Media vergüenza

JORDI VERNIS

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Quería demostrar que a menudo las palabras
se comprenden mejor a ellas mismas
que quienes las usan
F. Schlegel

Volví a hacerlo. No hay manera. Es una tentación automática, vulgar. La de buscar en la hemeroteca un primer rastro que explique algo. Ese primer precedente que, como una mirada prístina, originaria, saque algo en claro. Pero esa atracción por el pasado funcionó de nuevo y los resultados fueron apareciendo: eso de la “impostura”… ¿A qué hace referencia esa palabra?

No, no me refiero a su significado. Ya se ha abusado demasiado de él. Sino más bien ¿A quién hace referencia? ¿Cuál es su historia social reciente? Y me encontré con la entrevista. Una primera entrevista, que saque algo en claro. Es ese tipo de entrevistas tramposas. Son más la imagen de una entrevista que una entrevista como tal. Y precisamente esa conversación va de imágenes. Le preguntan a Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955): 

¿Qué más comprendió?
Que por eso la cámara fotográfica es un instrumento autoritario: ¡crea realidad!

¿Y se puso usted también a crearla?
La fotografía transmite sensación de certeza: podía usarla ¡para desvelar la impostura!

Para desvelar que todo es mentira.
Para demostrar cómo miente la cámara, cómo la ficción hace comprensible la realidad.

La realidad creada por las imágenes habla más de las imágenes que de otra cosa. No queda ninguna realidad, entonces. Y le preguntaron al artista y teórico de la post-fotografía ¿para qué servían, pues, las capturas que forman un imaginario común de momentos que marcaron el mundo? “Como hizo Daguerre, seguramente son fotos manipuladas para que resulten más “reales”… y así ser más eficaces como propaganda en vez de un mero testimonio”.

En el fondo lo que hace la propuesta de Fontcuberta es recrear la lectura que, en tanto fenómeno que explora la reflexión, se hizo de la filosofía de Fichte en la época en que el filósofo alemán enseñaba en Jena: el sujeto que conoce siempre conoce en círculos. Volviendo a sí mismo. Porque el objeto de conocimiento es comprendido siguiendo una serie de movimientos que hablan tanto o más de quien conoce que de lo se está conociendo. 

No cabe, entonces, seguir apostando por la independencia del objeto. La impostura de la que habla Fontcuberta no es, entonces, solo una ficción. Es también algo ligado a la desvergüenza y quizás al cinismo. Su serie fotográfica Sputnik (1997) intentaba crear una ficción: la creación de una serie de imágenes que le mostraban a él como un cosmonauta perdido en el espacio. Todas ellas formaban un relato: las autoridades soviéticas habrían borrado su existencia en la controvertida carrera del espacio con Estados Unidos. Es fácil, entonces, crear la impresión de que todo lo que vemos corresponde a una manipulación. A una impostura.

Enric Marco, Marbot de Wolfgang Hildesheimer, los personajes de Enrique Vila-Matas o Frédéric Bourdin: la figura del impostor sigue seduciendo a todos. Excepto a mí. A mí no me interesan los impostores -no por ninguna animadversión. Al contrario, me gustan y les admiro-. No, a mí me interesan los desvergonzados. Y la impostura, además de con el engaño, tiene que ver con la desvergüenza: con lo cínico y manipulador.

II

Odiada por Hegel y por Schiller, acusada de libertina y cínica, Lucinde (1800) fue la primera y única novela de Friedrich Schlegel (1772-1829). Una historia sobre la sexualidad entre Julius y Lucinde, su amante, con escenas eróticas explícitas que, sin embargo, no llegaban a perturbar el sentido del texto hasta convertirla en material para adultos. Un detalle que nunca pasa por alto en las numerosas reseñas de la obra, pues  “Lo que resultó escandaloso fue que todo el mundo supiera que la novela era autobiográfica”. En efecto, Julius y Lucinde podían interpretarse como la trasposición de Fridrich Schegel y de su pareja Dorothea Veit. Más allá de esto:

Lucinde era una celebración del amor sexual, espiritual e intelectual entre hombres y mujeres como compañeros iguales. Los hombres y las mujeres eran tan iguales como los “pétalos de una sola flor”, escribió, un sentimiento que contradecía radicalmente la imagen predominante que se tenía de las mujeres (…) en su opinión, el fuerte empeño que la sociedad tenía en señalar las diferencias entre hombres y mujeres era el origen de los “obstáculos más peligrosos para la humanidad”

Lucinde fue, entonces, un acto de desvergüenza y, al mismo tiempo, un desafío a las convenciones sociales de la época que la vio publicarse. En su propuesta, Schlegel muestra una racionalidad que se anula a sí misma para convertirse en otra cosa, o en distintas cosas. Esa Nouvelle es una mezcla entre prosa, poesía, cartas, aforismos y especulación filosófica. Un texto fragmentario y arbitrario. Vacío, hasta cierto punto. Schlegel jugaba con los límites de cada género literario igual que Fontcuberta jugaba con los límites de la verosimilitud en la imagen-documento que es la fotografía. 

Jugar, ese es un término adecuado. La capacidad de manipulación es algo inherente al dominio de un juego. Eso es lo que caracteriza, por ejemplo a Don Giovanni: juega con todas sus conquistas de tal modo que no se compromete con ninguna. Despliega una lógica de la conquista donde lo importante es conquistar, no lo conquistado. Es una variante del tópico que se creó sobre la ética y la lógica de Fichte: lo que importa es el desarrollo mediante el cual el sujeto cumple con el deber, no el contenido material de cada conflicto ético al que se enfrenta. 

Como seguidor de Fichte, Schlegel desarrollará una lógica similar con su concepto de ironía: el creador debe tomar distancia del objeto de creación, no comprometerse con él. Jugar con él…para así dominarlo por entero. 

En última instancia, lo que está en juego en el concepto de ironía de Schlegel es la capacidad de negación y manipulación del objeto. Bien sea ese objeto un contenido concreto o lo meramente formal. De ahí que Schlegel pueda decir, en Sobre la incomprensibilidad, que a menudo las palabras se comprenden mejor a ellas mismas que a quienes las usan. Como las imágenes. No soy yo quien lo asegura, sino el mismo Fontcuberta, quien declara que “Cada vez más, la cámara se guía por designios que no controlamos los humanos”.

Esa negación -de las buenas costumbres, pero también de lo comprensible- no tiene ya en sí y por sí un vínculo con su destrucción? ¿La negación de las formas morales establecidas y de su sentido, no es algo compartido con la doctrina de los cínicos? ¿No llevaría acaso el cinismo, bien en su acepción vulgar o bien en una propuesta vital próxima a la de Arístines y Diógenes, a una lógica de la destrucción?

III

Nikolái Vsevolodovich sacó a madame Lipútina, una señora extraordinariamente atractiva que se sentía muy cohibida a su lado; bailaron dos rondas juntos, después de lo cual Nikolái Vsévolodovich se sentó a su lado, charlando con ella, haciéndola reír. Por fin, tras comentarle lo guapa que estaba cada vez que se reía, a la vista de todos los invitados, la agarróse repente por la cintura y la besó en los labios dos o tres veces, con gran deleite. La pobre mujer, aterrada, se desvaneció. Nikolái Vsévolodovich cogió su sombrero, se acercó al marido, que se había quedado de piedra en medio del revuelo general, lo miró desconcertado y, tras farfullar: “No se enfade”, salió. 

Nikolái Vsevolodovich es uno de los personajes más atractivos de Dostoievski (1821-1881). Es uno de los protagonistas de Los demonios (1871-72), una novela que pretende criticar los movimientos revolucionarios y nihilistas que aparecen en Rusia en la década de 1860. Concretamente estudiantes influidos por las inquietudes socialistas provenientes de Europa y que producen un gran impacto en el país, hasta el punto en que el propio Dostoievski perteneció a un grupo radical (el Círculo Petrashevski). 

Entre el gamberro y el loco, Nikolái consume el anhelo destructivo que se proyecta sobre el radicalismo político. Es irónico e imprevisible. Y desvergonzado, claro, capaz de saltarse los mínimos elementos de civilidad. Dostoievski siempre estuvo interesado en este tipo de personajes, un nexo entre desvergüenza, poder y destrucción. En su Crítica de la Razón Cínica, Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) menciona al Gran Inquisidor (narración incluída en los Hermanos Karamazov) de Dostoievski como un ejemplo de cinismo. La narración nos sitúa ante una Europa descreída y renegada del Cristianismo, que sería capaz de arrestar al propio Mesías si éste apareciera de nuevo en un ensayo de la Segunda Venida. El mundo solo obedece al Gran Inquisidor, quien le captura. Su pillería y atrevimiento son notables: “Cuando te dijeron, por mofa: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!”, no bajaste”.

Oye, pues: no estamos contigo, estamos con  Él… ; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo — ¡ocho siglos! — que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos  que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo.

El cinismo de la escuela de Diógenes el Cínico era una mejor opción que el cinismo derivado de la conciencia nihilista actual. Mejor que la actitud desesperanzada y agónica de que, desde la Modernidad, opta por fruncir el ceño mientras observa todo desde la ventana. Parte de la filosofía contemporánea, para Sloterdijk, parece haberse sumido en una especie de cinismo que, sin embargo, es resentimiento intelectual. Algo que parece articularse también en la historia de Dostoievski: “Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados”. 

Mejor la desvergüenza que la desesperanza. La desvergüenza es, como hemos visto, la destrucción de las formas. La destrucción de las determinaciones por un lado, pero también la destrucción del otro. 

La jovial destrucción que opera en Schlegel y en el Don Giovanni de Mozart es nihilismo del mismo modo que las extravagancias del joven Nikolái Vsévolodovich antes de abandonarse a la espiral de terror. La diferencia, quizás, es que en todos ellos hay aún un vínculo con lo real. Schlegel sigue a Fichte, para quien toda filosofía tenía que desembocar en lo práctico, en la intervención en la realidad. Lucinde, la trasposición de la ironía -y el cinismo- a lo carnal, quizás es buena prueba de eso. En Don Giovanni y en Nikolái la picardía está ligada al impacto de lo inadecuado, en la falta al respeto y al honor. 

El único cinismo (la única impostura) soportable es el que para despreciar el mundo nos pide ser mundanos. Aquél que, ante la destrucción de lo que hay, nos pide antes que disfrutemos -o que intervengamos, manipulemos, poseamos – una porción de él. Que ante lo vergonzoso de un mundo sin fines, incomprensible, no nos paralice totalmente la vergüenza. Sino sólo a medias. 

Medio mundo, media vergüenza.

Bibliografía

ALIAGA, X.; 18/11/2022. Cada vegada més, la càmera es guia per designis que no controlem els humans. El Temps. 

AMELA, V. 05/04/2013. El fotógrafo es el ciego perfecto, La Vanguardia. 

DOSTOIEVSKY, F.; El gran inquisidor

DOSTOIEVSKY, F.; Los demonios. Traducción de Fernando Otero. Alba editorial. Barcelona, 2020.

SCHLEGEL, F.; Fragmentos, seguido de Sobre la Incomprensibilidad. Traducción y notas de Pere Pajerols. Marbot Ediciones. Barcelona, 2009.

WULF, A.; Magníficos rebeldes: Los primeros románticos y la construcción del Yo. Traducción de Abraham Gragera López. Penguin Random House Grupo Editorial. Barcelona, 2022.