La setmana passada, F. Xavier Vila i Avel·lí Flors-Mas van publicar a Politikon un article titulat «¿Ahogados en una confusión?», que discuteix les conclusions d’un estudi elaborat pels professors d’Economia de la Universitat de Barcelona Jorge Calero i Álvaro Choi (resumen a Politikon), titulat Efectos de la inmersión lingüística sobre el alumnado castellanoparlante en Cataluña. En aquest treball, Calero i Choi intenten dilucidar si els alumnes de llengua familiar castellà educats a Catalunya es veuen perjudicats a nivell de rendiment per culpa del disseny del model lingüístic escolar vigent i conclouen que l’ús de la seva segona llengua familiar com a vehicle d’ensenyament implica resultats negatius.
Us deixem alguns fragments de l’article de Vila i Flors:
Por un lado, el estudio objeto de análisis sugiere que el modelo lingüístico escolar de Cataluña perjudica la adquisición de competencias lectoras y de ciencias a un segmento de castellanohablantes, entre los que destacarían los varones de clase alta y media alta educados en centros públicos fuera de Barcelona. Sin embargo, sabemos también que, a falta de datos explícitos sobre los usos lingüísticos en cada centro (que PISA no proporciona), no se puede identificar con precisión razonable cuál es el porcentaje de uso del catalán, el castellano y el inglés como lengua de aprendizaje en cada centro. Por lógica, pues, y contrariamente a lo que afirman Calero y Choi en su estudio, resulta imposible atribuir los peores resultados en las pruebas de PISA 2015 del segmento de alumnos indicado al uso vehicular del catalán.
De hecho, si en algo coinciden los trabajos sociolingüísticos enumerados hasta ahora es en que el uso del castellano en el aula —que, como hemos visto, se puede calificar de todo menos de anecdótico— es más frecuente entre castellanohablantes familiares, especialmente escolarizados en entornos con menos presencia social del catalán, aunque no de forma exclusiva. No es muy arriesgado suponer que cierto porcentaje de estos estudiantes estará menos habituado a utilizar el catalán como herramienta de trabajo y que, probablemente, desarrollará una competencia más limitada en esta lengua, desde el punto de vista del uso coloquial y también académico de la lengua. Esa menor comodidad en la L2 de los estudiantes que utilizan menos el catalán como lengua de aprendizaje puede traducirse en unos resultados algo inferiores en unas pruebas como PISA, que se realizan en catalán.
Si esta lectura es acertada, la interpretación más adecuada de los resultados de Calero y Choi quizá sería, paradójicamente, la contraria a la que plantean estos autores: los resultados ligeramente inferiores obtenidos en algunas pruebas por parte de los alumnos castellanohablantes no se deberían tanto al uso del catalán como lengua vehicular sino precisamente a su falta de uso, que dificultaría que estos alumnos consiguieran hacerse con las competencias adecuadas en este idioma. Si eso fuera cierto, la respuesta idónea a ese reto educativo no sería el cuestionamiento global de un modelo que, tal como muestran los autores, no provoca perjuicios a la mayoría de castellanohablantes, sino precisamente una mejor aplicación de este modelo —o simplemente, su aplicación— en los entornos y alumnos en los que los resultados respecto la competencia en catalán son, muy probablemente, mejorables.