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Scripta Nova.
 Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales.
Universidad de Barcelona [ISSN 1138-9788] 
Nº 69 (35), 1 de agosto de 2000

INNOVACIÓN, DESARROLLO Y MEDIO LOCAL.
DIMENSIONES SOCIALES Y ESPACIALES DE LA INNOVACIÓN

Número extraordinario dedicado al II Coloquio Internacional de Geocrítica (Actas del Coloquio)

INNOVACIONES Y CONTINUISMO EN LAS CONCEPCIONES SOBRE EL CONTAGIO Y LAS CUARENTENAS EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX. REFLEXIONES ACERCA DE UN PROBLEMA SANITARIO, ECONÓMICO Y SOCIAL

Quim Bonastra



Innovaciones y continuismo en las concepciones sobre el contagio y las cuarentenas en la España del siglo XIX.  Reflexiones acerca de un problema sanitario, económico y social (Resumen)

A finales del siglo XVIII resurgió en España, con bastante fuerza, un debate científico que había empezado en el siglo XV, el de si era posible la transmisión contagiosa de las enfermedades. Los argumentos defendidos por los integrantes de los dos bandos formados en torno a esta controversia rápidamente traspasaron el ámbito científico y se convirtió ésta en una disputa muy ligada a la sostenida entre absolutistas y liberales.

Palabras clave Salud pública/ contagio/ epidemias/ lazaretos/ cuarentenas/ historia de la medicina/ historia de España siglo XIX.



Innovations and continuism on contagion and quarantines in XIXth century Spain.  Reflections on a sanitary, economic and social problem (Abstract)

In Spain at the end of the 18th century, a scientific debate wich had commenced in the 15th century, resurfaced with some force; namely whether the contagious transmission of diseases was possible. The arguments defended by the members of the two groups wich formed themselves around this controversy rapidly overstepped the strictly scientific and the debate became a dispute very much intertwined with the one sustained between absolutists and liberals.

Key words Public health/ contagion/ epidemics/ lazarets/ quarantines/ history of medecine/ history of Spain 19th century.


En 1778 se proclamó en España el libre comercio con las Américas, esto significaba que Cádiz perdía el monopolio de éste y que los demás puertos españoles podían negociar con las colonias. En el periodo comprendido entre fines del siglo XVII y esta fecha, el comercio español con sus territorios de ultramar había experimentado un gran crecimiento. España, en este lapso, triplicó su flota y cuadriplicó el número de toneladas transportables. En 1796 el valor del comercio exterior se había cuadriplicado con relación a 1778. Aunque Cádiz en un principio pudiera verse perjudicada por la Real Cédula de 1778, siguió recibiendo un 75% del volumen de un negocio que no paraba de crecer(1),  y otros puertos como el de Málaga, La Coruña o Barcelona(2) se beneficiaron de este auge por primera vez. Lamentablemente para estos puertos, el esplendor duró poco puesto que en 1796 España se veía de nuevo involucrada en una guerra con Inglaterra y se sumergiría en una fuerte crisis comercial de la que no saldría hasta mediados del siglo XIX.

Esta crisis fue debida a diversos factores, en primer lugar se debe destacar el bloqueo impuesto al puerto de Cádiz, que aún recibía un elevado porcentaje del comercio transatlántico, esta situación representaba una falta de abastecimiento de las colonias, puesto que éstas no podían realizar intercambios directamente con otros países. La invasión francesa en 1808 no hizo más que agravar esta situación de desaprovisionamiento de la América española, lo que contribuyó a que estallaran los sucesivos procesos de independencia.

Así pues, entre la guerra con los ingleses, la invasión francesa y la sucesiva pérdida de colonias, España se vio sumida en una crisis de la que le costaría mucho salir. Por poner un ejemplo, en 1827, año en que la crisis fue más fuerte, el comercio exterior había disminuido hasta menos de los tres cuartos del volumen de negocio registrado en 1896.

Fue en este marco de crisis en el que se retomó en España el debate acerca del contagio que, como se irá desgranando en el texto, adquirió en algunos casos un trasfondo político y económico más importante que el propiamente científico. Se trataba de una dialéctica entre dos posturas acerca de la contracción de las enfermedades: la contagionista según la cual éstas podían transmitirse por diversos medios de una persona enferma a otra; y la anticontagionista, que defendía la imposibilidad de dicha transmisión. Este debate es pues importante porque de su resolución dependían el mayor o menor número de trabas impuestas al ineludible crecimiento de la circulación de mercancías y personas tanto por vía marítima como terrestre a nivel mundial.

Acerca del contagio

Durante el siglo XV se empezó a considerar la peste contagiosa, a principios de la centuria siguiente la creencia que las enfermedades podían transmitirse de una persona a otra caló hondo en el mundo médico, puesto que "se hallan los libros médicos casi contagiados"(3). El adalid de esta causa fue el italiano Gerónimo Fracastoreo(4), que publicitó con tanto éxito la nueva doctrina médica que en poco tiempo se convirtió en parte del pensamiento colectivo y arraigó en la ciencia médica de manera bastante fuerte. A finales del setecientos, se reabrió el debate con intensidad a causa del creciente intercambio de materias primas y productos manufacturados que implicaba la incipiente revolución industrial y del riesgo de importación de enfermedades epidémicas que la intensificación del tráfico comercial conllevaba.

Esbozaremos en las siguientes líneas en qué se basaba esta doctrina médica y sus raíces científicas. La doctrina del contagio se apoyaba en la teoría miasmática, desarrollada por médicos como Lancisi o Sydenham en los siglos XVI y XVII. Su planteamiento surgía de la necesidad de completar las limitaciones de la teoría de las constituciones atmosféricas que, basándose en la medicina hipocrática, entendía la enfermedad como producto de las cambiantes condiciones de la atmósfera y del influjo del medio natural sobre la salud de los hombres(5). Así pues, la teoría miasmática, sin renunciar del todo a estos postulados, puesto que los amparaba como condicionantes, concebía las afecciones morbosas como desarreglos causados por los miasmas. Se trataba de unos imperceptibles seres volátiles producto de la descomposición de la materia orgánica, y que gustaban para su desarrollo de los lugares cálidos, húmedos y sombríos. Estos vaporosos organismos, ayudados por el calor primaveral y veraniego, se elevaban a la atmósfera y eran transportados por el viento hasta entrar en contacto con un humano al que causar una dolencia.

El contagio era considerado como la transmisión de una enfermedad de un individuo a otro, El agente de éste contagio, se suponía un ente material consistente en ciertos "efluvios, ó miasmas, ó en un humor, que saliendo de un enfermo, imprimen el carácter de una dolencia específica al animal de la misma especie que tiene la desgracia de recibirlos"(6). La existencia de tal agente no estaba demostrada empíricamente, puesto que aún no se había conseguido aislarlo, solamente se podía conocer a posteriori, a través de sus efectos. Esta circunstancia, como más adelante veremos, dejaba una gran grieta en el discurso de la transmisión, de la que se aprovecharon los detractores de esta doctrina.

Existían dos formas de contagio, el inmediato y el mediato. El contagio inmediato o vivo se consumaba cuando la transmisión de la enfermedad se efectuaba directamente de un individuo a otro. El contagio mediato o muerto era aquel en el cual la dolencia se transmitía a través de los efectos de un enfermo(7). Así pues, el agente contagioso siendo contenido por un cuerpo animal, se desprendía de éste quedando pegado a los que se ponían en contacto con él, de manera que el mínimo roce era suficiente. Los cuerpos susceptibles de recibir este seminio podían ser animales o inanimados, como antes hemos adelantado, produciéndose en el primero de los casos un contagio inmediato y quedando al acecho en el segundo para el contagio mediato. Los elementos inertes más a propósito para albergar el temido agente eran los porosos y según las condiciones en que tales materias estaban empaquetadas, el agente morbífico adquiría mayor virulencia, pudiendo causar la muerte inmediata al primero en entrar en contacto con él.

Hasta aquí hemos explicado las ideas mayoritariamente aceptadas por todos los seguidores de la teoría del contagio, pero no debemos pasar por alto que existían bastantes variaciones relativas a la manera de actuar y a las propiedades del contagio. Respecto a la propiedad contagiosa de las enfermedades epidémicas, existía un gran número de opiniones, unos las consideraban a todas contagiosas, otros argumentaban que solamente algunas lo eran, y aún otros declaraban que la contagiosidad de una enfermedad concreta dependía de factores ambientales o de la fuerza del miasma. Esta falta de unidad no hacía más que abonar el camino de los detractores de esta doctrina, puesto que no existían unas pautas de experimentación homogéneas ni series estadísticas que corroboraran estas observaciones.

Las sugerencias profilácticas de los contagionistas

Debido a la inexistencia de un tratamiento del todo efectivo(8) se debían pues proponer soluciones profilácticas. Los partidarios del contagio abogaban por las cuarentenas en lazaretos, por los cordones sanitarios y por la fumigación de los lugares infectados.

Cualquier navío llegado a puerto debía mostrar antes del desembarco la "Carta o Fe de Sanidad", que era una patente otorgada a las embarcaciones para que pudieran demostrar su salubridad, creada por las autoridades españolas a raíz de la epidemia de peste padecida en Marsella en el año 1720. En ella, entre otras informaciones, debía aparecer el nombre del capitán, tripulantes de la nave y el de los pasajeros, además de especificar la naturaleza de su mercancía así como el origen y escalas realizadas durante el trayecto(9)

. Dependiendo sobre todo del origen de la embarcación la patente podía ser limpia, tocada, sospechosa o sucia dependiendo de la peligrosidad y de la condición sanitaria de los países de origen(10).

Cualquier barco que no tuviera patente limpia o cuya tripulación o mercancía no se adecuara a la referida en su patente, así como aquel que presentase casos de enfermedades consideradas contagiosas podía ser inmovilizado antes de su entrada en el puerto y, en el caso de querer desembarcar, debía cumplir la cuarentena. En este caso los pasajeros y marineros eran aislados en las dependencias del lazareto destinadas a cada tipo de patente. Lo mismo se hacía con el cargamento, puesto que podía llevar consigo el agente morboso. Una vez pasado el periodo de observación y en el caso de no presentarse ningún caso de enfermedad, éstos eran admitidos a libre plática(11).

Los cordones sanitarios partían del mismo principio de aislamiento de los enfermos que las cuarentenas. Se trataba, una vez detectadas las señales de una epidemia, de cerrar o acordonar de una unidad espacial más o menos grande. Dependiendo de la premura a la hora de adoptar la medida podía variar desde una casa, a una calle, a toda una población o una zona más o menos amplia. De esta manera se impedía cualquier contacto de la zona afectada con el exterior. Cuando se trataba de acordonar una población, el encargado de llevar a cabo el cerco era el ejército, que debía rodear el pueblo a una distancia prudencial e impedir cualquier entrada o salida de personas o efectos no autorizada. Este cerco podía llegar a ser triple para evitar posibles irregularidades, ya fueran causadas por la mala vigilancia o por el soborno(12).

Finalmente las fumigaciones, que consistían en la destrucción de los focos morbosos y las estancias infectadas por los enfermos, que se realizaban mediante compuestos químicos descubiertos a finales del siglo XVIII, gracias a los espectaculares avances de ese saber. Ante la imposibilidad de percibir sensorialmente los miasmas era harto difícil determinar su composición. De todos modos se había conseguido conocer los elementos hallados más frecuentemente en los gases emanados por los cuerpos en descomposición, éstos eran el carbono, el hidrógeno y el nitrógeno que, por asociación, fueron aceptados como elementos constituyentes de los miasmas, aunque sin conocerse su combinación concreta. En cuanto a su comportamiento químico existían dos hipótesis diferentes respecto del agente contagiante, la desarrollada por Jean Janin en 1782 que defendía el carácter alcalino de los miasmas, y la elaborada por médicos norteamericanos que sostenía el carácter ácido de éstos. En cualquier caso el mecanismo era el mismo, se trataba de neutralizar los vapores pestilenciales mediante la operación química de la fumigación. Para su práctica se necesitaba un hornillo y un recipiente para verter los reactivos que serían de naturaleza alcalina o ácida dependiendo de la hipótesis sostenida, los gases resultantes de la reacción purificarían la estancia(13).

La postura anticontagionista

Hasta los años 80 del siglo XIX, en que los avances de la microbiología empezaron a refutar muchas de las antiguas creencias de la medicina, y sobre todo de aquellas relacionadas con la etiología de las enfermedades, las tesis anticontagionistas tuvieron muchos seguidores. La base de esta doctrina era la no transmisibilidad de la enfermedad entre personas.

Paradójicamente esta doctrina que intentaba refutar la del contagio no elaboró un gran cuerpo teórico en que basar su crítica, sino que se dedicó en la mayoría de casos a buscar las limitaciones de la doctrina del contagio con los argumentos mas dispares, exponiendo complicados razonamientos filosóficos, apelando a la historia de la medicina y muchas veces recuperando las teorías hipocráticas del influjo del medio natural en el desarrollo de la enfermedad. Muchos de estos argumentos se amparaban en la imposibilidad de aislar el agente contagiante. De todos modos existían algunas teorías científicas como la infeccionista que contó con bastantes partidarios y que fue desarrollada por el médico francés Broussais quien defendía que las enfermedades eran causadas por la infección producida por irritación de las mucosas del intestino.

Consecuentemente, en el ámbito profiláctico, los anticontagionistas despreciaban cualquiera de los métodos utilizados para frenar el avance de las epidemias, puesto que si el contagio no existía era del todo inútil intentar frenar su entrada. Así pues, estaban en contra de cuarentenas, lazaretos y cordones. Del mismo modo, criticaban las fumigaciones realizadas con el fin de aniquilar a los invisibles miasmas, puesto que consideraban que eran solamente fruto de las especulaciones de los contagionistas(14).

Implicaciones sociales del debate científico

La pugna entre los defensores y los detractores del contagio, rápidamente traspasó el ámbito científico y se convirtió en un conflicto de índole política y económica. Al principio de este escrito se explica a grandes trazos la situación de España en este cambio de siglo. Sumadas a esos problemas de carácter internacional, existían puertas adentro las luchas políticas entre absolutistas y liberales que rápidamente hicieron suyo este debate.

Las propuestas de los contagionistas en España no eran más que una continuación y en algún caso un refinamiento de las prácticas llevadas a cabo por los regímenes borbónicos. Tanto Carlos IV como su hijo Fernando VII fueron unos acérrimos defensores del contagio y de sus métodos profilácticos, lo que no es de extrañar, puesto que la medicalización de las naciones fue uno de los distintivos de la Ilustración, y más aún en los estados absolutistas que encontraron en la universalización de la asistencia médica a todo el conjunto social un instrumento de control nada despreciable(15). En este caso, el poder sobre el tránsito, tanto marítimo como terrestre, de personas y mercancías con pretexto sanitario, representaba una herramienta ofrecida por el colectivo médico que servían de mucho a sus políticas económicas proteccionistas y, más aún, cuando España se vio sumida en pocos años en una profunda crisis económica y política. Tanto es así que durante los primeros años del siglo XIX, en que España recibió varias epidemias de fiebre amarilla y se encontraba en plena crisis comercial, se ejerció una presión desde el gobierno para que la ciencia médica adoptara las ideas del contagio, prohibiendo publicar las obras que defendieran lo contrario, además el mismo Godoy dictó un nuevo reglamento de lazaretos en 1805(16).

Por su parte los liberales, cuyo volumen de negocios era lastrado por las trabas impuestas al libre tráfico de mercancías, consideraban que mantener que la fiebre amarilla era contagiosa era un pensamiento reaccionario y fiel a la monarquía borbónica. De este modo, durante el bienio constitucional fue prohibida toda publicación de carácter contagionista mientras el vómito negro se enseñoreaba de nuevo de la Península. El fin de la Cortes y la vuelta del monarca deseado coincidió con el fin de la guerra con los franceses y con los numerosos movimientos de tropas y enfermedades que esto comportaba, coincidió también con el cese de las enfermedades colectivas y no es de extrañar, puesto que la vigilancia sanitaria fue fortalecida.

En el verano de 1819, poco antes del alzamiento liberal volvió a entrar la fiebre amarilla por Andalucía, más adelante la peste bubónica en Mallorca. A la vista estaba que se debía reformar completamente la sanidad española. Mientras una comisión designada a tal efecto estaba redactando un proyecto de código sanitario(17), la fiebre amarilla se adueñaba de Barcelona. Tras numerosos problemas el proyecto definitivo, basado en los reglamentos más modernos, se debatió en la legislatura de 1822 y fue rechazado. Fracasó, en primer lugar, por apoyarse en el contagio y la mayoría en las Cortes no creía en él o no se atrevía a afirmarlo. Naufragó además por las dificultades tanto administrativas como económicas que suponía su puesta en marcha y por la desmesura en las penas que proponía para aquellas personas cuyas negligencias trajeran a España epidemias, y un gobierno liberal no podía permitirse abusar de la mano dura(18).

Conclusiones

En este texto se ha explicado a grandes rasgos un debate médico que se mantuvo en Europa y América en el cambio del siglo XVIII al XIX. En esta disputa acerca de la etiología de las enfermedades y de la posibilidad de su transmisión encontramos dos posturas diferenciadas aunque no fueron del todo homogéneas.

Por un lado los contagionistas que, convencidos de que las enfermedades se podían comunicar, propusieron un sistema de defensa de las epidemias que acechaban al país con un sistema de cuarentenas, lazaretos, cordones sanitarios, patentes marítimas y fumigaciones. Por otra parte los anti-contagionistas, cuyo distintivo más importante era el rechazo de la de los postulados contagionistas, ya fuera en el plano teórico o práctico. Es importante señalar la falta de homogeneidad que se ha marcado más arriba, ambas doctrinas tenían unos límites muy difusos y no todos los médicos estaban de acuerdo en que una enfermedad u otra tuviera propiedades contagiosas. Esta situación complica bastante el análisis de las fuentes, puesto que se pueden encontrar médicos con opiniones cambiantes o extrañas argumentaciones para defender o negar las variables propiedades contagiosas de una dolencia. Además, a partir de un cierto momento, algunos médicos que se contaban entre las filas de los contagionistas se pusieron en contra de las disposiciones sugeridas por sus correligionarios, tachando de injustos y de inútiles las cuarentenas y los lazaretos, y temiendo a su vez por la maltrecha economía española.

La politización de este debate refleja muy bien a la situación sufrida por la España de aquella época. Mientras los absolutistas, que querían seguir conduciendo con brazo firme las riendas del estado y proteger sus intercambios, apoyaron a los contagionistas. Los liberales se sumaron a las filas anti-contagionistas, de ese modo ninguna traba sería impuesta al comercio marítimo y terrestre que décadas antes había reportado a España una balanza comercial muy favorable. En el momento en que empezó a derrumbarse el imperio colonial la burguesía comercial necesitaba buscar nuevos mercados con que comerciar y no estaba dispuesta a aceptar restricciones en nombre de la sanidad. En este marco es importante añadir que la coyuntura económica, política y social, que a grandes trazos se ha explicado en este texto, fue un importante condicionante para que el debate sobre el contagio, a pesar de tener una repercusión internacional, fuera especialmente sangriento en España.
 

Notas

1.  FRAX, Esperanza y MATILLA, María Jesús. Transporte y comercio marítimo en los siglos XVIII y XIX. In Puertos españoles en la historia. Madrid: Ministerio de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, 1994, p. 77-100.

2.  Para más información sobre la entrada de Catalunya en el comercio con las colonias véase por ejemplo VVAA. El comerç entre Catalunya i Amèrica, segles XVIII i XIX. Barcelona: L'avenç, Collecció Clio nº6, 1986.

3. MATA Y RIPOLLES, Pedro. Refutación completa del sistema de contagio de la peste y demas enfermedades epidémicas en general. Reflexiones escritas por... Reus: Imp. de Pablo Riera. 1834, p. 40.

4. FRACASTOREO, Gerónimo. De contagione et morbis contagiosis. 1550.

5. URTEAGA, Luis. La teoría de los climas y los orígenes del ambientalismo. In Geocrítica. Barcelona: Publicacions de la Universitat de Barcelona, nº 99, 1993, p. 14-16.

6. MERLI Y FEIXAS, Antonio. Arte de detener y aniquila las epidemias y el verdadero secreto para no contagiarse en tiempos de peste por... Barcelona: Juan Dorca Imp. 1815, p. 34.

7. FERNÁNDEZ CARRIL. Importancia de los lazaretos y cuarentenas. In Actas de las sesiones del Congreso Médico Español. Celebrado en Madrid. Setiembre de 1864. Madrid: Imprenta de José M. Ducazcal, 1865, p. 225.

8. Aunque en ese tiempo ya se utilizaba la quina como profiláctico y remedio, en detrimento de la sangría.

9.CARRERAS ROCA, Manuel. El lazareto de Mahón. De Manuel Rodríguez Villalpando. In Medicina & Historia. Revista de Estudios Histórico Informativos de la Medicina. Barcelona: Centro de Historia de la Medicina de J. URIACH & Cía. S.A. nº 40, 1974, p. 13-14.

10. Proyecto de Reglamento General de Sanidad, presentado á las Cortes Estraordinarias de 1822 por su comisión de salud pública. Impreso de órden de las mismas.. Madrid: Imprenta de Alban y Compañía, 1822, p.20-24.

11. CARRERAS ROCA, Manuel. El lazareto de Mahón. De Manuel Rodríguez Villalpando. In Medicina & Historia. Revista de Estudios Histórico Informativos de la Medicina. Barcelona: Centro de Historia de la Medicina de J. URIACH & Cía. S.A. nº 40, 1974.

12. Proyecto de Reglamento General de Sanidad...: Op. cit, pág 58-62.

13. CARRILLO, Juan L.; RIERA PERELLÓ, Pedro; GAGO, Ramón. La introducción en España de las hipótesis miasmáticas y prácticas fumigatorias. Historia de una polémica (J.M. Aréjula - M.J. Cabanellas). In Medicina & Historia. Revista de Estudios Histórico Informativos de la Medicina. Barcelona: Centro de Historia de la Medicina de J. URIACH & Cía. S.A. nº 67, 1977, p. 8-13.

14.  Véase Actas de las sesiones del Congreso Médico Español. Celebrado en Madrid. Setiembre de 1864. Madrid: Imprenta de José M. Ducazcal, 1865, p. 218-334. En el apartado de higiene de este congreso se debatió acerca de la importancia de los lazaretos y las cuarentenas

15. ACKERKNECHT, Erwin H. Medicina y sociedad en la ilustración. In Laín Entralgo, Pedro. Historia Universal de la Medicina. Barcelona: Salvat, vol. V, 1973, p. 143.

16. PESET, M. y J.L. Muerte en España. Política y sociedad entre la peste y el cólera. Madrid: Seminarios y Ediciones S.A., 1972, p. 157 y ss.

17. Proyecto de Reglamento General de Sanidad, presentado á las Cortes Estraordinarias de 1822 por su comisión de salud pública. Impreso de órden de las mismas.. Madrid: Imprenta de Alban y Compañía, 1822.

18. PESET, M. y J.L. Op. cit., p. 195 y ss.

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