencia de su papel y su lugar en la historia.  

Barcelona, 8 de diciembre de 2021

IV. Bibliografía

  • G.W.F. Hegel,
    • 1974: Ciencia de la Lógica, traducción directa del alemán de Augusta y Rodolfo Mondolfo, Buenos Aires: Ediciones Solar
    • 2005a: Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal: Edición abreviada que contiene: Introducción (General y Especial), Mundo Griego y Mundo Romano. Traducción de José Gaos. Estudio preliminar de Salvador Rus Rufino. Madrid: Tecnos
    • 2005b: Introducciones a la Filosofía de la Historia Universal. Edición de Román Cuartango. Epílogo de Klaus Vieweg. Madrid: Istmo
    • 2006: Fenomenología del Espíritu, edición y traducción de Manuel Jiménez Redondo, Valencia: Pre-Textos
  • K. Marx,
    • 1969: Obras escogidas, Moscú: Editorial Progreso