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Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. VII, núm. 146(015), 1 de agosto de 2003

CASAS, HABITACIÓN Y ESPACIO URBANO EN MEXICO. DE LA COLONIA AL LIBERALISMO DECIMONÓNICO

Eulalia Ribera Carbó
Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México

Casas, habitación y espacio urbano en México.  De la colonia al liberalismo decimonónico (Resumen)

Desde la fundación de las ciudades coloniales en la América española, y en particular en México, los usos habitacionales del suelo quedaron bien definidos en la estructura urbana y contribuyeron a conformar un modelo de ciudad muy exitoso en la larga duración. El análisis general de ese modelo y de las formas de vivienda del antiguo régimen permiten reconocer para el siglo XIX rupturas y continuidades en la distribución de la vivienda sobre el espacio de la ciudad, en las tipologías arquitectónicas, en el conjunto del perfil urbano, y en la vida dentro de las casas lujosas y las viviendas populares.

Palabras clave: liberalismo decimonónico, ciudades coloniales, modelos de vivienda.

Houses, housing and urban space in México.  From colonialism to nineteenth-century liberalism (Abstract)

Since the foundation of the colonial cities in the Spanish America, and in particular in Mexico, the residential types of land use became well defined in the urban structure and contributed to form a very successful model of city at the scale of the long duration. A general analysis of this model along with the study of the forms of housing during the old regime, reveal a number ruptures and discontinuities in the 19th century, specifically in the distribution of houses in the urban space, in the architectonic typologies, in the urban profile as a whole, and in the life style inside the wealthy and the modest houses.

Key words:  nineteenth-century liberalism, colonial cities, housing models.

Un exitoso modelo de ciudad y de vivienda

Este portal (de Mercaderes) es un México en miniatura. Aquí encontré un conjunto de todas las clases y personas que había observado antes. El atuendo de los ricos comerciantes españoles, plantados a la puerta de su almacén, es semejante en hechura al que se usa en Europa. (...) Aquí estaban también los mercaderes al menudeo, embutidos en sus levitas descoloridas, sin sombrero y abrumados de ocupaciones; asimismo se encontraba aquí el charro, con la fastuosidad de su traje campirano; los arrieros, vestidos de cuero; los indios, con su carga a cuestas, trotando entre la multitud; y el lépero con su frazada y su semioculto herrumbroso sable, y la dama refinada con su criado y el cigarrillo. Todos juntos y mezclados promiscuamente con la total independencia y el obstinado codeamiento de la igualdad republicana.[1]

No eran ni la total independencia ni el obstinado codeamiento de la igualdad republicana lo que el comerciante inglés William T. Penny observó en el portal de la plaza mayor de la ciudad de México en 1824. Hacía mucho que en los portales de las plazas mayores mexicanas confluían todos los personajes de la sociedad, revolviéndose en ellos el raso de seda y la manta burda, la bota y el zapato con el huarache y el pie descalzo. Hacía tanto, como que al inicio mismo de ser levantada una ciudad de españoles, los indios entraban en ella y enseguida  dejaban obsoletas las líneas aquellas de las Ordenanzas de descubrimiento y población de 1573 que decían:

Entretanto que la nueva población se acaba los pobladores en cuanto fuere posible procuren de evitar la comunicación y trato con los indios y de no ir a sus pueblos ni divertirse ni derramarse por la tierra ni que los indios entren en el circuito de la población hasta la tener hecha y puesta en defensa...[2]

Cierto es que en un principio el territorio urbano quedó segregado social y racialmente al estar la jerarquía socio-económica de los propietarios residentes de las ciudades determinada por la cercanía a la plaza, y acomodados los indios en sus repúblicas arrimadas a las márgenes vacías de la traza o en barrios periféricos del propio municipio español.[3] Sin embargo, en cuanto a lo racial se refiere, los tintes se corrieron y fue en realidad la categoría social la que siguió marcando el espacio de las ciudades. En el XVIII indios, mestizos y mulatos habitaban irrestrictamente el casco urbano, mientras que en los barrios se avecindaba cualquiera con entera libertad.[4] Era más bien y como acabamos de apuntar, una cuestión de nivel socio-económico la que permitía acomodarse aquí o allá dentro de la cuadrícula del mapa. Y aunque durante el antiguo régimen, así como en el siglo XIX, el entramado social fuese complejo y de notables extremos de riqueza y pobreza, de la abigarrada jerarquización de la población puede hacerse una traducción espacial presumiblemente más sencilla.

En los años sesenta del siglo XVI, cuando hacía apenas unas cuantas décadas que se había iniciado la empresa conquistadora de España por tierras americanas, la labor de fundación de ciudades había sido intensa como no lo volvería a ser después. En ella, los ejecutores proyectaron una amalgama de experiencias urbanas previas surgidas de la propia realidad de origen y del trabajo castrense aprendido en las guerras de reconquista contra los moros, sobrepuesta en algunos -pocos- casos a las estructuras existentes de ciudades precolombinas.

La convergencia de ese desempeño práctico con las teorías urbanas renacentistas y los principios de la ciudad ideal cristiana, se convirtieron en 1573 en la normativa jurídica que enmarca a un modelo de ciudad tan exitoso, que aún hoy podemos reconocer perseverantemente en muchos de los arreglos de sus espacios.

Las Ordenanzas de descubrimiento y población tienen efectivamente una filiación renacentista tanto en su inspiración vitrubiana como en su propósito de definir racionalmente un diseño previo a la construcción de las ciudades, aún y cuando los diseños americanos en poco se parezcan a los de las ciudades de utopía de los pensadores europeos.[5] Son, según Leonardo Benévolo, la primera ley urbanística del mundo moderno occidental, que atiende asuntos relativos al sitio adecuado para el poblamiento, a la jerarquía y a las autoridades del núcleo fundado, a las formas urbanas, a las tierras de propiedad municipal, y a la localización conveniente de ciertos usos del suelo.[6]

La traza, así nombrada y concebida como un sinónimo de la ciudad, tan conveniente para la ocupación de los nuevos territorios conquistados y el control efectivo de la población insumisa, tenía su origen en un núcleo central, generador y articulador de todo el sistema urbano: la plaza mayor. La plaza mayor era el elemento que dirigía el dibujo del mapa, pero además, concentraba los edificios y las funciones más relevantes del poder y su administración, lo que la convertía también en un centro simbólico y la referencia obligada de toda población. La iglesia mayor, la casa de concejo y cabildo y la casa real, unas frente a otras en el espacio de la plaza, se traducían sin duda en un conjunto imponente y con grandes posibilidades de "convencer" sobre el nuevo orden social.[7]

No sólo eso. En las ordenanzas, a la plaza se la señalaba como el lugar más adecuado para las fiestas cívicas, se sugería explícitamente la edificación en ella de las tiendas para los comerciantes más importantes, y se recomendaba que en los edificios que la bordeaban y en las cuatro calles que de ella salieran se construyeran portales para la comodidad de la concurrencia. Así que la plaza debía ser el centro del poder civil y religioso, hito principal de la imagen urbana, núcleo comercial y punto obligado de reunión y mercado. En el resto de la malla, los solares de las manzanas se repartirían a los pobladores empezando desde la plaza mayor, y el esquema se reproduciría a escala a partir de las plazas menores como sede de las parroquias y monasterios, y responsables de la unidad de los barrios.[8]

Inclusive en aquellos pueblos y ciudades sin acta de fundación, sin traza, sin ayuntamiento y sin reparto formal de solares, ciudades de crecimiento espontáneo e irregular alrededor de una mina, de una capilla rural, de una hacienda, o a lo largo de un camino real y sus postas, la estructura urbana se fue adecuando poco a poco a las normas del patrón general. No solamente en cuanto a formas, sino también en sus funcionamientos. Con el tiempo, las plazas aparecieron en el escenario adquiriendo enseguida su papel protagónico.

Lo mismo sucedió con los pueblos y parcialidades de indios que se erigían próximos o adosados a los márgenes vacíos de la traza española, y que reproducían su normativa. La organización de los pueblos de indios se ajustó jurídicamente a la del municipio castellano, y morfológicamente al modelo de la plaza con los edificios principales de gobierno y evangelización y una planimetría reticular que en algunos casos se sobrepuso a trazas preexistentes. Y cuando no pertenecían a república o pueblo, los indios se asentaban en los barrios, que se cohesionaban alrededor de una parroquia y que quedaban distribuidos periféricamente en torno al núcleo central de españoles, sometidos al gobierno de su ayuntamiento, y englobados genéricamente en el patrón urbano.[9]

Desde la fundación de las primeras trazas en el siglo XVI la repartición de los lotes urbanos se realizó a partir de la plaza como núcleo de origen. Por ello también muy desde el principio las ciudades se estructuraron con un casco central densamente construido, de edificaciones sólidas, que casi siempre sin cortes repentinos se desvanecía hacia una periferia con casas más espaciadas y de fábrica exigua. Las formas eran distintas y las funciones urbanas también, pero los cambios se daban gradualmente en una articulación continua entre lo ciudadano y lo rural.[10]

Ese cuerpo originario, edificado y preponderante en la composición del tejido de las ciudades fijó su centralidad y su dimensión vertebradora no tanto en el hecho de haberse erigido primero, sino justamente en los usos que desde ese principio adquiría el suelo que se convertía en urbano. Era el asiento del poder con sus expresiones arquitectónicas. Si se trataba de un pueblo pequeño: la parroquia y la casa consistorial enmarcando la plaza. Pero si las jerarquías políticas, religiosa o administrativa eran mayores, siempre cabían la catedral, las casas reales, o un palacio de gobierno provincial. Por supuesto, el poder económico compartía más o menos los mismos espacios y ahí estaban, en la plaza o tocándose con ella, los portales de mercaderes y la aduana. Y alrededor las casas y comercios principales.

Desde la fundación misma de las ciudades coloniales, en el reparto de los solares empezando a partir de la plaza mayor, la cercanía respecto a ella fue seña de la jerarquía del propietario hecha evidente en la categoría constructiva de las residencias.

Las primeras edificaciones de casas-habitación se hicieron de piedra y cal con una arquitectura de sólida apariencia fortificada, que en su exterior recordaban las líneas de la casa de Castilla y en su interior disponían los espacios alrededor de un patio central, enmarcado por corredores porticados igualmente a la manera castellana y andaluza. En aquellas casas vivían familias nucleares y extensivas, muchas veces junto con otros personajes unidos por el paisanaje de origen en España. Empleados y sirvientes compartían la casa, y la separación y privacidad entre todos sus habitantes no era ni de lejos tajante.[11]

Las construcciones fueron perdiendo pronto su carácter de aspecto castrense, y la vida doméstica retraída en ellas fue abriéndose al espacio público de la calle con grandes ventanas y zaguanes. Cuando en el siglo XVII el barroco impuso su impronta notable en la fisonomía urbana, la "casa mexicana" era ya un hecho arquitectónico consolidado y con características que lo distinguían.

¿Cómo era esa casa con tal apelativo que la define como un prototipo? Digamos, para lograr una explicación más acertada, que la casa mexicana son muchas casas que varían de acuerdo sobre todo al nivel socio-económico y al ámbito urbano en que se construyen, aunque pueden reconocerse algunos elementos equivalentes en todas. El principal, desde luego, es el patio, que no solamente articula todas las actividades domésticas desde las de habitación hasta las productivas, sino que además funciona como un perfecto engranaje entre lo público y lo privado, entre la precaria privacía de lo doméstico en aquel tiempo y el intenso ajetreo callejero también característico del antiguo régimen. Muchas de las construcciones, ricas o pobres, contaban con un segundo patio, si no es que con varios más articulados por pasillos, y todos definían conjuntamente las sociabilidades entre las múltiples funciones de la casa.[12]

Las casas de abolengo y opulencia edificatoria en los centros de las ciudades mexicanas solían tener dos niveles y varios patios alrededor de los cuales se abrían múltiples cuartos que servían como alojamiento para los mozos, de bodegas y para los variados servicios de la casa. Entre los bajos y los altos del edificio había un entresuelo con viviendas destinadas en origen a los sirvientes, pero ocupadas por otros habitantes arrimados a la familia, o arrendadas a comerciantes y artesanos que vivían en ellas y que desplegaban sus actividades en los bajos o en las accesorias de la casa que tenían su salida directa a la calle. En la segunda planta era donde vivía la familia o las familias ennoblecidas, ya fueran propietarias o inquilinas por alquiler.

Este modelo de residencia, con o sin altos, de una variada convivencia de gente y funciones, se repetía en diversas proporciones de tamaño, de materiales constructivos y de magnificencia arquitectónica por todas las trazas de las ciudades de México.[13]

Ya hemos señalado que el valor de las casas estaba, amén de las condiciones propias de la construcción y su mantenimiento, determinado en gran medida por su ubicación sobre la retícula del mapa urbano, y sobre todo en función de la cercanía a la plaza mayor y sus calles aledañas. Sin embargo en los centros se vivía una considerable heterogeneidad social, dentro de los edificios mismos como se ha apuntado, como también porque no muy lejos de las mansiones aristocráticas, compartiendo espacios dentro de la traza formal de la ciudad, desde el siglo XVII y sobre todo en el XVIII se habían construido casas para el arrendamiento colectivo. Son las llamadas vecindades, frecuentemente propiedad de la iglesia, quien ejerció como un rentista tolerante. Las vecindades se ajustaron al modelo de casa centrado alrededor del patio con su corredor porticado, y sobre el que se abren las puertas de numerosas viviendas de uno o dos cuartos a lo sumo.

En las vecindades, como en los entresuelos, comúnmente vivieron artesanos modestos, que no solo habitaban en el reducido lugar por el que pagaban al propietario del inmueble; también usaban sus cuartos como tienda y taller, y casi invariablemente invadían los espacios colectivos de patios y pasillos. Ahí se amalgamaban actividades domésticas, productivas y comerciales, con los escasos servicios de uso común con los que contaban las casas, a saber, pozos, atarjeas, lavaderos y comunes. Y eso, si los tenían.[14]

Alrededor del casco urbano de construcciones formales de mampostería y adobe, ricas y pobres, se esparcían, como un cinturón de miseria, jacales a veces esparcidos en un "desordenado" patrón urbano, y otras ajustados al dibujo de manzanas regulares y arrinconados en los solares baldíos. Eran pequeñas casas erigidas con materiales endebles y perecederos, habitadas, según los padrones coloniales, por indios y castas, pero también por españoles pobres. Los jacales constituían un tipo de vivienda de transición entre la ciudad y el campo dado que sus ocupantes muchas veces levantaban pequeñas huertas contiguas a sus casas.[15]
 

La persistencia del modelo y los prolegómenos del cambio

A finales del siglo XVIII y en el siglo XIX aquel estado de cosas no había cambiado mayormente en lo general. Las casas habitación alternaban indistintamente con los comercios, y eran las manzanas centrales de todas las ciudades las que seguían ostentando la mayor categoría para un uso y otro. Pero ya desde la mitad del setecientos, con la nueva administración ilustrada de los déspotas borbónicos y su representación virreinal, se empezó a pensar en el reordenamiento funcional del espacio urbano. Los puestos de ciertos tianguis de las plazas se habían ido acomodando en céntricos mercados establecidos, y los pequeños comercios habían invadido plantas bajas de construcciones de dos pisos, desplazando su uso residencial.

Un fenómeno importante en la reestructuración de los espacios urbanos fue la aparición, en las ciudades en las que lo hizo, de la industria moderna en la segunda mitad del siglo XVIII, pero sobre todo en el XIX. Moderna, cuando implicaba el uso de nuevas tecnologías, pero también aunque solamente lo fuera por la producción concentrada en el sitio de una gran fábrica. Las casi ingentes fábricas de los estancos reales en las últimas décadas del setecientos, como lo fueron las del tabaco y de la pólvora, promovieron la revitalización del sector de la construcción y las ciudades en cuestión crecieron con nuevos barrios marcadamente obreros en sus alrededores; los embates en contra de las ordenanzas gremiales facilitaron los cambios en la distribución de los usos del suelo, hasta entonces claramente reglamentada por aquéllas, y comenzaron también la desarticulación del modelo fusionado de vivienda y taller artesanal.[16]

Poco diremos sobre la distribución de la propiedad urbana, porque no tenemos elementos suficientes para aventurar generalización alguna. Sabemos por María Dolores Morales que en 1813, en la ciudad de México, un porcentaje tan mínimo de la población como 1.68 por ciento tenía acceso a la propiedad de alguna finca, y aún de este porcentaje, unos cuantos propietarios, entre ellos la Iglesia, eran grandes acaparadores. Del resto, la mayoría poseía apenas el predio que habitaba. Esto, por sí solo, no nos dice gran cosa acerca del perfil de los que habitaban en cada lugar. Pero la lectura es más interesante sabiendo que la Iglesia era dueña de la mitad de la ciudad, que lo suyo estaba casi todo en la traza de manzanas bien dibujadas, y se trataba de propiedades de valores medianos. En cambio, los particulares tenían o casas modestas de las periferias, o fincas de las de mayor valor del centro.[17]

Esto sustenta que los personajes más acaudalados y de mayor estatus en la escala social vivían en sus lujosas casas centrales; que la Iglesia compartía más o menos esos espacios como rentista de vivienda para sectores medios, y que en los barrios marginales estaba la gente de menor capacidad económica. El esquema no difiere mucho de lo que puede interpretarse con el padrón de Revillagigedo de 1791 en otras ciudades de la Nueva España. En el centro de Orizaba, por ejemplo, vivían los miembros prominentes de las élites: funcionarios virreinales, del cabildo y de la Iglesia, administradores de la Renta del tabaco, comerciantes, trabajadores calificados y artesanos de bienes suntuarios. Alrededor y hacia los barrios: empleados, trabajadores manuales asalariados y artesanos. En el puerto de Veracruz los comerciantes más importantes y los funcionarios españoles tenían sus grandes casas en el corazón de la ciudad alrededor de la plaza de armas. Entre el centro y las entradas de mar y tierra al norte, y los límites de la puerta nueva, casas y vecindades que albergaban a comerciantes, profesionistas, posaderos, empleados y artesanos. Y el sur, junto a la muralla, era de arrabales con población de albañiles, pescadores, artesanos pobres y trabajadores de oficios diversos poco calificados.[18]

En el México independiente, la política económica nacional impulsada por los conservadores, que llevó a la fundación del Banco de Avío para el Fomento de la Industria en 1837, permitió, con los préstamos que facilitó dicho banco, la fundación de varias empresas agro-industriales, casi una decena de fábricas de textiles de algodón, una fábrica de vidrio, una de ornamentos para edificios y aserradero, varias fundiciones y talleres mecánicos, una fábrica de papel, otra de blanqueo de cera y unas cuantas de textiles de lana.[19]

Las fábricas promovieron el crecimiento de oficios y servicios especializados; primero, el aumento inmediato en el ramo constructivo; enseguida el incremento de la arriería, la proliferación de sastres, zapateros, barberos, fabricantes de peines y de jabón, de plateros, relojeros, molineros, panaderos, que aparecían no sólo con el crecimiento demográfico, sino también por el aumento en el consumo que produjo la generación de empleos en las fábrica.[20]

Están todavía por estudiar los efectos urbanos precisos de cada una en concreto, pero sin duda muchas de ellas iniciaron el rompimiento, al menos parcial, del esquema de las ciudades preindustriales en las que no hay una diferenciación funcional tajante en el uso del suelo, porque los artesanos, en una proporción considerable, laboran en el lugar de residencia, o en su defecto, los talleres comparten espacios con casas de habitación y pequeños comercios.

Cierto es que las industrias arrancadas por el Banco entre 1830 y 1842 funcionaron con graves altibajos y algunas por poco tiempo. Pero aunque los cambios urbanos que hayan podido potenciar fueran incipientes y limitados, plantean a manera de prolegómeno el esquema que alcanzaría dimensiones más profundas y extendidas durante el Porfiriato, cuando con la paz de la dictadura la inversión de capitales privados nacionales y extranjeros dio mayores alcances a los procesos de industrialización y transformación de las ciudades en que se produjo.

Un poco más adelante, el incremento en la explotación minera, la extendida construcción de líneas ferroviarias, y de la mano la incorporación de nuevas tecnologías como la electricidad imprimieron los cambios consecuentes en los usos del suelo.

En los bordes de las ciudades en cuestión se levantaron las fábricas y las estaciones del ferrocarril que jalaron, como polos de atracción, el crecimiento de la mancha urbana. Servicios y talleres complementarios se instalaron cerca. Tranvías de "mulitas" y después eléctricos disectaron las calles a partir de ellas, y se levantaron barrios nuevos de vivienda para la población proletaria.

Y así como la distribución de los ciudadanos sobre el mapa se mantuvo parecida, tampoco el patrón de las casas y las formas de habitarlas cambió sustancialmente hasta la mitad del ochocientos, aunque algunas modificaciones anunciaban la llegada de nuevos conceptos en las formas de convivencia social.

En el siglo XVIII hubo, desde luego, una importante renovación arquitectónica sujeta al apogeo de los lineamientos barrocos; y en las últimas décadas de esa centuria, la renovación, auspiciada por el auge económico general que patrocinaron las reformas borbónicas en la Nueva España, se ajustó a las ideas estéticas neoclásicas de corte académico. Muchas casas mudaron su fisonomía haciéndola pletórica de arte, pero todas siguieron estructurándose en torno al patio central que ceñía a la variedad de viviendas, inquilinos y funciones que coexistían dentro de un mismo edificio. Solo lentamente las ideas liberales de los déspotas ilustrados y su arremetida en contra del poder y la estructura de los gremios de artesanos iniciaron, como dijimos, cierta segregación de los espacios urbanos y domésticos. Fueron algunos talleres de producción los que abandonaron las casas de habitación, al tiempo que en algunas accesorias se dejó de habitar para dedicar su lugar únicamente a fines comerciales.

En las mansiones nobiliarias nuevas ideas de intimidad y privacía creaban en algunos casos espacios privados como oratorios, comedores, recámaras y tocadores, y otros específicos para servicios como cocinas, placeres y comunes, y se potenciaba la importancia de la higiene, la comodidad y la decoración doméstica.[21]

Pero lo cierto es que hasta que mediaba el 1800 y México llevaba ya varias décadas de vida como nación independiente, poco había cambiado. Inclusive hasta iniciado el régimen porfiriano en la década de 1880, un buen número de las grandes casas de la ciudad de México, y sin duda de las de otras ciudades del resto del país, seguían hospedando a familias y gente de diversas clases sociales en sus distintos patios o niveles, en las accesorias, los entresuelos y los cuartos, tal cual había funcionado el perdurable modelo colonial.[22] Con unas oligarquías empobrecidas y unas arcas públicas crónicamente insuficientes, casi nada pudo hacerse sobre las estructuras físicas de las ciudades hasta ese límite impreciso de la mitad del siglo. El mapa heredado de los tiempos coloniales prácticamente no cambió. Las calles tiradas a "regla y cordel" desde su origen siguieron siendo las mismas en la extensión que habían alcanzado en el siglo XVIII, y las manzanas mantuvieron sus mismos contornos. Sólo la pátina del tiempo con sus ruinosas huellas parece haber hecho su aparición sobre los empedrados y las banquetas de las calles, sobre los muros de las construcciones y sobre el aspecto general del ámbito ciudadano.

Los esfuerzos de las autoridades a duras penas alcanzaban para ir paliando desperfectos y resolviendo las necesidades más apremiantes. En términos generales puede afirmarse que hasta mediados del siglo XIX, en las ciudades mexicanas, incluida la capital nacional, solamente se puso cierta atención en los servicios de agua, de alumbrado público, de pavimentación y limpieza, pero que poco o casi nada se invirtió en innovaciones estructurales y funcionales o en el acicalamiento de la imagen urbana.[23]

Unicamente en casos puntuales se extendió o se modificó el trazo del plano. Podía ser una avenida que llevaba a una fábrica recién inaugurada en las afueras de la población, e inclusive la configuración de alguna manzana que quedaba limitada por las construcciones erigidas en función de la nueva industria. Si no, la división de terrenos de un viejo arenal que había abastecido de materiales de construcción a una ciudad, y que se integraba al tejido urbano también con alguna manzana y algún tramo de calle. Se enderezaban callejones de las periferias, o bien se hacía el diseño de un paseo y jardín que, al contrario, engullía viejas manzanas y calles, pero que difícilmente se llevó a buen término en ese primer período del siglo. Repitámoslo, los cambios son pocos y de ninguna manera representan proyectos globales de transformación.[24]
 

La modernidad

Rebasado el 1850 las cosas empezaron a cambiar. La reanimación del comercio a nivel mundial dio solidez a la burguesía mexicana y a sus proyectos económicos. Estaba por iniciarse el conflicto definitivo entre las oligarquías tradicionales herederas de las prebendas del antiguo régimen y la burguesía liberal en ascenso, expresado en las guerras de Reforma de 1857 a 1860 y la guerra anti-intervencionista de 1862 a 1867. Llegaba a su punto más álgido el desastre en la organización político-administrativa, la quiebra de los fondos públicos, la injerencia política de la Iglesia y el desmembramiento del territorio nacional.

Con la restauración de la república quedó finalmente abierto el camino para la consecución del ideario liberal. El desperezamiento económico favorecido por la integración cada vez mayor al mercado mundial empezó a hacerse notar, y en ese contexto es que se fue superando el letargo urbanístico de los años anteriores.

Era en definitiva en las ciudades donde más elocuentemente se manifestaba el crecimiento de una economía que iba insertándose en la nueva dinámica exportadora, y que traía consigo mayor afluencia de capitales foráneos. En la ciudad se gastaba la riqueza, y tanto el Estado, como las oligarquías a nivel privado, se esmeraban por presumir una nueva imagen urbana, más suntuosa y monumental.

Fueron la Reforma liberal y la aplicación de las leyes redactadas por el equipo juarista, las que, a decir de Elisa García Barragán, constituyen, al menos para la capital, el parteaguas que separa urbanísticamente a la ciudad de corte colonial, de aquella con un nuevo perfil de modernidad republicana.[25] La arremetida que los liberales emprendieron contra las corporaciones, sobre todo contra la de la Iglesia y la de la comunidad campesina, para arrancarles el fundamento de su poder económico que era la tierra, fue la pieza clave en el engranaje que posibilitó los cambios del plano urbano de muchas ciudades mexicanas.

Por un lado, las tierras de las repúblicas de indios habían sido ya, cuando eran limítrofes de trazas urbanas españolas, víctimas de los afanes expansionistas de los ayuntamientos y de los intereses especulativos de inversionistas privados. A partir de la ley de desamortización de 1856, los terrenos de propiedad comunal de barrios y pueblos de indios podían ser denunciados y adquiridos por los denunciantes en el caso de que sus usufructuarios no aceptaran la parcelación y escrituración a título individual, cosa que en muy pocas ocasiones sucedió.[26]

Por el otro lado y en lugar principal, estaban las numerosas propiedades urbanas que la Iglesia mantenía sustraídas a la circulación capitalista. Casas de alquiler y vecindades distribuidas por toda la traza antigua, y por supuesto, los conventos en las grandes superficies de suelo que abarcaban.

En términos del mapa, los cambios en el régimen de propiedad que se produjeron con la ley de desamortización de 1856 y la ley de nacionalización de los bienes eclesiásticos de 1859, permitieron la división de predios conventuales en lotes de mucho menor tamaño, que se fueron edificando o reedificando a continuación. Grandes manzanas ocupadas por claustros y huertas se convirtieron en otras varias más pequeñas, delimitadas por nuevos tramos de calles que se abrían regularizando la cuadrícula de los trazados viarios.

Estos procesos, de los que falta por hacer estudios detallados, no fueron desde luego inmediatos ni continuos. Las guerras de Reforma y la ocupación francesa los frenaron, y las circunstancias particulares de cada lugar les asignaron sus momentos y sus ritmos.

Durante las tres últimas décadas del siglo, los cambios en la propiedad del suelo en coyuntura con la reactivación económica del Porfiriato dieron cabida a una cierta tugurización del entorno inmediato a las casas de mayor postín de muchas ciudades mexicanas. Las nuevas industrias, el florecimiento comercial, las obras de fomento y la construcción de los ferrocarriles la principal, fueron los catalizadores de un aumento de la población, que se tradujo en densificación y amontonamiento sobre sus viejos espacios. Las vecindades con "cuartos redondos" en los que se hacinaba la gente se acercaban tanto, que tocaban aquél corazón más selecto de las poblaciones; y con la nacionalización de los bienes eclesiásticos, algunos conventos fueron invadidos por familias enteras que se instalaron en todos sus rincones convirtiéndolos también en maltrechas casas de vecinos.[27] No solamente los conventos; también algunas de las magníficas mansiones construidas por los nobles durante la Colonia junto con otras menos portentosas, y abandonadas ahora por sus propietarios, se convirtieron en miserables vecindades que albergaban a múltiples familias repartidas en los cuartos convertidos en viviendas únicas.

Y las vecindades nuevas que se edificaron sobre el mismo patrón histórico de casas colectivas, vieron constreñidos los otrora sobrados patios a simples pasillos de distribución que redujeron la vida doméstica comunitaria extramuros.[28]

Cuando la vecindad estaba destinada a sectores medios de la población, con viviendas un poco más amplias y mejores condiciones de iluminación y ventilación, sus moradores se afanaron en descartar el término vecindad para llamarlas más pretenciosamente privadas. También para gente con un cierto poder adquisitivo se construyeron en la ciudad de México edificios de departamentos con muchas de las comodidades que los tiempos exigían.

María Dolores Morales y María Gayón señalan que, en general, entre 1848 y 1882 los procesos que destacan respecto a la vivienda en la ciudad de México, son el de la subdivisión y densificación de las casas existentes y el de la construcción de casas de viviendas múltiples, junto con el hecho de que fuera de los alrededores inmediatos de la plaza mayor y de las periferias de jacales, los cuartos son el tipo de vivienda más numerosa en la superficie de la ciudad.[29]

Las casas en los cascos viejos de las ciudades siguieron mostrando sus fachadas continuas y alineadas a las calles, si bien al interior, las nuevas construcciones habían modificado irreversiblemente los conceptos de la vida doméstica. El patio era ahora ajardinado. Dejó de ser el articulador de la vida y las funciones de cada espacio de la casa, para convertirse en su ornato. Las cocinas se separaron definitivamente de los comedores y los baños se asumieron imprescindibles.[30]

Al mismo tiempo otro fenómeno revolucionario empezaba a producirse sobre las estructuras físicas de algunas ciudades: su ensanche más allá de los límites espaciales que habían mantenido prácticamente intactos desde los finales de la Colonia, si no es que desde antes. Este ensanchamiento es representativo de las transformaciones que abrieron las puertas de par en par a la modernidad urbana, y que marcan las últimas décadas del ochocientos y el principio del siglo XX. Se trata de los años en que el liberalismo logra por fin consolidarse como un poder central. La dictadura del general Porfirio Díaz, héroe de la resistencia y la lucha anti-intervencionista contra Francia, impuso por medio del yugo una paz que implicó el sometimiento de los poderes regionales, y posibilitó la integración territorial y la inserción económica de lleno en el mercado mundial. Las condiciones para la transformación estaban dadas y, como bien se dice en la historia de la arquitectura y el urbanismo mexicanos coordinada por Carlos Chanfón, las ciudades no quedaban excluidas del enfrentamiento entre el antiguo y el nuevo régimen.[31] Eran, de hecho, un buen campo de batalla en el que la lucha por acceder a lo moderno se manifestaba en sus trazas, y en las formas y el carácter de sus espacios. En este sentido la remodelación urbana tiene en muchos aspectos un incuestionable tinte político. Las ciudades ligadas a los sectores más dinámicos en términos de producción y comercio requerían de un orden espacial distinto adecuado a las nuevas exigencias económicas, pero también, a las ideológicas que imponían normas, modas y gustos estéticos.

Las obras de fomento caracterizan al porfiriato. Obras públicas de infraestructura que contribuyeron a hacer factible el crecimiento de las ciudades más allá de sus antiguas fronteras. La unidad casi orgánica de las urbes del modelo representado por las ordenanzas de 1573 iba a transfigurarse en su perfil cartográfico entre otros.

El ensanche del mapa de la ciudad de México resulta un caso notable entre todos, y del fenómeno capitalino podemos inferir algunas condiciones generales que seguramente orientarán los hechos de otros lugares, en los que se produjeron casi siempre más tardíamente.[32]

Considérese que a lo largo de los años porfirianos la extensión de la capital mexicana casi se quintuplicaba. Entre 1882 y 1910 fueron trazados más de 25 fraccionamientos que adoptaron el nombre de colonias, y que estaban destinadas, algunas, a la habitación de clases medias de comerciantes y profesionistas; las más a población obrera vinculada a las nuevas fábricas orientadas al consumo interno o a las infraestructuras y servicios distintivos del Estado liberal en consolidación, como eran los tendidos del ferrocarril, el rastro, la penitenciaría, hospitales o almacenes. Las colonias Guerrero, Morelos, la Bolsa, Rastro, Santa Julia, Candelaria, Hidalgo, Peralvillo, La Viga, por citar algunas, expandieron la ciudad prácticamente en todas direcciones.

Estaban también aquéllas diseñadas para la residencia exclusiva de las oligarquías del régimen, que a partir sobre todo de 1900 se construyeron a todo lujo hacia el suroeste, con los mejores y más modernos sistemas de servicios, y articuladas, a diferencia de las demás, en retículas desfasadas diagonalmente del eje norte-sur y por lo tanto del acomodo tradicional de la traza del modelo colonial que seguía los cuatro puntos cardinales.

El hecho de que la superficie territorial de la ciudad de México se multiplicara por más de cuatro, a base de fraccionamientos que invadían barrios de indios, haciendas, ranchos y ejidos hasta municipios aledaños, mientras el número de sus habitantes apenas aumentaba al doble hasta sumar alrededor de 471 000 en 1910,[33] habla claro de que el crecimiento urbano no se explica únicamente por la demanda de vivienda de una población en aumento. Más bien, nos enfrentamos a un conjunto de elementos definitorios del "liberalismo triunfante" que, en coyuntura, hicieron posibles algunos de los fenómenos característicos de las ciudades modernas como la especulación sobre la propiedad del suelo y la construcción urbana convertida en un gran negocio. La liberación de predios y edificios que entraron en circulación gracias a la desamortización de bienes en "manos muertas", la modernización tecnológica de medios de transporte, servicios e infraestructuras, y la consolidación de sistemas bancarios que posibilitaron el crédito para la obra urbana, se combinaron con las ideas y el sentido político en torno a la remodelación de las ciudades.

La ciudad empezó a crecer a iniciativa de los inversionistas privados que compraban tierras rurales baratas, para fraccionarlas y convertirlas en suelo urbano de mucho mayor valor. Se trata de un crecimiento que no sigue normas de planificación, sino que resulta, en palabras prestadas, del libre albedrío del fraccionador. Y es que el Ayuntamiento cumplió un triste papel, imponiendo normas a través de reglamentos que rara vez fueron respetados, y haciendo las concesiones de fraccionamiento cuando la obra ya estaba hecha en muchos de los casos.[34]

Las casas en las nuevas colonias de los "ricos" cambiaron definitivamente el perfil constructivo relativamente "homogéneo" y "acompasado" de la capital mexicana y de las ciudades en que después también fueron levantándose. Ello, porque no solo había cambiado la forma de entender la vida de hogar, sino porque también eran distintos los gustos de las élites para el diseño y el lucimiento arquitectónicos. Lo público y comunitario se separaba definitivamente de lo privado, y parecía conveniente también dejar clara la división del territorio urbano entre los sectores que conformaban a la sociedad citadina.

La exaltación de la individualidad y la predilección por las formas disímbolamente europeas, pero sobre todo afrancesadas, produjo casas unifamiliares en estilos eclécticos, aisladas de la calle y las colindancias por jardines que las rodeaban por sus cuatro costados. El patio central fue eliminado y, a decir de Ayala, los salones de recepción, pero sobre todo las escaleras, se convirtieron en el corazón de las casas, tomando ostentosas proporciones y revestimientos.[35]

El mapa colonial se resquebraja. Se rompen los límites que lo contenían en un trazado ajustado a un proyecto global que, aunque no hubiera sido logrado a cabalidad, se mantenía vigente en sus postulados generales. El plano se expande, se desborda, las casas nuevas y la manera de habitarlas se alejan de los patrones ancestrales; y a partir de ese momento las ciudades, la de México y las demás cuando lo hacen, se enfilan en su trayectoria moderna, que sin embargo, basculará siempre entre lo nuevo y las formas tradicionales profundamente arraigadas por el éxito de su modelo.

 

Notas

[1] Ortega, 1987.

[2] Altamira, 1950.
 
[3] Ver para la ciudad de México: Valero, 1991. Para el caso de Puebla es interesante el trabajo de: Marín, 2000.
 
[4] Sánchez de Tagle, 1997.
 
[5] Gutiérrez, 1992.
 
[6] Benévolo, 1982.
 
[7] Aguilera, 1977.
 
[8] Aguilera, 1950.
 
[9] Méndez, 1988.
 
[10] Gortari, 1988;Gutiérrez, 1992.
 
[11] Ayala, 1996.
 
[12] Ayala, 1996; Loreto, 2001.
 
[13] Sobre el tema de las casas y la vivienda colonial se pueden consultar los trabajos de: Ayala, 1996; Calvo y Briceño, 2001; García, 2001; Gonzalbo, 2001; Loreto, 2001, Torre et al., 2001.
 
[14] Gonzalbo, 2001; Loreto, 2001.
 
[15] Ayala, 1996; Gonzalbo, 2001; Loreto, 2001.
 
[16] Lombardo, 1987; Ross, 1978.
 
[17] Morales, 1976.
 
[18] Valle, 1996; Gil, 1996.
 
[19] Potash, 1986.
[20] Ribera, 2002.
 
[21] Ayala, 1996.
 
[22] Morales y Gayón, 1991.
 
[23] Ribera, 2002.
 
[24] Existen pocos trabajos de estos temas en concreto y sobre ciudades específicas. Citamos algunos que se les acercan con mayor o menor detalle: Contreras, 1986; Gortari y Hernández, 1988; López, 2001; Morales, 1994; Ribera, 2002.
 
[25] García, 1987.
 
[26]Lira, 1983; Morales, 1994.
 
[27] Ribera, 2002.
 
[28] Ayala, 1996; Morales y Gayón, 1991.
 
[29] Morales y Gayón, 1991.
 
[30] Ayala, 1996.
 
[31] Chanfón, 1998.
 
[32] Sobre la ciudad de México ver: Gortari, 1988; Jiménez, 1993; Morales, 1978. Sobre Guadalajara: López, 2001.
 
[33] Chanfón, 1998.
 
[34]Morales, 1978.
 
[35]Ayala, 1996.

 

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Ficha bibliográfica:
RIBERA, E. Casas, habitación y espacio urbano en México.  De la colonia al liberalismo decimonónico. Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2003, vol. VII, núm. 146(015). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-146(015).htm> [ISSN: 1138-9788]


 
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