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X Coloquio Internacional de Geocrítica

DIEZ AÑOS DE CAMBIOS EN EL MUNDO, EN LA GEOGRAFÍA Y EN LAS CIENCIAS SOCIALES, 1999-2008

Barcelona, 26 - 30 de mayo de 2008
Universidad de Barcelona

EL CONOCIMIENTO SOCIO-GEOGRÁFICO EN LA ESCUELA: LAS TENSIONES INHERENTES A LA TRANSMISIÓN
INSTITUCIONALIZADA DE CULTURA Y LOS DILEMAS DE LA EDUCACIÓN PARA LA DEMOCRACIA EN ESTE MUNDO GLOBALIZADO

Jesús Romero Morante
Departamento de Educación. Universidad de Cantabria
romeroj@unican.es

Alberto Luis Gómez
Departamento de Educación. Universidad de Cantabria
luisal@unican.es


El conocimiento socio-geográfico en la escuela: las tensiones inherentes a la transmisión institucionalizada de cultura y los dilemas de la educación para la democracia en este mundo globalizado (Resumen)

La actualización científica de los contenidos escolares es imprescindible en estos tiempos de cambio acelerado, pero no agota en absoluto la discusión sobre el currículum social deseable para la escuela del siglo XXI. La mirada que reduce las asignaturas escolares a la condición de mero vehículo (más o menos rezagado) de unos u otros paradigmas académicos adolece de importantes lagunas. En primer lugar, esa mirada no alcanza a vislumbrar la peculiar naturaleza del conocimiento impartido en una institución específica de socialización, tal como se pondrá de relieve mediante el análisis sociogenético de una solución curricular que alcanzó un éxito relativo en la educación primaria: el estudio del medio. En segundo lugar, pasa por alto la necesidad de revisar en profundidad la función social de la cultura transmitida, una tarea ineludible si en verdad queremos prestar un servicio a una educación democrática merecedora de ese calificativo.

Palabras clave: currículum escolar, enseñanza de lo social, estudio del medio, cultura, educación democrática, globalización


The social and geographical knowledge in school: the inherent tensions in the institutionalized transmission of culture and the dilemmas of democratic education in a global world (Abstract)

The scientific update of syllabuses is indispensable in these times of intensive change, but it does not run out of discussion on the desirable social studies curriculum for the 21st century school. The view that reduces the school subjects to the condition of mere vehicle (more or less left behind) of some or other academic paradigms suffers from important gaps. First, this view does not manage to glimpse the peculiar nature of the knowledge given in a specific institution of socialization, as it will be emphasized by means of a sociohistorical analysis of a curriculum case that reached a relative success in primary education: the environmental studies. Secondly, it overlooks the need to re-examine in depth the social function of the transmitted culture, an unavoidable task if we really want to contribute to a true democratic education.

Key words: social studies curriculum, environmental studies, culture, democratic education, globalization


El currículum como construcción socio-histórica

Considerando la velocidad y extensión del cambio social en este mundo globalizado y “desbocado” (Giddens, 2000) que nos ha tocado vivir, no extraña la progresiva frecuencia de las denuncias –históricamente recurrentes– contra el proceso de obsolescencia funcional de la escuela, vista en serio peligro de quedar desfasada a la hora de afrontar los nuevos desafíos colectivos, y contra el envejecimiento de sus planes de estudio, cada vez más rezagados con respecto a los flamantes paradigmas explicativos que tratan de aprehender las dinámicas  sociales y espaciales emergentes de una realidad tan “líquida” (Bauman, 2006) como la actual. En relación con este último asunto, al que dedicaremos aquí nuestra atención, similares argumentos están reactivando asimismo el secular llamamiento (Beane, 2005) a superar la inercial fragmentación disciplinar de los contenidos escolares [1], amén de los cotos cerrados en la propia vida académica.

Sin embargo, pese al cierto eco nominal de estos discursos, el debate curricular no pasa precisamente por un momento brillante. Abstrayendo las singularidades y la cadencia específica de cada país [2], en los últimos tiempos la idea de innovación –antaño esforzada y loable, siquiera a título testimonial– ha quedado marcada con el estigma de la sospecha. Sus siempre precarios apoyos se están viendo socavados por la vigente obsesión –efectiva en algunas latitudes, en presumible trance de serlo en otras– con los rendimientos discentes y la rendición de cuentas. Más allá de la reiterada retórica oficial en favor de la rentabilización de los conocimientos y el desenvolvimiento de competencias clave transferibles, la insistencia en los “estándares” y en los “resultados” de los alumnos propende a redefinir las nociones de “mejora” y “calidad” desde una óptica productivista, acentuada por el creciente impacto normativo de las evaluaciones internacionales. Y dicha querencia, justificada en nombre de la necesaria adaptación a los retos venideros, con frecuencia está reavivando soterradamente rancios entendimientos de las asignaturas, muy arraigados en las plúmbeas tradiciones colegiales. Desde luego, no es baladí que tales entendimientos se sometan a otras reglas de juego, pero dichas reglas tienden a dar por sentadas de un modo apriorístico aquellas convenciones añejas, coadyuvando por otros medios a su naturalización. Comprensiblemente, algunos autores (Reid, 1998; Franklin y Johnson, 2006) se están preguntando si no habremos llegado a la era del “fin del currículum”, toda vez que la lógica de los learning outcomes y la accountability ha sido instrumentalizada para escamotear de la discusión los dilemas concernientes a los criterios de selección y organización de la materia enseñable, por no hablar de sus funciones sociales fácticas.

La aparente paradoja recién insinuada no deja de ser un indicio de la compleja naturaleza y dinámica de ese artefacto cultural que llamamos “currículum” [3], creado, recreado y disputado en varias instancias con ritmos dispares. Dar cuenta de esa complejidad no es tarea sencilla. En nuestras indagaciones sociogenéticas sobre las asignaturas del área científico social (v.g. Romero, 2003; Luis y Romero, 2007) nos hemos servido de una plantilla analítica inspirada, desde el punto de vista sintáctico, en el esquema heurístico que empleó Stephen Ball para diseccionar las reformas educativas (véase Bowe, Ball y Gold, 1992; Ball, 1994), y, desde el punto de vista semántico, en la sociología crítica del conocimiento escolar y la historia socio-cultural del currículum [4]. Con su auxilio, hemos intentado examinar e interrelacionar varios contextos implicados en su configuración evolutiva:

a) El contexto de influencia, en el cual distintas fuerzas y agentes sociales con interés en el currículum o en alguna de sus parcelas (administraciones, asociaciones profesionales formales e informales, corporaciones universitarias, sindicatos, organismos internacionales, editoriales, medios de comunicación, grupos de presión, think-tanks, personalidades destacadas...) utilizan sus redes y mecanismos de influencia para hacer valer su voz en los ámbitos en que se decide la política curricular, en aras del mantenimiento, rearticulación o cuestionamiento de las definiciones sociales de la “buena educación” y la “cultura valiosa y legítima”; en aras de la conservación o la renovación de –valga la invocación a Basil Bernstein– los principios de clasificación y encuadramiento aparejados, etc. Incluye, por supuesto, las tácticas puestas en marcha por los colectivos identificados con unas materias, reales o posibles, para abrirse un hueco en el horario, consolidarse en él, ganar en prestigio y recursos, o defender territorio, estatus y prebendas. Sin tener la exclusiva, las voces de la “ciencia” reclaman obviamente un seguimiento estrecho, pero como representantes no sólo de la “razón pura” sino también de un gremio sensible a factores pragmáticos bastante más prosaicos.

A fin de calibrarlas adecuadamente, estas acciones –tanto como las desempeñadas en los restantes contextos– deberían inscribirse en el proceso de continua estructuración a cuyo través se van produciendo y reproduciendo las condiciones que afectan al currículum. Al decir de Goodson (2000: 179), esto exige considerar y conjugar distintos tiempos históricos para comprender los vectores del cambio y las permanencias. La corriente de fondo, en el tiempo largo, nos llevaría a los movimientos tectónicos en la organización social, política y económica de las sociedades, en sus ordenamientos institucionales, en sus estructuras de poder, con el propósito de sopesar sus efectos en las formas de escolarización, en la “gramática básica” de la instrucción (Tyack y Cuban, 2001), en los modos de educación reinantes (Cuesta, 2005) y, por ende, en los estilos de gobernación de niños y adolescentes impelidos explícita e implícitamente. En el medio plazo, las coyunturas de la vida política, socioeconómica o cultural, del debate ideológico, científico o pedagógico, al desvelar con mayor nitidez las tensiones subyacentes, crean el clima de insatisfacción y expectativas demandador de medidas. En el tiempo corto hallaremos los acontecimientos cotidianos, hondamente entrelazados, no obstante, con la duración de la mentada gramática básica de la instrucción, y asimismo con sus contradicciones o eventuales alteraciones. Las propiedades estructurales de dicha gramática se configuran como el medio –a la par constrictivo y habilitante– de las actuaciones de los agentes educativos, y éstas a su vez como el medio de aquellas propiedades, que no se reproducen (ni se modifican) solas. No es difícil adivinar que las reivindicaciones y oportunidades para una transformación no trivial –ya sea progresiva o regresiva– aumentan o disminuyen según el mayor o menor grado de confluencia de estos tres tiempos. Cuando hay convergencia en la agudización de los problemas de cada “capa”, sobreviene una situación crítica especialmente proclive a la búsqueda de otro modelo, tanto en la organización de la escolaridad como en el contenido de la enseñanza. En encrucijadas tales, los informes oficiales, ciertas publicaciones, las intervenciones en la arena pública de algunos individuos o grupos, etc. pueden alcanzar una repercusión menos probable en otros lances.

b) El contexto de producción de las regulaciones y demás “textos” curriculares. Según se desprende de lo comentado arriba, los documentos oficiales acostumbran a ser el fruto de un parto presidido por enfrentamientos y compromisos entre intereses contrapuestos. Como resultado de ello, no necesariamente son coherentes, ni admiten siempre una lectura ideológica unívoca. Para entender su papel en la inflexión y la continuidad curriculares, se nos antoja útil la distinción manejada por Cuban (1993) entre reformas de primer orden y de segundo orden. Las primeras persiguen mejorar o hacer más eficientes los arreglos existentes, corrigiendo disfunciones, atrasos o deficiencias percibidas, pero sin poner en entredicho las categorías centrales en las que descansan los “códigos” del conocimiento escolar imperantes. Por ejemplo, aquellas que aceptan sin reparos una visión de las asignaturas como iniciación disciplinar, concentrándose en poner al día los contenidos y/o aumentar la eficacia de su transmisión. Las segundas serían esfuerzos por mudar de raíz su fondo y su forma, introduciendo nuevas finalidades y nuevos arreglos. Por ejemplo, la apuesta por la integración interdisciplinar al servicio de una cultura pública democrática merecedora en verdad de ese nombre. La viabilidad de unas y otras depende de la amplitud de las alianzas movilizadas en su favor y de la peculiar combinación de circunstancias relacionada con los ritmos temporales destacados en el punto anterior. Las enmiendas cualitativas, progresivas o regresivas, suelen coincidir con situaciones críticas en el sentido antedicho, a menudo discernibles por las simultáneas alteraciones en la arquitectura o funcionamiento del sistema educativo. En coyunturas no tan apremiantes, es mucho más previsible que los gobiernos se limiten a reformas de primer orden. Cuando en algunos países se han emprendido ocasionalmente innovaciones curriculares de segundo orden, con frecuencia han quedado aisladas, expulsadas a los márgenes o domesticadas por la inercia y la economía política de los libros de texto.

La mención a los manuales nos recuerda que los preceptos u orientaciones administrativos han de contemplarse sobre el trasfondo global de las diversas aspiraciones, propuestas y “ofertas” formativas que coexisten de manera tranquila o conflictiva. Nos colocaremos así en disposición de: 1) escrutar cómo han ido constituyéndose las diferentes tradiciones y filosofías curriculares; 2) explorar las fuentes de sus discrepancias mutuas y las implicaciones de toda índole que se derivan de cada una; 3) rastrear las maniobras de sus abogados para medrar en potestad, alterar los equilibrios relativos e imponerse a los competidores; o 4) constatar su mayor, menor o nula institucionalización. Todo ello a la luz de los parámetros del contexto de influencia y del que merecerá nuestra atención de inmediato.

c) El contexto de las prácticas. Como es evidente, los decretos, guías, propuestas, proyectos o materiales curriculares carecerán de incidencia a menos que sean “implementados” en los centros. Pero no hay implementación sin mediación. Por esa razón debemos preguntarnos cuál es la respuesta –de aceptación, acomodación, transmutación o rechazo– dada por los maestros, de acuerdo con su cultura profesional y la particular mezcla de oportunidades y restricciones concurrentes. Las aulas no son continentes vacíos, inmaculadamente rellenados desde “fuera”. Son escenarios densos que co-participan en la producción del conocimiento impartido, a través de los mecanismos de recontextualización, autoridad, clasificación y control simbólico latentes en esta institución específica de socialización, que, por el mero hecho de serlo, le imprime unas u otras funciones sociales. Las radiografías de los imperativos, normas, sobreentendidos y rutinas operantes en lo que Cuesta (1998) denomina el campo profesional de los docentes, como la llevada a cabo por Merchán (2005), muestran a las claras el modo en que las convenciones y suposiciones acerca de la propia asignatura, las omnipresentes prácticas examinadoras y la consiguiente mercantilización de lo sometido a examen, las distinciones manejadas a propósito de la capacidad y diversidad de los alumnos, las estrategias de gestión de las conductas, los apriorismos pedagógicos, etc. actúan de catalizadores de una curiosa alquimia que transforma las ciencias referenciales en un saber asignaturizado de peculiar textura. Por descontado, las culturas profesionales tampoco son monolíticas ni inmutables, jugando un papel crucial en la continuidad y el cambio curricular.

d) El contexto de los resultados. Los didactas franceses gustan de diferenciar entre saberes sabios, saberes a enseñar, saberes enseñados y saberes aprendidos, al objeto de destacar la falta de homología plena. No basta, en suma, con sopesar las metas pretendidas, ni siquiera la instrucción positiva de los maestros, para determinar su remanente real en los alumnos. O quizá mejor ­en los antiguos alumnos, pues de lo contrario –la oportuna puntualización es de Chervel (1992: 196)– corremos el riesgo de “sobrevalorar los fenómenos de aprendizaje o de memorización pasajeros, y descuidar los fenómenos duraderos de aculturación escolar. La cultura es lo que queda cuando se ha olvidado todo”. La investigación está llamada a contrastar en esta esfera sus averiguaciones sobre la incidencia formativa, normalizadora, segregadora o moldeadora de subjetividades vislumbrada en el currículum. Una tarea diferida, escurridiza y ardua, aunque ineludible para no extraer inferencias mecánicas, ni ingenuas.

Cada contexto implica asunciones, compromisos y luchas. Todos ellos están vinculados entre sí, pero de una manera imprecisa, laxa e incluso hostil, en absoluto unidireccional. Ahí, justamente, podemos empezar a buscar pistas esclarecedoras de la paradoja expresada en los preliminares de este escrito. Sin embargo, las derivaciones de estas consideraciones analíticas trascienden ampliamente aquella cuestión. Por de pronto, ponen de relieve las insuficiencias de esa mirada que reduce las disciplinas escolares a la condición de mero vehículo (más o menos rezagado) de unas u otras corrientes geográficas, historiográficas…, convenientemente adaptadas a la edad de los destinatarios, y de ciertas premisas didácticas. Semejante mirada adolece de un déficit explicativo. La pretensión de elucidar el desenvolvimiento de estas asignaturas simplemente en clave de ritmos de difusión de los paradigmas académicos y sus valores adheridos se queda en una visión “externa” y superficial del currículum [5]. Como si los establecimientos de primaria y secundaria fuesen un espacio inerte. Como si la lógica intrínseca de aquel vehículo, histórica y socialmente construido, careciese de repercusión alguna, cuando en realidad posee una importancia reguladora decisiva en la producción, reproducción y distribución del saber. Tal mirada incurre asimismo en una simplificación prospectiva: la de atisbar la solución a todos los quebrantos en la actualización científica de los contenidos y en la modernización de los métodos instructivos conforme a la teoría del aprendizaje en boga. No se nos malinterprete. La reflexión epistemológica y la reflexión sobre los procesos de aprendizaje son fundamentales e imprescindibles. Es obvio. Pero no bastan. Cualquier iniciativa está obligada a revisar en profundidad la función social de la cultura; y no sólo en un sentido genérico, sino también desde una perspectiva institucional atenta a las singulares dinámicas que modulan su recreación y creación en la escuela. Lo que procuraremos precisamente a continuación será, por una parte, patentizar esas limitaciones explicativas con el ejemplo de una “alternativa” a los currícula tradicionales en la etapa de primaria que alcanzó un relativo éxito a nivel internacional: el “estudio del medio”. Sobre esa base, y en segundo lugar, abordaremos algunos dilemas que no deberían soslayarse al discutir el tipo de formación socio-geográfica precisada por las nuevas generaciones.

Los dúctiles lugares de la memoria de la tradición didáctica del entorno

Los rasgos “clásicos” más representativos de la pedagogía del entorno son un lugar común. Los resumiremos en los siguientes: a) el estudio del medio local en que viven los alumnos como forma de conectar con sus experiencias inmediatas –lo que en el área germana se ha llamado heimatkundliches Prinzip, en la anglosajona home study approach, o en la francesa connaissance du milieu local–, a menudo subsumido en una estrategia general de aproximación a la realidad que parte de los ámbitos territoriales más cercanos físicamente al niño para ir avanzando de un modo paulatino hacia los más lejanos, según una secuencia radioconcéntrica de progresión (familia y escuela, barrio, municipio, comarca, región, país, continente, mundo) –denominada en inglés expanding environments sequence o expanding communities– supuestamente en concordancia con su ritmo de maduración cognitiva; y b) la querencia por el empirismo, el conocimiento directo, el trabajo de campo o las indagaciones inductivas como una vía hacia el aprendizaje opuesta al verbalismo memorista.

Lo llamativo en España es que estos principios se han seguido invistiendo durante las últimas décadas con el halo de lo innovador. El hecho de que la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), aprobada en 1990, oficializase en toda regla esta tradición al instituir el Conocimiento del medio natural, social y cultural como una de las áreas curriculares a cursar en los colegios de primaria, seguramente reforzó esa imagen. Lo cual no tiene por qué conllevar inconsciencia de su historicidad. Pero la percepción retrospectiva más divulgada acerca de su devenir en nuestro país es un tanto curiosa. Una vez axiomatizado su espíritu progresista, esa estilizada pintura del pasado suele asociar sus “orígenes” con la venerable empresa reformadora de la Escuela Nueva. Alumbrada en esos preclaros círculos, habría alcanzado un primer esplendor durante la “edad de oro” de la pedagogía hispana, en el primer tercio del siglo XX, abrupta y dramáticamente abortado por la Guerra Civil. Tras la penosa travesía por el yermo desierto del franquismo, esta honorable herencia habría sido recuperada desde finales de los años sesenta y a lo largo de las dos décadas posteriores por la institución “Rosa Sensat” y los Movimientos de Renovación Pedagógica (MRP), empeñados en fundir dicho legado prebélico con las tendencias descollantes en la Europa del momento (la línea del éveil francesa, los planteamientos del Movimento de Cooperazione Educativa italiano...). La fulgurante, animosa y encomiable agitación debida a estos grupos conseguiría finalmente impactar en la Administración, sobremanera en los Programas Renovados de inicios de los ochenta y en los ulteriores Diseños Curriculares Base de la LOGSE. Ciertamente, entre quienes participan de esta complaciente celebración del pedigrí genético han surgido “revisionistas” que apelan a una matización, cuestionamiento o reformulación de algunos de los postulados pioneros de este acervo. No obstante, sus críticas a esta “buena idea pedagógica”, que antaño gozaría al parecer del beneplácito universal de las vanguardias innovadoras, tienden a presentarse como una respuesta a su “natural envejecimiento”. A este respecto, generalmente se esgrimen tres argumentos que aconsejarían una puesta al día:

a) Argumento ontológico. Las soluciones formativas válidas hace unos decenios no pueden seguir siéndolo en los mismos términos porque el mundo está en permanente mudanza. La creciente interdependencia planetaria, por más que asimétrica, y la transformación del significado social del espacio-tiempo merced a las nuevas tecnologías y a la dinámica de la sociedad informacional, han tornado falsa la dicotomía local/global. Entre otras razones porque las circunstancias ambientales, económicas, políticas, culturales, etc. que conforman nuestra vida acusan cada vez más la impronta de procesos, actuaciones y patrones de estructuración que se mueven a distintas escalas, traspasando con sus flujos y sus redes las fronteras territoriales. Y también porque lo vicario y las interacciones físicamente disociadas van adquiriendo un mayor peso en las experiencias de los sujetos, gracias a la televisión o a Internet. Ya no son tan seguras las virtudes de la secuencia concéntrica y, en cualquier caso, urge reconceptualizar el “medio” para no circunscribirlo al paisaje humanizado inmediato y abarcar las  interacciones entre lo local y lo global.

b) Argumento gnoseológico. Por idénticos motivos, la geografía y otras ciencias sociales han venido perfilando nuevas formas de teorizar el espacio que invitan a replantearse las presuposiciones asumidas en los estudios clásicos del entorno. A consecuencia de las concepciones dominantes de la ciencia geográfica a finales del siglo XIX y primer tercio del XX, el análisis de las relaciones hombre-medio equiparó este último con la región, inicialmente entendida como región natural y más tarde como región geográfica. El determinismo ambientalista que sesgaba la lectura de dichas relaciones en la primera versión fue cediendo paulatinamente el paso a un historicismo posibilista que concedía, en la segunda, un mayor protagonismo a la acción humana sobre cada territorio concreto a lo largo del tiempo, haciendo énfasis en la peculiar personalidad e idiosincrasia de los paisajes culturales resultantes. Se sustituía de esta guisa la orientación deductiva del naturalismo por otra inductiva que partía de la realización de trabajos a pequeña escala (local, comarcal, regional) con la pretensión de llegar a síntesis aglutinantes con la ayuda del método comparativo. “Lógicamente” inspirados en esta corriente de pensamiento, y en su atractiva conciliación con el decálogo de la escuela activa, los estudios del entorno se volcaron en la respectiva localidad, comarca o región, como si tales “lugares” fuesen datos evidentes aprehensibles en su totalidad mediante la descripción de sus distintos elementos perceptibles. Ahora bien, los axiomas epistemológicos de la geografía regional paisajista han sido reiteradamente impugnados en los debates universitarios de la segunda mitad de la pasada centuria, al revelarse que el prisma de la contigüidad territorial era insuficiente para comprender las sociedades contemporáneas. Por tanto, es menester abrir la escuela a los nuevos paradigmas.

c) Argumento psicológico. Debido a su íntima trabazón con el discurso paidocéntrico, la psicología del aprendizaje infantil ha sido quizá la justificación más prominente en la que ha venido amparándose esta tradición, desde sus prístinas creencias sensualistas hasta su final acercamiento a Piaget. Verbigracia, las secuencias radioconcéntricas creyeron ver un espaldarazo en la proposición piagetiana de que el niño va apropiándose del espacio a partir de la realidad más próxima, y comenzaron a aprovecharla en la década de 1950 para defender un estrecho paralelismo entre las fases del crecimiento cognitivo y la amplitud del horizonte espacial enseñado. Pero en este campo académico se ha avanzado notablemente. Las recientes teorías constructivistas insisten en que la atribución de significados no depende tan sólo del grado de desarrollo de capacidades intelectivas formales, sino también de las nociones sustantivas que los sujetos van elaborando acerca de las cosas. Y según numerosas investigaciones, las representaciones del mundo que se hacen los niños combinan desde las edades más tiernas experiencias directas e indirectas, obtenidas de la televisión, las películas, la publicidad comercial, los libros y cuentos, las narraciones de otras personas, etc. Lo cual, además de introducir eventualmente “lo distante” en su ámbito de curiosidad, les faculta para aprender acerca de ello.

Consideradas aisladamente, bastantes pinceladas de este cuadro son pertinentes y muy oportunas. Sin embargo, tal como expusimos con detalle en Romero (2003) y ha demostrado con aguda solvencia Mateos (2001, 2008), el decurso que dibujan en su conjunto tiene mucho de racionalización ex post facto, esto es, de reflejo de los actos discursivos con los cuales han fabricado su “memoria” quienes se sienten, o se han sentido ayer, ligados a este enfoque. De entrada, esa “memoria” sufre de amnesia selectiva. Para cuando algunos adalides de la Escuela Nueva en el salto del siglo XIX al XX lo incluyeron en su agenda, el recurso al medio inmediato del niño portaba a sus espaldas un dilatado bagaje de pensamiento educativo, no exento de testimonios prácticos puntuales, que había ido ganando espesor en paralelo a la eclosión de la Pedagogía europea moderna. En su estirpe asoman figuras tan señeras como Ratke (1571-1635), Comenio (1592-1670), Rousseau (1712-1778), Pestalozzi (1746-1827), Fröebel (1782-1852) o Herbart (1776-1841), y semejante solera puede rastrearse con relativa facilidad en distintos países [6]. En síntesis, al clarear el XIX, sin necesidad de esperar a la efervescencia finisecular, encontramos ya bien definidos los ejes cardinales de lo que Julio Mateos (supra) ha llamado el “código pedagógico del entorno”. Lo cual no implica, por supuesto, que ese código fuese monolítico ni permaneciese inmutable. Y no aludimos únicamente a los posteriores aderezos teórico-prácticos (los “centros de interés globalizados” de Decroly, la filosofía freinetiana, la psicología genética piagetiana, la preocupación ambiental, etc.). Más adelante volveremos sobre tal cuestión.

Por añadidura, ciñéndonos ahora a España, su acceso al contexto de influencia y a una cierta base institucional se inicia en este país bastante antes de lo que acostumbra a presumirse. A la altura de los años 30 del siglo XX esta tradición había engordado, claro está, la nómina de profetas, su corpus doctrinal y el historial de implementaciones arquetípicas (aunque todavía muy breve y restringido sobre todo a centros experimentales). Pero sus credenciales no se confinaban en ese pequeño coto. Había conquistado la voluntad de los sectores académicos más dinámicos en las instancias de formación inicial de maestros/as, y cancha en destacadas plataformas de difusión. Es más, estas vanguardias habían empezado a hacerse oír en los pasillos del Ministerio de Fomento y, desde 1900, en el nuevo Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. De esta suerte, su pugna doctrinal principiaba a traducirse en una tímida institucionalización oficiosa, ejercida a través de los canales habilitados para el perfeccionamiento del profesorado en ejercicio, las directrices administrativas relativas a la utilización instructiva de las excursiones, o las actividades de la inspección educativa (que no dejaron de imprimir esta sensibilidad, siquiera de manera parcial o sesgada, en algunos de los cuestionarios provinciales redactados antes de 1953, debido a la ausencia hasta esa fecha de regulaciones estatales sobre el contenido de las asignaturas de primaria). La Guerra Civil y la dictadura trazaron con sangre una trágica cesura, pero no erradicaron completamente de la literatura burocrática algunos tópicos previamente asentados en los imaginarios técnico-académicos, aunque los revistiesen con ropajes reaccionarios. Para corroborarlo basta con curiosear en algún cuestionario provincial de posguerra, en los cuestionarios nacionales para la enseñanza primaria de 1953 y 1965, en la Ley General de Educación de 1970 o en las publicaciones del CEDODEP [7]. No se puede conceder el monopolio de la didáctica del entorno a los MRP, pasando por alto su capilaridad en el Ministerio de Educación franquista.

Los elementos de juicio aportados son suficientes para advertir que quienes se han autopercibido durante las últimas tres o cuatro décadas al frente de las tendencias más audaces por su defensa de estas propuestas, sólo han podido mantener esa ilusión a costa de clamorosos olvidos. La pregunta es, ¿qué ha permitido a sus sucesivos promotores seguir presentándose con iteración como abanderados de la renovación? No cabe una respuesta atinada si no se cuestiona otra de las debilidades de la “memoria” glosada: su carácter acumulativo, lineal y cuasi-teleológico. En su conocido libro Las palabras y las cosas, Foucault criticó con agudeza los estudios de los campos de saber trazados cual “historia de su perfección creciente”, que da pábulo a la impresión ficticia de un progreso unilineal en la esfera de las ideas –sólo interrumpido en épocas oscuras– hacia una objetividad en la que nos reconocemos o nos gustaría reconocernos hoy en día. Para contrarrestar ese desliz, el filósofo francés abogaba por una historia de sus “condiciones de posibilidad” y de sus diversas “configuraciones”. En nuestra opinión, algo similar se requiere aquí. Vayamos por partes.

La didáctica del entorno y sus condiciones de posibilidad

A pesar de la vetustez de esta tradición, su colonización del sistema escolar ha sido muy lenta y dispersa. Lo que favoreció en cierto momento su bendición institucional y su expansión, al menos relativa, no fue lo inédito del mensaje, que no era tal en absoluto, sino la alteración de las condiciones de posibilidad. Cuando eso sucedió esta didáctica contaba con una larga trayectoria, a lo largo de la cual había ido ganando paulatinamente terreno –y a veces perdiéndolo– en el contexto de influencia y el contexto de producción de los “textos” curriculares, pero sólo de una manera marginal en el contexto de la práctica. ¿Cuáles fueron las circunstancias sobrevenidas que propiciaron su “oficialización” decidida e incluso una irradiación significativa? Obviamente no hay una causa única, independiente de los peculiares derroteros de cada país. No obstante, sin descuidar esas particularidades, nos parece plausible explorar la hipótesis general de que tales circunstancias tuvieron mucho que ver con la reorientación “funcional” de la educación primaria, a resultas de la ampliación de la escolaridad obligatoria y el avance de la comprehensividad tras la Segunda Guerra Mundial. La unificación de esta etapa, la progresiva disolución de su carácter terminal para el grueso o para un segmento de la población estudiantil a medida que se universalizaba el acceso a la secundaria, así como el alargamiento del tronco común, relajaron su anterior función segregativa al ir posponiéndose a edades más altas los filtros selectivos. Según nuestra interpretación tentativa, la consiguiente atemperación de la presión clasificatoria creó el marco propicio para la divulgación de las “pedagogías blandas”, incluida la del “medio”, que desde hacía tiempo esperaban su oportunidad en aquellos reductos (también oficiales) donde ya habían conseguido granjearse apoyos. Pongamos varios ejemplos.

Desde la década de 1930, la definición geográfica de la expanding environments secuence se convirtió en el patrón organizativo dominante en la elementary school norteamericana (LeRiche, 1987). Esa datación tan precoz no debe confundirnos. Estados Unidos fue un adelantado en la democratización de la secundaria, gracias al temprano desarrollo de las high schools públicas, creadas como una prolongación de la common school y, por tanto, abiertas a todos y todas. Su rápido crecimiento durante los años veinte [8] impulsó la reducción de la elementary school a seis años en lugar de los ocho tradicionales, y generó un descontento contra las divisiones disciplinares, coincidiendo con el ascenso de los “social studies” gestados en 1916. En esa benigna coyuntura, la idea de los entornos que se agrandan se labró una posición de privilegio en el currículum social primario, reafirmada en el decenio de 1950. Por las mismas fechas, el movimiento progresivo –principal valedor del home study approach– había logrado desbordar en Gran Bretaña sus minoritarios focos originales, hasta el punto de ganarse la lealtad de un nutrido sector de fabricantes de opinión durante ese período de entreguerras, con un reflejo palmario en los informes gubernamentales. Pero su penetración sustancial en las aulas tardaría bastante más en llegar, debido a frenos tan determinantes como la pervivencia de un examen selectivo a los 11 años y la práctica del streaming (separación de los alumnos de un curso por niveles de aptitud) en las escuelas primarias, todavía la norma a lo largo y ancho del país a finales de los cincuenta. El factor clave que le despejó el camino fue la reorganización comprehensiva de la secundaria universal y pública (pero tripartita) establecida en 1944, y, en paralelo, la abolición del mentado examen selectivo y del streaming. Este proceso fue iniciado por algunas autoridades educativas locales a mediados de los cincuenta, aunque la transformación más generalizada de la primaria no acaeció hasta la promulgación de la ley de 1964, al consentirse el establecimiento de middle schools para evitar la temprana clasificación a los 11 años. Sólo entonces arrancó la era dorada de los environmental studies.

En Francia, el auge de las activités d'éveil desde los sesenta hasta el regreso del canon disciplinar con la ley Chevènement de 1985 tampoco puede separarse de las reformas de 1959, 1963 y 1975, que elevaron a 16 años la edad para abandonar el sistema educativo, dispusieron otro nivel de escuelas secundarias por debajo de los lycées e introdujeron la secundaria universal comprehensiva, respectivamente. La scuola media comprehensiva instaurada en Italia en 1964 supondría un estímulo parejo. En cuanto a España, la “edad de oro” de la pedagogía, en el primer tercio del siglo XX, se mantuvo muy distante de la cruda cotidianidad de las aulas. En un país que mantuvo una tasa de escolarización, en el tramo seis-doce años, en torno al 50% a lo largo de todo ese período, la enseñanza impartida en muchos colegios públicos de primaria apenas desbordaba los conocimientos instrumentales mínimos.  Pese a las loables mejoras de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura supusieron un freno que nos ha hecho andar con frecuencia a pie cambiado. Así las cosas, la consagración del “código” de marras, gracias a las sucesivas bendiciones administrativas y a la colonización desde abajo impulsada por los MRP, se vuelve paulatinamente más nítida en el lapso que transcurre entre la modernización franquista de la primaria y la ampliación del tronco común a la Educación Secundaria Obligatoria con la LOGSE.

Con esta perspectiva puede entenderse mejor su sorprendente presentación como una primicia durante esas décadas: la ausencia de novedades intrínsecas esenciales (en el corazón de las propuestas) se pasa por alto ante la relativa novedad extrínseca (desde el punto de vista de la incardinación en la práctica profesional). La paradoja es que cuando logra esa centralidad, comparativamente hablando, ya le llovían las reprobaciones desde dentro de las propias filas reformistas. En realidad, las lecturas apologéticas omiten que la didáctica del entorno nunca gozó de aceptación unánime en todos los foros innovadores. Ni a finales del XIX, ni en la primera mitad del XX, ni tampoco en su segunda mitad. Por varias razones, entre ellas sus notorias carencias para dar cuenta del funcionamiento de la vida social contemporánea.

Las recientes revisiones de sus premisas epistemológicas que apelan simplemente a su “normal envejecimiento” parecen concederle cierta validez analítica retrospectiva. Esa apreciación es muy discutible. Mucho antes de su “repentina” popularidad se había puesto de manifiesto la laxitud explicativa de la Heimatkunde. Resulta ilustrativo reparar en una coincidencia. Mientras algunos abogados de la Escuela Nueva relanzaban el apego por los motivos locales y las secuencias concéntricas, los grandes padres de la teoría social se afanaban por interpretar las profundas transformaciones que habían desmontado las sociedades del “antiguo régimen” y estaban configurando un orden “moderno”. Para Marx (1818-1883), la fuerza propulsora de la modernidad era el desarrollo del capitalismo y la consiguiente mercantilización de las interacciones sociales. Durkheim (1858-1917), por el contrario, enlazó el reordenamiento institucional moderno con la creciente especialización funcional y una división más compleja del trabajo a resultas del impacto producido por la industrialización y la explotación científico-tecnológica de la naturaleza. Weber (1864-1920), por su parte, puso el acento en la racionalización organizativa y la burocratización de las actividades humanas. Por cerrar la lista, Tönnies (1855-1936) hizo hincapié en la disolución de las relaciones sociales propias de las comunidades tradicionales (asentadas en la “voluntad orgánica” del parentesco, la vecindad, la vida de aldea y la comunión espiritual del grupo), a causa de la emergencia de nuevos nexos societarios basados en las relaciones contractuales e impersonales, los intereses sectoriales, el asociacionismo racional y discrecional, las leyes escritas y una ética laica sancionada por la opinión pública. A despecho de sus divergencias, una constatación común en sus diagnósticos era que el principio de autoctonía impedía comprender estas dinámicas de un modo adecuado. Acusando recibo de tales debates, también algunos geógrafos vislumbraron con celeridad, desde finales del siglo XIX, las debilidades de una aproximación a lo social a través de lo concreto en el paisaje, aun si lo hicieran de manera timorata por el pragmático motivo de no menoscabar su especificidad disciplinaria (véase Luis, 1983). Los ataques coetáneos de John Dewey contra el esquema de Charles McMurry mencionado en la nota 5 (cfr. LeRiche, 1987), los posteriores dardos de su compatriota Rogers (1968), del inglés Blyth (1965) o, entre nosotros, de Luis y Urteaga (1982), son otros tantos botones de muestra expresivos de la temprana recepción de estas “críticas paradigmáticas” al modelo de la Heimatkunde en el terreno educativo. Bien advertido, como comprobaremos enseguida, que tales críticas no se detuvieron en ese umbral.

Las diversas “configuraciones” y el trasfondo de la didáctica del entorno

La narrativa lineal que hemos sometido a revisión, y la búsqueda de legitimidad para el pasado reciente de esta didáctica por la vía de atribuir la fundación de su linaje a las figuras  progresistas indiscutibles del movimiento internacional de la New Education, sin discriminar apenas, forzando incluso los lazos de filiación con algunos apellidos célebres mientras a la par se silencian otras consanguinidades innegables pero más “incómodas”, enmascaran un dato empíricamente verificable. A saber: sus rasgos constitutivos no han conformado un caudal único que se ha ido encauzando por suma de aportaciones armónicas entre sí y por mero desarrollo lógico o reestructuración interna (cfr. Selleck, 1972; Cunningham, 2001). Por el contrario, esos rasgos han sido promovidos con finalidades diferentes y bajo la advocación de cosmovisiones dispares o rivales. De ellos se han apropiado liberales reformistas de la época de la Restauración, nostálgicos de las viejas lealtades comunales que vieron en idealizados entornos rurales y naturales el antídoto contra la percibida degradación social y moral de un mundo en proceso de industrialización y urbanización, pedagogos afectos al totalitarismo, nacionalistas y regionalistas de todo el espectro político, demócratas convencidos situados en la órbita de alguna versión del comunitarismo, etc. Su mayor o menor coincidencia en los significantes no debe ocultar que tratamos con significados no unívocos y mudables, tributarios de unas determinadas circunstancias y compromisos.

Semejante maleabilidad semántica exige romper con la ficción de un inmaculado ascenso acumulativo, en aras de una historia multilineal atenta a las soluciones de continuidad y a los plurales círculos que han escrito, reescrito, amoldado y metamorfoseado repetidamente este “código”. Pero también incita a reflexionar seriamente acerca de su sintaxis. ¿Qué tiene ésta para atraer adhesiones tan variopintas? Tienta afirmar que su incorporación a lo que Bourdieu denominaría la dóxa del campo pedagógico le garantizó un hueco en el conjunto de presuposiciones que acaban dándose por sentadas en su seno, con independencia de las distintas convicciones ideológicas de los agentes adscritos a tal campo. Sin duda hay que contar con un factor de esta índole. No obstante, por sí mismo no explica por qué alcanzó tal dignidad, y por qué esa dignidad no le fue reconocida unánimemente. Su atractivo debe brotar de alguna fuente adicional. Algunas respuestas iluminadoras se han hallado en su consustancialidad con las pedagogías centradas en el niño (también etiquetadas como blandas, correctivas, psicológicas o invisibles). En los discursos que han colocado al infante en el eje de su argumentación, el peso de las justificaciones psicopedagógicas ha sido tan abrumador que las constantes apelaciones al desarrollo integral, el crecimiento cognitivo-afectivo, la autonomía y el bienestar del individuo han acabado difuminando la naturaleza de la escuela como institución de socialización. Toda una línea de investigación ha relacionado el triunfo escalonado de las didácticas psicológicas desde finales del siglo XIX con la crisis de los sistemas educativos duales –correlato de la crisis general de los regímenes liberales decimonónicos–, y la consiguiente búsqueda de otros patrones de gobernación pastoral de una población escolar cada vez más “masiva”. Unos patrones alejados del recurso a la disciplina tradicional y al control coactivo externo en favor de un nuevo control menos visible pero más prometedor: una disciplina interior perseguida, de modo ideal, mediante la producción científicamente orientada de otras subjetividades. Aunque han alentado una interacción diferente con los alumnos, protectora, respetuosa con su individualidad y estimuladora de su actividad, así como una disminución de las formas más rudas de autoritarismo y vigilancia, las pedagogías de este género tenderían a retratar a los pequeños conforme a generalizaciones presuntamente universales sobre las cualidades psicoevolutivas infantiles, encarnadas en una especie de “niño natural” susceptible de una normalización arquetípica, independiente de las condiciones socioeconómicas y culturales. De acuerdo con dicha tesis, ese potencial normalizador más “científico”, acorde con los tiempos y adaptable a diferentes “semánticas” habría congregado alrededor de esta estación a viajeros con destinos divergentes.

No es menester concederle un crédito pleno para admitir que esta interpretación apunta en una dirección a explorar. Sin embargo, en el caso que nos incumbe, se nos antoja necesaria una mirada más particularizada. A nuestro juicio, una lente singularmente válida es la empleada por Leo W. LeRiche (1992). Al escrutar el trasfondo de la expanding environments secuence, este autor norteamericano puso su foco en la socialización política de los estudiantes instigada tácitamente. Después de todo, si tratamos con enseñanzas acerca de la sociedad en el marco de una institución socializadora, convendrá diseccionar los principios de visión y división (identidades, esquemas de percepción, valores, léxico) concernientes a la organización colectiva, y a los roles del sujeto dentro de ese engranaje, que puedan estar transmitiéndose de manera soterrada. De hecho, contamos con análisis monográficos que han desvelado ya cómo algunos ateneos concretos han sintonizado la didáctica del entorno con su respectiva cosmovisión. La dificultad estriba en detectar algún denominador común a valedores tan diversos bajo esta óptica como los enumerados dos párrafos más arriba, ubicados por añadidura en coordenadas histórico-geográficas diferentes, a fin de intentar averiguar qué “atributo sintáctico” de la heimatkunde ha podido merecer afectos ideológicos de tantas y tales cataduras. A primera vista, semejante empeño parece un desvarío. Cuando se comparan los integrantes de esa incompleta enumeración en el plano doctrinario y programático de sus filosofías políticas, asoman presto posiciones irreconciliables, que de ningún modo pretendemos minimizar. Pero si escudriñamos en el plano más profundo de sus presuposiciones sobre la sociedad y el Estado, en sus abigarrados e incompatibles genomas acertamos a atisbar el solapamiento parcial de un gen: el del organicismo. Por más que ese organicismo se haya entendido de formas diametralmente opuestas y cambiantes, la idea de los colectivos como entidades sociales naturales, con vida y personalidad propia por encima de los individuos, resulta audible en todos los ejemplos citados.

El organicismo de raíz krausista impregnó el pensamiento liberal-reformista de los hombres de la Institución Libre de Enseñanza. El elemento básico de su reflexión moral, social y política fue quizá la búsqueda de la armonía entre el individuo y la naturaleza, el ciudadano y los cuerpos sociales intermedios, la sociedad y el Estado (Suárez Cortina, 2000). No es difícil descubrir ciertos ecos en la importancia capital concedida en su decálogo educativo a las excursiones escolares y a la contemplación cuasi-mística del paisaje (Ortega Cantero, 2001), a su vez englobadas en la apuesta por un “método topográfico” que, paso a paso, fuese de los ámbitos conocidos a los más remotos. Ese mismo método topográfico fue del agrado del sacerdote Andrés Manjón en sus Escuelas del Ave María, aunque su propósito no fuese ayudar a los discentes a orientarse sólo en el espacio social sino también en la esfera moral, con la guía de los cuatro puntos cardinales de la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza. Piénsese que, en la España de la Restauración, la animadversión del conservadurismo e integrismo católicos hacia el individualismo liberal y hacia las afirmaciones de la lucha de clases solía rezumar una simpatía por el viejo corporativismo de la derecha y la aspiración a reconstruir la pirámide jerárquica de antaño sobre la base de la regeneración moral, la caridad de los de arriba y la condescendencia respetuosa de los de abajo. La promoción de estas secuencias concéntricas por parte de algunos pedagogos afines al fascismo alemán seguramente es inseparable de su sencillo acomodo especular a la estructuración corporativista de una sociedad civil absorbida por el “Estado total” en todos sus niveles: el individuo, la familia, el municipio, el grupo socioprofesional o la pertenencia regional. La consagración de la Heimatkunde en la Alemania Federal salida de la 2ª Guerra Mundial tampoco fue ajena a la generalización en aquellos años de una noción de educación política para el compañerismo y la lealtad comunitaria de los “ciudadanos románticos post-totalitarios” –sabedores de estar todos en el mismo barco– que la reconstrucción nacional exigía (Schramke, 1980). Según ha subrayado la historiografía educativa británica (v.g. Cunningham, 1988), un porcentaje notable de los estudios del entorno que eclosionaron en la década de 1960 en aquel país exuda un poso romántico receloso de las alteraciones introducidas por la modernidad, reflejado en su resistencia a los desarrollos de la cultura popular y los medios de comunicación de masas, y en el regusto por el contacto idílico con lo rural-campestre o el patrimonio histórico. El frecuente aprovechamiento de esta solución didáctica para crear o reforzar sentimientos de identidad regional o nacional, como ha ocurrido en la España de las Autonomías, acostumbra a evocar una concepción comunitarista de la organización política vigente o soñada, justificada en la existencia previa de un “pueblo” o de algún tipo de comunión cultural.

Desde este punto de vista, cabe sospechar que su persistente atractivo, poco vulnerable a las tempranas críticas lanzadas contra su insolvencia explicativa, radica en el modo en que este diseño concéntrico aparentemente inocuo coadyuva –si se nos consiente parafrasear a Harvey (2007)– a insuflar objetividad y “factualidad” a unas determinadas configuraciones geográficas construidas en torno a la organización jerárquica del aparato estatal, a ciertas fidelidades afectivas o a algunas identidades socio-ambientales. Aunque el argumento de autoridad aducido hasta la saciedad en favor de los círculos que se amplían de curso en curso ha sido el respeto a la lógica del niño y la concordancia de tal secuencia con las etapas de su proceso madurativo, lo cierto es que, más allá del hogar, tales círculos están definidos en términos político-administrativos “adultos”, tal como apunta con perspicacia LeRiche (1992: 129). De esta guisa se esencializan unas categorías geopolíticas –ideológicamente dúctiles– que influyen en la formación de las subjetividades personales y políticas, en los esquemas de pertenencia territorial y social, y en la manera de pensar los problemas colectivos y su posible solución. La opinión al respecto de este autor norteamericano es rotunda: debido a la naturalización de esas categorías y a su tratamiento separado, incapaz de capturar las complejas interacciones que atraviesan las sociedades actuales, “la expanding environments sequence es una herramienta curricular inapropiada para fomentar una socialización política democrática entre los alumnos de la escuela primaria” (LeRiche, 1992: 129).

Las tensiones inherentes a la transmisión de cultura y los dilemas de la educación para la democracia

Si concede alguna credibilidad al análisis anterior, el lector o lectora se percatará de que la discusión sobre paradigmas científicos, siendo imprescindible, no agota en absoluto la reflexión sobre el contenido del currículum social deseable para la escuela del siglo XXI. Antes bien, esa discusión se subsume en dilemas de mayor calado, latentes en el corazón mismo de cualquier institución socializadora, aun si no se habla de ellos. Adoptando una perspectiva amplia, dentro de la estructura de ocupaciones la profesión docente se mueve en el interior del vasto campo de la producción y reproducción de la cultura. Sin embargo, rara vez nos interrogamos acerca de nuestro papel como agentes suyos en el contexto de lo que Cuesta et al. (2005) han llamado “las políticas de la cultura”, refiriéndose con tal locución no simplemente a decretos o leyes, sino –con un espíritu mucho más abarcador– a los usos sociales y públicos de la misma. El énfasis de estos compañeros de la Federación Icaria es muy pertinente. Decir que en el sistema educativo se transmite cultura es una obviedad. Pero lo que realmente signifique eso no es tan evidente, dada la ambigüedad y polisemia de este vocablo. Apoyándonos tangencialmente en Purves (1988), en Romero (2003) señalábamos que “cultura” es, al mismo tiempo, algo a lo que se pertenece (unos modos de vida con sus instituciones, costumbres, tradiciones, normas, interpretaciones del mundo, obras, etc., que envuelven, expresan y sustentan un orden colectivo), algo que nos ilustra (los conocimientos que incrementan nuestra sapiencia y permiten cultivar una razón crítica), y algo que se posee o no (un “capital” valorizable de acuerdo con algún criterio de demarcación para discriminar lo valioso y aceptable de lo que no lo es). Por tanto, la “transmisión de cultura” es susceptible de cumplir, y cumple de facto, funciones sociales distintas. Puede servir para promover la lealtad hacia un modo de vida e inculcar el deseo de preservarlo. También, y paradójicamente, para que los individuos adquiramos herramientas intelectuales que nos ayuden a distanciarnos críticamente de esos procesos de enculturación. Y asimismo para operar como mecanismo de diferenciación social, e incluso de exclusión. Es difícil imaginar un escenario en el cual no concurran entremezcladas estas tres funciones. Pero pueden hacerlo, indudablemente, en dosis relativas harto dispares.

Históricamente, la primera de las funciones mentadas ha tenido un peso protagonista en los programas escolares destinados a la enseñanza del pasado, el presente y la organización territorial de las sociedades. Incluyendo los centrados en el entorno. Es verdad que conforme avanzaba el siglo XX ese temperamento se fue matizando y embelleciendo con razones alusivas a la educación para la ciudadanía y la democracia. Igualmente por este flanco se ha querido insuflar nueva prestancia a la didáctica del medio: puesto que la participación efectiva comenzaría en las comunidades más próximas a la persona, la provisión de experiencias de aprendizaje contextualizado en dicho ámbito facultaría para crecer como ciudadano. No obstante, esta convocatoria digna del máximo encomio no resuelve por sí misma aquella tensión entre las diversas acepciones de “cultura”. Por el contrario, los discrepantes entendimientos de “democracia” la prolongan y amplían. Basta con fijarse, por simplificar, en la disputa entre las filosofías políticas comunitaristas –verbigracia, la nacionalista– y el republicanismo cívico, que resumiremos con el auxilio de Habermas (1999).

De acuerdo con las primeras, el demos de los ciudadanos tendría que estar enraizado en el ethnos de los miembros de un “pueblo” para poder estabilizarse como asociación jurídica de personas libres e iguales, habida cuenta que su lealtad requeriría “un anclaje en la conciencia de pertenencia a un pueblo, natural e históricamente vista como un destino” (ibid.: 110). Para esta concepción, la soberanía popular presupone que sus detentadores se encuentran ya en una comunidad cuasi-natural moldeada por una lengua y una historia común, de tal suerte que su autoidentificación colectiva no provendría tanto de la constitución que se dan como de un hecho histórico prepolítico (en el sentido de independiente de la formación de la voluntad y la opinión política de los ciudadanos): a saber, el “origen” y la idiosincrasia cultural compartidos. Sería precisamente la coparticipación en esa sustancia la que permitiría a los ciudadanos reconocerse recíprocamente como libres e iguales en derechos. Para la tradición republicana, sin embargo, el “pueblo” o la “nación” no valen como factum prepolítico, sino como producto del contrato social, como actuación consciente de la sociedad sobre sí misma, como comunidad civil co-originaria con su constitución pública democrática, en virtud de la cual forman una asociación de miembros libres e iguales, auto-regulada con los medios del derecho positivo [9]. “La idea de soberanía popular de este tipo, procedimentalista y orientada al futuro, convierte en un sin sentido la exigencia de acoplar retrospectivamente la formación política de la voluntad con el a priori sustantivo de un consenso prepolítico originado en el pasado entre miembros de un pueblo homogeneizado (...). No es necesario un consenso de fondo previo y asegurado por la homogeneidad cultural, porque la formación de la opinión y la voluntad estructurada democráticamente posibilita un acuerdo normativo racional también entre extraños” (ibid: 116).

En detrimento del republicanismo cívico se ha aseverado que el orden artificial del derecho positivo es un vínculo demasiado débil para asegurar la cohesión social, mientras el patriotismo orgánico asentado en un imaginado linaje contaría a su favor con la fuerza integradora que le brinda su capacidad de vinculación emocional interclasista. No cabe duda de que la cuestión relativa a las condiciones que permitan la consistencia de las sociedades complejas es crucial. Tras la disolución de los lazos estamentales, la receta se ha buscado por doquier en el cultivo de esa “religión civil” que pretende unir a los social y económicamente desiguales con el pegamento identitario del nacionalismo. Pero no es esa la única estrategia posible, como ha recalcado Adela Cortina (1997). Al menos cabe otra muy distinta, la de –por emplear la terminología de Daniel Bell– “fortalecer el hogar público”, ese espacio común situado más allá del ámbito doméstico y la economía de mercado, mediante un ensanchamiento de los cauces de participación y una distribución más justa de los recursos económicos, culturales y de poder. Pertenecer a una sociedad que se preocupa por el bienestar de sus miembros, por pertrecharlos con los medios y oportunidades imprescindibles para que cada cual pueda llevar adelante sus propios proyectos de vida feliz, y por incluirlos en la toma de decisiones, parece esencial para sentirse ciudadano, implicado y convencido de que vale la pena trabajar por mantenerla y mejorarla. No es de extrañar que consideren más defendible este último planteamiento quienes acusan el ascendiente de la tradición republicana pero, simultáneamente, se afanan por superar sus insuficiencias y avanzar en la dirección de alguna forma de democracia radical (Mouffe, 1999) que conjugue mayor participación, un auténtico pluralismo y justicia distributiva. En primer lugar, porque los marcadores de identidad orgánica se han activado abusivamente para desviar los conflictos nacidos de la desigualdad, como mecanismo de exclusión del otro, y como programa consciente de uniformización que ha llevado a la marginación interna de segmentos sociales enteros. En segundo lugar, porque el fortalecimiento del hogar público se antoja un horizonte más prometedor bajo el prisma de la afirmación de toda persona como sujeto político que ejerce su cuota de soberanía al servicio de la dignificación de su vida y de las vidas ajenas (Martín Domínguez, 2003a).

Además, ha de repararse en otra circunstancia cardinal, del todo insoslayable en la actualidad. Las sociedades contemporáneas son cada vez más diferenciadas y multiculturales. Cada vez se alejan más del prototipo de un estado nacional con una población culturalmente homogénea. Ningún planteamiento político democrático puede esquivar la existencia de una multiplicidad de formas de vida, cosmovisiones, identidades, adscripciones axiológicas o confesionales, etc., acompañada de permanentes demandas de reconocimiento. En estas sociedades pluralistas –sostiene Habermas (ibid.: 111)–, la responsabilidad de la integración social “no puede ser desplazada del plano de la formación de la voluntad política y de la comunicación pública al del substrato cultural aparentemente natural de un pueblo presuntamente homogéneo”. La falta de referentes unitarios aconseja renunciar a cualquier intento de fundamentación metafísica (el mito de los prístinos orígenes, los derechos históricos, etc.) de las comunidades políticas y los vínculos sociales. El reto es, más bien, conciliar el universalismo de los principios democráticos con la diversidad de las identidades. En esta línea, el filósofo alemán aboga por “un universalismo altamente sensible a la diferencia” que concierte el derecho a mantener la propia forma de vida cultural con la obligación general de aceptar los derechos humanos y las reglas democráticas definidas en el marco constitucional de convivencia, y que se asiente en una moral del igual respeto para cada cual y de la responsabilidad solidaria del uno para con el otro; donde el igual respeto para cada cual no comprenda sólo al similar sino también a la persona del otro en su alteridad; donde ese solidario hacerse responsable del otro como uno de “nosotros” se refiera a un “nosotros” liberado de esencias últimas, en aras de una comprensión cosmopolita de la comunidad cívica; y donde la responsabilidad de impulsar la cohesión repose en el propio proceso democrático y en el disfrute efectivo de los derechos jurídicos, socio-económicos y culturales. Un republicanismo de nuevo cuño tal exige, a juicio de Habermas, poner el foco en el nivel de la cultura política común, desconectándolo del nivel de las subculturas y de sus identidades acuñadas prepolíticamente. No, obviamente, para negar o anular estas últimas, sino para invitarlas a reconstruirse en la encrucijada compartida del espacio público. Un espacio público cuyo establecimiento no es posible desde el esencialismo interno de cada “voz” concurrente, ni desde la espuria imposición hegemónica de una “voz” que reduzca las restantes al silencio. Un espacio público, por consiguiente, que ha de incluir y dar expresión a las diferencias, pero con el fin de articularlas en pos de una idea no sustancial de bien común [10]. Hablamos de una idea no sustancial porque la democracia precisa del consenso y del respeto a las reglas de juego tanto como de la diversidad y los antagonismos. “La experiencia del totalitarismo –apostilla Morin (2001: 132)– ha revelado un carácter fundamental de la democracia: su vínculo vital con la diversidad. La democracia supone y alimenta la diversidad de intereses, así como la diversidad de ideas”. El desafío, añadiría Mouffe (1999), no es erradicar el antagonismo sino transformarlo en agonismo, de modo que el eventual enemigo devenga en adversario en la discusión y la praxis políticas.

Enseñanza de lo social, cultura política e inteligencia cívica en un mundo globalizado

Si tomar conciencia de las funciones sociales latentes del currículum en nuestra área es una obligación ética y una parada previa e inexcusable a la hora de repensar los contenidos escolares, la prioridad aledaña sería cómo reconstituir los saberes socio-geográficos para que contribuyesen a una educación democrática digna de ese calificativo y adecuada al momento histórico presente. Considerando las implicaciones del discurso precedente, se entenderá que nosotros no veamos su hipotético servicio en la afirmación de identidades culturales “acuñadas prepolíticamente”, sino en sus aportaciones a la recurrente edificación de esa cultura política común que habría de emerger de la heterogeneidad de identidades, a partir, por supuesto, de un mayor conocimiento mutuo. Lo que a su vez reclama poner el acento: a) desde el punto de vista colectivo, en el análisis de los problemas y controversias concernientes a la esfera pública, a través de los cuales se dirimen las disputas valorativas entre modelos de “vida digna” y se manifiestan las condiciones de la dinámica y la estructura sociales; y b) desde el punto de vista individual, en el cultivo de la inteligencia cívica de las personas, que se desarrolla y profesa mediante la discusión crítica de esos asuntos públicos [11], y que demanda experiencias reales para aprender y practicar las artes del debate argumentado, el examen riguroso de los conflictos, su encaramiento dialogístico y no violento, la receptividad al pensamiento y necesidades de los demás, etc. Todo ello con el propósito de fomentar una cultura democrática sólida, beligerante contra cualquier forma de injusticia, barbarie o exclusión, y de sentar las bases para una participación activa, significativa, consciente y responsable.

“Conocer la sociedad” no es sinónimo de empaparse en los lugares de la “memoria oficial” del grupo ni en los lugares de su identidad territorial. Tampoco una mera aproximación a un catálogo enciclopédico de producciones disciplinares. Es, ante todo, enriquecer progresivamente la comprensión de las circunstancias que modelan nuestra existencia en colectividad, la gradual apropiación reflexiva de las condiciones de la acción en nuestro mundo, en tanto que requisito imprescindible –no suficiente– para la implicación e intervención en las dimensiones compartidas de la actividad social. Esto no conlleva en absoluto rehuir el conocimiento académico. Al contrario. No hay ciudadanía crítica si ésta no descansa en el análisis cabal de la realidad. Por lo cual es menester ayudar a los niños a dar los pasos posibles en ese trayecto paulatino que nos llevaría de sus nociones espontáneas a los marcos conceptuales científicos. Pero no con el objetivo servil de reproducir en los centros las especialidades universitarias, sino de proporcionar utensilios racionales para escarbar por debajo de la apariencia superficial de las cosas [12].

Ocurre, no obstante, que las circunstancias constitutivas de nuestra vida no son las mismas que hace unas décadas, y mucho menos que hace unos siglos. Permítasenos una breve digresión. Empleando la terminología de Giddens, cabría sostener que las propiedades estructurales y los ordenamientos institucionales de toda sociedad se despliegan por un espacio y un tiempo, a través de mecanismos de integración y reproducción sociales. Pues bien, debido a la magnitud de las transformaciones asociadas a la modernidad y al dominio económico, político, tecnológico y militar de Occidente, los modos de organización colectiva surgidos inicialmente en Europa a partir del siglo XVIII, para impactar con posterioridad en el resto del orbe, comenzaron a “estirar” su influencia a una escala desconocida, que no ha dejado de agrandarse desde entonces a pesar de su compleja dialéctica con los elementos de perduración. En lo concerniente a su extensión, estos cambios han traído aparejado el establecimiento de interconexiones de alcance planetario; en lo concerniente a su intensidad, tales cambios han llegado a las esferas más íntimas de nuestra cotidianidad. Una consecuencia trascendental ha sido la incidencia cada vez mayor de las circunstancias separadas de las interacciones cara-a-cara; esto es, la gradual dislocación entre espacio y lugar. A resultas de ello, “los aspectos locales son penetrados en profundidad y configurados por influencias sociales que se generan a gran distancia de ellos. Lo que estructura lo local no es simplemente eso que está en escena, sino que la «forma visible» de lo local encubre las distantes relaciones que determinan su naturaleza” (Giddens, 1993: 30) [13]. Se han alumbrado así instituciones “desancladas”, sobrepuestas a las costumbres localizadas, capaces de aunar lo cercano y lo lejano de una manera impensable en comunidades más tradicionales y, por ende, de repercutir en la vida de millones de seres humanos. Desde esta óptica, la “globalización” actual puede concebirse como una radicalización de la modernidad, que dista mucho de brotar ex novo, aunque suponga un salto cualitativo en esta espiral, al extremo de hablarse de un período crucial de transición histórica. Porque ciertamente la globalización no se reduce a la nueva economía electrónica transnacional, sino que es además política, tecnológica y cultural. Porque pese a estar dirigida por Occidente, denotar el poderío estadounidense y resultar angustiosamente desigual en sus efectos, no es sólo hegemonía de los países ricos sobre el resto, sino que influye también en los primeros. Porque afecta a múltiples facetas, desde la soberanía de los estados o las estrategias empresariales al mercado laboral o a la familia: no tiene que ver sólo con lo que está “ahí fuera”, remoto y alejado, sino también con el “aquí dentro” (Giddens, 2000: 24-25). Porque está transformando la organización del espacio: si, según Castells (1997), la “sociedad red” es la nueva estructura social dominante a nivel mundial, el “espacio de flujos” sería su correlato, sobresaliendo por encima de las demás formas y procesos espaciales co-presentes.

Retomemos el hilo del discurso. Puesto que nuestras circunstancias acusan de forma creciente la fuerza estructuradora de dinámicas transterritoriales, y puesto que las principales redes de poder se alinean ya en ese espacio de flujos investigado por Castells, urge meditar sobre el locus de la democracia y, por derivación, sobre el radio de la educación comprometida con la misma. Como se ha dicho, la globalización ha ampliado e intensificado la interconexión social, económica y política a través de regiones y continentes. A despecho de algunas imágenes simplificadoras, es un fenómeno multidimensional con repercusiones no siempre coincidentes y aun conflictivas. Por ejemplo, la desregulación de los mercados económicos ha modificado e incrementado el poder del capital al dotarle de mayores alternativas de “salida” en relación tanto a los mercados de trabajo nacionales como al Estado, lo cual ha alterado en su favor el equilibrio entre poder público y privado. En paralelo, los organismos de derechos humanos han conseguido que la soberanía sea menos garante por sí sola de la legitimidad del Estado en el derecho internacional. En cualquier caso, lo cierto es que está contribuyendo a transfigurar el carácter y las perspectivas de la comunidad política. Siguiendo la sugeridora obra de David Held (1997, 2000), llamaremos la atención sobre varios puntos.

Primero, ya no cabe identificar sin más el lugar del poder político efectivo con el gobierno nacional. El poder efectivo es compartido y pactado por agentes e instituciones diversos en los niveles estatal, regional e internacional. Segundo, “la idea de comunidad de destino –de colectividad autodeterminada– en sentido político no puede ya situarse coherentemente dentro de los límites de una sola nación-Estado” (Held, 2000: 6), toda vez que algunas de las dinámicas más determinantes en la definición de nuestras oportunidades de vida rebasan sus fronteras privativas. Tercero, el hecho de que el Estado deba operar dentro de sistemas regionales y globales complejos incide tanto en su autonomía como en ciertas dimensiones de su soberanía. Cuarto, la distinción entre asuntos domésticos y extranjeros queda en entredicho por la irrupción de toda una serie de agendas y problemas transfronterizos: el desarrollo de la Unión Europea, la ubicación y las estrategias de inversión de las corporaciones multinacionales, la inestabilidad de los mercados financieros mundiales, la amenaza a la base fiscal de los países generada por la división internacional de la mano de obra y la ausencia de controles sobre el capital, el uso de recursos no renovables, el calentamiento del planeta, la administración de los residuos nucleares, las armas de destrucción masiva, las guerras y los peligros para la paz, la criminalidad internacional, el sida y otras epidemias, la emigración, etc. Todo ello crea lo que Held califica como “comunidades de destino superpuestas”, en tanto que la suerte de cada una está marcada por su interdependencia mutua.

Ante este panorama, parece anacrónico referenciar las posibilidades de la comunidad política únicamente a los mecanismos de poder nacional. ¿Cuál es, entonces, el ámbito de jurisdicción relevante para elaborar y poner en práctica medidas relativas al respeto de los derechos humanos, la persecución de los crímenes contra la humanidad y de las redes mafiosas, la regulación de los mercados globales, las condiciones laborales deslocalizadas, el riesgo ecológico, etc.? En suma, ¿cuáles son las “sedes” apropiadas para la política y la democracia? Los interrogantes no son baladíes, pues ese espacio de flujos en el que se mueven los intereses y funciones sociales dominantes está lejos de ser democrático. Por consiguiente, alega Held (ibid.: 8), “si no queremos que las más poderosas fuerzas geopolíticas y económicas resuelvan muchos asuntos apremiantes simplemente en términos de sus propios fines y en virtud de su poder, es forzoso una reconsideración de las actuales instituciones y mecanismos de responsabilidad pública”, so pena de ir vaciándolos de contenido. De ahí que este y otros autores sostengan la necesidad imperiosa de un crecimiento de la democracia hacia arriba y hacia abajo del nivel nacional o estatal. Hacia abajo porque la democratización de nuestras sociedades ha sido un camino largo, irregular, incompleto y no inmune a regresiones que marginan a la población de la toma de decisiones en favor de expertos y tecnócratas. Hacia arriba, extendiéndola por encima de las fronteras territoriales, porque la globalización reclama respuestas globales. Con el fin de regular democráticamente problemas que nos afectan a todos –a escala local, estatal, regional y mundial– y de pedir responsabilidades, “las personas han de poder acceder a, y participar en, muchas comunidades políticas diversas. Para expresarlo de otro modo, una comunidad política democrática del nuevo milenio implica por necesidad un mundo en que los ciudadanos gocen de ciudadanía múltiple” (ibid.: 8). Tendrán que crearse instituciones para abarcar estas interdependencias y destinos solapados. Y los individuos habremos de aprender a diseccionar las interacciones entre factores particulares y generales, a conocer a las gentes con las cuales deberemos deliberar y cooperar, a ser ciudadanos múltiples y cosmopolitas. A estas alturas, ninguna educación para la democracia puede obviar esto.

Escuela como espacio público y la democratización de la democracia

Ser actor de la propia vida en lugar de sujeto paciente o espectador renuente es uno de los ideales más hondamente arraigados en el pensamiento occidental, todavía por alcanzar. Todas las tradiciones críticas han coincidido en el papel crucial que puede jugar la educación al respecto. Pero sin incurrir en ilusiones taumatúrgicas, pues no es la panacea milagrosa de las miserias que no se atajan (o se potencian) en otras instancias. Es más, una educación así inspirada tiene por delante un camino erizado de obstáculos. Algunos de ellos interpuestos por el propio sistema escolar. Mientras que a instancias de la OCDE y el Consejo de Europa, preocupados por la desafección política de los jóvenes, bastantes países están introduciendo algún tipo de educación para la ciudadanía en la periferia de sus currícula escolares –no sin polémica y, en algunos casos, haciendo tabla rasa de riquísimos desarrollos previos–, muchas de las reformas habidas a nivel internacional durante las dos últimas décadas han atrincherado en su núcleo una enseñanza de lo social cortada por rancios patrones. No negaremos, por poner un ejemplo, que las narrativas nacionales han sido revisadas por abajo y por arriba para abrir la puerta a grupos sin voz, a otras identidades étnicas o regionales internas al estado, y también a marcos supraestatales como la UE. Sin embargo, el trance se ha solventado a menudo con la multiplicación de narrativas afectas al mismo molde y, si nos atenemos a Europa, con la “europeización” de las respectivas naciones (Schissler y Soysal, 2005; véase asimismo López Facal, 2000), conservando en el fondo lo que nuestro compañero Antonio Martín (2003b) ha calificado de “impostura territorial”. Por otra parte, cabe dudar de la potencialidad de la escuela como laboratorio de vida democrática cuando el cuestionamiento de la comprehensividad, a través de distintas estrategias según países, está acentuando la tendencia de los “iguales” a buscarse entre sí para escolarizarse separados de los “diferentes”. Por su determinante peso, los obstáculos extra-escolares son todavía más patentes. De entrada, “poco importa ser un ciudadano activo si no existe un ámbito en el que poder ejercer la ciudadanía de modo efectivo” (Clarke, 1999: 61). Y, desde luego, la dominante concepción schumpeteriana de la representación como mero instrumento de designación de élites, que adquieren capacidad de decisión política mediante la competencia electoral periódica, implica una tendencia a restringir la participación ciudadana más allá del sufragio. Esto es, coadyuva directamente a, y se alimenta de, la apatía (dentro de unos límites que salvaguarden su legitimidad). Es igualmente curioso que la OCDE y otros organismos multilaterales estén poniendo tanta vehemencia en las competencias cívicas individuales, habida cuenta que la actual impotencia frente a este mundo desbocado “no es señal de deficiencias personales sino que refleja las deficiencias de nuestras instituciones” (Giddens, 2000: 31). Por tales razones, concebimos los planteamientos enunciados en estas páginas como una manera de contribuir, muy modestamente, a las luchas más amplias por articular la escuela como un verdadero “espacio público” (Grupo Gea-Clío, comp., 2005) y por democratizar la democracia.

Notas

[1] En su informe Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, escrito a instancias de la UNESCO, Edgar Morin (2001: 44) afirmaba taxativamente que “…existe una inadecuación cada vez más amplia, profunda y grave entre, por un lado, nuestros saberes desarticulados, parcelados y compartimentados y, por el otro, las realidades o problemas cada vez más polidisciplinarios, transversales, multidimensionales, transnacionales, globales, planetarios…”.

[2] Remitimos al International Handbook of Curriculum Research compilado por William F. Pinar (2003) y a los análisis histórico-comparativos incluidos en el reciente volumen editado por Aaron Benavot y Cecilia Braslavsky (2007).

[3] De la cual son prueba las perennes controversias a propósito de su conceptualización. Nosotros no lo equipararemos únicamente con el plan de estudios o con las decisiones de diversa índole que convergen en la programación didáctica. “La acepción aquí manejada apunta, además de a lo prescrito, escrito, diseñado o deseado, a la ardua dialéctica entre intenciones y realidades. Esto es, en el término englobamos también el currículum ‘abrazado’ en la práctica, el representado o llevado a cabo en las interacciones entre profesores y alumnos a través de un incierto juego de interpretaciones, negociaciones, actuaciones, rituales, controles, acomodaciones, omisiones, resistencias o rechazos que lo reconstruyen en el espacio físico e institucionalmente estructurado de las aulas, modelando el tipo de experiencias ‘educativas’ –expresas y tácitas– ofrecidas o negadas de facto a los discentes” (Romero y Luis, 2003: 1011).

[4] El rico bagaje teórico y empírico que han ido alimentando Raymond Williams, Bernstein, Young, Goodson, Kliebard, Franklin, Cuban o Chervel, por citar tan sólo unas pocas firmas ilustres, ha encontrado igualmente cultivadores en España. En particular, queremos subrayar las relevantes contribuciones realizadas dentro de la Federación Icaria (Fedicaria), a la que ambos pertenecemos. Como es notorio, las investigaciones de Raimundo Cuesta (1997, 1998) sobre la genealogía del “código disciplinar” de la Historia escolar supusieron un auténtico hito en nuestro país. Las publicaciones de Javier Merchán (2005) acerca de las prácticas que gobiernan el desarrollo de las clases y su incidencia en el trance que acaba conformando el currículum finalmente ofrecido a los infantes; la tesis doctoral de Juan Mainer (2007) sobre la cimentación de unas tradiciones discursivas y un campo profesional de expertos alrededor de la enseñanza de las ciencias sociales; o la de Julio Mateos (2008) sobre la sociogénesis del “código pedagógico del entorno”, son otras tantas aportaciones brillantes a esta línea de trabajo. Tampoco son ajenas a ella las atinadas consideraciones de Francisco F. García Pérez (2001) relativas a la idiosincrasia del conocimiento escolar. Para una información bibliográfica más detallada, también sobre los autores de estas páginas, consúltese la web de esta federación (http://www.fedicaria.org/) y http://www.ub.es/geocrit/b3w-711.htm.

[5] Incluso desde atalayas intra-gremiales se reconoce ya la equivocación de confundir la historia de la/s ciencia/s implicada/s con la historia de la respectiva asignatura escolar. En un reciente libro sobre los derroteros de la Geografía en las escuelas británicas entre 1850 y 2000, alguien tan apegado a su disciplina como Rex Walford (2001: ix) admite que, pese a su relación, “ambas historias no son, ni mucho menos, paralelas”.

[6] No faltan referentes literarios. Desde hace bastantes años se ha venido prestando atención a las raíces intelectuales y a los precursores de los estudios del entorno local, que en verdad ganaron caudal como contracultura didáctica con la Escuela Nueva, pero cuyas fuentes se remontan mucho más atrás en el tiempo. Una pequeña muestra de lo que decimos son el texto clásico de Gibbs (1907) en Francia, traducido con rapidez al castellano; la igualmente clásica y pionera historia del currículum firmada por Watson (1909) en Inglaterra; las posteriores obras de sus compatriotas Stewart-McCann (1967) y Watts (1969); la indagación de LeRiche (1987) sobre los orígenes de la expanding environments sequence en EEUU; el análisis de Buttimer (1994) sobre la penetración de la Heimatkunde en los países nórdicos; o, por cerrar con bibliografía española este apresurado y nada exhaustivo repaso, los libros de Luis Gómez (1985) y Melcón (1995). Todos han puesto de relieve la antigüedad de los principios metodológicos que aconsejan progresar de lo próximo a lo lejano, de lo conocido a lo desconocido o de lo particular a lo general, así como el contacto directo con el medio socio-natural circundante. Las publicaciones citadas desvelan igualmente que la asimilación de estos nutrientes estuvo sujeta a variaciones relativas entre países y entre unos ateneos y otros. Así, por ejemplo, y sin desmerecer la huella del movimiento pietista de los siglos XVII y XVIII, la final implantación de la Heimatkunde como área curricular para los cuatro primeros cursos de la escolaridad alemana en 1921 recogió claramente el legado de Pestalozzi, Froebel y Herbart. Entre las diversas “influencias continentales” que desembarcaron en las Islas Británicas, además de la cabeza de playa establecida por Comenio, quizá la más trascendental llegó a través de Pestalozzi, aunque sus ecos se entrecruzaron de modo ambiguo con otros abigarrados ascendientes, en especial con un romanticismo naturalista de signo estético-cultural, liderado en Inglaterra por William Wordsworth (1770-1850). Cubriendo las resonancias roussonianas con una película de particularismo nacional –cuando no de conservadurismo político–, este romanticismo naturalista preparó en aquel país “el clima intelectual para la aceptación acrítica de los estudios del entorno en el siglo XX” (Watts, 1969: 44). En Estados Unidos, por el contrario, el arquitecto más notorio de la secuencia radioconcéntrica, Charles McMurry, bebió fundamentalmente de los manantiales herbatianos, con los cuales se topó en las universidades germanas de Jena y Halle, a donde se había desplazado desde Illinois en la década de 1880. Para el caso español, véanse las mencionadas aportaciones de Julio Mateos.

[7] Centro de Documentación y Orientación Didáctica de Enseñanza Primaria, fundado por decreto en 1958.

[8] En 1930, el 51% de los adolescentes norteamericanos con edades comprendidas entre los 14 y los 17 asistían a centros de secundaria.

[9] En un reciente libro, De Francisco (2007: 15) sintetiza así la cuestión: si para los comunitaristas la pregunta “¿quiénes somos?” es previa a la pregunta “¿somos libres?”, para el republicanismo esas dos preguntas no admiten tal precedencia. Esto es, para saber quiénes somos hemos de ser libres. Véase asimismo el volumen colectivo coordinado por Ovejero, Martí y Gargarella (2004).

[10] Las posiciones de cada “voz” no convergen espontáneamente. Para ello, al decir de Mouffe (1999: 39-40), se requiere una disposición subjetiva mancomunada “que transforme la identidad de diferentes grupos, de tal manera que se puedan articular las exigencias de cada uno de ellos con las de otros, de acuerdo con el principio de equivalencia democrática. Pues no se trata de establecer una mera alianza entre intereses dados, sino de modificar realmente la identidad misma de estas fuerzas”, a fin de que la defensa de unos intereses legítimos no se persiga a expensas de los derechos igualmente legítimos de otros.

[11] En Romero-Luis (2005) hemos rebatido las objeciones más habituales al tratamiento escolar temprano de temas sociales “sensibles”: la inmadurez de los niños, la conveniencia de demorar su contacto con los problemas circundantes al objeto de preservar la inocencia infantil, etc.

[12] Los problemas no son propiedad exclusiva de ningún gremio académico. De ahí la conveniencia de conjugar sus indagaciones. No obstante, el razonamiento más convincente en pro de una perspectiva interdisciplinar lo hemos encontrado en un bonito artículo de prensa firmado por John Berger (2002). Comentaba este ensayista británico que la mayoría de los diagnósticos de nuestros males se emprenden en el marco de una disciplina concreta (la economía, la política, la sociología, la historia, la geografía, la ecología, etc.), cada una con su peculiar vía de entrada. Sin embargo, las personas que padecen esos problemas no sufren sus consecuencias a cachos, en categorías desligadas, sino de forma inseparable. Esa “unidad del sufrimiento” sería la mejor incitación para coordinar miradas separadas por razones institucionales.

[13] El binomio “forma-contenido” con el cual Milton Santos (2000) ha trazado las vigas maestras de una ontología del espacio capta perfectamente ese fluido y mutable nexo entre morfología y función.

 

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Referencia bibliográfica

ROMERO MORANTE, J. y LUIS GÓMEZ, A. El conocimiento socio-geográfico en la escuela: las tensiones inherentes a la transmisión institucionalizada de cultura y los dilemas de la educación para la democracia en este mundo globalizado. Diez años de cambios en el Mundo, en la Geografía y en las Ciencias Sociales, 1999-2008. Actas del X Coloquio Internacional de Geocrítica, Universidad de Barcelona, 26-30 de mayo de 2008. <http://www.ub.es/geocrit/-xcol/372.htm>

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