Imagen en movimiento. La guerra de los mundos y Albert Serra

Gonçal Mayos Solsona

Existe una guerra entre dos mundos de la imagen y -a la vez- entre dos opuestas imágenes del mundo. Luchan dos formas de comunicar icónicamente, dos formas iconológicas de construir el audiovisual, dos formas de tratar el cine y dos formas bastante distintas de aproximarse a las imágenes en movimiento.

Las naves invasoras levantan su vuelo desde sus escondrijos en las salas de los museos de arte contemporáneo, las instalaciones vídeo-digitales, las exposiciones, las performances, los happenings, las acciones artísticas, los festivales, las bienales de arte, redes y cenáculos de Internet, circuitos underground, etc. Cuentan con batallones de críticos, ja sea intelligentsia clásica o influencers digitales, ya sea con espíritu de hackers o como emprendedores neoliberal-progres.

Son los bastardos de Andy Warhol, los eunucos del surrealismo y Dalí, los terroristas artísticos de Marina Abramovic… Disparan imágenes-flash que desconciertan a los soldados enemigos, clavándoseles en la mente como los gusanos de oído de las canciones e imágenes de Doris Day ¡Que Sera, Sera!. Los desorientan, los desmoralizan, les quitan el ánimo de luchar y -aún más- la seguridad en los valores propios.

No sólo desafían las buenas costumbres sino incluso Hollywood, donde desde hace años se han infiltrado, fingiendo que sirven al Star System y la Industria. Incluso pueden proponer obedientemente actualizaciones del universo Marvel o desarrollar productivamente el sector de videojuegos. Sin embargo, en realidad tienen una agenda propia, cuya letalidad han incrementado oculta y silenciosamente, hasta que hoy levantan sus naves para esclavizar a las masas distraídas. ¡Quieren destruir el Cine Paradiso sin que ni siquiera quede una bobina de besos censurados!

Es una lucha en stand-by, una guerra fría en plena escalada armamentística pero sin que nadie apriete el botón nuclear… por el momento. Pero, mientras tanto, el enfrentamiento ideológico se recrudece bajo gritos enfervorizados de odio que convocan el ‘nosotros’ en contra de ‘ellos’. Fanatizado, cada mundo se considera el bien supremo y un destino trascendente que el otro mundo pretende destruir.

Aunque se esté llevando a cabo por otros canales, es una guerra. ¡No hay que engañarse! Incluso adquiere características de guerra total y por eso, pronto, todo el mundo acabará inserto, alineado y enajenado en uno de los bandos.

Todo el mundo está amenazado porque los daños no se limitan a las trincheras del frente sino que se multiplican en las retaguardias, que se creen tranquilas, pero que reciben por sorpresa los peores bombardeos. Como en toda guerra total, sufre menos el frente militar -conscientemente movilizado- que las masas dormidas en sus negocios ajetreados y vidas anodinas. ¡La tranquilidad de la retaguardia es un espejismo!

Los mundos y las imágenes en movimiento

Como todas las guerras, está provocando muchos daños colaterales, incluso de fuego amigo. Algunos son voluntarios y conscientes, otros sufridos circunstancialmente. Pero nadie está a salvo de la guerra de los mundos.

Cruzan los cielos y la infoesfera misiles en forma de opuestos tipos de imágenes en movimiento. Unas son inseparables de las palabras y del logocentrismo (Jacques Derrida), pues están al servicio del storytelling (Christian Salmon) y comunican sentimientos y emociones. Necesitan mantener un contacto fático constante y tranquilizador entre creadores y público, entre la tradición milenaria y el presente, entre arte y entretenimiento, entre la alta cultura y la popular, entre la élite y las masas.

Las otras imágenes son orgullosamente autónomas, iconocéntricas y devotas del Visuelle Wende. Su objetivo es profanar el sentido tradicional, provocándolo y descoyuntándolo; también angustian y torturan al público, pues consideran que debe enfrentarse con la incomunicación omnipresente. Evidencian el cansancio, el aburrimiento, la ruptura y el distanciamiento con el juego culturalista heredado. Para despertarlo del ‘síndrome del niño emperador’, abofetean con ganas los sonrosados carrillos del público. 

Unas imágenes en movimiento se mantienen cerca de los metarrelatos modernos si bien, cada vez más, sometiéndolos a sus versiones más banales, populares y espectaculares. Las que se les enfrentan, en cambio, exploran los microrrelatos de autor, aunque saben que la ‘fiesta’ posmoderna ha terminado y que propiamente no hay ‘autor’. Ahora bien, tampoco se atreven a renunciar ni a lo popular ni a nuevas posibilidades de espectáculo, actualizándolos con la iconoclasia de vanguardias como Dada o el Situacionismo.

El primer tipo de imágenes cinematográficas descreen de la industria de los sueños más que la segunda y afirma querer destruirla. Pero ni una ni otra abandonan del todo su protector y productivo cobijo. Como mucho, coquetean con una emergente industria de pesadillas que deben inquietar y retar al público, pero sin matar a la gallina de los huevos de oro. Como vemos, los dos mundos en guerra tienen también puntos en común y condicionantes compartidos.

Ahora bien, escenografían una lucha sin cuartel oponiendo paradigmas, objetivos y métodos muy contrastados. Pues un mundo religa los sentidos individuales con los universales, obviando la violencia, la tortura, la dominación y las sumisiones que hay siempre detrás. El otro, en cambio, libera lo singular, lo idiosincrásico, lo personal y lo autoral ¡sin autor, pues están muy al día de la teoría!, torturando violentamente el pretendido universal naturalizado y pacífico, hasta un punto en que resulta muy difícil permanecer en esa actitud.

Un mundo persiste en el objetivo de religar todos los sentidos y potencialidades culturales a través del cine como el arte total de nuestro tiempo. El otro mundo, o bien bosteza aburrido ante tal agotado juego, o bien lo ataca tanto por odio como por el resentimiento nacido de su propia impotencia para jugar ese juego.

Por ello, de esa guerra de los mundos saldrá sin duda una nueva era. Pero, difícilmente, será de reconciliación plena y en paz, pues las raíces del enfrentamiento son profundas, los choques mutuos se han sucedido a lo largo del tiempo y el conflicto subyacente penetra en aspectos clave de la condición humana.

El arma digital

Albert Serra sacraliza iconográficamente la imagen en movimiento dispuesta por el ojo de la cámara y eliminando cualquier otra interferencia. Por eso, adora el poder incansable, mecánico, barato y móvil de las cámaras digitales ya que -a diferencia del ojo humano- miran sin interferencias, sin pérdidas de atención, sin desconciertos o sesgos, sin clichés o expectativas de sentido.

Serra encuentra la mejor vía para desmarcarse del mundo del storytelling, en la materia prima sin relatos que le ofrece la cámara digital en su registrar mecánico, incansable, frío y sin fluctuaciones por el estado de ánimo. Por eso dispone tres cámaras digitales que incansablemente lo graban todo para sorprender desprevenida la ‘realidad’ tras el caótico rodaje.

Esa ‘trinidad’ registra hechos impremeditados e imágenes invisibles por el ojo humano, el cual los hubiera descartado inevitablemente si le hubiesen dejado la preeminencia logocentrista. Así, sin filtros, llega al montaje lo inhabitual junto con lo tan habitual que ya ni se percibe; lo sorprendente, ya sea por aburrido, ya sea por deslumbrante; lo que ha sido demasiado pensado junto con lo impensable; a la vez el azar y la necesidad, etc.

En la línea de lo planteado por Walter Benjamin, el registro digital permite a Albert Serra alcanzar la fase de la reproducción técnica del arte. Paradójicamente, ello posibilita al artista convertirse en lo más parecido que nunca ha sido posible: al ojo-Dios de las imágenes en movimiento. La trinidad de cámaras digitales se convierte en el ‘aleph’ fabulado por Jorge Luis Borges.

Permite a una segunda ‘trinidad’ de montadores que lidera Serra, escrutar obsesivamente las imágenes precivilizatorías -pues, como apunta Lévi-Strauss, se dan antes de la distinción entre lo crudo y lo cocido-, desvelar lo todavía no pensado, seleccionar cuales sobrevivirán y disponerlas en un nuevo ‘movimiento’ formal que es la película resultante.

Así Serra consigue encumbrarse en un demiurgo todopoderoso que no busca la objetividad imposible, sino que avanza hacia el creativo descubrir de aquella belleza inquietante, provocadora y profanadora que todavía no se ha convertido en cine. Entonces, orgulloso de lo conseguirlo, el crítico de la noción de autor que es Albert Serra, afirma que ha llevado a cabo ‘cine de autor’.

El ‘método andergraun’ ataca el logocentrismo

Ahora bien, para poder llegar a ese momento demiúrgico, el ‘método andergraun’ de Serra tiene que destruir la lógica del mundo logocéntrico, cortocircuitar la percepción precocinada del ojo del cerebro, descoyuntar la alianza perversa de guionistas y actores… En definitiva, colapsar la máquina industrial cinematográfica, dentro de la guerra de mundos en que está y estamos enzarzados.

Se ha tenido que extirpar el logocentrismo instalado como un cáncer en ojo-cerebro, que es un dispositivo humano a la vez biológico e histórico-cultural. Se ha impedido que se convierta en cadena de transmisión de una tradición inmemorial que termina en el eterno retorno de lo mismo, pues el ojo-cerebro deja de mirar lo que tiene efectivamente delante al convertirse en algo demasiado manipulable, distraído, predeterminado, prejuicioso, conducible, emocionable y vinculado a relatos tradicionales.

El ‘método andergraun’ rompe así los presupuestos, los prejuicios y lo dejavu de una tradición humanista que cree haber descubierto para siempre lo que tiene sentido, verdad, belleza y -en consecuencia- bondad. Por tanto, predeterminado y aculturizado a ese mundo, el mirar humano mezcla feliz, indiscriminada y aburridamente imágenes, sonidos, texturas, gustos, aromas, pensamientos, recuerdos, anhelos, sentimientos…

Así una magdalena puede permitir a Proust disparar la búsqueda del tiempo perdido, pero al mismo tiempo impide que nadie esté exclusivamente y con absoluta focalización en lo que se mira. Entonces el tiempo perdido se impone al instante presente y al tiempo que se habría de ganar. Pues, como el mirar humano ha corrido para -sin que lo notemos- humanizar lo visto conforme la receta tradicional, ya no se ve lo que hay efectivamente allí delante.

Entonces no se puede captar su belleza otra ni su inhumanidad. No podemos salir de nosotros mismos, ni ver con ojos objetivos, porque se impone en todo momento el ojo humano y -con él- el cerebro y la tradición cultural del sujeto logocéntrico.

Desatar a los actores

Para reafirmar el mirar mecánico, objetivo y tecno-divino de la cámara, Albert Serra dispone astutamente el escenario y la desinformación de los actores para que, del rodaje, surja la materia prima menos ‘cocida’ posible. Eso hace que sea tremendamente excéntrico en los rodajes, se niega a imponer la autoridad del director, ese tótem del mundo enemigo que solo tiene parangón en el productor.

Serra convierte el rodaje en un escenario sin jerarquía y sin guía, donde el guion y el director dejan de ser la fuente suprema de sentido. Incluso genera el desconcierto y el caos más imprevisibles, potenciando el extrañamiento y la incomunicación más completa entre los actores e incluso entre los técnicos.

Como director, Serra, no quiere ser remedio alguno al aquelarre resultante, sino su causa última. Propicia incluso victimizar a los actores en la línea del sadismo de Fassbinder. Puesto que éstos le deben ofrecer una auténtica materia prima, sin la forma con que habitualmente cada uno la viste y que suele ser por lo que son valorados en el Star System, tiene que despojarlos de cualquier agencia propia que hayan conquistado en su ascenso profesionalizador y dentro del mercado actoral.

Como no puede destruir -de momento- el Star System entero, Albert Serra debe aniquilar su manifestación en los actores con los que trabaja. Por eso tiende a rechazar y despreciar a los profesionales, ya que su resistencia y fidelidad al mundo enemigo son mucho más fuertes. Para Serra, en el fondo son infiltrados que -incluso sin querer- obedecen a las órdenes del cine industria y espectáculo.

Sin embargo, la batalla no va en contra de los actores, aunque se esfuerza para despojarlos de la servidumbre voluntaria (La Boétie) al star system y al storytelling que generan muchas escuelas de interpretación. La incomunicación, la deshumanización e incluso la violencia son mecanismos en contra de ese logocentrismo humano (más que humano, como avisaba Nietzsche) que los actores suelen haber interiorizado casi al mismo nivel que los guionistas. El objetivo es que no interfieran ni predeterminen lo que tiene que grabar la cámara: las tan deseadas imágenes en movimiento crudas y depuradas de toda aburrida tradición.

Dado que la lucha última es en contra del storytelling, Albert Serra también se autoimpone incomunicaciones drásticas en tanto que director. Incluso se distancia del aquelarre lúdico en que convierte los rodajes: siempre sin guion, sin sentido, sin orden ni punto fijo gracias a la mencionada trinidad móvil de cámaras. Pues lo primordial es la captación y reproducción mecánica que Walter Benjamin destacó como la novedad artística contemporánea.

En una interesante utilización de la intuición benjaminiana, Serra aspira obtener sus ansiadas imágenes formalmente puras y crudas en movimiento (Jordi Vernis), deshumanizadas y sin servidumbres al storytelling tradicional. Si como decía el antropólogo Lévi-Strauss, la distinción entre lo cocido y lo crudo instaura ‘la civilización’, Serra decide ser el bárbaro que se niega a que le precocinen el cine o que esté cocido, digerido o fermentado como si de un yogurt se tratara.

Más allá de la leyenda que se va extendiendo sobre el ‘método andergraun’, durante el rodaje Albert Serra usa estrategias soft, mientras imagina a las hard que aplicará en el momento omnipotente del montaje. Entonces la actriz principal prácticamente puede desaparecer y resultar irreconocible a lo largo de todo el filme o, la escena destacada en el montaje final, resulta ser precisamente aquella ‘toma falsa’ donde el actor se relajaba fumando un cigarrillo.

No hay reglas antes de la creación de la regla

El demiurgo todo poderoso que aspira a ser Albert Serra, armado con el ojo mecánico-digital de la cámara, lo escruta y lo decide todo. Como el Dios omnipotente de Ockham o Cusa, no está sometido a ninguna lógica o racionalidad humana porque, si las hay, es tan solo como resultado de su decisión creadora libérrima y suprarracional. Antes de la decisión de la trinidad del montaje, sólo hay caos, apeiron, materia informe, hylé. Pues propiamente y sólo después hay Arte, Opus, Cine.

Por eso cuando el mundo, al cual se enfrenta, le acusa de carecer de logos, Serra pregunta provocador: ¿por qué debe haber logos cuando se trata de imágenes en movimiento? Y es que secretamente está pensando: le logos c’est moi, es fruto de su decisión (como Carl Schmitt definía al verdadero Soberano).

¡Incluso lo son las imágenes son ‘decisión’ del director! Si bien de una manera muy distinta del director-guionista del otro mundo en guerra. Pues Serra sabe que la materia prima no está allí, esperando a ser filmada, sino que debe ser producida y ‘cocida’ para que, paradójicamente, sea ‘cruda’ y revele un mundo exterior al storytelling

En tanto que convencido partisano de uno de los mundos en guerra, Albert Serra ataca el rodaje como el caos creativo necesario para obtener imágenes que nadie ha pensado y que, en otras circunstancias, nunca habrían sido registradas ni valoradas a pesar de su belleza, rareza o sorpresa intrínseca.

Como sólo de un rodaje que viaje al fondo de las tinieblas, puede surgir la belleza otra, no cocida ni civilizada; solo entonces emergerá ese Kurtz que hace lo que, artísticamente, hay que hacer y que destruye la colonización logocéntrica desde sí misma. Convirtiendo el cine en la más consciente ‘destrucción creativa’, Serra destruye al guion, al rodaje, a los actores y a todo el sistema ‘industrial’ del cine enemigo para obtener imágenes puras, prístinas, no cocidas, no culturizadas, sin relato incorporado y sin sentimiento que las pringue.

Solo así habrá un verdadero nuevo comienzo e imágenes en movimiento primarias, que la trinidad de montadores (Serra y dos de sus más estrechos colaboradores) podrá escrutar para detectar su hilo formal subyacente o crearlo desde una inspiración no predeterminada y, así,  estructurar una película nueva. Digna de ese nombre.

Viaje barato a la profundidad en las tinieblas en busca de belleza

Como vemos, el viaje al fondo de las tinieblas, en que Serra convierte sus rodajes, es una lucha por evitar que el cine pueda ser colonizado por otras artes y por sentidos ajenos. O peor aún, que sea fagocitado por los prejuicios, tópicos y sentimentalismos fáciles con los que algunos (del otro mundo en guerra) identifican ‘la realidad’.

¡Es un acto de guerra! ¡Pues se trata de cortocircuitar la estrategia básica subyacente al cine hegemónico, en tanto que presunta síntesis superior de todas las artes! ¡Y abrirlo a las posibilidades tecnológicas y estéticamente creativas que abre la contemporaneidad!

Hay que liberar el cine -piensa Serra- del eterno retorno logocéntrico de lo mismo, para devolverle autonomía, salvajismo, pristinidad y esa barbarie a lo Kurtz que fascina tanto como escandaliza. Y eso, aunque pueda parecer un sinsentido, lo facilita la cámara digital que culmina la era de la reproducción artística mecánica… y barata. Así el cine deja de ser una industria que exige un capital enorme y se pone al servicio del talento pobre en dinero.

Albert Serra y su mundo basan aquí una parte de la guerra de los mundos. Se niegan a supeditarse -como el cine hegemónico- a la larga tradición humanista y someter el ojo de la cámara al ‘lecho de Procusto’ del ojo cultural. Pues éste, a través del cerebro y la tradición, somete la mirada al storytelling y a los sentidos heredados. Somete el ser y el sentido de las imágenes a un guion, inevitablemente construido a partir de las expectativas del público, de la Industria y de los críticos.

El know-how de la industria cultural y cinematográfica presupone -haciendo de la necesidad, virtud- que todo encajará y se potenciará mutuamente. Además, cuando aparezcan dificultades, se forzará un resultado aparentemente coherente, naturalizado, que minimice las tensiones y maximice el placer y la sensación de que todo encaja como il faut. De hecho, ese prejuicio alimenta el gran mito contemporáneo del cine como arte total, ya que así legitima la idea de que debe integrar todo lo mencionado y el conjunto de las artes, aunque sea al precio de esclavizarse a la tradición como hacen todas ellas.

Pues, tal opción tiene daños colaterales importantes al perder el contacto directo y autónomo con las imágenes en movimiento. En tal caso, al cine tan solo le queda la opción de subordinarse a unos mundos iconológicos y logocéntricos predeterminados. Es un peligro que gente como Albert Serra no quieren asumir a pesar de reconocer la potente retroalimentación entre imagen y palabra, entre el relato antropomórfico y el desarrollo de la lógica de los grandes mitos y metarrelatos. Y esos nuevos ‘bárbaros’ se levantan con armas digitales en favor de nuevo nacimiento del cine desde (casi) cero.

Tres fases del método andergraun

Entre los adoradores de la performance digital, que es el bando escogido por Serra en la guerra de los mundos, no es ninguna paradoja que incorporen en su propio método a lo azaroso. Por eso el ‘método andergraun’ tiene tres fases claras:

En la primera, lo importante es planificar lo que Debord llamaría una ‘situación’ interesante y revolucionaria. Hay que escoger un escenario seductor, con gran potencial para ubicar y permitir crecer a la idea germinal que Serra ha concebido. Tiene que ser una buena excusa que anime a todo el mundo y especialmente los financiadores. Tiene que movilizar y entusiasmar a toda su creciente troupe pero, al mismo, tiene que mantenerlos ignorantes de lo que verdaderamente va a pasar allí o que va a resultar de todo ello.

Evidentemente, Serra no da importancia al guion, aunque a veces le puedan exigir presentar uno. No se lo cree ni se siente para nada comprometido a respetarlo. Pues, para Serra, ni la primera ni la segunda fases nada tienen que ver con el guion o la predeterminación de un storytelling. No son, como en el cine tradicional, la ocasión para realizar fílmicamente una historia preconcebida y generar unas concretas imágenes en movimiento que, ya en su producción, estén subordinadas al orden logocéntrico del guion.

Al contrario, Albert Serra concibe esas dos fases como grandes aperturas de la imaginación al caos primigenio, al fondo de las tinieblas y a los Kurtz que los actores llevan en sí mismos para registrar imágenes en movimiento seductoras y rompedoras. ¡Sean cuales sean estas! Pues todo está abierto en ellas y los actores -ahora desatados de sí mismos- se convierten en creadores.

Como hemos apuntado, la segunda fase no consiste en añadir otro nivel de concreción al guion y plan iniciales. Por eso, Serra insiste en dar un paso atrás, en renunciar conscientemente a todo guion y autoridad, y en dejar actuar con aparente libertad a su troupe. Ciertamente el rodaje no encaja para nada con la fase más evidente y magnificada del proceso cinematográfico tradicional.

Pues el rodaje tradicional es para Albert Serra uno de los mayores errores del método cinematográfico industrial, ya que pierde todo el potencial creativo de las performances, las acciones artísticas y los happenings. Para Serra, el rodaje no es el momento adecuado para ejercer el poder supremo del artista sino, al contrario, para humildemente dejarse iluminar, inspirar y seducir por el azar productivo. Y por eso se niega a ejercer durante el rodaje ningún control o poder exhaustivo.

Sorprendidos por esta actitud, los ingenuos creen que el sorprendente Albert Serra renuncia totalmente a ejercer el poder y, por tanto, se convierte en un director que no dirige, que no ejerce como tal. Ahora bien, esa percepción también es radicalmente falsa, pues Serra simplemente está difiriendo con plena consciencia el ejercicio artístico del poder soberano a la tercera fase: el montaje.  

Así, en la primera fase, se imaginan una performance anárquica y una ‘situación revolucionaria’, que serán ‘ejecutadas’ en el rodaje o la segunda fase. Pero en absoluto se las cierra, siguiendo planificadamente a un guion previo y obedeciendo a un director que ‘ya sabe’ totalmente como debe ser la película. Solo liderando la ‘trinidad’ de montadores, Albert Serra toma fuertemente las riendas de la película tomando las decisiones creativas y temerarias con que autentifica su cine de autor.

Cine de autor sin autor y con el director como primer espectador

El montaje o tercera fase es la verdadera ‘caja negra’ creativa del método andergraun. Pues sólo entonces el demiurgo, Albert Serra, retoma todos los inputs inconexos generados y los convertirá en outputs creativos “de autor”, es decir: en cine. Ahora bien, aunque en la práctica parece que las cosas se desenvuelven básicamente como hemos apuntado, ello no encaja con las teorías posteriores a Roland Barthes.

En el debate de la Filmoteca de Cataluña con Pere Portabella, que corresponde a la generación anterior que inspiró Albert Serra, ambos coinciden en defender que el director es el primer descubridor y espectador de ‘su’ película. No tiene ningún privilegio especial en tanto que ‘autor’ de la obra colectiva que inevitablemente es el cine. Por tanto, se termina el debate tradicional sobre quien tiene más poder (y por tanto es más ‘autor’); el director o el productor. Pues con independencia a los derechos legales, en los cuales no entraremos, incluso los directores y productores tan solo ejercen un tipo especial de recepción donde en tanto que ‘primer espectador’ toma las decisiones definitivas y convierte el caos performativo y creativo en una película verdaderamente ‘suya’, ‘de autor’.

En la guerra de los mundos, el cine tradicional considera eso la suprema estafa, pues entonces ¿para qué son necesarios los directores y productores? ¿Qué función ejercen? ¿Para qué sirven? Ahora bien, el cine industria es una obra colectiva donde también la autoría plena es muy discutible. Y por otra parte, desde al menos los ‘ready-made’ de Marcel Duchamp, no se puede menospreciar la importancia verdaderamente creativa de ‘recepcionar’ los materiales performáticos y decidir sobre ellos. Pues eso no es para nada fácil ni secundario.

Contraatacando, Albert Serra denuncia por el contrario lo muy fácil que es hacer cine a partir de un guion (que muchas veces te viene dado), si además hay directores de escena, de imagen, de sonido… ¿qué hace entonces el director? Se exclama. Parce, pues, que la diferencia clave entre los dos mundos no iría en la cantidad de ‘autoría’ que cada uno permitiría, sino en la fidelidad o infidelidad a una concepción logocéntrica del cine: si una idea o un relato preexistentes dominan todo el complejo proceso colectivo imponiéndose a través de una especie de ‘cadena de montaje’ formada por expertos especializados hasta su concreción final, de acuerdo con lo previsto.

El problema no es pues el grado de ‘autoría’ del director, del productor o del guionista. La cuestión es: si el ‘deus ex maquina’ de la película es un Eidos o Logos previo y que hay que ‘filmar’ (que no es ilustrar en imágenes). O, más bien, es una actividad performativa, caótica y colectiva a la cual -in extremis- pone fin las decisiones últimas de un montaje que recepciona todo lo anterior. En cierto sentido, la guerra cinematográfica de los mundos responde a esta batalla.

Dos ‘trinidades’ en busca de la imagen-oro

Como hemos visto, el método andergraun pivota en dos trinidades, cada una de ellas a la vez una y trina. La primera domina la fase segunda del rodaje y la otra la fase tercera del montaje.

En el primer caso, son tres insobornables cámaras digitales que graban con gran libertad e incluso sin poder ser bien detectadas por todos los implicados. Serra permite que circulen por todas y ninguna parte, para que potencialmente lo rueden todo, para que sean sus ojos mecánicos y lleven verdaderamente a las imágenes en movimiento al estadio de la reproducción técnica.

Sobre todo, permiten desposeer de su habitual control a los actores, obligándolos a entregarse sin reservas. Astutamente, deja incomunicados, huérfanos de toda guía e incluso desconcertados tanto a los actores como a los técnicos. Suele confesar que en los rodajes, si mira la escena, procura no escuchar los diálogos y al revés. Serra abandona el pedestal del director que es donde inevitablemente -según el mundo enemigo- converge todo.

Todo es una estrategia porque -al contrario que en el cine tradicional- el rodaje no es todavía el momento de descubrir ‘lo esencial’ de la película. Serra se reserva el verdadero poder omnívoro para el montaje final y sabe que en unas semanas todo lo grabado le será entregado sin condiciones. Por eso, durante el rodaje, Serra se muestra anarquista e incluso absentista. Puede convertirlo en una fiesta etílica, en una tortura angustiosa o, a menudo, en las dos cosas. Aunque pueda participar en la fiesta, Albert Serra es más bien el torturador que ha dispuesto todo y por el momento se limita a observar displicente desde la distancia a sus víctimas. Las ha convertido en títeres descabezados que le entregarán su secreto como materia para crear.

Por el momento, Serra se mueve lejos de la cámara, de los actores, del centro de la escena, del foco de la atención… adoptando posiciones excéntricas y no esperables. Buscando siempre el fuera de cámara, procura atender a los aspectos no habituales que normalmente los directores ningunean porque los distraen de ‘lo esencial’ en su plan y guion predeterminados.  

De esta manera, Albert Serra, obtiene la deseada y bulímica materia prima a partir de la cual construir o descubrir el hilo formal de la película. Entonces se erige en demiurgo a la vez omnipotente y oportunista en busca -dentro del magma caótico gravado- de la imagen-oro formalmente bella, intrínsecamente rompedora y angustiosamente provocadora que ha convertido en su deus ex máquina. Para esa tarea divinamente creadora, también ha dispuesto de otra ‘trinidad’ de montadores, donde él juega el papel del Uno trascendente y primum inter pares.

Del silencio durante la performance a la verborreica celebración

Ahora bien, la conexión y valor del cine profanador deben ser recepcionados por el otro gran demiurgo: el público. El gran problema del mundo digital antinarrativo de Serra es, precisamente, conectar con un público que ha sido largamente esclavizado al mundo logocéntrico.

El reto titánico que podría decidir la guerra de los mundos es propiciar el encuentro de los dos demiurgos: por un lado, el amo del montaje y de la performance en el escenario y el rodaje, por otro lado, el público cocreador que da la respuesta final. Para conseguir ese reto, Albert Serra rompe la coherencia estricta de su silencio de autor incomunicador.

Inconsecuentemente, terminada la película, siente la necesidad de ser una especie de ventrílocuo de las imágenes en su materialidad escindida de todo. Entonces, Serra se muestra como el hábil polemista, el crítico verborreico y el informado teórico que también es y cuyas virtudes comparte con el otro mundo en guerra. Usando todas sus armas polémicas (entre ellas también el logocentrismo) sale al encuentro y seducción del público cocreador, en una especie de guerra de los mundos… pero por otros canales.

Creo que Albert Serra -consciente de la paradoja- intenta suavizar el choque intrínseco entre sus dos grandes avatares. Usa una calculada estrategia también dual: por un lado, defiende celosamente sus imágenes de autor; por otro lado, mientras coquetamente simula que no tiene demasiado que ver, va dejando caer aquí y allí su excelente erudición. Ahora las imágenes en movimiento ya no deben defenderse solas y, al contrario, va desvelando las bases teórico-prácticas de su método andergraun.

Hábilmente entra en la guerra de los massmedia, de las entrevistas eruditas y ante críticos que quieren demostrar que son los que saben más de cine. Es una batalla entretenida y con momentos divertidos si bien, en gran medida, traiciona la esencia del método: generar imágenes-simulacro prístinas y de autor, dejando que ellas solas se encuentren con el público receptor, quien las cocreará en su recepción activa.

Dentro de esa perspectiva clave en el método andergraun y -por extensión- de su mundo hoy en guerra, no tiene demasiado sentido fiar el encuentro autor-público a través de la mediación de los massmedia, los críticos o cualquier otra intermediación. Ello cortocircuita la cocreación de los dos grandes demiurgos que hemos hablado: el creador digital y performático de las imágenes-simulacros en movimiento frente al creador-receptor activo y libérrimo que es el público.

Parte del éxito de Albert Serra es su eficacia como mediador teóricamente bien preparado y bastante hábil en las batallas mediáticas. Poco importa que eso sea contradictorio con la pureza del arte performático profanador, que sólo tiene su sentido puro en el encuentro directo y sin mediaciones del autor digital de las imágenes en movimiento y el público cocreador.

Tener que defender y popularizar en los massmedia un tipo de arte contrario a las leyes del mercado y a la adulación del Star System, no es la única inconsecuencia de Albert Serra, así como tampoco le afecta exclusivamente a él. ¡Son muchas las paradojas que subyacen a los mundos en guerra por la hegemonía artística y cinematográfica!

Albert Serra es uno de los partisanos más técnicamente fundamentados del mundo performático digital que lucha por someter el logocéntrico storytelling. Con el personaje que se ha creado, consigue a la vez interesar y torear a los medios de comunicación (algo imprescindible hoy en día). Además, detrás de actitudes que podríamos definir como ‘yo pasaba por aquí, no pretendo nada especial y se trata de simplemente divertirse’, logra formular conceptos significativos y difíciles en debates donde a menudo todo el mundo es mucho más pretencioso y superficial que él mismo. Aquí el ‘enfant terrible’ suele ser más coherente que los críticos profesionales o aficionados.

En contraste con el notable laconismo y la falta de storytelling de sus películas, el personaje público de Serra tiene un discurso potente, estructurado y reflexivamente crítico que hace las delicias de los entrevistadores. Sus películas sin narración ni sentido predeterminado contrastan vivamente con la hábil promoción discursiva de Albert Serra en verborreicas entrevistas. Allí, va desvelando posibles interpretaciones de sus películas, aunque también juega a la desorientación o a la proliferación consciente de perspectivas.

Ello hace que Albert Serra sea el mejor legitimador de su arte al que -paradójicamente- no deja defenderse por sí solo como reclama siempre. Cabe preguntarse hasta qué punto el impacto de muchas de sus películas depende de la seducción que provoca el personaje de Serra, tanto por lo que tiene de actitudes espectacularizadas, como de notable solidez teórica. De hecho, el éxito de su personaje mediático encaja con una idea que reitera a menudo: su interés al menos inicial por la literatura y la crítica de las artes plásticas, más que propiamente por el cine. Porque a pesar de que en las películas evita escrupulosamente dictar doctrina o incluso narrar históricas, es precisamente eso lo que hace continuamente Serra en las entrevistas.

Evitando escrupulosamente explicitar esa profunda contradicción, Albert Serra muestra que quizás su cine no es tan radicalmente diverso del industrial y basado en el storytelling, ya que también la producción de imágenes en movimiento se hace desde una teoría y un relato previos. Detrás de su cine, hay pues una teoría y un proyecto con sentido, y Serra no se esconde de explicitarlos aquí y allá en el momento de su ‘venta’ postcreativa. Ahora bien, ¿cuál es la teoría subyacente ‘andergraun’ en las películas de Serra?

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Como hijo del nuevo mundo cinematográfico que guerrea por la hegemonía, el consciente y radical teórico que es Albert Serra se opone a que el cine vehicule y se someta a un sentido ya ‘cocido’ acorde con la tradición logocéntrica y con sus prejuicios. Muy al contrario, y en reiteradas declaraciones, Serra exige que sea la plasmación totalmente autónoma y ‘cruda’ de imágenes en movimiento. Pues, el público receptor ya se encargará de encontrar su salida a todo eso.

Por eso, armado del ojo de la cámara digital, Albert Serra quiere independizarla del cerebro, de la contaminación memorística, de los prejuicios tradicionales y de las narratividades siempre reiteradas que sacan a las imágenes-simulacro de su creatividad, novedad y especificidad formal. Así, en medio del aquelarre de forzada incomunicación en el rodaje que rompe con el guion y desestructura el orden logocéntrico interiorizado por actores y técnicos, los tres ojos de las correspondientes cámaras digitales captan la materia prima de imágenes y diálogos.

Entonces, la trinidad de montadores liderados por Serra tratará de extraer el orden icónico formal autónomo de una obra cinematográfica digna de tal nombre. Así rompe con las operaciones habituales del cine narrativo, por ejemplo, la adaptación de un clásico literario (por mucho que juegue irónicamente con ello), la comunicación rememorativa de un relato tradicional o la actualización de un orden basado en símbolos del inconsciente colectivo a lo Carl Jung o al Círculo Eranos.

En el mundo logocéntrico del cine, las imágenes en movimiento acaban siendo -en el mejor de los casos- un vehículo que a través de los ojos de las cámaras sobre todo apelan a los ojos aculturizados de la cabeza. Es más, apelan al sobrecargado mundo platónico acumulado a lo largo de milenios donde siempre se han conceptualizado las imágenes como sombras doxáticas que esconden la verdadera realidad que son las Ideas. Estas permanecen trascendentes en su mundo epistémico y metafísico, siempre idénticas a sí, intocables, eternas, abstractas, universales… y por tanto sin novedad, sin ruptura, sin auténtico reto, sin verdadera alteridad y sin provocación profanadora.

¡Eso es precisamente lo que reclama y se propone el mundo cinematográfico emergente y en guerra! Quiere conquistar nada menos que las imágenes en movimiento… en sí mismas, en su materialidad, en la formalidad de su ser, en su darse para la cámara, en su existir como realidad icónica y como simulacro que no finge ser de lo que es (Baudrillard, Mayos). No quiere infatuarse en un Logos, una Verdad, un Sentido, una Razón, un Eidos… No busca la trascendencia olvidando a la inmanencia de las imágenes que pone en evidencia el ojo de la cámara. Pues es cine trata del ver y no transmundo totalmente mediatizado por el cerebro, la tradición, la cultura y la Academia.

Por tanto, la libertad del creador debe apartarse de todo lo que domina el arte desde hace milenios y lo reduce al ‘grado cero’ que teorizó Roland Barthes. Eso comporta neutralizar, bloquear o desviar el pringoso magma que encarcela la innovación y la hace reiterarse indefinidamente cumpliendo el aspecto más miserable de la gran verdad heideggeriana: no somos nosotros los que decimos el lenguaje, sino que es él el que nos dice. Entonces por qué no hacer que no seamos nosotros quienes decimos las imágenes en movimiento, sino que ellas, nos trastornen, desequilibren, angustien, profanen… e -inevitablemente al final- nos obliguen a intentar decirlas.

Por tanto el artista innovador que plantea la guerra de los mundos artísticos, debe independizarse -¡nada menos!- de los presupuestos neurológicos, de las tendencias filogenéticas humanas, de los sesgos culturales, de la tarea cerebral de llenar las lagunas de información, de los valores territorializados (Deleuze y Guattari), del inconsciente colectivo (Carl Jung o el Círculo Eranos), de los órdenes heredados por tradición, de las asunciones civilizacionales, de los hábitos a lo Pierre Bourdieu, de los códigos subliminares, del sistema de objetos (Baudrillard), de los deseos naturalizados, de las epistemes que ligan las palabras y las cosas (Foucault)…

Así Albert Serra defiende la suma de miradas de la ‘trinidad’ de cámaras con las que suele filmar y que, no sólo filman imágenes en movimiento, sino que se mueven rápidamente impidiendo que nadie -p.e. algún resabiado actor- pueda prever o controlar el caos performático que Serra crea en cada rodaje. Hay que desmontar lo deja vu imperialista, el educado savoir faire y el oficio interpretativo.

Hay que subvertir el consenso presupuesto tradicionalmente sobre lo que es necesario recrear. Es necesario profanar el saber que desde siempre dictamina lo que es el cine o lo que puede llegar a ser. Hay que servir al arte cinematográfico en sí mismo y como simulacro icónico, en lugar de servirse de él para objetivos exteriores (por ejemplo, a través del poder sentimentalmente seductor de las imágenes).

Esos objetivos del cine narrativo e industrial son sin duda legítimos, pero también desatienden, desplazan, enmascaran, obvian, difieren (Derrida) y sustituyen las imágenes y su orden formal. Las ahogan superponiéndoles un sentido, un relato y una idea trascendentes, precocinados, siempre los mismos, aburridos y deja vu. Es la tradicional operación metafísico-epistémica de la Caverna platónica, que siempre ha dominado el cine y en contra de la que se ha declarado la actual guerra de los mundos.

De nuevo, el conflicto puede ser pensado a partir de la pregunta ¿cómo liberar a los prisioneros encadenados en la mítica alegoría de la caverna de Platón? ¿O bien desatarlos para llevarlos a la Luz del Sol de la Verdad y de la Idea, o bien obligarles a mirar por fin directamente a las imágenes en movimiento y atendiendo sólo a ellas? Por eso, la guerra de los mundos cinematográficos se juega en base a dos maneras radicalmente opuestas de liberar al espectador. También son dos formas distintas de experimentar la recepción: ¡con o sin giro icónico!

Es ciertamente una guerra muy vieja que ha rebrotado con fuerza en las últimas décadas, digámosle como le digamos: Imagic turn de Ferdinand Fellmann, Pictorial turn de William J. Th. Mitchell, Visuelle Wende de Klaus Sachs-Hombach, Ikonische Wende de Gottfried Boehm… Solo el armisticio final de la Guerra de los mundos nos dirá cuál es el apelativo vencedor.