La ciudad antigua y las murallas

El progresivo e intenso proceso de industrialización que experimentó Barcelona en el siglo XIX fue un factor clave en la definición del urbanismo moderno de la ciudad.

El casco antiguo se seguía desarrollando dentro del recinto amurallado medieval y se fue llenando de fábricas, muchas de las cuales ocupaban los grandes solares de los conventos que quedaban libres tras la desamortización eclesiástica.

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    Pronto, sin embargo, no bastó con este espacio intramurallas y surgió la necesidad de crear nuevas zonas industriales fuera del recinto antiguo, concretamente en los pueblos agrícolas de las inmediaciones de Barcelona (Gràcia, Sants, Sant Martí de Provençals y Sant Andreu), que experimentaron un importante crecimiento por el efecto de la urbanización en torno a las fábricas (viviendas obreras). Al final del siglo XIX, estas villas, con una población tan importante como la de la propia ciudad, quedaron integradas en Barcelona.

    Desde los últimos años del siglo XVIII y a lo largo de todo el siglo XIX, se llevaron a cabo intervenciones de reforma en el casco antiguo: se abrieron nuevas calles (Jaume I, Ferran, Princesa), se crearon plazas (plaza Real), se construyeron mercados (Concepción, Boquería, Borne) y se derribó la Ciudadela en 1869 para convertir el espacio en un parque que acogería la Exposición Universal en 1888.

    Las reivindicaciones populares, así como las necesidades expansivas de la ciudad, empujaron al Gobierno central, de tinte progresista, a autorizar el derribo de las murallas, que se llevó a cabo entre 1854 y 1856. De hecho, el nivel demográfico de la población que vivía dentro de las murallas de la ciudad había aumentado tanto a lo largo del segundo cuarto del siglo XIX que la situación llevó a los habitantes a pedir que derribaran las murallas. Pere Felip Monlau escribió en 1841 «¡Abajo las murallas!», un artículo en que defendía esta opción con argumentos higiénicos y urbanísticos.

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