Menú principal de Geo Crítica                                                                              Volver al Índice de Biblio 3W
 
Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona
ISSN: 1138-9796. Depósito Legal: B. 21.742-98
Vol. VI, nº 330, 29 de noviembre de 2001

JOSÉ LUIS SAMPEDRO, LA PALABRA EN EL TIEMPO*

Pere Tobaruela Martínez
Joan Tort Donada


Palabras clave: literatura/ itinerarios vitales/ marcos geográficos

Key words: literature/ vital paths/ geographical context


"Azadas son la hora y el momento /
que, a jornal de mi vida y mi cuidado, /
cavan en mi vivir mi monumento".
Quevedo
Se ha dicho con frecuencia que el fundamento del hecho literario reside en el inmenso poder de evocación y sugestión que tiene la palabra escrita. Quizá sea una afirmación sabida para unos, banal para otros. Pero, como sucede a menudo con aquello que los filósofos clásicos denominaban las "grandes verdades", recordar ciertos principios es una manera de revalidarlos, de hacérnoslos más próximos. Y en los tiempos que corren, con el fantasma de la superficialidad y del pensamiento único acechando, no creemos que sea insustancial ni gratuito reivindicar de pleno el valor de aquella afirmación; su esencialidad y su vigencia más allá de cualquier tópico.

Una coyuntura concreta nos ha llevado a la reflexión transcrita: la aproximación a un escritor que ha hecho de la palabra algo más que la herramienta propia del oficio. Que, sin afán de apropiársela, ha sabido convertirla en reflejo privilegiado, y continuo, de su circunstancia. Estamos hablando de José Luis Sampedro. Alguien de quien, sin haberlo conocido, no podemos afirmar que desconocemos: porque, a través de la palabra, nos ha permitido sumergirnos en su espacio y en su tiempo. Y compartir con él, de este modo, las coordenadas elementales de su particular universo vivencial. Algo que, en todo caso, sólo se puede decir de un número muy reducido de escritores.

Hemos mantenido con José Luis Sampedro un distendido diálogo en Valencia, uno de sus habituales "escenarios vitales" a lo largo del año. El pretexto de nuestro encuentro ha sido asomarnos a su vida y a su obra desde la perspectiva de los lugares y de los espacios vividos; de algún modo, buscar las raíces del fecundo componente geográfico que caracteriza, sin fisuras, toda su producción literaria. Pero la conversación, lógicamente, ha trascendido cualquier límite prefijado. Tratándose de una persona que ha hecho de la comunicación, en el sentido primigenio del término, uno de sus ejes existenciales, todo pretexto pierde pronto su razón de ser. Ante nosotros surge, libre de ataduras, con toda su nitidez, un interlocutor que asume cada momento como algo único e irrepetible. Alguien para quien el presente es irreductible a fórmula o canon alguno, y ante el que sólo cabe una actitud: vivirlo de una forma plena.

En su itinerario vital llama la atención la existencia de múltiples centros de referencia: Barcelona, Tánger, Cihuela, Zaragoza, Aranjuez, Madrid, Santander, Melilla... ¿Se trata simplemente del azar o es más bien el reflejo de un espíritu nómada?

Cuando miro hacia atrás, llego a la conclusión de que la vida te lleva por unos derroteros siempre inciertos, imprevisibles en la mayoría de los casos... Yo nací, aunque por casualidad, en Barcelona el año 1917. Allí viví hasta que cumplí un año y medio. Tánger fue mi siguiente destino. Pasé doce o trece años, si no recuerdo mal, en aquella ciudad, durante la década de los diez y los veinte: aquél era el Tánger más auténtico. Pasados unos años, tras la invasión española, todo cambió. Me marché de allí, definitivamente, en 1930; volví a la Península, donde se sucedieron, una detrás de otra, mis estancias en capitales y pueblos de la geografía española. De cada una de ellas, por breve que fuera, guardo un manojo de recuerdos. Hay personas, como podéis ver, que estamos sujetas al cambio constante, por los motivos que sea: ahora una ciudad, mañana otra. Fruto de este vagar continuo, os diría que mi esencia es centrífuga. No me gusta encastillarme en ningún sitio. Desde luego, no puedo negar que me agrada conocer nuevas caras y lugares. Y, sobre todo, poder hablar con la gente; siempre he pensado que conversar rejuvenece el espíritu...

En invierno acostumbro a pasar varias semanas, o incluso más tiempo, en Valencia. El frío de Madrid no sienta nada bien a mis dolencias del corazón. El influjo del Mediterráneo atempera mis achaques. La proximidad al mar siempre me ha ido bien, me ha dado vitalidad. Os diría, incluso, que me siento esencialmente mediterráneo. Por una cuestión no sólo de proximidad física, sino también afectiva e intelectual: el Mediterráneo es un lugar de mestizaje de civilizaciones inusual en el ámbito mundial. Una ágora. Aquí el norte y el sur, el este y el oeste, están entrelazados mutuamente. Todo esto lo digo desde mi eurocentrismo, claro está. Supongo que hay áreas de la Tierra que también son muy especiales; seguro que en el mundo habrá otros "mediterráneos": el mar del Japón, o el Sudeste asiático o el golfo de México, por ejemplo. Pero que quede claro: yo estoy encantado con éste.

El origen de su vocación literaria, ¿puede vincularse a algún lugar o ámbito geográfico concreto?

Los orígenes de una afición, sea cual sea, son difusos en la mayoría de los casos. Sucede, en la práctica, lo mismo que con los ríos: a veces no se sabe a ciencia cierta dónde nacen... Mirándolo desde la perspectiva del presente, os diría que tengo la sensación de que la escritura ha sido siempre mi compañera de viaje. Desde luego, no os podría concretar ni fecha ni lugar alguno; simplemente, que desde que tengo uso de razón me he sentido poseído, de algún modo, por el "virus" literario, por la necesidad perentoria de escribir. Ello no quiere decir que los lugares donde he vivido no hayan tenido importancia; la han tenido, sin duda alguna, pero en otra perspectiva.

En mi caso, os puedo asegurar que el ejemplo extremo de esta "necesidad de escribir" lo tuve hace unos años en el hospital Monte Sinaí de Nueva York; durante un tiempo estuve ingresado allí, con motivo de una repentina dolencia cardiaca. Fue, de hecho, una experiencia muy dura, que tuve ocasión de reflejar, a modo de vivencia autobiográfica, en un breve texto que publiqué en 1995. Pues bien, pasado el susto inicial, ya un poco recuperado, pero todavía conectado a un buen número de máquinas que me controlaban día y noche, me puse a escribir, para dejar constancia de aquella experiencia. No sé, lo necesitaba... El caso es que, una mañana, llega la doctora responsable, entra en la habitación y me descubre, bolígrafo en mano, anotando algunas ideas en un papel. "¿Qué hace usted?", me dice con cara de sorpresa, y yo le contesto: "Escribo, ya lo puede usted ver; soy escritor". Entonces ella sonrió; supongo que le hizo gracia la escena: yo allí, entre un sinfín de cables, empeñado en escribir. Claro está, han sido muchas las horas que me he pasado escribiendo a lo largo de mi vida. Palabra a palabra he ido construyendo la arquitectura de mis obras. Éste es mi legado, para el lector o la lectora que quiera hacerlo suyo...

Cabe pensar, de todos modos, que a lo largo de su trayectoria hay algún lugar, algún escenario geográfico concreto que se convierte en el punto de referencia existencial...

Hasta donde me alcanza el recuerdo, mis referentes personales básicos están en los libros; y no tanto en la letra como en el espíritu. En este sentido os diría que, siendo un niño, cuando mis padres preguntaban "¿Dónde está el chico?", la respuesta siempre era la misma: "Leyendo el Espasa". Me atraían mucho aquellas estampas del Diccionario de mi padre. Me pasaba horas y horas mirándolas, y leyendo los artículos que las acompañaban. Ya entonces era muy curioso; siempre lo he sido y lo sigo siendo... Dicho esto, y centrándome en vuestra pregunta, os diré que mi escenario geográfico por excelencia es Aranjuez. Una ciudad de una ambivalencia poco corriente: está situada en un medio netamente rural, con los típicos cultivos de la vega, y es al mismo tiempo una ciudad cortesana y señorial, con palacios y jardines espléndidos, de perfil dieciochesco. En aquel ambiente, para mí mágico, comencé a suspirar por llegar a ser algún día escritor. De hecho mi sueño de adolescencia, en Aranjuez, es bien simple: convertirme, con el tiempo, en un buen escritor "de segunda". Y digo "de segunda" porque de este modo el sueño me parecía más factible.

Hoy pienso que, verdaderamente, me he ido forjando como escritor a través del tiempo. Mi primera novela, "La estatua de Adolfo Espejo", la terminé a los 23 años, en 1940. Y se publicó medio siglo después; el año 1994, concretamente. Al revisarla para su publicación, descubrí en ella ideas que yo pensaba que pertenecían a otras novelas posteriores. Con esto quiero decir, simplemente, que la personalidad se forja en la adolescencia. A partir de los 25 años tienen que pasar cosas muy graves para que uno cambie... La primera novela que publiqué fue "Congreso en Estocolmo", en 1951. Tres años antes había publicado una obra de teatro: "La paloma de cartón". Mi último escrito en ver la luz, el año pasado, ha sido "El amante lesbiano". Así que desde aquella primera obra dedicada a Adolfo Espejo hasta esta última han pasado seis décadas. Un tiempo suficiente para madurar como persona y como escritor. Porque una cosa no puede ir separada de la otra: hay que vivir y madurar para escribir. Siempre he creído, ciertamente, que la novela es cosa de viejos.

Un aspecto que, en general, no pasa desapercibido en sus novelas es la ambientación; es decir, el esmero con el que construye, o reconstruye, el marco geográfico en el que se mueven los personajes.

Ésta es una cuestión que para mí siempre ha sido prioritaria, hasta el punto de convertirla en condición previa a la escritura material de todas mis novelas. La razón es simple: el paisaje me parece indispensable y consubstancial al sujeto. Yo, por ejemplo, no soy la misma persona en Valencia que en Madrid o que en otro sitio. El entorno me influye de un modo directo y personal, y me hace "sentir" diferente en cada lugar. Por este motivo, en mis novelas el tratamiento del paisaje es fundamental. En "Congreso en Estocolmo", por ilustrar lo que os digo, sin aquel horizonte, sin aquella decoración genuinamente escandinava, ni yo ni nadie puede acabar de comprender al español que va allí y vive aquella aventura. Con toda seguridad, este mismo personaje, en otro escenario, pongamos por caso la Pampa argentina, sería "otra" persona, en el sentido que la percepción del entorno, las sensaciones que recibe de este otro paisaje, influirían de una manera diferente en su comportamiento, en su quehacer diario.

En todo caso, y desde la perspectiva de la literatura en general, hay historias que no se conciben fuera de un determinado ambiente. Hamlet, fuera del mundo hiperbóreo, no creo que tenga demasiado sentido. Imaginaos por un momento el personaje en Sicilia... ¿Creéis que puede encajar, allí? Yo no, desde luego. La verdad es que no nos damos cuenta, pero el entorno nos condiciona en una gran medida. Por este motivo lo tengo muy en cuenta a la hora de elaborar una novela. Y no se trata tan sólo de atender el escenario en el que enmarco la acción; también cuido el nombre de los personajes, y el título mismo de la novela. A veces, no he escrito el nombre del personaje hasta que he encontrado uno oportuno. Todos los nombres de persona tienen connotaciones; es algo innegable. Robustiana, por ejemplo, nunca podrá ser el nombre de la doncella de una novela romántica. Es una cuestión de afinidad hacia el contexto, de "credibilidad" literaria. Y no es, desde luego, algo fácil de tratar. En muchas ocasiones he cambiado los nombres de algunos de mis personajes bien avanzada la novela. Es aquello de no colocar una perla en un saco de arpillera... En síntesis, pienso que la clave de un libro es situarlo todo en su contexto.

Se podría afirmar, a tenor de su argumentación con relación al paisaje, que parte de la base que el medio modela al hombre.

Para mí es algo evidente. Hombre y territorio se perfilan mutuamente, el uno al otro. Recuerdo, en este sentido, una afirmación de Unamuno que más o menos venía a decir que no es lo mismo un campesino manchego que uno gallego. Es impensable que sean iguales, decía, porque sus horizontes difieren en esencia. El del gallego es un horizonte cerrado; el del manchego, infinito. Yo comparto esta afirmación unamuniana y, en consecuencia, el "yo soy yo y mi circunstancia" me parece verdadero.

Por lo que a mí se refiere, soy extremadamente sensible al paisaje. En su día, recién llegado a Aranjuez, lo pasé muy mal echando de menos Tánger: el mar, aquella variedad de gente, aquel ambiente tan mediterráneo. Luego acabé enamorándome de Aranjuez, y ahora lo recuerdo como mi paraíso terrenal. En otro sentido, porque se trató simplemente de un viaje y no de un cambio de residencia, mi descubrimiento de Suecia fue impactante. Pensad por un momento en un español de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta en aquel país. ¡Aquello eran las antípodas de España! Allí todo era agua y verde, y la gente ¡tan diferente! De aquel viaje volví con la novela en la cabeza... Me parece que esta anécdota vale por sí misma como muestra de mi implicación personal y literaria con los paisajes y los ambientes que he vivido. Puedo añadir un último apunte, con tintes reivindicativos: no me puedo despegar, ni quisiera, ni quiero, de mi envolvente.

Esta atención hacia el envolvente quizá sea la clave de la "geograficidad" de sus novelas; esto es, de la riqueza de matices que ofrece la vertiente geográfica de sus textos.

No voy a negaros que la geografía siempre me ha gustado. Sin ir más lejos, cuando tenía quince años y preparaba oposiciones para entrar en la Academia de Aduanas, tuve que enfrentarme a unos temas de geografía universal extremadamente aburridos. Aquello era una geografía puramente memorística. Pues bien; yo procuré darle la vuelta, tomándola por el lado divertido. Combinando listas de nombres con música, me aprendí todo aquello de memoria. Todavía os puedo recitar los puertos de Chile, por ejemplo, de norte a sur: Arica, Pisagua, Iquique, Tocopilla, Cantao, Caldera, Carrizal Bajo, Huasco, Coquimbo, Valparaíso, Talcahuano, Valdivia, Coronel, Corral y Puerto Montt. Por aquel entonces comencé a aficionarme, también, a la cartografía. Los atlas me apasionaban. Y disfrutaba mucho dibujando mapas; además, se me daba bien. Por otro lado, os podría decir que, ya de niño, me gustaba la literatura de aventuras, de viajes, tipo Julio Verne. Yo me transportaba a aquellos escenarios ignotos y recónditos; vivía aquellos ambientes muy a fondo... Ya lo veis, he tenido una tirada hacia la geografía. Y quizá sea una tradición familiar, porque mi nieto ha acabado estudiando geografía.

Mi afición por los mapas se ha explicitado en algunas de mis novelas. En "La vieja sirena", por ejemplo, dibujé mapas del Egeo y sus islas, y de Oriente Medio. Antes de escribir "El río que nos lleva", por poneros otro ejemplo, me compré todos los mapas a escala 1: 50.000 de la zona recorrida por el Tajo. Los calqué en papel vegetal y los enganché unos con otros. El resultado: ¡8 metros y pico de mapa! Algo así como un "papiro" inmenso, que llevaba enrollado en mi mochila cuando recorrí las tierras del alto Tajo. Fue de este modo, mochila en ristre, y siempre con mis mapas a cuestas, que pasé varios veranos por aquella zona, hablando con la gente, percibiendo con mis propios ojos aquel paisaje. En definitiva, toda una estrategia encaminada a documentar el libro.

A propósito de"El río que nos lleva", nos gustaría saber qué motivos le llevaron a escribir una novela dedicada a los gancheros y a la maderada.

De entrada, debo deciros que me pasé alrededor de nueve años documentando la novela. Por entonces trabajaba en un banco y aprovechaba las vacaciones para recorrer la zona, paso a paso. Fue un trabajo arduo pero, desde luego, muy agradable. Sin darme cuenta, llegué a asimilar por completo aquel paisaje, hasta el punto de que, al escribir la novela, pude plasmarlo casi sin esfuerzo, tal como lo viví. Aquel era un mundo en trance de desaparecer; de hecho, cuando escribí la novela, en la década de los cincuenta, la maderada había desaparecido por completo. Hubo una última maderada después de la guerra civil. Yo la reconstruí a partir de los recuerdos de mi estancia en Aranjuez, y de conversaciones con gancheros jubilados. En mis años de juventud había épocas en que no nos podíamos bañar en el río, porque estaba invadido por millares de troncos. Aún tengo aquella imagen grabada en mi mente. Seguramente, ésta fue la semilla que acabó germinando, muchos años después, en forma de libro.

En todo caso, puedo deciros que la base de esta novela, más que los recuerdos, fueron mis propias vivencias sobre el terreno. Reconstruir el camino de la maderada. Y encontrar los ecos de la memoria de los gancheros, unos hombres rudos, abiertos, producto de la España de las primeras décadas del siglo XX. También eran unos artistas: las obras que aquella gente era capaz de hacer eran maravillosas. Debéis tener en cuenta que, en su curso alto, el Tajo no lleva mucha agua y, además, su cauce está a menudo obstaculizado por grandes bloques de roca. Pues bien, los gancheros, que manejaban los ganchos como si fueren sus propias manos, cuando faltaba agua hacían lo que ellos llamaban un adobo: se trataba de estrechar el cauce para aumentar el caudal de agua, hasta conseguir que los troncos flotaran libremente. Una vez salvado el escollo, la cuadrilla que cerraba la maderada deshacía el adobo.

Nueve años de documentación sobre el terreno le permitieron tener una percepción verdaderamente global de aquel entorno. Ahora bien, desde el punto de vista de sus habitantes, ¿cómo era percibido aquel viajero singular, con su mochila y sus ocho metros de mapa?

Generalmente con curiosidad. En aquellos años era todavía un hecho excepcional, en los pueblos y lugares alejados de las carreteras importantes, que apareciera una persona de fuera y que, además, se interesara por las cosas propias de allí. De todos modos, puedo deciros que lo que me ha llamado más la atención es la "imagen" que se han hecho de mí con el paso de tiempo, una vez divulgado el libro. Para la gente de los pueblos que menciono en el relato me he convertido en una especie de héroe; todo lo contrario de lo que sucede en los pueblos que no llego a mencionar. Pocas personas se dan cuenta del problema: construir un argumento es escoger una posibilidad entre muchas. El escritor se ve obligado constantemente a escoger. Y a menudo la elección le supone un verdadero drama.

Dejando este "inconveniente" a un lado, lo cierto es que mi experiencia personal por el alto Tajo fue una fuente inagotable de anécdotas. La que os explicaré es bastante significativa. Recuerdo que llegué a un pueblo, Villar de Cobeta, y no vi a nadie. Al rato se me acercó un viejo. Yo tenía un discurso preparado: "No soy ni de Hacienda ni de la Comisaría de Abastos... Vengo buscando las ruinas del castillo de Alpetea", le espeté sin miramiento. Claro está, yo no quería levantar recelos y para ello, en aquel recóndito lugar, era muy importante dejar bien claro desde un principio que no estaba vinculado a estamento gubernamental alguno. Bueno, el caso es que aquel viejo me contestó sin inmutarse: "Yo no puedo ayudarle. Por allí viene el alcalde; pregúnteselo a él". Y así lo hice. Fijaos en la respuesta del alcalde: "Las ruinas están en unos cerros terciarios que hay al lado mismo de unos meandros". Don Roque, le llamaban. Un señor muy amable que me dejó boquiabierto con su vocabulario tan técnico. Quién se podía esperar una respuesta de este calibre, allí, en un pueblo perdido. Yo no, por supuesto.

Esta vivencia minuciosa del territorio, esta interiorización de un determinado escenario literario, ¿hasta qué punto la ha llevado a la práctica en otras novelas?

En mis textos siempre he partido de la premisa de reflejar mis vivencias, mis percepciones y mis sentimientos con la máxima autenticidad. Se puede decir que nunca he escrito nada que no haya "vivido" previamente. Pero esta afirmación no hay que entenderla en un sentido literal: se puede "vivir" una experiencia a través del sueño o a través de la imaginación o simplemente escribiéndola. En el caso de "El río que nos lleva", el ambiente, la geografía, tiene una importancia tal que me obligó a una vivencia a fondo de todo aquel mundo. Pero no siempre sucede así; aquél, desde luego, fue un caso excepcional.

En cualquier caso, un escritor ha de tener recursos. Con ello os quiero decir, simplemente, que cuando escribí "La vieja sirena" no fui a Alejandría. Ni tampoco me desplacé a Milán y a la Calabria italiana para escribir "La sonrisa etrusca". Esto no implica, ni muchos menos, que no me documentara para poder describir aquellos escenarios. La ciudad de Milán, por ejemplo, está explicada a partir de planos de la ciudad y de guías de historiadores locales. Yo no había pisado nunca Milán... Cuando empecé a escribir este libro, esta cuestión ni me la planteé, porque lo concebí como una narración breve, como un cuento. Pero lo cierto es que el cuentecito del abuelo se alargó, hasta el punto de exigir el tratamiento de novela. Esto me llevó a cuestionarme cuál podía ser el escenario adecuado. En un principio pensé en Grecia. Tenía claro que el ambiente adecuado era el Mediterráneo. Descarté España enseguida, porque esta elección implicaba hablar de la guerra civil, y no me atraía. Pensé, además, que si sacaba el escenario fuera de nuestro país añadiría exotismo a la novela. La elección final de Milán y de Calabria fue casual. Una secretaria que yo tenía entonces, de vuelta de un viaje por tierras italianas, me regaló un libro dedicado al folklore de la zona de Catanzaro. Ésta fue la clave. Puro azar, como podéis ver...

Reconozco, de todas maneras, que más de uno se preguntará cómo se puede escribir, por mucha intuición que se tenga, sobre paisajes y personas que se desconocen. Es una duda razonable; ahora bien, yo digo: resulta relativamente fácil construir un personaje como Bruno, un montañés calabrés, si se conocen las montañas de la sierra de Molina. En esta sierra y en las alturas calabresas, las circunstancias son parecidas. Además, hay unos paralelismos socioeconómicos: un territorio despoblado y marginal, abocado a la emigración, relativamente próximo a los grandes centros urbanos y metropolitanos. En definitiva, la amarga paradoja de nuestras sociedades modernas...

La exploración de la génesis de sus libros nos lleva, de hecho, a hablar de economía y de contrastes socioeconómicos; algo que, desde luego, no puede extrañar al lector conocedor de su faceta como economista y profesor universitario de esta especialidad. En la práctica, ¿estamos ante una opción profesional complementaria de la literatura o se trata, simplemente, de una vertiente de su personalidad indisociable de las demás?

Siempre he deseado ser escritor, y me he considerado como tal por encima de cualquier otra cosa. Ahora bien, no en un sentido excluyente sino todo lo contrario: mi "esencia" como escritor pienso que incluye de algún modo mis facetas como economista o como profesor universitario; facetas, por cierto, a las que he dedicado una parte importante de mi vida.

Puedo decir hoy con orgullo que la experiencia cotidiana de dar clase era para mí una delicia: el trato con los chicos, compartir sus inquietudes era algo que me encantaba. Guardo muchos y gratos recuerdos de esta etapa. A parte de esto, os podría decir que, personalmente, he defendido en la universidad una idea de la economía como instrumento y no como finalidad. Es decir, que siempre he estado en contra de aquella premisa: "El mercado es libertad"; una afirmación que, a mi parecer, es totalmente errónea. En este sentido, he sido una especie de "cerro testigo": poca gente ha compartido mi opinión. No me importa. Yo no estoy de acuerdo con una sociedad cuyo fin es únicamente el beneficio. Hay otros valores, llámense fe, justicia o solidaridad, que se tendrían que tener en cuenta y no es así... La tesis dieciochesca de Adam Smith podía tener una cierta justificación en una sociedad en la que imperaban unas creencias religiosas que "contenían" de algún modo al mercado: que si eso no está bien, que si eso otro es pecado. En una sociedad secularizada como la nuestra el mercado no tiene freno.

Un buen día, decidí escribir un pequeño libro titulado "El mercado y nosotros", dedicado a mi nieto. Es un libro en formato cómic con dibujos de José Ramón Ballesteros en el que explico mi propia teoría del mercado como base de la economía. La tesis que defiendo es bien simple: el mercado es la libertad sólo para algunos... Bueno, el caso es que pensamientos por el estilo adoban el escrito. Ya os podéis imaginar el porqué de mi poca trascendencia en el mundo de la economía de nuestro país. Aparte del libro citado, he publicado otros dentro de la misma línea. Por ejemplo, "Las fuerzas económicas de nuestro tiempo" y "Conciencia del subdesarrollo"; este último, reeditado hace poco tiempo. En él plasmo una visión, mi visión, se entiende, de la situación de la economía mundial en los años setenta.

Lo cierto es que, en nuestros días, en un momento en el que impera la llamada "ley del mercado", los puntos de vista que usted defiende no son precisamente los más habituales...

Mirad, la primavera pasada, hojeando un diario de tirada nacional, me llamó la atención una cuestión. En la portada se explicaba que el doctor Barbacid afirmaba que le faltaban 1.000 millones de la partida que le había prometido el Gobierno para poner en marcha un proyecto de lucha contra el cáncer. En la contraportada, fijaos bien en lo que os digo, se informaba que el Tesoro había destinado 1.000 millones a la mejora del yate de la familia real... Bien, aquí tenéis un ejemplo de lo que yo defiendo y apunto de nuevo: el mercado representa la libertad sólo para unos pocos.

El problema radica en el sistema. En el sistema capitalista, quiero decir, en el que rige como principio el beneficio a corto plazo. Según este modelo, si hay un bosque que da rendimiento a corto plazo, se tala, sin discusión alguna. En mi modesta opinión, pienso que si la cosa continúa así, no hay nada que hacer. Ahora menos todavía, porque una parte del poder de decisión se ha transferido de las instancias políticas a las organizaciones económicas. Por ejemplo, el Banco Europeo hoy en día ya no tiene que responder de sus decisiones delante de ningún gobierno. De este modo, y a base de insistir en la idea de que la libertad de mercado es preferible a la intervención del estado, se ha llegado a un punto en que no se actúa a escala política y social: para ayudar a los pobres, para fomentar el empleo, para corregir desequilibrios. Ahora sólo actúan, y quisiera subrayarlo, los poderes económicos. Sin ir más lejos, el poder básico de la Unión Europea es económico y financiero. Solamente hay unidad en este sentido. No hay unidad, en cambio, en cuestiones de educación, de empleo, de sanidad...

En el mundo actual de la literatura y de la edición, en el que también prevalece el criterio del beneficio, ¿qué espacio queda para la creación, para la libertad del autor?

Yo, a lo largo de mi trayectoria de escritor, puedo decir que he sido bastante libre. Tiene que ver mucho con ello el hecho de que no he dependido nunca de la literatura para mi subsistencia. Mi faceta de economista ha sido mi sustento. Por este motivo, nunca he escrito por encargo ni he sido atosigado por la premura. Si he escrito ha sido simplemente porque ha salido de mí, y yo mismo he decidido en todo momento sobre qué tema, en qué condiciones y de qué manera iba a escribir.

Soy consciente, de todas formas, de que no todo el mundo puede decir lo mismo, y más ahora que el mercado pesa tanto en el ámbito de las decisiones editoriales. Estos días, con ocasión del premio Cervantes, se han publicado en la prensa algunos artículos en este sentido: que si los escritores no son del todo libres, que si la presión editorial va en aumento, que si los premios literarios están supeditados a unos intereses concretos... Yo, por lo que a mí respecta, digo que en este país se tiene que pagar un peaje muy alto por la independencia. Permitidme ilustrarlo con un ejemplo que me concierne. El año pasado, un periódico catalán informó que mi última novela, "El amante lesbiano", había sido el libro más vendido durante 20 semanas. Esta misma publicación, a finales de año, hizo una enumeración de las obras más leídas y ni tan sólo fui mencionado. Pero la verdad es que esta "parcialidad" me importa muy poco. Me alegro de pensar como lo hago, y de poder continuar siendo quien soy al margen de mi éxito editorial.

Permítanos una última pregunta. En alguna ocasión se ha reivindicado a sí mismo como un escritor "fronterizo": por su propia trayectoria "geográfica", por sus reticencias hacia todo lo que significa el "centro", por sus mismas afinidades y preferencias literarias. ¿Sigue manteniéndose en esta peculiar ubicación?

Si hay un concepto recurrente en mi vida y en mi obra, sin duda alguna es el de frontera. Os lo digo desde el mirador privilegiado de mis ochenta y tres años, casi ochenta y cuatro. Lo cierto es que la edad te da una perspectiva, una distancia que te permite descubrir cosas de ti mismo que quizá antes te habían pasado desapercibidas. Yo me he sentido fronterizo, de un modo consciente, en relación con muchos aspectos de mi vida: por la época que me ha tocado vivir, por las diversas circunstancias históricas, por las decisiones que he tenido que tomar muchas veces, como persona o simplemente como escritor... No obstante, curiosamente, hoy descubro, cuando miro hacia atrás, modos inconscientes de ese "ser fronterizo". Es decir, situaciones vividas claramente en los márgenes, en la zona de nadie que tan a menudo existe entre dos zonas netamente dibujadas. Pero no me he dado cuenta hasta mucho tiempo después.

Para mí la frontera es, de hecho, un dato preexistente; un concepto que no es necesario formular. Dicho de otro modo, es la misma esencia de la vida: la sutil divisoria entre el "es" y el "no es" que nos permite, al fin y al cabo, podernos reconocer como "existentes". Os lo podría resumir, una vez más, a través de una anécdota vivida. Fue en ocasión de la Guerra Civil: una operación que nos llevó, a varios compañeros, a atravesar sin darnos cuenta la línea del frente y a situarnos justamente en el otro lado. Al levantar un poco la niebla, nos dimos cuenta, perplejos, de que el supuesto "enemigo" tal vez éramos nosotros... Por suerte no pasó nada, pero hubiera podido ser el fin. Y yo me pregunto: ¿separan realmente alguna cosa, las fronteras? ¿No serán, más bien, convenciones arbitrarias con las que disfrazamos nuestra perplejidad ante lo infinito, ante la complejidad de un mundo que no entendemos? A mí, el hecho fronterizo me ha servido esencialmente para darme cuenta de la diversidad de la vida. Por ello nunca he tenido reparo alguno en ubicar en las fronteras, en plural, mi verdadera razón de ser.
 
 

* * *

Hubiéramos deseado, en algún momento, no tener que poner fin a nuestra conversación. De hecho, tan fácil y sugerente ha sido prolongar, de palabra, todo aquello -ideas, impresiones, opiniones- que había sido ya expresado por escrito, que a menudo nos hemos sentido sumergidos, literalmente, en el universo imaginario y sensorial de nuestro interlocutor. Con todo, no hemos querido caer en el engaño de un espejismo fácil. Un empeño común -aunque quizá no siempre explícito- a todas las obras de José Luis Sampedro es la voluntad de transmitir al lector una determinada vivencia de la temporalidad: es decir, la idea del tiempo como dimensión necesaria de la existencia. Por ello, y desde la asunción cómplice de los planteamientos de nuestro personaje, dejamos a un lado todo lo que pueda significar nostalgia por aquello que termina. En su lugar, intentamos descubrir en lo que fine la razón de ser de lo que ha existido, de lo que existe.

Viene a nuestra mente, como colofón de una entrevista -que no es tal, sino prolongación de una lectura de lo que tal vez sea un solo libro-, necesariamente finita, una reflexión de Borges: la de que la literatura deviene algo intemporal cuando "el sueño de uno se ha hecho parte de la memoria de todos".
 

Nota

*La entrevista se llevó a cabo en Valencia en enero de 2001. Posteriormente, el texto ha sido revisado por el propio José Luis Sampedro.

© Copyright: Pere Tobaruela i Martínez y Joan Tort Donada, 2001.
© Copyright: Biblio 3W, 2001.



Volver al índice de Biblio3W

Menú principal