Capítulo Tercero
SINTOMATOLOGÍA (1)
La descripción de los síntomas de una enfermedad en el cuerpo humano, nos da idea clara de la benignidad o gravedad que aquella reviste, y por ellos establecemos el diagnóstico de la afección, formulamos el pronóstico, y en último resultado adoptamos el tratamiento conducente a la paliación o curación del mal. Pero cuando el afecto no sólo se limita a un organismo, sino que alcanza a todo un cuerpo social, y éste es tan importante como el que constituye la populosa Barcelona, compuesta, según el último censo, de 249.106 habitantes, y que, unida a los suburbios (Sants, Gràcia, Sarrià, Les Corts y Sant Martí de Provençals), forma una población de cerca medio millón de almas, el estudio no se reduce ya a la observación de tal o cual sistema de la economía; es una colectividad, cuyas sucesivas generaciones sufrirán las consecuencias de la impericia del médico que pretente tratar un proceso morbológico tan imponente como lo es, sin disputa, la prostitución, si no procura escogitar un tratamiento racional dirigido a matar los gérmenes que desgastan las fuerzas de nuestra ciudad e imprimen a sus habitantes el sello indeleble de la consunción.
Importa, por lo tanto, fijarse con detenimiento en los síntomas que se observan en la actualidad en la prostitución de Barcelona.
Éstos son de dos órdenes: unos que se refieren al orden higiénico y otros al orden moral.
Entre los primeros, llama la atención a todo higienista, por ser el más grave de todos, y el que por sí solo ejerce en la población una mortalidad relativamente mayor que la más desastrosa epidemia, el clandestinismo, o sea el tráfico sexual practicado por las mujeres, sin que la autoridad pueda sujetarlas al correspondiente examen sanitario.
La prostitución clandestina es a la población lo que un seno purulento a una cavidad esplácnica: corroe las entrañas, inficiona las partes sanas, mata al individuo, sin que el cirujano pueda deterger y curar la úlcera oculta.
La prostitución clandestina, según la acepción dada a esta palabra por la Administración pública, comprende las prostitutas que no hallándose inscritas en el padrón de la Higiene, pululan por calles, paseos y otros sitios públicos, invitando por medios directos a los hombres a que vayan a sus casas. El clandestinismo se ejerce en la mayor parte de las casas toleradas o de citas, en casi todas las públicas y en un sinnúmero de moradas, cuyos habitantes suelen serlo una madre e hija o bien dos amigas. Esta clase de prostitución es terrible y la que proporciona a las clínicas mayor contingente de enfermos.
Las estadísticas recogidas por el Dr. Jeannel (2) en Burdeos, durante un período de nueve años —1858 a 1866— demuestran que las prostitutas clandestinas son infectadas de enfermedades venéreas en una proporción 15 a 20 veces más considerable que las mujeres inscritas.
Según Le Fort, —Academia de Medicina, sesión de 20 de abril de 1869— entre 13.818 mujeres detenidas en París por prostitución clandestina, desde 1º de enero de 1861 a 31 de diciembre de 1866, han presentado enfermedades venéreas 3.725. Entre 4.070 individuos tratados en el hospital del Mediodía en 1866 y 67 por afecciones venéreas cuyo origen ha sido posible conocer, 2.302 debían su enfermedad a la prostitución clandestina.
En parís las rameras clandestinas o no inscritas constituyen la parte más numerosa del personal de la prostitución.
"Se las encuentra en todas partes —dice Lecour— en las cervecerías, en los cafés cantantes, en los teatros y en los bailes. Se las ve en los establecimientos públicos, junto a las estaciones de los caminos de hierro y en los mismos vagones. Hasta una hora avanzada de la noche circulan en gran número por los mejores bulevares, con gran escándalo del público, que las cree prostitutas inscritas infringiendo el Reglamento."
El número de mujeres arrestadas en París por actos de prostitución o de provocación al libertinaje elévase al año a cerca de 2.000, lo cual prueba la extensión del clandestinismo.
También en Barcelona las prostitutas clandestinas ascienden a un gran número y se dividen en dos categorías: unas que son la escoria de la prostitución inscrita, de la cual han sido arrojadas por no poder pagar la visita médica, pues ni para comer tenían, o llevadas gubernativamente a sus pueblos por enfermedades crónicas, han regresado a la capital y se dedican a la prostitución en sitios desiertos cuando anochece y en casa de alguna vieja alcahueta amiga de confianza.
Algunas hemos conocido que se han dado de baja por falta de salud y de recursos, y han ido luego a ejercer su infame oficio, durante la noche, en las desiertas playas de la mar vieja, en los solitarios desembarcaderos del muelle nuevo y en otros lugares oscuros de los alrededores de la ciudad.
La otra categoría, mucho más decente —estéticamente hablando— la componen algunas jóvenes costureras, sombrereras, corseteras, dependientes ocupadas en el despacho de perfumerías, guanterías y otros comercios, sirvientas, vendedoras de cigarrillos, libritos de fumar y periódicos, amén de las que viven exclusivamente de su cuerpo.
Estas mujeres, como es natural, no sujetas a la visita sanitaria, propagan el venéreo y la sífilis de una manera espantosa. Si enferman, antes que llamar al médico, se valen de una curandera, que suele serlo la dueña de la casa en donde se prostituyen, quien, reconociendo a su víctima con un tubo de quinqué —espéculum muy en uso entre las prostitutas— le aplica tal o cual ungüento, que le agrava la afección, o bien con un cáustico enérgico como el nitrato de plata fundido, la manteca de antimonio o el ácido nítrico le produce un destrozo en las partes sexuales.
Las mujeres que se dedican a tan deshonroso oficio, se valen, para sustraerse a la acción de la policía, de diferentes ardides.
Las de más baja esfera, protegidas por su haraposa vestidura, se ocultan con frecuencia bajo el disfraz de mendigas, y así las veréis pedir una limosna, como ofrecer sus lúbricos servicios por el más ínfimo precio.
Las que parapetadas en el oficio de costureras, sirvientas, etc., viven exclusivamente de la prostitución, discurren por la calle, si es en pleno día con un cesto o saco de noche en el brazo, o bien un lío que contiene alguna labor, y de noche tan pronto visten el histórico pañuelo de capucha, con una pañoleta en la cabeza, fingiendo salir del taller, como ataviadas con su elegante mantilla pasean por la Rambla, calle de Fernando y Plaza real, dando a entender que su objeto es sólo curiosear los mostradores de las tiendas. La manera disimulada de ejercer su oficio es peculiar en esta clase de mujeres, pues aun cuando por sus gestos, miradas o palabras se las quiera reprochar en público su infamia, capaces son de acreditar la honradez más acrisolada, engañando con razones, no ya al transeúnte, sino a la misma policía.
Las que realmente son sirvientas o que trabajan en un taller, tienen mejores medios de disimular su prostitución, y se dirigen, después de concluido el trabajo, a tal o cual casa de citas, o bien, ejerciendo un disimulado raccrochage, cuando observan que algún hombre sigue sus pasos, le conducen a su misma morada, que, por punto general, suele ser un cuarto o quinto piso, en donde viven dos o tres amigas.
Si por casualidad, algún agente del Gobierno, sospechando el comercio a que se dedican aquellas vergonzantes traviatas, intenta reconvenirlas por su conducta ilícita, allí fue Troya. Empiezan por maltratar al polizonte; protestan, lloriqueando, de que su honra es inmaculada, y como nunca faltan desfacedores de agravios, ármase una algarabía infernal y concluye la función soltando a la paloma y comentando el corro de curiosos el mal ojo que ha tenido el guindilla al pretender llevar a la Inspección de Higiene a aquella joven inocente... pero que su inocencia la conducirá, quizás mañana, a la sala de venéreos del Hospital.
Es difícil calcular el número de mujeres que en Barcelona se dedican a la prostitución clandestina; pero fundados en las estadísticas de algunas grandes capitales, no dudamos en afirmar que las clandestinas quintuplican el número de las inscritas. Según el padrón formado en enero de 1881, ascendían estas últimas a 1.022, cuyo multiplicando, sumado con el producto resultante del multiplicador 5, arroja un total de 6.132.
Falta añadir al cálculo anterior las que se dedican al galanteo en sus diversas fases y sin escrúpulo ninguno podemos duplicar la cifra; con lo cual no ha de bajar de 12.264 el número de mujeres que en Barcelona viven de la prostitución pública y privada.
Madrid, cuyo último censo —1877— arroja 397.690 habitantes, cuenta en su seno con un número exorbitante de prostitutas de todas clases con relación a nuestra ciudad, según se desprende del siguiente pasaje:
"En un libro publicado hace pocos meses por D. Fernando de Vahillo, con el título de La prostitución y las casas de juego, y dedicado al entonces ministro de Gobernación el Excmo. Sr. Manuel Ruiz Zorrilla, se afirma, con referencia a los datos suministrados por los empleados del cuerpo de Higiene pública, que el número de prostitutas registradas en dicha oficina, ascendía a diecisiete mil, y como no creemos exagerado aumentar en otras diecisiete mil el número de las mujeres que, llegadas por desgracia a ese estado, viven en Madrid, como en París, del galanteo, resultan ¡TREINTA Y CUATRO MIL mujeres más o menos prostituidas! (3)
Hasta aquí queda expuesta la prostitución clandestina propiamente dicha, o sea la que perseguida por la policía, se la obliga a inscribirse en el padrón de la Higiene especial, cuando la mujer dedicada a aquel comercio es sorprendida en alguna casa pública.
Vamos a ocuparnos ahora de otra clase de prostitutas clandestinas, muy numerosa por cierto, pero que no nos atreveríamos a aplicarlas dicho calificativo —si con ellas habláramos personalmente— sin temor de que pretendieran encausarnos por injuria y calumnia.
Nos referimos a las cortesanas. Su misión en la sociedad es producir poco y lucrar mucho. La verdadera cortesana se entrega al que a mayor precio compra sus favores, pero sin querer pasar plaza de prostituta. Es una mujer en perpetua subasta, que se adjudica ella misma al mejor postor.
El tipo de la cortesana es aristocrático: casi nunca latió su corazón a impulsos de la virtud; su pecho, en cambio, respira siempre hipocresía. Sus principales defectos son la vanidad, la coquetería y la inconstancia. Pasa la mañana en la toilette, la tarde en el paseo y la noche en el teatro o leyendo novelas. Enemiga del escándalo público, procura parecer señora honesta y tiene en gran estima rozarse con la mujer honrada, con quien se muestra constantemente generosa.
Las cortesanas propagan a menudo lo que un conocido médico especialista ha llamado gálico de confianza. Efectivamente: el amante, confiado en la fidelidad que le juró su amada, la cree incapaz de jugarle una mala treta, y se entrega a ella sin temor. Así es que sin la más leve sospecha queda aquel contagiado, y ante la necesidad de ir a encontrar un médico, empieza por dudar de quién haya podido comunicarle el venéreo o la sífilis.
No quisiéramos que nuestros lectores confundieran la cortesana con la amancebada, por más que Fernando Garrido (4) hablando de los amancebamientos en Francia, que por su excesivo número se les llama matrimonios parisiens, diga que el primer paso en la prostitución es ganar el quinto cuarto de jornal.
Aun cuando la repudiación de una concubina por su amante, puede ser causa de que la repudiada, escarnecida por la misma sociedad que la respetó al lado de su ilegítimo esposo acabe por prostituirse, lejos se halla de nuestro ánimo creer que dejen de existir algunos amancebamientos, cuya vida ejemplar dentro del santuario de la familia y en todos los actos públicos sociales, son modelo de virtudes que más de un matrimonio legal tendría que envidiarles.
Esto no obstante, los concubinatos, por sus lazos disolubles, siempre constituyen un síntoma de inmoralidad.
Otro de los síntomas alarmantes del proceso morboso que estudiamos, es la inmunidad con que se dedican al tráfico intersexual, no ya mujeres clandestinas enfermas, sino las mismas prostitutas inscritas.
Reducido el número de camas destinadas a enfermedades venéreas, que existen en el departamento de mujeres en el hospital de Santa Cruz, —cincuenta y cinco camas— resulta un número de enfermas algo imponente que no tienen cabida en dicho Asilo.
Según persona autorizadísima, no ha mucho existían en Barcelona doscientas enfermas de venéreo o sífilis, obligadas a curarse en sus domicilios. Estas mujeres, para poder atender al pago de la manutención, vestir, cuota sanitaria y demás, se ven en la imperiosa necesidad de admitir a cuantos individuos se les presenten. Suponiendo que cada prostituta ha tenido aproximación con dos hombres al día, resultan 400 hombres expuestos a un contagio directo, de los cuales, la cuarta parte, cuando menos, se hallarán forzosamente predispuestos a la infección. Tenemos, por lo tanto, cien infecciones diarias, cien focos que se irradian diariamente por todos los ámbitos de la población, resultando víctimas del contagio infinidad de solteras, casadas y viudas de diferentes edades y condiciones, las cuales sufren inconscientemente los defectos de una pésima reglamentación en la prostitución inscrita.
Casa de tolerancia hemos visto cuyas mujeres se hallaban todas con la nota de enferma en la cartilla, y, no obstante, tenían relación sexual con el primero que se presentaba. Más aún: la cartilla del ama, con nota de sana, servía para el concurrente que, en uso de su derecho, deseaba enterarse del estado sanitario de la prostituta, sin que le sirviera de garantía el retrato pegado a la cartilla para identificar a la persona: el retrato se pega y despega tantas veces como sea necesario. El nombre y las filiaciones de la interesada son inútiles, porque en el registro no se exige, como en Hamburgo —capítulo cuarto, primera parte, Alemania— ninguna formalidad para saber con certeza el nombre, apellido, edad y demás condiciones de la mujer pública.
Entre los síntomas del orden moral, nótase el estacionamiento de las rameras en la vía pública y el medio de que se valen para atraerse a los hombres.
Si las prostitutas estuvieran metidas constantemente dentro de sus casas, no cabe duda de que muchas morirían de hambre por falta de trabajo; a esto se debe el que las veamos discurrir por las calles y plazas desde las diez de la noche en adelante, incitando a los transeúntes con miradas, gestos palabras y hasta cogiéndoles del brazo.
Según la educación de aquellas infelices, se toman con los hombres ciertas libertades que desdicen de la cultura de nuestra capital, y no faltan mujeres atrevidas y desvergonzadas que, en la vía pública, se permiten verter palabras y ejecutar acciones altamente obscenas.
Si al discurrir por la calle —ir a la carrera, le llaman en su lenguaje especial— lo practicaran de una en una, sin estacionarse, y emplearan para la seducción tan sólo su mirada penetrante, que en la mayor parte de ellas es el mejor anzuelo, sería menos digno de censura; pero no: el escándalo reviste grandes proporciones, pues en calles muy céntricas, como algunas afluyentes a la Rambla, se reúnen las mujeres públicas formando corrillos, interceptan la vía y más de una vez llegan a insultar al infeliz transeúnte que, en uso de su derecho, tiene la debilidad de advertirles lo improcedente de su manera de obrar.
Este síntoma es atentatorio a la moral y al pudor; indica relajación en las costumbres públicas y quebrantamiento del principio de autoridad, por manifiesta infracción a lo preceptuado en el art. 17 del Reglamento vigente —véase el capítulo quinto de la primera parte.—
Uno de los síntomas que caracterizan la prostitución y contribuye a la desmoralización de las mujeres públicas, es el agiotaje ejercido con éstas por las amas de las casas toleradas.
Las alcahuetas tienen formado un concepto de su posición, muy equivocado. Se creen equiparadas al más honrado comerciante. Para ellas, tener una casa de tolerancia es ejercer una industria cualquiera, y sufre atrozmente su amor propio, cuando, con razón, se les denigra por el ejercicio de su infame comercio.
Respecto a sus pupilas se juzgan a una distancia inmensa, por quienes se hacen prestar, la mayor parte, un respeto y obediencia verdaderamente disciplinarios. Hablan de una prostituta lo propio que un mercader lo hace de su género. Cuando desean pasar (5) una huéspeda, ensalzan sus cualidades, como pudiera hacerlo un chalán al vender una caballería.
El negocio que algunas amas hacen con sus pupilas es exorbitante.
Sucede, a menudo, que una joven de belleza física apreciable es pasada de una casa de miserables condiciones a la de una opulenta alcahueta. La metamorfosis es instantánea. Empieza por hacerle la toilette, y cambiarle la ropa, desde los toscos zapatos al mugriento pañuelo de la cabeza. Vestido de seda, chambra de batista, camisa de finísima tela, polacas, caprichosos pendientes, brazaletes, adornos de flores en el peinado, nada le falta. Con tan ricos atavíos es presentada por el ama a sus parroquianos, como una joven recién venida de su pueblo, nueva en la vida del libertinaje. La sorpresa de la huéspeda, que se halla todavía bajo la impresión de tan notable cambio, contribuye al engaño. Gana mucho dinero; —he hecho un buen negocio,— exclama. —Y yo también,— murmura la alcahueta.
Pasa un mes y la escena cambia de decoración
La prostituta con un papel en la mano, encuéntrase al parecer ensimismada. Es que adeudaba a su antigua ama tan sólo veinte pesetas, y después de haber ganado mil, ve que ha gastado entre vestidos, ropa blanca, adornos, peinadora, manutención, etc., etc., la friolera de dos mil pesetas, que en ordenada cuenta le presenta su nueva dueña.
Esta cuenta es el dogal que ha de sujetarla al ignominioso poste de la corrupción.
"Para estos detalles —observa Lecour (6) — las cifras son elocuentes. Ellas ponen de manifiesto los abismos en los cuales se hunden las desdichadas rameras.
Se han pagado en semejantes casos:
Por un peinador | 300 francos |
Una camisa de noche | 110 francos |
Seis camisas ordinarias | 210 francos |
Doce jubones | 330 francos |
Algunas amas existen que son cariñosas con sus pupilas, a quienes tratan con consideración, procurando, cuando éstas enferman, que nada les falte; pero las más son déspotas, orgullosas, petulantes, malvadas y ladronas con sus huéspedas, a las que castigan por la más leve falta, ora pegándolas bárbaramente, ora encerrándolas sin darles de comer.
De ahí que la prostituta, abandonada de la sociedad, esclava del vicio, víctima del egoísmo de su ama y sujeta a la vigilancia gubernativa, acabe de perder el último resto de educación que tal vez conservaba aún al ingresar en la carrera del escándalo. Opérase en su modo de ser una transformación violenta: se vuelve recelosa de sus compañeras de oficio, hipócrita con el hombre, cobarde con la mujer honrada y tímida con la justicia.
La prostitución clandestina presenta con tal motivo, un cariz de depravación espantoso. La ramera, al verse equiparada a una bestia de carga y tratada como una mercancía, que al hallarse averiada es arrojada al mar, alimenta en su seno el odio más concentrado contra la población honrada, a la cual mira con sangriento desprecio.
La miseria que se observa entre la mayoría de las prostitutas inscritas, debida al excesivo número de las que trabajan clandestinamente, es otro síntoma peligroso para el orden social. Sin pretender igualarlas a todas en sentimientos, —algunas hemos conocido que, aparte de la abyección en que viven, son incapaces de inferir a nadie la menor ofensa— no reparan muchas de ellas en sustraer a sus clientes el dinero que pueden por medios altamente reprobables, lo cual es causa frecuente de disidencias domésticas entre padres e hijos, maridos y esposas, y aun entre amantes.
Si las necesidades inherentes al vestir, comer, pagar la cuota sanitaria, alquiler del cuarto y otras gabelas, pudiera servir a la prostituta de causa atenuante cuando sustrae a su cliente por medios furtivos alguna moneda, el pañuelo o alguna otra prenda, no así a determinados hombres, que, so pretexto de que en una casa de prostitución deben permitirse toda clase de desmanes, les roban a aquellas infelices cuanto encuentran a mano, para tirarlo, si a mano viene, al llegar a la calle.
Entre aquellas desgraciadas mujeres, dentro de su degradación, las hay más o menos honradas y aun verdaderas ladronas, de las que generalmente se apartan sus compañeras o las vigilan muy de cerca.
No hace mucho tiempo, al ir a practicar el debido reconocimiento, encontramos un piso cerrado, cuyas tres mujeres acababan de ser conducidas a la cárcel por sustracción de unos billetes de la rifa a un pobre revendedor. Casos en que un concurrente se ha encontrado a faltar el reloj, la leontina, una moneda de oro o un dije cualquiera, son bastante comunes en la clase a que nos referimos.
Otro de los síntomas afectos a la prostitución pública y privada, que más tarde contribuirá al raquitismo de la población, es el importante contingente que recibe nuestra Casa de Maternidad y Expósitos, hijos, la mayor parte, del libertinaje, y, en su consecuencia, ligados a la sífilis y a la escrófula, y predispuestos a toda clase de enfermedades consuntivas.
Nada presupone con certeza la siguiente estadística, ya que no
podemos fijar el número de expósitos debidos a la prostitución;
pero siempre es un dato que revela inmoralidad en un pueblo, la replección
de una Inclusa; teniendo en cuenta, que los ingresos en la misma son debidos
casi todos a nacimientos ilegítimos. La miseria, si bien obliga
a algunos padres a desprenderse de sus hijos, no es generalmente para mandarlos
a la Inclusa, existiendo, como existen, distintos establecimientos benéficos,
a los cuales puede presentarse el padre en demanda de una limosna, con
la cabeza abatida, sí, por la necesidad, pero erguida por la honradez.
Años | ENTRADOS POR EL TORNO | REMITIDOS DE LOS PUEBLOS | Total General | ||||
Varones | Hembras | Total | Varones | Hembras | Total | ||
1876 | 234 | 227 | 461 | 101 | 101 | 202 | 663 |
1877 | 242 | 254 | 496 | 77 | 80 | 157 | 653 |
1878 | 255 | 253 | 508 | 87 | 77 | 164 | 672 |
1879 | 250 | 284 | 534 | 72 | 71 | 143 | 677 |
1880 | 291 | 260 | 551 | 95 | 78 | 173 | 724 |
1.272 | 1.278 | 2.550 | 432 | 407 | 839 | 3.389 | |
|
|||||||
Entrados por el torno en dicho período | 2.550 | ||||||
Remitidos de los pueblos, cabezas de partido, etc. | 839 | ||||||
Total entrados en la casa | 3.389 |
Mientras la Dirección facultativa de tan trascendental ramo de la Administración no se confíe a un profesor encanecido en la práctica de los asuntos de Higiene y cuyos conocimientos especiales puedan servir de garantía a la salud pública (7) y no a personas inexpertas, capaces de vender su fe científica por un aumento de mil pesetas en la nómina, y a quienes el miedo de perder el destino en el revuelto mar de la política española, suele secar en flor sus ilusorias reformas de hospitales de venéreos —tema obligado de todos los Presidentes de Higiene habidos y por haber— y otras medidas análogas, no pueden calcularse los males que han de sobrevenir a la población barcelonesa (8).
Reviste tanta importancia la Higiene especial, ya que de su buena organización nace una de las primeras fuentes de riqueza, como es la salud pública, que bien merece la pena de que el Gobierno atienda ante todo a ordenar aquel ramo de la Administración.
Tales son, en resumen, los síntomas que nos ofrece ese proceso
necrobiótico, que mata las fuerzas físicas y morales de los
habitantes de Barcelona.
Notas bibliográficas
(1) SÍNTOMA (Del griego syn, con, y pyptô, caer, suceder, acontecer.— Cualquier indicación en la constitución material o en las funciones que se encuentra ligada a la presencia de una enfermedad. (Vocabulario técnico-vulgar, por D. Amancio Peratoner.)
(2) Ob. cit. pág. 201, año 1874.
(3) La Mujer, defendida por la historia, la ciencia y la moral, por E. Rodríguez Solís.— Madrid, 1877, pág. 116.
(4) Historia de las clases trabajadoras, de Garrido, citada por E. Rodríguez Solís en su libro La Mujer.
(5) Pasar una huéspeda significa en su tecnicismo el acto de traspasar una joven de una casa a otra, mediante una determinada cantidad que entrega el ama que recibe la huéspeda a la que antes era su dueña, cantidad que se supone es la que acreditaba de su pupila, su antigua ama. Para estos tratos existen corredoras que pagan por su industria a la Administración pública una determinada cuota.
(6) Lecour, ob. cit., 3ª. edición, 1877.
(7) A pesar de la opinión que acabamos de emitir acerca el nombramiento del Presidente de la Comisión de Higiene especial, preferiríamos se concediera dicho cargo por medio de pública oposición; pero con ciertas condiciones en los opositores, —de las que nos ocuparemos más adelante— atendido lo delicado del servicio.
(8) El Dr. Bovera, nombrado Presidente de la Comisión
hace unos cuatro meses, ha presentado la dimisión de su cargo, por
no haber podido encauzar —nos ha dicho— por saludables vías la Higiene
especial, a consecuencia de las intrigas políticas que, desgraciadamente,
en nuestro país envenenan los mejores propósitos.
Dedicatoria | Introducción | Carta prólogo de Juan Giné y Partagás | |||||
PRIMERA PARTE | Cap. I | Cap. II | Cap. III | Cap. IV | Cap. V | Cap. VI | |
SEGUNDA PARTE | Cap. I | Cap. II | Cap. IV | Cap. V | Cap. VI | Cap. VII | |
Conclusiones | Índice general |