¿Por qué vacunarse?

//Interview with Antoni Trilla, head of the Department of Preventive Medicine and Epidemiology at Hospital Clínic, researcher at ISGlobal and lecturer in the University of Barcelona’s Department of Public Health

Las vacunas nos ayudan a reforzar el sistema inmunitario y a protegernos de enfermedades infecciosas. Es la intervención sanitaria más económica y efectiva, tiene pocos efectos adversos y una buena relación entre beneficio y el riesgo. Antoni Trilla es jefe del Servicio de Medicina Preventiva y Epidemiología del Hospital Clínico, investigador del ISGlobal, profesor del Departamento de Salud Pública de la Universitat de Barcelona y secretario de la Facultad de Medicina. Ha asesorado al Departamento de Salud de la Generalitat de Cataluña, el Ministerio de Sanidad del Gobierno y la Fundación Europea de la Ciencia en materia de enfermedades transmisibles.
La vacunación es el mecanismo de prevención de enfermedades infecciosas más extendido. ¿En qué consiste?

Las vacunas no evitan que nos contagiamos: lo que evitan es que, una vez producido el contagio, se desarrolle la enfermedad. Procuran que nuestro cuerpo, si entra en contacto con el agente infeccioso, active una serie de funciones de defensa que nos permiten reaccionar más rápido y con mayor eficiencia y, si es posible, evitar la enfermedad. Las mejores vacunas que tenemos, como la de la polio, son efectivas en un 98% o 99% de los casos, por lo que es prácticamente imposible contraer la enfermedad si se está vacunado. Pero otras vacunas -por ejemplo, la de la gripe- apenas nos proporcionan una protección del 50%. Tenemos, por tanto, vacunas muy diferentes.

También varía la manera de producirlas: algunas se componen de trozos del microorganismo, otras, de una parte de la cápsula del virus. Cada vez prescindimos más de los virus vivos o, en todo caso, se atenúa el microorganismo que contiene la vacuna. Salvo contadas excepciones —que las hay y que se deben vigilar— es biológicamente imposible que una vacuna provoque la enfermedad de la que protege.

«La relación entre riesgo y beneficio de las vacunas es de las mejores que hay»

La relación entre riesgo y beneficio de las vacunas, comparada con otras intervenciones médicas, es de las mejores que hay. Una vacuna generalmente es muy económica, se administra una o dos veces al inicio de la vida y nos puede proteger para siempre de buena parte de las enfermedades asociadas con la infancia. Así, con poco dinero y con una intervención sencilla, evitamos ponernos enfermos a lo largo de los años. Algunas vacunas sí requieren ciertas repeticiones, y las hay más caras que otras. Pero la capacidad de prevenir enfermedades en relación con su precio es muy favorable.

¿Qué reacciones adversas pueden provocar?

No hay ningún medicamento que no presente algún efecto secundario. Siempre tenemos que aceptar cierto riesgo. La mayoría de los efectos secundarios de las vacunas están bien descritos, se pueden controlar; es decir, conocemos la frecuencia con que se dan —y, sobre todo, se trata de molestias menores: dolor en el punto del pinchazo, uno o dos días de malestar, quizás un poco de fiebre, etc. Es cierto que, como ocurre con todo medicamento, hay gente que puede ser alérgica a las vacunas o a alguno de sus componentes. Y es cierto, también, que de vez en cuando, una de cada cien mil o una de cada millón de personas vacunada puede sufrir un efecto secundario grave. Pero hablamos de probabilidades muy pequeñas.

¿Qué proporción de gente accede a vacunarse?

En España, entre el 95% y el 100% de la población se vacuna contra las enfermedades prevenibles de la infancia. Y los resultados son incuestionables: cuando introducimos una vacuna, si es buena, en poco tiempo conseguimos acabar prácticamente con la enfermedad. Pero el virus no desaparece, porque sobrevive en los lugares donde la población no se vacuna. Solo hemos conseguido erradicar totalmente la viruela —y, sin embargo, guardamos el virus y las vacunas en laboratorios de alta seguridad, por si volviera a aparecer. Estas enfermedades tienen muchas dificultades para reaparecer, precisamente porque nos seguimos vacunando. Pero siguen existiendo.

Por ejemplo, hace pocos años, en Francia, hubo un brote de sarampión de más de diez mil casos, y ahora hay uno en EEUU. Es pequeño, pero ha tenido una publicidad extraordinaria porque el contagio, probablemente, tuvo lugar en Disneylandia. El caso ha reavivado la polémica entre los grupos naturalistas que rechazan las vacunas y la comunidad médica, que por primera vez desde hace años ha adoptado una actitud muy dura. Se habla, incluso, de restringir la entrada a los colegios de los niños que no estén vacunados contra la gripe, o de enviarlos a casa en el transcurso de un brote para evitar que contagien el resto.

El hecho de que una parte de la población opte por no vacunarse, ¿puede conllevar riesgos para la salud pública?

«Si la gente se vacuna por debajo de los niveles que ofrecen protección, las enfermedades pueden reaparecer»

Es una decisión que, desde un punto de vista individual, debemos respetar. Pero el debate es complejo, porque no afecta únicamente a la salud del individuo sino a la de la comunidad. Si la gente se vacuna por debajo de los niveles que ofrecen protección, las enfermedades pueden reaparecer. Y no todo el mundo puede vacunarse. Por ejemplo, un niño que recibe quimioterapia para tratarse de un cáncer no se puede vacunar, ni tampoco lo puede hacer uno con una enfermedad inmunosupresora, o el que es alérgico a los componentes de la vacuna. Si en un grupo hay un número de vacunados suficiente —que depende de cada enfermedad, pero siempre es alto, nunca baja del 80% o 85%─ el microorganismo ya no puede circular efectivamente. Se bloquea la transmisión del agente infeccioso.

¿Esto es lo que se conoce como inmunidad de rebaño o de grupo?

Se llama así porque reproducimos la forma en que operan las ovejas: las más grandes se sitúan en el exterior del rebaño para proteger las que quedan dentro, que son más vulnerables. Si la inmensa mayoría de la población se vacuna, los elementos del «rebaño» que no se pueden vacunar quedan igualmente protegidos. Pero si a la gente que no se puede vacunar se añade la que no lo quiere hacer, la proporción de personas susceptibles de contraer infecciones puede aumentar hasta el punto de que la inmunidad de grupo desaparezca y la enfermedad vuelva a transmitirse. Y no podemos admitir que eso suceda, excepto por razones médicas justificadas o por razones religiosas. Pero la falsa creencia de que las vacunas provocan enfermedades o que son tóxicas no tiene ninguna base científica.

¿Por qué motivos hay un segmento de la población contrario a las vacunas?

El primer argumento que esgrimen es que no es necesario vacunarse contra enfermedades que no existen o que son poco frecuentes. Y ese argumento es falso, porque pasa exactamente lo contrario: gracias a las vacunas tenemos estas enfermedades controladas, pero no han desaparecido. Por tanto, hay que continuarse vacunando. Otro argumento es que son tóxicas, y tampoco es verdad. Es cierto que para mantener la esterilidad de algunas vacunas se había utilizado algún producto que contenía un tipo de mercurio, pero el cuerpo lo elimina rápidamente y no es tóxico. Hay otro tipo de mercurio, en cambio, que encontramos en los alimentos —básicamente, en el pescado— que es más tóxico y sí que se acumula. Si no se ingiere en cantidades industriales, no pasa nada; pero es más peligroso que el de las vacunas. Y el último argumento que se da es que provocan enfermedades graves.

Se refiere a un artículo de Andrew Wakefield, publicado en la revista The Lancet en 1998, que relacionaba la vacuna triple vírica con el trastorno autista de doce niños. ¿Qué impacto tuvo aquel estudio sobre el índice de vacunación?

Provocó un descalabro de la confianza en la triple vírica: cayeron los índices de vacunación y reapareció el sarampión en Inglaterra. Incluso, murió un niño por complicaciones del sarampión. No hay ninguna relación causa-efecto entre la vacuna y el autismo. De hecho, Wakefield fue expulsado del colegio de médicos porque se demostró que el estudio era fraudulento —se inventó parte de los datos—, no tenía el permiso del comité de ética de su hospital para hacerlo y, además, había conflicto de intereses, ya que trabajaba para el bufete de abogados que pretendía demandar a los fabricantes de la vacuna.

Aquí tenemos un caso similar: el de la vacuna del papiloma humano. Hace unos años, tres chicas sufrieron unos cuadros neurológicos importantes después de vacunarse. El Ministerio de Sanidad nombró una comisión de investigación independiente para averiguar si había relación entre la vacuna y el cuadro de estas niñas, y los expertos lo descartaron. Como no se hizo mucha publicidad de la resolución del comité, los grupos antivacunas siguen insistiendo en que lo que se ha demostrado no era cierto, y todavía hay gente reacia a ponérsela.

La eficacia de esta vacuna aún está por definir, porque no ha pasado suficiente tiempo para saber cuántos cánceres de cuello uterino nos hemos ahorrado. Pero el fundamento científico es impecable y su seguridad, también. Ahora, gracias a fundaciones como la Global Alliance for Vaccines and Immunization o la Fundación Bill y Melinda Gates —que han conseguido una rebaja sustancial del precio negociando con la empresa que la fabrica— se podrá utilizar con niñas de otros países, básicamente de África y Asia, en los que el problema es aún mucho más importante que el que tenemos aquí.

¿Los beneficios de vacunarse son superiores a los riesgos?

«El riesgo principal de las vacunas es no ponérselas»

El riesgo principal de las vacunas es no ponérselas. Los padres que no vacunan a sus hijos deberían ser conscientes de que les exponen al riesgo de contraer el sarampión, las paperas o cualquier otra infección.

Es un problema de la fe en contra de la ciencia: nosotros utilizamos argumentos científicos y ellos, creencias. Y hay que subrayar que las vacunas son eficientes, han mejorado nuestra esperanza de vida y han evitado enfermedades y discapacidades. Tenemos que pagar un precio, como algunos efectos secundarios y el dinero que tenemos que invertir. Pero el beneficio científico es indudable.

Las autoridades sanitarias recomiendan y facilitan la vacunación, pero no es obligatoria. ¿Usted piensa que debería cambiar la legislación?

Más que obligar, debemos convencer. Y si la gente no se convence entonces, sí, imponer ciertas limitaciones. Es el caso de los profesionales sanitarios de muchos hospitales de EEUU: si no están vacunados, deben llevar mascarilla durante la temporada de gripe para evitar transmitírsela a los pacientes. Aquí no se puede exigir, y está bien que sea así. Lo que tenemos que hacer es explicarnos y activar mecanismos de protección. Por ejemplo, en situaciones en las que el riesgo es muy alto —en las unidades de cuidados intensivos o en los trasplantes—, tendría que trabajar gente vacunada. La alternativa, que sería obligar, seguro que es contraproducente.

¿Con qué criterio se elabora el calendario vacunal?

De acuerdo con las sociedades científicas, el calendario se elabora teniendo en cuenta las amenazas —a qué edad una enfermedad determinada suele afectar a la población— y las consecuencias que pueda tener sobre el niño. Este es el calendario vacunal de las que se llaman vacunaciones sistemáticas, que son las que aconsejamos a todo el mundo. No obligamos ni legislamos: sólo recomendamos. Hay gente que cree que ponemos demasiado vacunas en muy poco tiempo, que el cuerpo de un niño no las tolerará. Las vacunas han evolucionado mucho: la carga antigénica está perfectamente determinada, es poca y no produce alteración inmunitaria. Es trescientas o cuatrocientas veces más eficaz y menor que la de las vacunas que se ponían hace cincuenta años.

En el caso de las vacunas no sistemáticas, ¿cuáles son las más habituales?

«Cada año vacunamos de la gripe el 20% de la población»

Cada año vacunamos de la gripe el 20% de la población, que es la que está en situación de riesgo: los niños, los ancianos y las personas con enfermedades graves o más de una enfermedad crónica. Las vacunas que recomienda el sistema nacional de salud y que están incluidas dentro del calendario vacunal son gratuitas. En determinadas circunstancias, sin embargo, se proporcionan otras vacunas porque la persona tiene una condición especial —por ejemplo, la vacuna neumocócica a los mayores de sesenta y cinco años que han sufrido un accidente o una enfermedad que les ha dejado sin el bazo (esplenectomitzat). Hay otros casos más complicados y que son objeto de debate, como el de la vacuna de la varicela: los epidemiólogos «oficiales» consideraron que si se empezaba a utilizar fuera de indicación se podrían dar más casos de varicela en adultos. El argumento no es muy consistente, no tiene suficiente peso científico. Pero el Estado, ejerciendo su autoridad y capacidad normativa, ha decidido retirarla de las oficinas de farmacia. Sólo se expide en los hospitales y si se cumplen determinados requisitos. Es una decisión que hay que aceptar, pero al mismo tiempo hay que revisarla fríamente con argumentos científicos y pragmáticos. Tampoco es ajena al debate la presión de la industria farmacéutica, que es notable y, en ocasiones, sutil.

En los últimos años hemos vivido algunas alarmas sanitarias a causa de ciertas enfermedades transmisibles como la gripe A. ¿Qué papel ha tenido la industria farmacéutica en esas situaciones de crisis?

El objetivo final de las empresas es vender medicamentos. Pero el negocio de las vacunas, comparado con el resto del mercado farmacéutico, es muy pequeño: apenas representa el 8% o 10% del total. Te pones una vacuna cuando tienes doce meses y otra a los veintidós años. No se puede equiparar con las ganancias que generan los tratamientos crónicos. Los enfermos de sida, por ejemplo, tienen que tomar varias pastillas diarias durante cuarenta o cincuenta años. Además, las vacunas suelen ser baratas.

«Tenemos que ser conscientes de que, objetivamente, la industria farmacéutica contribuye a mejorar nuestra salud»

Ojalá las relaciones de la industria farmacéutica con los profesionales y los pacientes fueran transparentes: deberíamos saber quién cobra, qué cantidad y por qué concepto. Pero tenemos que ser conscientes de que, objetivamente, la industria farmacéutica contribuye a mejorar nuestra salud. Es verdad que obtienen unos beneficios importantes, y muchas veces nos gustaría que fueran más sensibles. También es cierto que ha habido casos —que, afortunadamente, se pueden investigar y sancionar— de mala praxis: se han promocionado vacunas u otros medicamentos utilizando canales inadecuados, se han escondido estudios que ofrecían datos poco favorables a un producto, etc. Nuestra sociedad tiene suficiente controles legales y científicos para evitar abusos de la industria farmacéutica; pero los tenemos que mantener y reforzar.

¿Se está invirtiendo lo suficiente en investigación, especialmente, en el ámbito de las enfermedades desatendidas (u olvidadas)?

La respuesta clásica sería que no, que hay que invertir más —y la inversión que hay es multimillonaria; pero comparada con otras áreas de investigación es escasa. Es un problema también de mercados. Y aquí es donde deben intervenir los estados o las organizaciones internacionales. El objetivo, legítimo, de la industria es generar beneficios. Y no invertirán nunca en una vacuna que no los proporcione. La empresa pretende obtener un beneficio de diez, pero si rebaja el precio de la vacuna y se contenta con tener un beneficio de dos, el estado podría financiar una parte de la investigación y la empresa no perdería dinero: no hará una inversión de diez para ganar veinte, pero puede invertir solo cinco y ganar dos. El resultado es que produciría veinte millones de vacunas a dos euros en vez de un millón a cien euros que, con ese precio, no podrá colocar en ningún lado. ¿Y por qué se les tiene que obligar a invertir si no tienen interés en hacerlo? Porque es un problema de salud pública.

También debemos pensar que mucha investigación se hace en las universidades, con fondos públicos. Pero llega un momento en que, para desarrollar y patentar un producto, necesitamos inversión privada. Si la primera fase la hemos pagado con dinero público, sería legítimo y lógico que, en casos de interés general, se exija abaratar la vacuna como compensación por la inversión pública. Ya nos gustaría poder decir que tal enfermedad se ha erradicado de no sé dónde gracias a la aportación de científicos de la Universidad de Barcelona, que no sólo han pensado la vacuna, sino que en el momento de comercializarla han pactado con la compañía que se rebaje el precio de venta. Hay fórmulas más complejas, pero el espíritu debería ser este: colaboración público-privada en beneficio de la población; especialmente en beneficio de quien sufre el problema o de quien no dispone de suficientes recursos para poderse hacer cargo.

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