La guerra de las metáforas

Gonzalo Torné de la Guardia

La crítica periodística coincide en aplazar cualquier valoración o análisis firme del work in progress de Javier Marías hasta la publicación de su tercer volumen y presumible (aunque no seguro) desenlace. Esta prudencia crítica se antoja juiciosa en la medida que incluso obras tan densas y poco dependientes del argumento como Ulises o En busca del tiempo perdido, serían muy distintas sin el monólogo de Mrs. Bloom o sin el discurso de su método que el narrador, a veces llamado Marcel, ofrece antes de visitar por última vez el salón de los ya decrépitos Guermantes. Pero, por otro lado, después de más de novecientas páginas de novela mucho hay que confiar en el supuesto poder corrosivo del final del ciclo para afirmar que todavía es pronto para apreciar, interpretar o examinar partes importantes de la novela o, llanamente, entrar en materia, sin dar la impresión de estar resguardándose en una cómoda complacencia. Al contrario, si nos creemos el tipo de narrador que el propio Marías afirma que es, y si leemos con atención la clase de libros que escribe, pienso que estos dos volúmenes ofrecen el material suficiente para, incluso, ejercer el lúdico entretenimiento de la adivinación.

¿Importa mucho hacia dónde se lleva Tupra a Deza en mitad de la noche, si volverá a desenvainar su lansquenete o si, en contra de lo que supone Jacobo, quizás sí haya alguien en su casa, esperándole? Si nos atenemos al anticlímax con el que se han resuelto en esta segunda parte los dos enigmas de la primera (la visita nocturna de la misteriosa mujer del perrito y la mancha de sangre en la escalera de Wheeler), uno tiende a pensar que en la tercera entrega nos interesaremos por la conversación entre Tupra y Deza (en toda la amplitud artística que la conversación tiene para Marías, donde se entreteje lo dicho, lo silenciado, la minuciosa descripción de los gestos y una completa escenificación de lo supuesto) pero poco en la resolución de estas leves intrigas cuya intención paródica es cada vez más evidente.

El mismo Marías legitima a los críticos para que abordemos la novela dejando a un lado su argumento al recordarnos siempre que tiene ocasión que lo suyo es ‘errar con brújula’ , de manera que no es inverosímil pensar que sus intensificadores de la intriga se agotan en su propia función intrigante y que ni el autor sabe muy bien cómo van a resolverse. El argumento es sólo uno de los elementos que pone en juego la poética de la Marías; aunque en su célebre díptico Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí estaba más desarrollado, se disgrega en Negra espalda del tiempo y parece reducido a un mero sustentáculo en el ciclo de Tu rostro mañana. Tan nimia es su presencia que los sucesos de este millar de páginas (dos noches y un día) podrían resumirse en un par de folios.

El gran rival del argumento en las novelas de Marías es el pensamiento literario . La relación entre ambos aspectos no está sólo definida porque el argumento propicie el pensamiento o porque lo ilustre, sino que se vinculan estrechamente mediante metáforas u otras figuras literarias que resuenan a lo largo del libro como un estribillo que unas veces la acción y otras la reflexión van iluminando o cargando de sentido. Imagino que cada lector tendrá sus favoritas de entre las que generosamente prodiga Marías. La novedad de Tu rostro mañana es que estás metáforas resonantes (y que al acumular sentidos parecen volverse autónomas) no reman en la misma dirección ni tampoco circulan por caminos distintos sino que se articulan en dos núcleos que se hallan en abierto conflicto. Una discusión que dentro de la novela no se ha abordado en ninguna conversación ni tampoco en el interior del discurso omnívoro de Deza, al menos discursivamente. El peso de la contienda, por el momento, recae sobre las figuras literarias.

No se puede asegurar si esta divergencia se dilucidará en el último volumen (aunque dada la gravedad de la discrepancia parece difícil que no terminen por colisionar), pero lo que si puede apreciarse sin necesidad de esperar a que se publique el último volumen es que en Tu rostro mañana se está librando una ardua batalla entre las prestigiosas metáforas de Marías y aunque, por el momento, la nieve sobre los hombros que se desvanece sin rastro lleva algo de ventaja sobre el persistente cerco de la gota de sangre que se resiste a la desaparición, el resultado todavía es incierto.

¿Cuáles son los referentes de estas metáforas en pugna? La respuesta no puede ser tan concreta como exige la pregunta. Debajo de estas metáforas no hay un referente concreto, real o ficticio, ni siquiera un discurso, sino una red de enunciados, de puntos de vista, de tropos cohesionados que se asocian en una milicia que se opone a otra de la misma naturaleza. Tan poderosas son las imágenes literarias, con apoyos traídos de los anteriores libros de Marías (reconociendo, ahora, sus inspiraciones cervantinas o rilkeanas), que, en ocasiones, parece que son ellas los referentes y no los sentidos figurados.
 

Una de las vías de entrada a este conflicto puede leerse en la primera página del ciclo (y Marías no suele hacer broma con los arranques). Allí Deza nos dice:

‘No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias’ .

A lo que unas cuatrocientas páginas más tarde parece responder Peter Wheeler, comentando la campaña aliada contra la careless talk que recomendaba el mutismo entre la población para impedir pasar por un descuido información a los espías alemanes:

‘se les recomendó que no hablaran, se les ordenó y se les imploró callar. […] Se alertó a la gente contra su principal forma de comunicación; se la hizo desconfiar de la actividad a la que se ha entregado siempre de manera natural, sin reservas, en todo tiempo y en todo lugar, no sólo aquí y entonces; se nos enemistó con lo que más nos define y más nos une’ .

Como advertirá el lector la oposición no se da tanto entre dos propuestas éticas u orientaciones para la actuación (el hablar y el callar), sino entre un propósito: callar; y una tendencia natural: hablar. Entre los peligros de la segunda y la imposible aspiración de la primera. Este conflicto sólo se personaliza entre Deza y Wheeler con motivo del trabajo que uno desempeñó y el otro ejercerá como lectores de rostros. Mientras Wheeler se reconoce como miembro de una elite de mirones que saben ver y reconocer y no tienen miedo de conjeturar las probabilidades que los hombres llevan en el interior de las venas , el pudoroso Deza reflexiona sobre el punto de desfachatez de su trabajo, consistente en, precisamente, ese contar, dar datos y aportar historias del que reniega abiertamente (algo rarísimo en la retórica dubitativa de Marías, llena de adversativas y ‘quizás’ y ‘tal vez’) en la primera frase del libro.

Si seguimos leyendo, a Deza y a Wheeler, no tardaremos en comprobar que la oposición entre el binomio hablar/callar se ahonda en nuevas oposiciones. Sigue diciendo el primero en su disquisición inaugural:

‘ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido’.

Y sigue el segundo en su monólogo casi conclusivo:

‘hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosas; ese el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento’.

La contraposición entre callar y hablar se extiende en el discurso de Wheeler a la sustancia misma del estar vivo. Hablar afecta exclusivamente a los vivos y, por tanto, es aquello que han perdido los muertos. El que desaparece del mundo pierde el habla: calla y no cuenta ni aporta datos ni historias. Pero la línea que separa a los vivos de los muertos es muy frágil. Quedan sus pertenencias, sus obras artísticas o artesanas si se han dedicado a ello, y quedan los recuerdos que sobre ellos se han acumulado en la memoria de los vivos, que pueden evocarlos y transmitirlos, o como sabe Wheeler, deformarlos y así difamar. Deza cierra la argumentación recordando que con el habla uno no sólo puede inventar a seres que nunca han cruzado el mundo, sino que también puede referirse a aquellos que ya pasaron (y es sintomático que Marías no oponga a los seres ficticios los reales, sino a los muertos) y habitan un olvido que es ‘tuerto’ e ‘inseguro’ porque puede ser vulnerado por los parlanchines vivos mientras haya tiempo . El vínculo entre tiempo y habla se refuerza en el asombroso capítulo donde Marías, con un vigor que recuerda a la descripción de Joyce sobre las penas del infierno en el Retrato, imagina los últimos discursos de los hombres durante el Juicio Final. La eternidad será muda.

Este triple nivel de la contienda (hablar/callar; olvido/recuerdo; vivos/muertos) no agota los pares en oposición, pero da una idea de las múltiples facetas de la batalla y nos ofrece una base para presentar al menos dos de las metáforas o símbolos (depende de la interpretación que le demos) que van, a medida que avanza la novela, cobrando autonomía y cargándose de un sentido cada vez más complejo.

El principal representante de la sección hablar-recordar-vivir que incide en la persistencia de lo que se ha hecho y que se opone a su decisiva supresión, es el terco cerco de sangre que Deza, tras su noche de estudio, encuentra en la escalera de Wheeler. Sólo con gran esfuerzo, empleando mucho alcohol y casi todo el algodón del botiquín, logra Jacobo difuminar, primero, y borrar, después, el perseverante cerco. Su primera aparición está envuelta en un estilo solemne:

‘y fue entonces, al descender, y según iba apagando las luces que había encendido para subir sin traspiés, cuando descubrí una gruesa gota de sangre en lo alto del primer tramo de la escalera’.

Tras embadurnar varios algodones y relatarnos la sangrienta anécdota de Comendador, Jacques repara por primera vez en el cerco perseverante:

‘Lo que más cuesta de limpiar de esas manchas o hasta de gotas minúsculas es su cerco, su círculo, la circunferencia, no sé por qué eso se aferra al suelo muchísimo más que el resto […] habrá una ley física sin duda alguna, pero yo la desconozco’ .

Y unas líneas más tarde Deza convierte el cerco literal en un cerco metafórico cuyo sentido, resaltado entre comillas por Marías, refleja inequívocamente su papel en la guerra de las metáforas:

‘‘Tal vez’, pensé, ‘tal vez es una forma de agarrarse al presente, una resistencia a desaparecer […] tal vez es la tentativa de dejar su huella de las cosas todas, de hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido, es su manera de decir aún “Yo he sido”, o “Soy aún, luego es seguro que es sido”’.

El cerco y la gota de la cual es su sombra no sólo irán ganando en profundidad como metáfora, sino que propiciarán diversas escenas del segundo volumen: cuando Deza trate de convencer a Wheeler y a la Sra. Berry de que una vez hubo una gota de sangre donde ahora no hay nada; o la quisquillosa conversación telefónica con Luisa después de que a Jaime se le ocurra la idea de que quizás se desprendió del sexo de una mujer que había asistido a la cena fría sin ropa interior, presagiando la inminente menstruación.

En torno del cerco de sangre Marías recurre a otras imágenes que comparten con ella ese rasgo tan humano de seguir estando presente una vez muerto y, en cierta manera, seguir interviniendo. Así la costra o la señal rosada que deja un arañazo en esa piel tan fina que recubre los músculos y la carne del hombre o la fiebre que tarda en bajar. El representante de la sección callar-recordar-estar muerto que envuelve a la conciencia de que ni nosotros ni nuestras cosas sobrevivirán al olvido definitivo es la nieve que cae sobre los hombros. Esta nieve releva a una de las metáforas favoritas de Marías para sugerir la desaparición definitiva: la pisada del hombre sobre el asfalto, un paso (¿sobre el mundo?) que no deja huella. Blanca y mansa (callada), la principal característica de esta nieve es ‘que siempre para’ y después (al menos en el discurso): ‘Nada más’. Después ya queda, tan sólo, ‘convertirse en nada’ y que se produzca la horrible transformación que Marías enuncia con una significativa torsión sintáctica: ‘que lo que fue no haya sido’. Pues si a lo muerto no le quedasen ni los vivos que no callan, recuerdan y no dejan que el olvido deje de ser inseguro y tuerto, sería como si nunca hubiera existido. Enunciado que se opone a la afirmación que Deza le atribuye al cerco tenaz: “Yo he sido”, o “Soy aún, luego es seguro que es sido”’.

Cedamos la palabra a Deza para que en el marco de sus reflexiones sobre su identidad desde su retiro londinense nos informe del estado de la contienda, para cuyo desenlace sí deberemos esperar al último volumen:

‘Sólo soy una sombra, un vestigio, o ni siquiera. Un susurro afásico, un olor disipado y fiebre bajada, un rasguño sin costra, que se desprendió hace tiempo. […] Seré el cerco de una mancha que se resiste a irse en vano, porque se rasca y se frota sobre la madera a conciencia, y se la limpia a fondo; o como el rastro de sangre que se borra con mucho esfuerzo pero por fin desaparece y se pierde, y ya nunca hubo rastro ni sangre fue vertida. Soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. Nada más. O bueno, sí: “Déjalo convertirse en nada, y lo que fue no haya sido”. Seré eso, lo que fue que ya no ha sido’ .

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