Ambivalencia de la ebriedad creativa

Gonçal Mayos Solsona

DESCARGAR ARTÍCULO

La creatividad artística, literaria o filosófica se relaciona de forma dual y ambivalente con la ebriedad. Por una parte, es condición de toda creación conseguir salir de la cárcel de la normalidad, aunque solo sea con la imaginación, y para ello los creadores suelen necesitar una cierta ebriedad liberadora. Ahora bien, al apartarnos de la cotidianeidad normalizada, la creación emborracha peligrosamente y puede situarnos camino de la locura como avisaban muchos clásicos.

La creatividad remite por tanto a los llamados ‘paraísos artificiales’ e incluso es uno de los más seductores. Pero su artificiosidad es también peligrosa, pues el furor creativo puede convertir la ‘liberación de la normalidad’ en permanente, en una nueva norma, en locura. Por eso el genio suele estar siempre cercano al loco. Hay cierta ebriedad en cambio que es sabiamente temporal, en algunos momentos es tan profunda como liberadora, pero evitar convertirse en permanente y en un destino infernal.

Así como los chamanes (seguramente la tradición más antigua de la humanidad que todavía sobrevive) se inducían una cierta ebriedad para acceder a lo divino, a la verdad y a lo numénico, los creadores necesitan algún tipo de mecanismo chamánico para subvertir las normas, para ir más allá de la normalidad e imaginarse fuera de la normativización hegemónica. Por eso son tan importantes las estrategias chamánicas o la ebriedad para hacer posibles las transgresiones, a partir de las cuales emerge la creatividad.

Dentro de la normalidad, son prácticamente imposibles dosis importantes de creación porque, para innovar es necesario romper la norma aceptada, se necesita situarse fuera de la normalidad y, por tanto, emborracharse de alguna manera. Es la proclama de  Baudelaire que traduzco de “Enivrez-vous” el poema XXXIII de Le Spleen de París (1869): “Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, / emborrachaos; ¡emborrachaos sin cesar! / De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto.”

Y es que, el ‘Tiempo’ que teme Baudelaire, es el cronómetro de la norma; el tic-tac de la vulgaridad y el pasar de lo que persiste, se eterniza hasta el aburrimiento y nunca ‘pasa’. Es el ‘Tiempo’ secuenciado por un proceso mecánico y reiterativo; es la reiteración banal del eterno retorno de lo mismo que, en lugar de obligar a tomar decisiones existenciales, condena al aburrido no poder hacer nada distinto o nuevo.

Muy al contrario, la creación es evento, ruptura, rotura, metamorfosis, salto, abismo, apocalipsis… Es lo contrario del tiempo en tanto que cronos, porque la creación es sobre todo lo que los griegos llamaban kairós, el tiempo como a instante adecuado, afortunado y oportuno. La creación es el momento perfecto y supremo. Es el momento que hace pronunciar a Fausto las palabras que sellan a la vez su condena y su triunfo, ya que es lo que siempre había estado buscado pero desfallecía de encontrar alguna vez: el instante al que suplicar: ‘¡quedate quieto! ¡Eres tan bello!

Kairós y el momento creativo es ese instante perfecto, donde nos sentimos ebrios de victoria, gozosos de nosotros y de todo el universo, porque todo finalmente encaja rompiendo con el desencaje mediocre de la perpetua, pesada y aburrida normalidad. Pero es un momento ambivalente ya que la ebriedad creativa puede confluir y confundirse con la creación emborrachada.

No olvidemos que kairós es el instante que hace perder a Fausto, precisamente porque su sublimación es insuperable, su belleza tan incomparable y su perfección tan completa que despierta una admiración que nos emborracha abstrayéndonos radicalmente del tit-tac cronológico. Es kairós porque merece ser eterno y, por tanto, ‘aion‘, eternidad, la tercera noción griega de la temporalidad: cronos, kairós y aion.

La conjunción del acontecimiento perfecto (kairós) y del tiempo eternizado (aion) sitúa a Fausto ante un instante que ya no es cronológico sino divino, que peligrosamente lo sitúa por encima de la condición mortal, cercano a Dios y demasiado creador. Es una plenitud en la que (Fausto como si fuera Dios) se abre con total radicalidad más allá de cualquier nomos y se convierte en anómico, fuera de toda norma.

Entonces el bello instante de ebriedad creativa es, ciertamente, el momento pleno, divino, maravilloso, perfecto y digno de ser eternizado, pero también es el momento peligroso y demoníaco en el que Fausto pierde su alma. Es cuando el genio claudica en su inestable equilibrio creativo y amenaza caer en el coma etílico o perderse en el delirium tremens.

Los hombres fáusticos y creadores siempre se mueven entre los dos extremos de la ebriedad creativa y el delirio sin alma; entre romper la normalidad cronológica para desplegar el kairós perfecto o, por el contrario, hundirse en el coma etílico como nueva ‘normalidad’. Y es que como decía Hölderlin: “cerca de donde está el peligro también nace lo que cura”. Pero, como la proximidad es una relación simétrica, el verso de Patmos se puede invertir, concluyendo que: cerca de donde nace lo que cura está también el peligro.

Actualizaba así Hölderlin el pharmakon griego que era a la vez medicina y veneno, fuente de vida y velo mortuorio… Pues según el aviso hölderliniano: cuando la humanidad cree construir su cielo (por ejemplo, en el estado), a menudo lo convierte en su infierno totalitario. Son dualidades profundamente ambivalentes, como la que encontramos entre la ebriedad creativa y la creación emborrachada.

Nietzsche vincula la ebriedad creativa a Dioniso, siempre renacido de sus cenizas como el ave Fénix, mientras que la creación emborrachada se relaciona con Apolo, quien no puede saber que está emborrachado de sí, porque su propio velo le impide ver lo profundo de su ser. Cuando Apolo domina unilateralmente sin el contrapeso de Dioniso, crea un velo insuperable que, además de esconder la terribilidad de la existencia, también engendra los ficticios valores supremos que niegan nihilistamente la vida aquí y ahora.

Por eso, el lúcido pesimista Schopenhauer denuncia los malestares y sufrimientos que se esconden en la moral y la metafísica que son hijas de la ebriedad de Apolo, que él ve en idealistas modernos como Hegel, Fichte o Marx. Ahora bien, como se lamenta Nietzsche, el pánico vital schopenhauirano bloquea su lucidez, impidiéndole darse cuenta de la importancia y necesidad de lo dionisíaco para la existencia.

Temeroso ante cualquier sufrimiento, Schopenhauer opta por renunciar a la conflictividad vital; dice no a la vida aquí y ahora; rechaza cualquier pasión y cualquier interés existencial pleno; y despotencia el ánimo. Así, el miedo al dolor convierte Schopenhauer en el gran pesimista i el primer esclavo occidental del nihilismo oriental de los Vedas, del budismo y de la fabulación del nirvana. En cambio, Nietzsche toma como modelo la Grecia arcaica, heroica, homérica y trágica que, equilibrando Apolo y Dionisio, hizo posible una existencia antinihilista capaz de enfrentar la terribilidad de la existencia con atrevimiento, pasiones alegres, amor fati y potencia anímica.

Sin embargo, Nietzsche elogia Schopenhauer por avisar lúcidamente en contra de construir ficticiamente valores supremos, ideales imposibles y eutopías sin lugar real, todos los cuales son resultado del ‘mundo como representación‘ y que tienen inevitablemente una dualidad como el dios romano Jano. Por un lado, parecen ser medicina que cura, pero en realidad, son veneno, fuente de sufrimiento y convierten la vida en una tortura.

Similarmente, la ebriedad creadora y el coma etílico son también coexistencias cercanas y de tan difícil distinción como la necesaria creación destructora y la enloquecida destrucción emborrachada. Como vemos, en la búsqueda fáustica del momento sublime de creatividad, no puede faltar la difícil lucidez de distinguir la ebriedad que rompe los marcos normalizados, frente a la ruptura emborrachada y sin sentido.

Por tanto, el genio creador lo es mientras que es capaz de moverse jánica y ambivalentemente en el equilibrio de una ebriedad no totalmente emborrachada. Y esto vale no sólo para el alcohol, los psicotrópicos y los distintos paraísos artificiales, sino también con cualquier ambición artística, literaria o filosófica. Querer entrar en el cielo de la creatividad es andar por el filo de la navaja de un cierto furor, ebriedad, locura y atrevimiento, que sin duda son peligrosos i ambivalentes, pero no obstante sin caer nunca en el infierno del delirio.

No se puede entrar en el cielo creativo, pues, sin correr algún peligro ni asumir cierta ebriedad. Pero es muy fácil que rápidamente se salga de esa equilibrada plenitud celestial y se caiga por la pendiente infernal que lleva a la sobredosis o al coma etílico. El peligro de los paraísos artificiales no es tanto su artificialidad, porque la naturaleza también puede hacer enloquecer, sino la facilidad con que se convierten en un infierno que no tiene nada de jardín del edén. Los paraísos artificiales transitan fácilmente de la creación como destrucción constructiva al delirio que rompe con todo sentido.

Dado que no hay creatividad en el vacío absoluto, sino que necesariamente se da dentro de una situación existencial y cultural, no hay que olvidar que toda creación es una destrucción constructiva. Inevitablemente, pone los cimientos de algo nuevo sobre territorios y de los escombros de edificaciones prexistentes. Así, lo nuevo se opone a lo viejo no sólo de una forma retórica, sino mucho más contundente, trágica y ambivalente. Pues, de una forma u otra, se pone en su lugar, lo aparta, lo niega, lo destruye, lo violenta, lo subvierte, lo difiere o -al menos- amenaza aniquilarlo y lo pone ante la nada.

Como ya sabían los antiguos griegos, todo nacimiento remite y paga el precio de una cierta e inevitable muerte. A diferencia de los dioses, los mortales saben que quien nace debe también e inevitablemente morir. Ahora bien, dado que hay un lapso temporal entre nacimiento y defunción, el creador se siente legitimado y mira con egoísmo, indiferencia y desprecio los efectos -para él colaterales- de su proceso creativo. El creador suele ser egoísta por naturaleza o, al menos, obvia los peligros resultantes de su proceso creativo.

Crear algo realmente nuevo es tan difícil que no hay tiempo ni ganas para valorar muchas de sus consecuencias. Además, cuando está en pleno proceso, el creador está como embriagado y poseído. ¡Más que un sujeto dominador y absolutamente libre, es un sujeto -ciertamente- pero sujetado, emborrachado por su crear e -incluso- tiranizado por su creación! Está tan seducido por la propia capacidad innovadora, que suele ser incapaz de atender a los daños colaterales de la poderosa destrucción productiva que está poniendo en marcha.

Sin duda, toda acción creadora de algún modo causa muchas consecuencias destructivas, que alguien probablemente sufrirá. Ninguna creación es totalmente neutra o sólo positiva. Puede parecerlo, desde la perspectiva de quien crea y reivindica la propia potencia innovadora, pero nunca es ni neutral ni únicamente benefactora, bondadosa, amable para todos… Desde la perspectiva del todo, se vé claramente que cualquier innovación amenaza, desplaza, se pone en el sitio o relega a antigualla alguna otra cosa; incluso algo que fue muy renovador un tiempo antes.

Sólo cuando lo viejo y anticuado se siente comprometido de algún modo con lo nuevo, se disimula la cara jánica y bifronte de cualquier creación. Eso ocurre paradigmáticamente en los humanos cuando, conscientes de la propia mortalidad, saludan con enorme alegría el nacimiento de los hijos que les ofrecen una cierta sensación de eternidad. No es tan solo que piensan que tendrán una vejez no tan solitaria ni indefensa, sino que aspiran a sobrevivirse a través de sus hijos y de sus obras.

Pues para el creador, sus obras son como sus hijos y siente un instinto de posesión similarmente egoísta e ingenuo. Si bien, al mismo tiempo, todo el mundo sabe que esos nacimientos felices son señal inequívoca y trágica de que huye su tiempo personal. Por eso, aunque en los propios hijos y obras, la alegría supera el vértigo del tiempo; cuando se trata de los partos de los adversarios y enemigos, ya no suelen ser recibidos con similar gozo existencial.

Insistimos: toda creación, construcción o nacimiento es también signo de defunción, destrucción y aniquilación. Algunas veces, esa ambivalencia queda disimulada porque la gozosa causa y el triste efecto pueden darse bastante lejos en el tiempo y el espacio. También porque, estimulado como por una droga, el creador ama emborrachado su fuerza creativa y los resultados de ésta.

Dioniso ejerce aquí con mucha fuerza su función conjuntiva. Ahora bien, el principium individuationis de raíz apolínea destaca en todo momento la consustancial violencia que comporta cualquier creación, construcción o recién nacido. Así lo ven los no creyentes detrás del Génesis, por mucho que los creyentes argumenten que en la creación narrada por ese libro bíblico no hay propiamente violencia, porque no era necesaria al tratarse de una creación ‘en el principio’, en el vacío, cuando no había nada más, cuando tan sólo había la nada.

Aun así, ¿entonces por qué la necesidad de pensar y llamar ‘nada’ a eso inexistente que (no) había antes de la primera creación y del ser? Pero, para no entrar en cuestiones ontológicas, nos limitaremos a recordar que existen otros muchos relatos cosmogónicos, donde la nueva creación se realiza sobre alguna existencia anterior y, por tanto, destruyéndola, en un acto inseparablemente constitutivo y aniquilador.

A menudo nos cuesta entender cómo se sentirían los titanes ctónicos, desplazados por Zeus, cuando éste instaura la nueva era olímpica. Hay algo profundamente trágico en el destino de los titanes que, además, son condenados a castigos terribles por el simple hecho de luchar por mantenerse en el ser y haber sido vencidos.  

¿Cómo valoraríamos la nueva creación si nosotros perteneciéramos a lo que desaparecerá? ¿Cómo experimentaron su subordinación las primigenias diosas de la fertilidad, que dominaron matriarcalmente durante milenios? No hay que olvidar que el actual patriarcalismo sólo ha sido posible por el inexorable y violento proceso que desplazó y esclavizó a aquellas diosas ante las nuevas deidades masculinas y patriarcales. ¡No hace falta ser feminista, para comprender la inevitable brutalidad y violencia que se esconde detrás del patriarcalismo, de la nueva era, de los nuevos dioses, de la nueva creación!

Por eso, con sorprendente sinceridad, detrás de muchos mitos cosmogónicos se insinúa una violencia a la vez inevitable y sagrada. Ciertamente también se insinúa que la nueva creación era necesaria, legítima y justa por la degradación espontánea de la vieja era y de los viejos dioses. Al reconocimiento sincero de la propia victoria y violencia, se superpone ambivalentemente la idea de que los viejos dioses, diosas o pueblos ya habían perdido por sí mismos su hégira y potencia vital.

Sin embargo, es falsa la idea de que, de algún modo, ya estaban muertos en potencia cuando fueron desplazados, que no fue ningún asesinato criminal, sino una especie de eutanasia caritativa. Ciertamente en muchos mitos cosmogónicos antiguos estaba la idea de que es necesaria una recreación constante cada año, por degradación espontánea de la vieja creación. Además, la recreación cosmogónica anual también permitía legitimar y revalidar -muy astutamente- gobernantes humanos como los faraones, quienes por su vital relación con los dioses eran clave para que el ciclo natural se reiniciara adecuadamente.

Pero todo esto son eufemismos para esconder la verdad (aunque a menudo los mismos mitos también quieren que no se olvide aquella violencia fundacional): el nuevo poder crea el propio mundo desplazando, esclavizando e incluso matando al viejo poder y al antiguo mundo. Por tanto, lo que antes era hegemónico y era alabado, por tanto, ahora debe caer necesariamente, debe ser destruido gozosamente y -incluso- habrá que vilipendiarlo unánimemente.

En conclusión: toda creación se hace en contra de otra anterior, destruyendo a los viejos creadores, atacando a sus defensores intelectuales y condenando a terribles tormentos a los derrotados. Recordemos las condenas a los titanes Tántalo, Sísifo, Atlas o al benefactor de los humanos: Prometeo.

Son violencias máximamente brutales y castigos que simbólicamente quieren reiterarse a lo largo de la eternidad. Como apuntamos, iban más allá del tiempo-cronos para simbolizar la nueva era, el tiempo-aion. Así, la nueva creación quería mostrar que la derrota de los Titanes y de la vieja creación sería eterna, sin paliativos, sin fin, sin posibilidad de revancha y sin expectativa de perdón.

Vemos pues que, como los creadores, los vencedores suelen ser egoístamente inclementes. Hay pues una violencia creadora que no esconde su origen y enconamiento. Muestra ostentosamente que no sólo es una destrucción renovadora sino, sobre todo, una aniquilación purificadora.

La creación se convierte entonces en la condena eterna de la anterior creación y aspira a un nuevo comienzo sin mancha, rémora ni limitación del pasado. Es un ‘decreto de nueva planta’, similar a una ‘creación de la nada’, una génesis primigenia, el verbo divino que hace la luz, separa el cielo y la tierra, etc.

Como decimos: toda creación es también destrucción… y con facilidad destruye de forma radical e inclemente. La ebriedad de la creación pierde entonces su equilibrio con la destrucción necesaria para construir y, unilateralmente, se limita a ser alcoholismo del aniquilamiento. No aspira a ningún proceso creativo ni a ningún nuevo comienzo, sino que quiere imposibilitarlos, sellando por siempre más esa “paz de los cementerios” que denunció Kant. Así hemos llegado al ‘grado cero’ de creatividad, el cual es mero nihilismo destructivo, final de cualquier vitalidad y aniquilamiento de cualquier ‘natividad’ (en sentido de Hannah Arendt).