Biblio 3W
REVISTA BIBLIOGRÁFICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
(Serie  documental de Geo Crítica)
Universidad de Barcelona 
ISSN: 1138-9796. 
Depósito Legal: B. 21.742-98 
Vol. XI, nº 652, 20 de mayo de 2006

Sabedores de lo aceptado, estudiantes bulímicos y pensadores independientes:
De la Universidad de la enseñanza a la del aprendizaje

BAIN, K.: Lo que hacen los mejores profesores de universidad. Traducido por Óscar Barberá. València, Publicacions de la Universitat de València, 2005 (1ª ed. inglesa 2004). 229 p.

Alberto Luis y Jesús Romero-Morante

Universidad de Cantabria

Palabras clave: enseñanza universitaria, pedagogía, didáctica de las ciencias sociales

Key words: Universitary teaching, Pedagogy, Social Sciences Dydactics


Cuando todavía resuenan los ecos de un artículo de I. Sotelo -El País, 2 de febrero de 2005- en el que se ponían claramente de relieve las insuficiencias de una universidad española escasamente preocupada por enseñar a dudar, desde Valencia se nos ofrece la posibilidad de leer en castellano un reciente libro escrito por Ken Bain -director del Center for Teaching Excellence de la Universidad de Nueva York- con el que, usando como ejemplo el mundo estadounidense, se pretende aprehender la sabiduría colectiva de algunos docentes y, a la vez, ofrecernos una especie de historia selectiva de las buenas prácticas de enseñanza en este nivel educativo.

Dejando de lado una Introducción  (págs. 11-32) en la que se apuntan los supuestos que guiaron la investigación así como la esperanza de que la lectura de este estudio aumente la capacidad reflexiva del profesorado sobre su docencia y le ayude a mejorarla, el discurso se articula en torno a seis capítulos; hay también un Epílogo (págs. 193-199), un Apéndice (págs, 201-210) en el que se explicitan asuntos metodológicos así como todo lo relacionado con las fuentes principales y secundarias utilizadas,  unas Notas (págs. 213-221) y un útil Índice de autores y de temas tratados (págs. 223-229).

Tras esa presentación inicial a la que acabamos de hacer mención, en el capítulo segundo -¿Qué es lo que saben sobre cómo aprendemos?, págs. 33-59- se analiza el tipo de conocimiento que poseen los profesores, si bien únicamente desde la perspectiva de su funcionalidad para que sus alumnos y alumnas aprendan. Junto con un profundo dominio de la -casi siempre problemática- historia de su disciplina, los buenos enseñantes trabajan con concepciones de los estudiantes que se apoyan en resultados de relevantes estudios sobre la cognición humana que han resaltado varias ideas-fuerza o conceptos clave (págs. 37-43): el carácter constructivo del conocimiento; la dificultad de modificar los modelos mentales estudiantiles; el papel fundamental que, en estas modificaciones, desempeñan las preguntas; y la fortísima conexión que existe entre la motivación/interés -sobre todo intrínseco- y el aprendizaje. Al hilo de este asunto, y apoyándose en estudios sobre la conducta humana, K.Bain comenta en las páginas 50-52 siguiendo a Nancy MacLean cómo la labor del profesor o profesora puede desencadenar diferentes comportamientos y, por ello, originar la aparición de tres tipos de aprendices: profundos -aceptan el reto y se meten a fondo en la materia-, estratégicos -aspiran únicamente a ser los mejores en un contexto competitivo y están dispuestos a engullir y vomitar/borrar cualquier clase de contenido que se les ofrezca, convirtiéndose así en estudiantes bulímicos-; y aprendices superficiales que, simplemente, y puesto que no buscan líos, quieren evitar el error. En el contexto de un entendimiento evolutivo del aprendizaje, los alumnos irían transitando por una senda no lineal en la que -págs. 54/55- nos encontraríamos con tres clases de sabedores: de lo aceptado (muchos), subjetivos (menos), y del procedimiento (unos pocos).

En los niveles más altos habría también dos clases de pensadores independientes, críticos y creativos: los sabedores separados, que buscan conscientemente un distanciamiento entre los hechos y los juicios de valor, y los sabedores conectados o alumnos que incorporan en sus razonamientos ambas dimensiones.

Abordadas ya estas cuestiones, en el capítulo tercero -Cómo preparan las clases, 61/80- se apunta cómo, siguiendo la vieja tradición de una universidad centrada en (un entendimiento peculiar de) la enseñanza, la gran mayoría de nosotros, es decir, de los profesores, estamos mucho más preocupados por lo que tenemos o tendríamos que hacer que por lo que deberían aprender nuestros estudiantes a partir de lo que les enseñemos. Una enseñanza -universitaria en este caso, pero la idea tiene validez general- entendida como promoción de un aprendizaje intelectualmente riguroso exige por parte de los docentes el planteamiento de preguntas -aquí se comentan trece, págs. 63/73- que, de modo genérico, tratan de responder a algo fundamental, a saber, a por qué y cómo nuestras enseñanzas ayudarán a promover en nuestros alumnos aprendizajes relevantes y significativos que puedan ser usados dentro y fuera del aula.  Pese a que es del todo imposible en el marco de esta reseña detenernos en todas las interrogantes citadas, sí nos gustaría señalar a nuestros lectores cómo en una de ellas -la novena- se defiende con firmeza el uso formativo de una calificación cuya meta básica, olvidada casi siempre, no es tanto decir a la sociedad cuánto ha aprendido el alumno otorgándole -con uno o dos decimales- la correspondiente nota, como ayudar a aprender, es decir,  “… proporcionar a los estudiantes realimentación y no sólo juzgar sus esfuerzos” (pág. 71).

En el siguiente capítulo -¿Qué esperan de sus estudiantes?, págs. 81-111- se comentan cuestiones relacionadas con la variopinta y compleja red de creencias, concepciones, actitudes y prácticas que orientan las adquisiciones de los mejores profesores y de sus alumnos, señalándose las conexiones que existen entre sus éxitos y la honda comprensión que tienen de las fuerzas -en buena parte externas; véanse las reflexiones en torno a la “vulnerabilidad del estereotipo”, pág. 83- que determinan el éxito académico de sus alumnos. Junto a ello, claro está, los buenos resultados obtenidos son una consecuencia directa de haber puesto en práctica estrategias de enseñanza encaminadas hacia el fomento de aprendizajes no acumulativos y del desarrollo de habilidades de pensamiento -diez de ellas apuntadas en las págs. 99/100- que caracterizan al clásico pensamiento crítico progresista tal y como, por citar algún ejemplo, puede comprobarse en dos obras traducidas al castellano y publicadas hace ya algunos años en España por Morata y Akal: Escuelas democráticas y El currículum en conflicto. Sensatamente, la buena enseñanza se preocupa por la construcción de aprendizajes en los que se imbrican de modo interactivo tanto los procesos racionales como otros de carácter emocional -véase cómo usaba Jeannette Norden en sus clases las actitudes de los médicos con respecto a la muerte; para el caso español, y en el ámbito de la medicina humanitaria, recordamos ahora mismo varios artículos de Ramón Bayés y, sobre todo, su reciente Emociones intensivas aparecido el pasado siete de febrero en el diario El País-. Finalmente, y esto era ya defendido de una manera peculiar por  J. Mallart Cutó en un artículo sobre el rendimiento de la educación publicado ya en 1953 en Estudios Pedagógicos, no ha de olvidarse que el buen profesor se preocupa no solamente por lo que dice/escuchan sus alumnos sino, también y mucho, por averiguar lo que retienen de todo lo oído así como, y de modo especial,  por el uso que hacen de ello en su vida cotidiana, es decir, por la efectividad educativa remanente.

En el capítulo quinto -¿Cómo dirigen la clase, págs. 113-150- Ken Bain comenta en las páginas 114-132 los siete principios básicos o ideas relevantes que moldean el entorno para la consecución tanto del importantísimo aprendizaje crítico natural -que crecería en un medio que ha de reunir determinados requisitos y que no dependería estrictamente de las clases magistrales; véase sobre todo ello el contenido de la nota 1, pág. 218- como del significativo aprendizaje activo. Junto al uso en el aula de estos principios, no deja de tener relativa relevancia la capacidad oratoria del docente así como su maña para conseguir que los estudiantes expresen sus opiniones e interactúen en el aula. De todos modos, y así lo indica el autor del libro en la página 136, conviene no olvidar que la mera utilización de todas estas habilidades no explica el éxito de unos estudiantes gracias al trabajo de docentes preocupados por una mejor comprensión de los procesos de aprendizaje: los de sus alumnos y los propiamente suyos.

Directamente vinculado a lo que acabamos de comentar, en el capítulo sexto -Cómo tratan a sus estudiantes, págs. 151-165- se analizan las conexiones existentes entre el éxito de los discentes y la percepción y el trato que tienen con ellos unos profesores que -digamos- no les miran de modo inocente sino dentro de un amplio patrón de creencias y del todo dispuestos a invertir esfuerzos, tiempo e ilusiones en las carreras, vidas y en el desarrollo de unos discentes que, en todo momento tal y como se nos muestra usando como ejemplo a Derrick Bell, son estimulados para que fortalezcan el componente autónomo que posee cualquier buen aprendizaje.

En una obra de esta naturaleza no podía faltar un capítulo como el séptimo -Cómo evalúan a sus estudiantes y a sí mismos, págs. 167-191- en el que se defienda la necesidad de reorientar nuestro enfoque del examen/evaluación en una línea que, de modo coherente con lo expuesto en las páginas anteriores de esta obra, ayude realmente a los alumnos a aprender y, de esta manera -pág. 168- deje de estar atrapado en una tupida malla de consideraciones secundarias que nada tienen que ver con la promoción de un aprendizaje entendido aquí como desarrollo y no como simple adquisición de conocimientos. Y, por tanto, no centrado en una medición del rendimiento que, como se dice en la página 174, proporciona abundantes cifras pero ninguna retroalimentación positiva, sino en la búsqueda de evidencias variadas que nos permitan aquilatar de muy diversas maneras los avances producidos en el desarrollo intelectual y -también- personal de los alumnos. Al hilo de todo ello se mencionan asuntos a los que tradicionalmente no se les concede importancia -trato personalizado a unos estudiantes con nombre propio o, como se comenta en una nota de la pág. 219, preocuparse por los alumnos que se sientan en la última fila- así como la necesidad que tiene el profesor  de comprobar si los alumnos se concentran en lo fundamental, a saber, en el entendimiento y en el conocimiento de la información relevante que debe ser recordada. Ya que, como muy bien apuntaba Ralph Lynn en la página 179, “no se aprende algo sólo para darle un beso de despedida una vez terminado el examen”, parece del todo acertado que todos los buenos profesores entendiesen el examen como una mera continuación del trabajo que ya estaban haciendo a lo largo del curso. Puesto que esta manera de evaluar la enseñanza y su impacto en el aprendizaje de los alumnos no deja de ser excepcional, no extraña nada que K. Bain critique la persistencia de enfoques evaluativos que siguen otorgando un peso fundamental a lo que hace el profesor, relegando a un segundo plano la cuestión de si sus tareas tienen algún tipo de impacto en los aprendizajes de sus alumnos. Para solventar esta clase de dificultades es del todo necesario un sistema de evaluación -entendida como tentativa informada de responder a preguntas relevantes, pág. 186- que se aleje de soluciones estrechamente técnicas -como, por ejemplo, la recopilación de “portafolios docentes”, en la línea de lo que se nos dice en la página 185 y, de modo más crítico-positivo, en la nota 3 de este capítulo, página 220- y se ubique dentro de una perspectiva más amplia que parta del aprendizaje.

En el epílogo -¿Qué podemos aprender de ellos, págs. 193-199- se resumen las ideas más importantes que se han defendido en los capítulos anteriores del libro que reseñamos: la crítica a un entendimiento reduccionista de la docencia universitaria que la equipara a la mera impartición de las clases magistrales, olvidando que, sin dejarlas de lado, debería entenderse por docencia todo lo que, sin causarles daño, podamos hacer para ayudar y animar a los estudiantes a aprender; la necesidad de sustituir un modelo transmisivo de impartir clases -dentro del cual lo fundamental parece ser el contar algo a alguien- por otro en el que se vincule estrechamente nuestra enseñanza al aprendizaje de los alumnos; junto a ello, y a pesar de la relevancia que otorga en esta obra al conocimiento disciplinar, K. Bain defiende claramente un entendimiento amplio y evolutivo de unas materias de enseñanza que, como se indica rotundamente en la página 195, no deberían ser impartidas por “… expertos en la rutina que conocen todos los procedimientos correctos, sino (por) expertos de la adaptación que pueden aplicar principios fundamentales a cualquier situación y clase de estudiantes”. Tras lo expuesto, y con gran coherencia por parte de un autor que aboga por fundar la Universidad del Aprendizaje, no extraña nada que K. Bain reclame un nuevo tipo de profesor del que la sociedad espera no solamente que entienda su materia sino, además, que domine cómo podría ser aprendida. Afortunadamente para el autor del libro que comentamos, estas nuevas propuestas para la formación inicial y permanente de docentes de nuevo cuño han sido tratadas con cierto detalle por un viejo conocido suyo -y de quienes firman estas líneas-, Lee Shulman, experto preocupado desde hace tiempo por el aprendizaje de materias de estudio y defensor de que, en el contexto de la contratación de personal, los departamentos exijan a todos los candidatos a sus plazas “que den un seminario sobre su propia filosofía docente” (pág. 197) con la finalidad de que -véase el contenido de la nota 2, pág. 221- puedan explicitarse con claridad sus puntos de vista con respecto a cuatro cuestiones básicas relacionadas con el aprendizaje de sus asignaturas.

Los interesados por la trayectoria del autor de esta obra y por la metodología usada en la misma encontrarán detalles en el último capítulo: Epílogo: cómo se hizo el estudio, págs. 201-210. Con respecto a lo primero no deja de tener interés la lectura de cómo, al hilo de su carrera profesional y tras haberse doctorado en historia de los Estados Unidos, se fueron desplazando sus preocupaciones desde ese campo hacia el del aprendizaje y la enseñanza. Junto a la breve presentación de sus colaboradores, y ya pasando a lo segundo, encontramos aquí una sugeridora información sobre algunas de las características de los sesenta y tres profesores entrevistados -mayoritariamente varones, de cuarenta disciplinas diferentes y con distinta intensidad- así como respecto a la naturaleza de las seis fuentes principales de información: desde las entrevistas más o menos formales hasta las producciones escritas de los estudiantes, pasando por diferentes tipos de observaciones de su docencia en el aula, etc. (véanse págs. 204-205).  A la vista de unas cosas y otras no extraña que, globalmente, K. Bain estime que su investigación consistiese básicamente en un conjunto de estudios de casos a través de los cuales se narraban tanto historias colectivas como, en ocasiones, historias personales de profesores muy eficaces a la hora de lograr buenos desarrollos intelectuales y personales de sus alumnos.

Quienes hayan tenido la paciencia de leer la síntesis que hemos realizado de este trabajo de K. Bain habrán podido comprobar que no nos ha disgustado: por la perspectiva con la que se aborda el tema fundamental y -algo seguramente no del todo casual si se tienen en cuenta las inquietudes del traductor- porque estas argumentaciones aparecen en España justamente cuando se están dando los últimos retoques a las directrices de las nuevas titulaciones -Grados y Postgrados- que condicionarán en el futuro la formación inicial y la permanente de nuestros maestros y maestras. Por si fuera poco, la obra ha sido vertida al español por un colega con experiencia y, además, está bien editada; algo por otro lado habitual para quienes conocemos la atención que presta a sus colecciones el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Valencia.

Debido a que un buen estudio se define tanto a partir de lo que te ayuda a comprender ciertos problemas como por los interrogantes que suscita su discurso explícito o determinadas asunciones que se esconden detrás del mismo y que no han sido expuestas con un mínimo de detalle, deseamos llamar la atención de nuestros lectores sobre lo que se esconde detrás de las bambalinas de esa propuesta de creación de nuevos centros de formación del profesorado apoyada en un programa de investigación tan potente y prestigioso como el desarrollado por L. S. Shulman. Ahora bien, y puesto que toda obra se lee a partir de unos intereses, nuestros lectores deben recordar que los firmantes de esta reseña trabajan en el campo de la Didáctica de las Ciencias Sociales y que, desde hace ya un cierto tiempo y dentro de un frente más amplio cuya fundamentación puede leerse en www.fedicaria.org, se interesan por la genealogía de ciertas disciplinas así como por la sociogénesis de las pautas utilizadas para su impartición en los niveles educativos no universitarios; lógicamente, y puesto que son docentes en la Facultad de Educación de la Universidad de Cantabria, están preocupados por todo lo relacionado con la formación inicial -dejamos de lado ahora lo referido a la permanente- del profesorado. Justamente al hilo de estas motivaciones, resaltamos ya hace ocho años -http://www.ub.es/geocrit/b3w-128.htm- cómo el proceso de institucionalización de nuestro área/campo de conocimiento conllevó la búsqueda de discursos formalmente novedosos encaminados a reforzar la imagen de este dominio: la teoría de la “transposición didáctica” de Y. Chevallard y, ya lo habrán adivinado nuestros pacientes lectores, el “modelo de razonamiento y acción pedagógica” propuesto por un prestigioso catedrático de Stanford, Lee S. Shulman.

A pesar de que un trabajo como el que firmamos no es el lugar oportuno para detenernos en ello, conviene no olvidar que el asunto de las conexiones existentes entre la mejora de la educación y el desarrollo profesional de los docentes ha sido abordado aquí en España por varios especialistas. Uno de ellos -A. I. Pérez Gómez- resumió ya en 1992 los rasgos de cuatro perspectivas básicas, prestando especial atención a una variante de la académica -el enfoque comprensivo- dentro del cual el centro de interés se desplazaba desde el comportamiento del docente en el aula -como variable explicativa del éxito o fracaso escolar- al conocimiento de su competencia profesional, si bien entendida en una doble dimensión. Por un lado, la del dominio -semántico y sintáctico- de su disciplina y, por el otro, la de su capacidad para facilitar el aprendizaje significativo de tales estructuras disciplinares por parte de sus alumnos".   Justamente dentro de estas coordenadas se situaría el exitoso modelo shulmaniano. Como recordaba el propio Shulman ante una cosmopolita audiencia en un simposio celebrado en la universidad alemana de Kiel en 1993, su pretensión es descriptiva y a la par normativa. Es decir, que mediante la especificación de un kwnoledge base que garantizase la coherencia de la labor instructiva, pretendía lograr dos metas: detectar la wisdom of practice y, a la vez, fijar la wisdom for practice. Desde el punto de vista de su estructuración interna, L. S. Shulman desglosó su kwnoledge base en siete elementos -con conexiones entre ellos- en un famoso artículo publicado en 1987 en la Harward Educational Review. Dejando de lado muchísimos aspectos de interés, lo realmente significativo para nuestros lectores es no olvidar que entre las siete categorías se incluye una -la cuarta- fundamental: el conocimiento pedagógico del contenido  o, si se prefiere la traducción de A. Bolívar -véase la reciente y muy interesante revisión de este colega granadino en http://www.ugr.es/~recfpro/rev92ART1.pdf- el Conocimiento Didáctico del Contenido. En cualquier caso, dicho Pedagogical Content Knowledge alude a  “esa amalgama original de contenido y pedagogía que constituye singularmente la especificidad de los docentes, su propia forma privativa de entendimiento profesional”.

Dada la posición predominante de las disciplinas en el esquema propuesto por L. S. Shulman no extraña nada su aceptación fuera y dentro de España a la hora de refundamentar la posición de las didácticas de las diferentes materias escolares -recordamos ahora mismo el contenido del volumen sobre Las didácticas específicas en la formación del profesorado editado en 1993 por L. Montero y J. M. Vez-; asunto al que, pese a su trascendencia, no podemos dedicarle la debida atención. De todos modos, cualquier persona que desee introducirse en este asunto no puede dejar de lado las atinadas apostillas críticas al programa de investigación shulmaniano -recuérdese que en esta misma línea A. Chervel criticó ya en 1991 los planteamientos de Y. Chevallard- hechas en el ya citado encuentro celebrado en Kiel por Rainer Bromme. Y, sobre todo, una de gran trascendencia: la no diferenciación entre disciplinas científicas y asignaturas escolares, obviando que estas últimas no son el limpio producto de una mera selección y adecuación de saberes científicos; sino que, muy al contrario, encierran unas modificaciones que no pueden etiquetarse simplemente como didácticas. El haber dejado de lado este aspecto trascendental evidencia con meridiana claridad que el autor norteamericano permanece fuertemente aferrado a un entendimiento esencialista de las visiones curriculares, que las concibe como un simple vehículo aséptico de una estructuras gnoseológicas externas a la escuela y a los sujetos, configuradas de antemano en la Academia, en las cuales los enseñantes deberán iniciar progresivamente a sus alumnos; y que, por derivación, reduce la mejora educativa a la superación de los cíclicos desfases epistemológicos o de las metodologías irrespetuosas con el ritmo de crecimiento de los sujetos discentes.

Aunque esta filosofía curricular se ha aceptado aquí en España sin que, siempre según nuestra opinión, se hayan entendido demasiado bien sus profundas consecuencias para las todas aquellas alternativas que, siguiendo los planteamientos de L. S. Shulman, pretenden renovar la -sobre todo- enseñanza de las disciplinas que se cursan en el bachillerato, lo cierto es que la propuesta shulmaniana animando a las universidades a crear centros -departamentos o institutos, pág. 197- en los que se investigue sobre asuntos educativos no deja de tener su vertiente positiva así como ciertos aspectos preocupantes.

Con respecto a lo primero -y en este sentido el conjunto del discurso de esta obra es valioso, sobre todo si tenemos en cuenta el escaso interés que existe sobre estos temas dentro de la enseñanza universitaria española-, nos parece del todo atinado que, en el contexto del ámbito de ese Scholarship of Teaching and Learning comentado por A. Bolívar al final del artículo citado en las líneas anteriores, se defienda una recontextualización del trabajo académico dentro de la cual se equilibren las posiciones -y valoraciones- de las tareas docentes y de las labores investigadoras dentro de una línea de análisis que convierte en un potente campo de investigación todas aquellas cuestiones relacionadas con los procesos de enseñanza y aprendizaje.

Pasando ya al tema de los interrogantes, creemos que la refundamentación de las didácticas específicas usando aproximaciones neo-academicistas como las de L. S. Shulman o J. P. Shaver, que, como dijimos en nuestro artículo de 1998, se preocupan por los contenidos meramente desde su potencialidad epistemológica y cognitiva en el marco de una determinada estructura disciplinar, relegando a un segundo plano la función social del conocimiento (escolar o en general), tiene muchas desventajas tanto para los docentes en ejercicio como para los profesores en formación.

Entre todas ellas, y justamente porque nos encontramos ahora aquí en España en un contexto de reformas, deseamos volver a recordar aquella -ya señalada por J. M. Escudero en 1993- reducción de la profesionalización y de los contenidos a las relaciones estrictamente “académicas” con los estudiantes; obviándose de este modo, a pesar de su enorme impacto en la regulación de la práctica profesional, el análisis de otras dimensiones fijadas por códigos curriculares externos.

Precisamente por ello, y a pesar de que tras la lectura sugeridores de discursos como el de K. Bain parece que hemos hecho un enorme recorrido, no debiera olvidarse que, aunque no lo parezca si no se dispone de ciertas herramientas analíticas, la novísima meta de llegada podría estar muy cerca del punto de partida (algo similar a lo que sucede ahora cuando se habla de las competencias en las directrices de los nuevos Grados). Es decir, que nuestro enésimo discurso sobre la nueva profesionalidad del profesor o de la profesora del siglo XXI corre el grave peligro de desembocar en el viejo lugar de siempre.

¿En donde? Pues está muy claro: en cuestiones de carácter procedimental que acaban ahogando cualquier clase de reflexión que, sin dejar por supuesto de lado el análisis del conocimiento suministrado por las disciplinas, lo haga desde la perspectiva de su significación y relevancia cívico-formativa. Para, de este modo y poco a poco, liberar a la escuela y a la universidad -y en general al conocimiento- de sus secuestradores: las materias académicas -entendidas de un modo esencialista- y, por supuesto, los gremios, es decir, unos profesores -nosotros- que actúan como si la institución escolar y la universitaria debiesen estar al servicio  suyo. Olvidando que, más bien al revés, unas y otros, son medios para que, desarrollando su inteligencia y emociones, los estudiantes -ellos y ellas- se conviertan en los ciudadanos críticos y responsables del mañana.
 

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Ficha bibliográfica

LUIS, A. ROMERO MORANTE, J. Bain, K. Lo que hacen los mejores profesores de universidad.  Biblio 3W Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, Vol. XI, nº 652, 20  de mayo de 2006. [http://www.ub.es/geocrit/b3w-652.htm]. [ISSN 1138-9796].


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