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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XV, núm. 370, 1 de agosto de 2011
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

Cartografiando el progreso: espacios de civilización y barbarie en la Provincia de Tarapacá, Norte de Chile  (1825-1884)

Carolina Figueroa C.
Instituto de Estudios Internacionales – Universidad Arturo Prat, Iquique, Chile
carocerna@yahoo.com

Recibido: 22 de julio de 2010. Devuelto para revisión: 11 de noviembre de 2010. Aceptado: 28 de abril de 2011.

Cartografiando el progreso: espacios de civilización y barbarie en la Provincia de Tarapacá, norte de Chile (1825-1884) (Resumen)

La evolución de la noción de posesión y registro cultural del espacio geográfico tarapaqueño, desde la república peruana hasta las primeras divisiones administrativas impuestas por Chile en 1884 ha sido escasamente estudiada. A partir de este vacío, postulamos que ambas repúblicas entendieron el territorio a partir de criterios económicos-culturales, circunscritos a la explotación del guano y del nitrato de sodio, configurando sus intereses en torno al establecimiento de binarismos de diferencias raciales y étnicas que legitimaron la ocupación política de los enclaves específicos del proceso de extracción de estas riquezas, en detrimento de lo bárbaro[1].

Palabras clave: civilización, barbarie, espacios, progreso, Provincia de Tarapacá.

Charting progress: spaces of civilization and barbarism in the Tarapacá province, north the Chile (1825-1884) (Abstract)

The notion of possession and cultural registry of the geographic space of Tarapacá, from the Peruvian Republic up to the first administrative divisions established by Chile in 1884 has been poorly studied.  Froom this void it claims that both republics understood the territory through economic and cultural criteria circumscribed to the guano and salt nitrate exploitation, their interests based in the establishment of binaries of racial and ethnic differences to legitimate the political occupation of the specific enclaves of the extraction process of this resource, in detriment of barbarism.

Key words: civilization, barbarism, spaces, progress, province of Tarapacá.


Hacia fines del siglo XIX, el impulso exploratorio relacionado con la delimitación territorial y económica de los Estados americanos, hacía eco del proceso denominado por Hobsbawm como la unificación del mundo[2]. Dicho fenómeno radicaba en lo que Marx y Engels habían señalado en 1848, sosteniendo que

Merced al rápido perfeccionamiento de los instrumentos de producción y al constante progreso de los medios de comunicación, la burguesía arrastra a la corriente de la civilización a todas las naciones, hasta a las más bárbaras […] Obliga a todas las naciones si no quieren sucumbir, a adoptar el modo burgués de producción, las constriñe a introducir la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza.[3]

Entonces explorar no se relacionó con el hecho de conocer un territorio específico, sino fomentar la civilización y el progreso en poblaciones que por definición eran atrasadas y bárbaras. Categorías moldeables y transferibles según la diatriba desde donde se construye el discurso hegemónico, utilizando para ello las dinámicas de símbolo y espécimen argumentadas por David Weber[4].  

Estas mismas condiciones operarían en la elaboración del relato de la historia de las naciones americanas, supeditadas a la narración desde Europa, como sujeto teórico soberano, que incluiría en su historia las variaciones del devenir de la historia de las zonas subalternas[5]. Vale decir entonces, que el espacio geográfico se construyó como una apropiación cultural, donde la cultura surgió como un sistema de posesión posesiva, en tanto su autoridad para dominar, legitimar, degradar o marginar, la convierte en agente de la diferenciación. En este sentido la cultura se transmuta en un sistema de discriminaciones y evaluaciones

hechas a base de lo que nos corresponde a nosotros y lo que les corresponde a ellos, designando a los primeros como los de dentro, los que están en su lugar, los normales, los que pertenecen a ella […] en una palabra los que están por encima, y a los últimos, a quienes se designa como ajenos, los excluidos, los aberrantes, los inferiores o, en una palabra, los que están por debajo[6]

En relación al caso americano, ya durante el reinado de Carlos III (1759-1788), ministros como el economista Pedro Rodríguez de Campomanes y José de Gálvez, persiguieron impulsar el progreso tras la aplicación de los métodos de la ciencia a la sociedad, recopilando y analizando datos buscaron formas de promover el crecimiento económico. Se envió una oleada de científicos y exploradores a las colonias americanas con el fin de recoger información acerca de los recursos, la geografía y los pueblos de zonas económicamente estratégicas para los intereses de la Corona española y que se consideraban ubicadas en los perímetros de la sociedad colonial[7]. Este proceso de reconfiguración política, militar y territorial es denominado por algunos estudios como la segunda conquista de América[8].

Tras los procesos de independencia y la formación de las nuevas naciones, el territorio se convirtió en un elemento más en la conformación de los valores patrios. La retórica progresista característica del siglo XIX, transformó simbólicamente al territorio en un paisaje del progreso y a la descripción de los recursos en la narración de un futuro[9].

Ejemplo de esto se puede observar -hacia 1818- para el caso colombiano, reproduciendo a través de la prensa las virtudes del territorio que haría posible el surgimiento del hombre nuevo, anticipando su grandeza futura[10]. Este proyectismo utilitario tendrá como eje central la promoción de una utopía política con base económica, argumentando que la nación se asentaría una vez comenzaran a llegar desde Europa ““gentes laboriosas”, preferiblemente británicos, quienes encontrarán en Colombia un “asilo agradable” para sus intereses”[11].

Esta visión no fue ajena a las problemáticas americanas de construcción del Estado hacia fines del siglo XIX, haciendo en su mayoría hincapié en la implementación de proyectos civilistas con tradición republicana, que sostenían que el progreso se alcanzaba por medio de la industria, el trabajo y la producción como los principales cimientos de la república[12]. Arguyendo que el estado se constituiría con el principio de la protección de la gente decente, se impone la cultura por sobre las instituciones como instrumento de cambio, procurando que todo aquello que no fue civilizado durante la república de ciudadanos, debía ser invisibilizado constituyendo un tejido social unificado bajo la norma de la civilización[13].

En función de este supuesto, la construcción postcolonial de las naciones americanas fue entendida como un proyecto dirigido a la colonización interna de los territorios y culturas que se encontraban más allá del brazo político del estado[14]. Se impusieron fronteras internas de pertenencia nacional, y se invocó a la modernización como principio del desarrollo fomentado desde las ciudades letradas y las elites dominantes, reubicando a la población indígena dentro de las nociones narrativas del progreso y la nacionalidad[15].

De esta forma, se perfila la coexistencia de dos estructuras étnicas en interdependencia asimétrica, basada en la relación colonial interna, por medio de la cual los sectores históricamente colonizados, continúan bajo la esfera de poder de los tecnológicamente mas desarrollados[16].  Vale decir, que el dominio y la sujeción toman la forma de subordinación, en  tanto que la explotación de los recursos naturales, los productos y el trabajo de los hombres se legitiman en el discurso sostenido por una cultura eurocéntrica, que se autodesignó como tecnológica y económicamente mas evolucionada[17].

Para el caso colombiano, fueron los intelectuales hegemónicos o letrados urbanos, que hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, elaboraron numerosos escritos que buscaron describir la realidad de su territorio, constituyendo la conformación de un espacio del terror situado en la Amazonía, que fue representada bajo la retórica del extrañamiento[18]. La nación se imagino como plural y fragmentaria, articulando los espacios como “una verdadera geografía racial en la cual a cada región se le asignó un determinado grado de moralidad, orden y capacidad de progreso”[19].

Fue este discurso el que legitimó el proceso de explotación del caucho, actuando bajo la lógica de la ocupación violenta del territorio, imaginado como vacío de personas civilizadas, esperando para ser llenado por la población sobrante del interior del país. La población indígena asentada en la zona se convirtió en el chivo expiatorio de la modernidad, dentro del marco de la integración económica al mercado capitalista, la economía extractiva tuvo como condición el ejercicio de la violencia.

La misión civilizadora se propuso transformar el espacio, imaginando a la naturaleza como el cuerpo de la nación, asumiendo la tarea de moralizar a aquellos catalogados como salvajes y bárbaros, forzados a aceptar el proyecto nacional por su propio bienestar. Los sujetos se transformaron en objetos del paisaje, por lo tanto fueron víctimas inevitables en aras del progreso.

Bajo la misma problemática de la extracción cauchera, durante el siglo XIX se construyó en el Ecuador un imaginario nacional sobre Oriente, recreado bajo la crónica colonial española como el espacio de las riquezas mineras y naturales, edificando una visión grandilocuente y distorsionada del territorio. Este proceso de conformación de un proyecto nacional de inclusión-exclusión tendrá su punto más importante durante los gobiernos progresistas (1884-1895), época en que los territorios amazónicos empezaban a constituir objetivos de interés para los mercados internacionales y se agudizaron los conflictos de nacionalización de territorios por parte de los Estados andino-amazónicos[20].

En cuanto a la población que ocupaba la zona, esta fue esencializada[21] por las narrativas letradas, alimentando el imaginario nacional, a través de obras de inspiración histórica situadas en el Oriente. Ejemplo de esto es la novela “Cumandá, un drama entre salvajes”[22], escrita por Juan León Mera en 1879, en el que relata el carácter rebelde de los indígenas amazónicos, así como los beneficios de la civilización propiciada por las misiones, reforzando los estereotipos asociados al salvajismo, los indígenas y la selva amazónica, como observamos en la siguiente cita.

ni la industria ni la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jíbaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada[23]

En relación al caso argentino la incorporación de los territorios de la pampa y la Patagonia al discurso oficial del Estado-nación fue compuesto a partir de la producción narrativa de la generación romántica de 1837, que se puede denominar como el diagnóstico sarmentiano, según el cual el destino de la nación se batía en la contienda entre civilización y barbarie. La presencia de los grupos humanos, que se oponían al instalación de un orden capitalista, liberal y republicano, constituían un obstáculo sociológico, vale decir que debía ser exterminado, desplazado o absorbido en aras de la nueva sociabilidad[24].

En relación a lo anterior, Domingo Faustino Sarmiento señalo

¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poder remediar. Ese canalla no son mas que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces del progreso, su exterminio en providencial y útil, sublime y grande. Se les debe exterminar sin siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado[25].

La construcción de la cuestión indígena, como tema conceptual, implicó un continuum  de narrativas nacionalistas, que hacia fines del siglo XIX se conforman en torno al problema de Estado, dando lugar a una interpretación hegemónica de dicho proceso en términos de supervivencia y extinción de los pueblos originarios. La incorporación forzosa a la ciudadanía argentina se constituyó en materia de negociación e imposición entre las agencias estatales y los aborígenes, que construyen el proyecto de las elites morales. La conquista del desierto, como se conoció a las campañas militares iniciadas en la década de 1870, delimitaron el nuevo ámbito espacial de los otros internos, elementos económicos y geopolíticos indispensables para la consolidación del territorio nacional en torno al principio de soberanía[26].

Bajo esta retórica progresista, el estado peruano durante la década de 1870,  había asentado los límites de la civilidad y la barbarie, o entre lo que denominó el “verdadero pueblo” y el “bajo pueblo”, sustento principal de la prédica civilista “que nació como respuesta al proceso de desintegración política, económica y social” que antecedió el derrumbe del modelo guanero[27].

En cuanto al caso chileno, desde inicios de la década de 1860, se observa una conjunción entre los intereses económicos con los lineamientos modernizadores, que llevó al Estado chileno a una ocupación funcional del espacio en relación a la explotación de sus recursos naturales. Ejemplo de esto lo podemos observar en la campaña de pacificación de la Araucanía y la ocupación de la zona sur peruana tras la Guerra del Pacífico (1879-1881). El modelo de desarrollo económico fiscal consecuentemente tendió a integrar una porción de la geografía, y a su vez a desafectar premeditadamente las áreas que no fueran gravitantes para su modelo tributario, especialmente el espacio ocupado por la población reconocidamente atrasada[28].

En esos términos, se generó una dimensión mítica en torno a los procesos de ocupación territorial, construidos desde el poder para indicar la tarea modernizadora del Estado chileno y el triunfo de la civilización, invisibilizando a la población que se rebeló y lucho para preservar sus costumbres, convirtiendo a la Pacificación de la Araucanía “en una metáfora macabra, que pareciera haber sido acuñada desde los pasillos del poder tan solo para encubrir la sangrienta realidad que siguió a la ocupación”[29].

El etnocentrismo europeo afloró nuevamente en el siglo XIX, negando la condición indígena de las naciones americanas y proclamando la supuesta superioridad de la raza blanca sobre la degradación del indígena y el mestizo, construyendo un mito nacional sobre la esencialización de lo bárbaro.

El uso y construcción de esta retórica no fue ajena a otros espacios, ejemplo de esto es el dominio colonial británico sobre la India entre 1757-1947, proceso que respondió a la búsqueda y ocupación pragmática de territorios y mercados con el mayor beneficio y el menor coste material y humano, legitimando su presencia bajo el estereotipo de la Pax Británica[30]. La misión civilizadora de Inglaterra liberaría al individuo de la opresión social, impuesta por el sistema de castas, y de la esclavitud de las costumbres, siendo los instrumentos de la socialización del discurso la ley y la educación.

Siguiendo esta perspectiva, nos proponemos en las siguientes páginas establecer la evolución de la noción de posesión y registro cultural del espacio geográfico tarapaqueño, desde la república peruana hasta las primeras divisiones administrativas impuestas por Chile en 1884. Postulando que ambos estados nacionales entendieron el territorio a partir de criterios económicos-culturales, circunscritos a la explotación del guano y del nitrato de sodio, configurando sus intereses en torno al establecimiento de binarismos[31] de diferencias raciales y étnicas, que legitimaron la ocupación política de los enclaves específicos del proceso de extracción de estas riquezas, en detrimento de lo bárbaro.

En función de esta mirada se configuró un otro ligado a las propiedades del espacio, que constará de condiciones fisiológicas y morales, que proporcionarán al observador una designación estereotipada , como lo señala Said sobre el análisis de las nociones que se manejaban hacia fines del siglo XVIII en Europa para designar a los diversos tipos de hombres, nominaciones que cobraran fuerza durante el siglo XIX al articular el carácter como una derivación de tipo genético[32].


Legitimando la nación: los límites de la república peruana (1825-1879)

A partir del tratado de Westfalia[33] el territorio se convirtió en soporte de las naciones, como aquel dominio en el que se ejerce la competencia exclusiva de los estados. Junto a esta característica utilitaria funcional, surgió la simbólica cultural que permite entender el espacio como el lugar de inscripción de una historia. Esa última se ve determinada por la apropiación del paisaje, que pasa a ser la percepción vivencial del territorio, como símbolo metonímico de un área no visible en su totalidad[34].

El sentido activo de intervención de un territorio, supone un proyecto de construcción o reconstrucción del espacio en función de un producto, o como resultado de una fabricación. La conformación de los territorios nacionales se puede leer, bajo este supuesto, como el elemento constitutivo del estado-nación como símbolo por excelencia de la comunidad nacional.

En tanto, las regiones surgen como un montaje formado por criterios múltiples, como el geográfico, económico, socio-cultural, etc. que conforman una representación espacial, que para el caso propuesto surgiría como una geografía derivada de una cultura etnográfica.

En relación a lo anterior, la demarcación de los términos geográficos del Perú republicano obedeció en primera instancia a los límites virreinales vigentes en 1810 - cuando se componía de las Audiencias de Cuzco y Lima, además de la Comandancia General de Maynas - y que se encontraban al momento de la independencia en total reestructuración, debido a que el reconocimiento de estos deslindes se enfrentó al problema de la imprecisión territorial dejada por las autoridades hispanas.

No debemos olvidar que durante el siglo XVIII, la geografía fue intensamente promovida por la política del despotismo ilustrado, que en vista de su decadencia económica se encontraba listo para repartirse los recursos que encerraban sus colonias. Durante esta época se abandonó el relato en función de la observación de la revelación de la fe, y se dio paso a la experimentación, promovida por el espíritu ilustrado que asociará a la población americana con las características del paisaje[35].

La imagen del Perú fue difundida por las expediciones de Louis Feuillée (1709); Amadeo Francisco Frézier (1716); la exploración de la Academia de Ciencias de París en 1735 que trajo al Virreinato Peruano a personajes como Luis Godín, Pedro Bouguer, Carlos María de la Condamine, Jorge Juan y Antonio Ulloa; cerrando el ciclo con el viaje de Alejandro Malaspina (1789), considerado como la última gran expedición española del siglo XVIII. La obra de estas exploraciones sirvió como base en el trazado final de la geografía del Perú hacia mediados del siglo XIX.

En cuanto a la nomenclatura utilizada por la naciente república peruana, ésta mantuvo los vocablos territoriales establecidos durante la colonia, presentando como único cambio la adaptación de estos al modelo francés. Por esta vía, pasaron a constituirse las intendencias en departamentos, los partidos se denominaron provincias y sobre la base de las parroquias se delimitaron los distritos[36].

Siguiendo esta dirección, los primeros trabajos geográficos que buscaron describir cartográficamente el territorio nacional peruano, con sus contornos y su repartición interna, fueron los iniciados por el coronel Clemente Althaus, en las décadas de 1820-1830, quien recorrió la emergente nación confeccionando cartas topográficas que quedaron inconclusas tras su muerte en 1836.

Estos levantamientos iniciales fueron recopilados luego por el geógrafo Mariano Paz Soldán, alcanzando importancia su labor bajo la primera presidencia de Ramón Castilla (1845-1851). Con el decreto del 6 de diciembre de 1849 se prescribió el ordenamiento de los departamentos, provincias y distritos de la república peruana. En este mismo edicto, bajo el artículo 5º se nombró un ingeniero, que en compañía de un equipo, recorrería el país levantando un mapa general del territorio. Por último, en el artículo 7º se estableció que una vez realizada esta nueva demarcación política, se daría principio a la división eclesiástica[37].

Si bien durante este período el efecto del señalado decreto no tuvo mayores repercusiones, su importancia recayó en la incorporación en la agenda estatal de la urgente necesidad de levantar cartas topográficas, que dieran forma a la ubicación geográfica de los recursos naturales del Perú, difundiendo las dimensiones materiales del progreso, entre otros ámbitos de trascendencia nacional. Eco de esta política es la obra de Antonio Raimondi, delegado en 1853 para conformar la comisión de evaluación de los depósitos de guano acumulados en las islas de Chincha, en explotación desde 1840[38]. El objetivo central era mensurar la cantidad de guano concentrada, única garantía contra los préstamos financieros que sustentaban la economía peruana. En función de estos estudios, se crea un espejismo de progreso amparado en los recursos situados en zonas remotas, esperando por ser descubiertas. Bajo esta lógica, la región de Tarapacá sello su destino como polo de desarrollo periférico, por lo tanto bárbaro, en relación a Lima.

Durante el segundo gobierno de Ramón Castilla (1855-1862) se promulgó la ley del 23 de agosto de 1855, que tomando en cuenta la dificultad del desarrollo de la topografía nacional, ordenó nuevamente levantar una carta geográfica del Perú, particularmente exhaustiva en los límites con Ecuador y Bolivia.

En 1861, con el apoyo del gobierno, Mariano Paz Soldán viajó a París con el fin de grabar y editar las cartas geográficas y el Atlas del Perú, elaborado tras veinte años de afanosa labor en conjunto con su hermano Mateo Paz Soldán[39].

Sobre el delicado problema de la demarcación territorial, cabe decir que el Perú no tenía conocimiento exacto del número de reparticiones existentes en su territorio. Tal dificultad intentó ser remediada con la publicación en 1874 de la “Demarcación Política del Perú” de Agustín de la Rosa Toro. Esta obra, contenía cuadros de la división administrativa de la república, sin embargo, no fue sino hasta 1877, con el estudio denominado “Diccionario Geográfico i estadístico del Perú”[40] del ya consagrado Mariano Paz Soldán, que se conoció la demarcación territorial en toda su magnitud.

En este tratado se recogieron más de 30.000 nombres geográficos, indicando en cada caso etimología quechua o aymara, ubicación espacial, calificación administrativa y política, y características geográficas, demarcando de esta forma los límites del indígena como parte de la naturaleza, convirtiendo al espacio en un territorio humanizable. La toponimia se constituye de esta forma como un acto de conquista y la geografía como objeto de descubrimiento.

Con respecto a la importancia que alcanzó el nombrado estudio, Jorge Basadre señaló que:

Los frecuentes cambios en la demarcación interior de la República, la dispersión de los datos geográficos del país en variados libros, folletos y periódicos, la falta de una obra que consignara los nombres de los pequeños pueblos, aldeas o haciendas otorgaban a este diccionario dentro de su género, un significado similar en cierta manera al que tuvo la recopilación de Leyes de Indias frente al vasto caudal jurídico esparcido en las múltiples leyes del derecho español en América.[41]

En 1879, al momento de la ocupación chilena, ingenieros y autoridades oficiales enviados por Chile a levantar los datos geográficos de la región utilizaron - como cimiento principal - en su actividad las cartas elaboradas por los hermanos Paz Soldán y Antonio Raimondi, haciendo suya la mirada cultural sobre su población.


Cartografiando el progreso, las imágenes del desarrollo: la provincia de Tarapacá (1825-1879)

Don Ramón Castilla nació el 30 de Agosto de 1797, en el pueblo de Tarapacá. Tarapacá era en aquella época simplemente un grupo de casas que rodeaban a una iglesia. Ni por su paisaje, ni por su clima Tarapacá era propicio para dar tipos de carácter contemplativo. Más bien tenía latente la posibilidad de producir gente sobria y frugal, y al mismo tiempo práctica.[42]

La inserción de la provincia de Tarapacá en la historia republicana peruana, obedeció a la importancia que había ganado, hacia mediados del siglo XIX, la explotación del guano, el nitrato de sodio y sus recursos mineros. Como observamos en la cita del historiador Jorge Basadre, las características con que se describió la tierra de origen de Ramón Castilla nos presenta un territorio destinado a generar hombres prácticos más que intelectuales, justificando de esta forma la lectura sobre las acciones del caudillo, ligadas a las virtudes del patriota más que a las del gobernante.

El territorio tarapaqueño se articuló en torno a la narración de un futuro regional promovido por un proyecto nacional, que fijó su objetivo en la explotación de las grandes riquezas que contenía. Ya durante el siglo XVIII, Hipólito Unanue y los ilustrados del Mercurio Peruano, buscaron promover la toma de conciencia de los productos únicos que poseía el entonces virreinato peruano, y que estaban aguardando el momento preciso para darse a conocer al resto del mundo[43].

Durante el siglo XIX fueron el guano y el salitre los recursos que impulsaron el adelanto económico de la economía peruana, truncada durante la década de 1870-1880 por la incapacidad de la clase dirigente y el conflicto bélico con Chile, conocido como la Guerra del Pacífico[44]. La situación del desgaste de las tierras de Europa durante el siglo XIX, originó que los abonos se constituyeran en productos de gran demanda, generando la mayor fuente de ingresos del erario peruano, iniciando en 1841 la exportación de guano -a modo de experimento- hacia Inglaterra. Fue tanto el éxito obtenido en este primer ensayo que se declaró este recurso patrimonio del Estado, y durante cuarenta años las divisas obtenidas de su comercio fueron sinónimo del presupuesto nacional[45]. Como declaró en 1855 la Comisión de Hacienda de la Convención Nacional del Perú: “mientras existan los valiosos depósitos de guano, el Perú tiene para todo: para saldar sus créditos y para cubrir la superficie de su territorio de ferrocarriles, canales, telégrafos, etc.”[46]

Una vez comprometidos los beneficios del guano en el pago de la progresiva deuda externa y en la construcción de una nación moderna, siguiendo las nociones románticas utópicas de Saint Simon[47], el Estado peruano volvió sus ojos a las provincias del sur, donde el salitre era aprovechado por empresas chilenas. Situación que causó un fuerte debate interno en el Congreso, especialmente durante el gobierno de Manuel Pardo y Lavalle (1872-1876), donde tras una prolongada querella, venció la corriente estatista que demandaba el manejo del negocio. Debido a lo anterior, en 1873 se crea el Estanco del Salitre, estableciendo que solo el Estado quedaba autorizado para comercializar el nitrato, obligando a los particulares a vender sus existencias[48].

El interés por los territorios del sur por parte de la élite limeña, también se vio reflejado en la construcción de nuevas vías férreas. Ellas respondieron a realidades locales extractivas, lejanas a cualquier objetivo a largo plazo, como fueron los tramos Arica-Tacna (1852)[49], Iquique-Pozo Almonte-La Noria (1860)[50]; Pisagua-Agua Santa-Sal de Obispo (1870-1876)[51] y Patillos-Lagunas (1872)[52]. Las tres últimas, fueron construidas por privados bajo autorización del Estado peruano, siendo dedicadas exclusivamente al transporte del salitre, desde las calicheras a los puertos de embarque. Los distritos salitreros conocidos en 1862 eran La Noria, Cocina, Yungay, Negreiros, Pampa Negra, Chinquiquiray, Sal de Obispo, Zapiga, La Peña, Independencia y San Antonio, ubicándose los tres primeros en el norte, los cinco siguientes en el sur y los tres últimos en el centro[53].  

En cuanto a los yacimientos mineros, se reconocieron las célebres minas de plata de Huantajaya y Santa Rosa, y las de Yabricoya, Chigllia y Challacollo, que serían de menor cuantía.

El conjunto de estas riquezas, hizo exclamar a los hermanos Paz Soldán en su recuento de la producción del territorio abordado que “si la naturaleza se mostró mezquina con esta provincia en sus producciones vegetales, la enriqueció con asombrosa prodigalidad en el reino mineral. Las poderosas minas de Huantajaya, el huano, la inmensidad del salitre, de sal y de bórax, son conocidas y admiradas en todo el mundo, por su casi fabulosa riqueza”[54].

En relación a esto último, cabe señalar que la descripción geográfica de los territorios parte del criterio de los espacios vacíos, promovido desde los intelectuales orgánicos de la oligarquía peruana quienes sostenían que la población llamada a generar el desarrollo en torno a estos recursos debía ser peruana o europea, entendida bajo el argumento de la civilización, excluyendo por tanto a los indígenas que se encontraban degradados por el ambiente[55].

Ejemplo de este discurso lo encontramos en los documentos de Alejandro O. Deustua, uno de los forjadores del pensamiento educativo del Perú, quien afirmaba en uno de sus últimos textos publicados en 1937 que:

El Perú debe su desgracia a esa raza indígena, que ha llegado, en su disolución psíquica, a obtener la rigidez biológica de los seres que han cerrado definitivamente su ciclo de evolución y que no han podido transmitir al mestizaje las virtudes propias de razas en el período de su progreso […]. Esta bien que se utilice las habilidades mecánicas del indio; mucho mejor que se ampare y defienda contra sus explotadores de todas especies y que se introduzca en sus costumbres los hábitos de higiene de que carece. Pero no debe irse más allá, sacrificando recursos que serán estériles en esa obra superior y que serían más provechosos en la satisfacción urgente de otras necesidades sociales. El indio no es ni puede ser sino una máquina[56].

En relación a las visiones presentes entre los agentes estatales enviados a la zona de estudio, podemos señalar que compartían las nociones de desarrollo y progreso promovidas desde Lima, como se observa en los documentos relativos a la problemática del nombramiento de funcionarios políticos locales. La posibilidad de contar en dicho territorio de ciudadanos acreditados para ejercer un cargo era casi inexistente, por conformar en su mayoría “hombres forajidos que nada tienen que perder, ni con que responder del perjuicio y tropelías que cometan en el estado de embriaguez en que continuo se encuentran como viciosos y corrompidos”[57].

Condición que se ratifica en la carta enviada al Diario Oficial (publicado en Lima), por el prefecto Miguel Valle-Riestra en la que expresó el deseo de los ciudadanos de Iquique de promover la llegada al territorio de “las instalaciones de vías férreas y telegráficas y otras mejoras, que darán al Perú el verdadero puesto que le asigna su riqueza y cultura” inculcando en sus habitantes el orden y deseo de trabajo que sacaría al territorio tarapaqueño “del estado de abatimiento en que se hallara”[58].

A esta carta adhirieron uno a uno los restantes pueblos del litoral e interior tarapaqueño, agregando a estas misivas el reporte del avance de la administración pública confeccionado por el prefecto, en el cual indicaba que si bien reconocía la pasión nacional de los habitantes del puerto de Iquique y Pisagua, esta no se relacionaba con las características de una sociedad moderna.

Es este puerto se ha construido de orden del señor Presidente del Consejo de Ministros un almacén auxiliar para la Aduana y un muelle provisional que se halla en construcción […] Para los distritos de Iquique y Pisagua del Litoral, y Mamiña en el interior, no se ha decretado cantidad alguna, y sobre todo en los dos primeros se carece en lo absoluto de cárceles, locales para escuelas, aduanas, etc, (sic) y sus Iglesias se encuentran en estado ruinoso.

Es igualmente indispensable la necesidad de construirse en Iquique una casa de gobierno, en donde se concentren todas las dependencias. Así mismo es urgente la realización de un cuartel para la gendarmería.[59]

En tanto, los pueblos del interior mantenían costumbres coloniales, que entorpecían el avance de la civilización, entendida como la llegada de las agencias estatales. En 1869 se había decretado la apertura de todos los establecimientos escolares de instrucción primaria públicos que se encontraban clausurados en el espacio altoandino, pero no se contaba con la infraestructura que hiciera posible la regularización de las clases[60].

casi insuperables [son] las dificultades con que ha tenido que lucharse para llevar a cabo las obras decretadas para los distritos […] quedan pues en ejecución las obras de iglesias, cárceles, escuelas en los distritos de Tarapacá, Sibaya, Camiña y Chiapa.[61]

Impresión similar tendrá el prefecto José María Navarrete, quien tras el terremoto de 1871  realizó una visita a la Provincia. Cabe destacar que para esta fecha el pueblo de Tarapacá ya había dejado de ser la capital de la zona, trasladándose en julio de 1866 a la ciudad de Iquique, puerto principal de la explotación salitrera.

En su informe retrata las condiciones de atraso de los pueblos del interior del litoral, señalando que se encuentran en vías de desarrollo, que para este caso iba de la mano de la construcción de escuelas, cárceles y edificios administrativos, organismos al servicio de la formación y disciplinamiento de los ciudadanos de estas latitudes. En función de la carencia o no de estas instituciones se construye un paisaje de progreso, que sitúa al puerto de Iquique como el núcleo de referencia del desarrollo y a los poblados altiplánicos como el reducto del bárbaro, caracterizado por “la ignorancia y  mansedumbre de los indígenas peruanos a quienes hasta la fecha se creen aquellos en estado de conquista”[62].

De igual forma, esta retórica en torno a su posición de subalterno, es reproducida por los habitantes sindicados como indígenas como estrategia de negociación política frente al aparato administrativo colonial y luego republicano, percibiendo el uso de un doble discurso conciente de la tipificación de la categoría étnica para el logro de privilegios o la defensa de sus derechos inmemoriales[63]. Ejemplo de esto es la petición levantada por los indígenas del pueblo de Camiña y Soga (interior de la provincia de Tarapacá) defendiendo sus tierras comunales y solicitando la exoneración del pago de los diezmos clericales, apelando

A la sombra de nuestra ignorancia y el estar miserable y triste ha que nos tiene reducidos nuestra propia casta […] no olvidando como Juez Letrado que nuestra casta indígena ha sido recomendada aun por la antigua legislación en atención al estado miserable de ella.[64]

La población extranjera, específicamente los chilenos, también será estereotipada bajo las características de la brutalidad en la zona urbana. Ejemplo de esto lo encontramos en los informes realizados hacia 1875 por Amaro Tizón.

Iquique es una población compuesta en gran parte, de gente aventurera de malos hábitos y de peores costumbres. La vigilancia de la policía tiene por lo mismo que ser constante como redoblada, y sólo a ese buen servicio se debe que hayan sido prevenidos delitos y faltas, y que las cifras que marcan estas y aquellas en el cuadro estadístico no causen una impresión tan desconsoladora.[65]

La apropiación del espacio dio forma a la articulación de una imagen del bárbaro, dictada por características fisiológicas y morales, que proporcionaba al observador una referencia ligada al temperamento. Un claro ejemplo de esta estereotipación genética de la identidad la podemos observar en la narrativa de Toni Morrison, quien al construir el diálogo silencioso entre el opresor y el oprimido utiliza el sistema de valores impuesto por la cultura dominante (blanca-protestante), llevando a los personajes a situarse en niveles de subalternidad dispuestos según la alineación de las características de humanidad reconocibles en ellos -los blancos- con las animales reconocidas en los otros[66].

El estereotipo entonces, ofrece un punto seguro de identificación que puede utilizarse en cualquier momento determinado, pero que no quiere decir que en otros momentos y lugares el mismo estereotipo no pueda ser leído de un modo contradictorio, como lo observamos en el contacto del Estado chileno con el territorio tarapaqueño tras el conflicto bélico de 1879.


Los vicios de los bárbaros, relatos desde el progreso (1879-1884)

El conflicto bélico iniciado en 1879 entre las repúblicas de Perú y Chile dio lugar a la anexión administrativa de parte del territorio comprendido como sur peruano, vale decir la provincia de Tarapacá, a la jurisdicción chilena. La incorporación de este territorio quedó asentado en el Tratado de Ancón, firmado el 20 de octubre de 1883, que significó la regulación de la posesión y posterior delimitación administrativa de la nueva provincia.

Una vez que se establecieron irreversiblemente las autoridades políticas chilenas en Iquique, se dio paso a un constante movimiento de migración desde la zona central de Chile hacía la franja costera - vale decir los puertos y caletas en funcionamiento- y a las oficinas salitreras de Tarapacá, perdiendo las poblaciones andinas del interior todo acceso a la pesca y a las islas guaneras, acrecentando su aislamiento[67].

Esta política de ocupación, obedeció al interés del gobierno chileno de posicionarse en la zona mediante una estrategia de apoyo decidido a la empresa salitrera y una intervención creciente en ella, tanto en los capitales como en el control de la mano de obra ocupada en la empresa. Esto formó parte de una dinámica de chilenización, implementada mediante la gestión civilizadora de la escuela fiscal[68], la presencia militar, la burocracia administrativa y el reemplazo del clero peruano por el chileno[69], pero solo en los márgenes señalados como inmediatamente productivos, vale decir el sector minero-urbano, dejando abandonado momentáneamente el sector aymara, que percibirá, solo a partir de la década de 1930, el avance de esas instituciones en su territorio. De esta forma, se buscó hacer coincidir las fronteras geográficas con las culturales de la chilenidad, proveniente de criterios de desarrollo emanados desde el centro del país.

Las descripciones sobre las costumbres de los indígenas de la zona son profusas en las memorias y documentos públicos expedidos por los nuevos administradores chilenos, desde el año de 1879 hasta mediados del siglo XX la diatriba oficial será la misma:

Alli palpita bajo la influencia de costumbres seculares, una nacionalidad distinta que conserva sus usos i su sistema de vida, su traje su idioma y su relijion, por que aun ésta misma se distingue por sus prácticas infantiles, de lo que lla (sic) representa en las poblaciones civilizadas de Chile.[70]

La construcción identitaria que hizo el primer intendente de la zona Gonzalo Bulnes, sobre los habitantes de los valles y poblados del interior tarapaqueño, surge de la representación que tenía sobre sí mismo y su sociedad, en cuanto a una oposición natural con ese otro que no alcanza ni pretende comprender por estar fuera de los márgenes de su cultura[71].

Entonces el ser indígena, peruano o boliviano implicó naturalmente cargar con el estigma de ignorante e incivilizado, conformando ese otro ajeno y desconocido, inexplicable en cuanto a su barbarie que puede disfrazarse tras la intervención de un nosotros culto que reafirma su condición explicitando la necesidad de reabrir en los caseríos de la sierra

escuelas, que en ellos llenan dos finalidades: la civilizadora del silabario y la nacionalizadora que se deriva del conocimiento de nuestra bandera. Se trata de pueblos de vida agrícola y pastoril con habitantes generalmente incultos, retrasados y pobres, casi en su totalidad de origen boliviano o peruano y que aun no se han incorporado a nuestra nacionalidad […][72]

El integrarse a “nuestra nacionalidad” requería del reconocimiento por parte de ese otro de una cultura dominante, que en este caso se da a través de la asistencia a la escuela, que tendría como objeto el mutar la mentalidad de las clases subalternas a través del reconocimiento de los atributos del poder[73].

El desarrollo y progreso de la población fracasaba no por el hecho de la usurpación territorial de un pueblo por sobre otro, sino más bien por las condiciones naturales de la gente a la que subyuga que “no tienen el concepto claro y preciso de su verdadera nacionalidad, conservando sus costumbres legendarias con apego y testarudez propias de indígenas incivilizados”[74].

La utilidad del discurso como aparato político está dado entonces por la construcción del colonizado (en este caso el indígena) como una “población de tipos degenerados sobre la base del origen racial de modo de justificar la conquista y establecer sistemas de administración e instrucción”[75], creando un otro reconocible pero no visible más allá de las características de su estereotipación. Se sostiene la separación entre bárbaro y salvaje, estableciendo que el primero es aquel que reconociendo la civilización se mantiene en el exterior de la misma, en tanto los salvajes que “por definición se encuentran en las primeras etapas de la vida social” en estado natural[76]. Entonces, “a diferencia del salvaje, el bárbaro no es el hombre de la naturaleza, es el hombre de la historia, del pillaje de la dominación”[77].

Las peculiaridades físicas o raciales de los indígenas los convirtieron en una masa homogénea fácilmente identificable por los agentes del Estado, quienes se abocaron preferentemente a la tarea de plasmar las características geofísicas de Tarapacá, examinando la ubicación de los recursos naturales y conformando las tipologías culturales y económicas de su población. Todos ellos obedecieron al ánimo de registrar los detalles desde una mirada etnocéntrica y economicista, que articuló el discurso en torno a la recreación de un espacio agreste ocupado por el campesino andino o indio, como fue calificada la mayoría de la población peruana que habitaba las quebradas altoandinas, en oposición a los civilizados.

Ejemplo de esto último lo observamos en la obra del ingeniero chileno Alejandro Bertrand, cuando al retratar a los residentes del pueblo de San Lorenzo de Tarapacá, antiguo centro administrativo peruano, señaló que

Los habitantes se entregan casi todos a la agricultura […] Las indias de esta localidad, como las de Bolivia, llevan siempre sus hijos cargados a la espalda i gran cantidad de coca dentro de la boca; el continuo movimiento de las mandíbulas les ensancha los músculos de las mejillas i les gasta las muelas como a los rumiantes. La población civilizada de Tarapacá es poco numerosa; hai en general poco espíritu de avocación i progreso.[78]

La representación de una localidad marcada por la estereotipación cultural fue la que se traspasó por medio de estos ensayos científicos a las autoridades gubernamentales, como la Oficina Hidrográfica de Chile, a donde dirigió el trabajo Bertrand. Estas descripciones alcanzaron ribetes sorprendentes en las narraciones realizadas sobre comunidades más alejadas de la zona urbana, como el paraje de Chusmiza.

La población de estos lugares es casi toda indígena i de carácter bajo i humilde hasta la degradación. Viven los indios casi todo el año en la mas completa ociosidad, entregados a la bebida i a la concupiscencia; son en general de tipo bastante repugnante.[79]

Bajo la clasificación de repulsivo, el autor buscó graficar la ausencia de desarrollo y valores morales, por lo tanto de civilización, concepto sostenido en Chile desde mediados del siglo XIX por Manuel Montt y Domingo Faustino Sarmiento quien lo definió como “aquel grado de cultura que adquieren pueblos i personas, cuando de la rudeza natural pasan al primor, elegancia y dulzura de voces i costumbres propios de jente culta”[80].

Guillermo Billinghurst[81] también señaló algunas particularidades sobre las poblaciones que habitaban el interior tarapaqueño, reparando su estudio en la diferencia que se percibía entre quienes residían en localidades como Camiña, Tarapacá y Mamiña, entendidos en su mayoría como peruanos, y aquellos asentados en poblaciones adyacentes a la frontera boliviana, como Puquintica, Surire, Pumiri, Oscana, Isluga, Lirima, Cancosa, Ismapampa y Carita, calificados como indígenas, en su mayoría bolivianos[82]. Cabe destacar, que según el lugar de la cultura donde se ubica el relato, se determina el lugar de la civilización y de la barbarie entre la población chilena, peruana y boliviana.

En ambas relaciones, se otorgó mayor cantidad de páginas e importancia a las referencias geográficas relativas a la ubicación de las guaneras, calicheras y minerales de la costa; en contraste al poco interés que reportaban al desarrollo económico de la región, las pequeñas extensiones de terrenos cultivables en las quebradas altoandinas, reproduciendo el discurso político de conseguir una mayor participación en la empresa salitrera.

Perorata reproducida en las arengas políticas de la época, como la enunciada por el presidente José Manuel Balmaceda en Iquique el 7 de marzo de 1889, estableciendo que

Mis conciudadanos tienen sus ojos fijos en Tarapacá. Y es natural, porque de esta región mana la sustancia solicitada en todos los mercados del mundo para rejuvenecer la tierra envejecida, y porque somos los transformadores necesarios de las fuerzas productivas de la superficie cultivada por las manos del hombre [...] ¿Quién de nosotros, señores, conoce esta región de Tarapacá en sus cordilleras, en sus sinuosidades y llanuras, en los secretos de sus entrañas, en su formación real, de modo que pudiera decir en ese instante: esto es y esto será la región que pisamos? Principiamos la jornada, y si algo sabemos nos resta aún saber mucho más. Emprenderemos en consecuencia estudios generales, variados y científicos, que nos den el dominio geológico e industrial de este territorio dominado ya por el rigor de las leyes chilenas y por el trabajo de todos vosotros.[83]

En el planteamiento de Balmaceda, advertimos la importancia de la zona para las arcas fiscales del país, y la necesidad que se estableció de registrar los recursos naturales, primero de la zona salitreras y los puertos, y en segundo lugar, como resguardo para el futuro, el que se encontraba en las quebradas, y que tendrá trascendencia en cuanto gestionaría el auge de nuevos centros de explotación minera.


Conclusiones

La apropiación del espacio tarapaqueño entre 1825 y 1884 estuvo vinculada a las políticas utilitarias de ocupación de territorios marginales de la nación, coincidiendo con la producción de una serie de representaciones de su población, funcionales a los proyectos civilizatorios.

Estas imágenes o representaciones simbólicas de la nación y sus partes originaron un colonialismo interno, asumiendo como eje principal la integración de las nuevas regiones a  sistemas de poder externos a ellas. La retórica progresista, observada en la elite letrada y en la producción geográfica de la época, desplegará sobre el territorio la conciencia de encontrarse frente a un paisaje en que se traza el futuro del desarrollo, tal como se concebía desde el centro de lo civilizado.

Es en relación a este supuesto, la población pasa a ser parte del paisaje, como promesa de avance en función a su ubicación en el marco de la cultura dominante, que configura prácticas materiales sobre el territorio, resignificando - en función al modelo político-económico vigente - su participación en el trazado del progreso.

 

Notas

[1] Este articulo forma parte de los avances de investigación del proyecto FONDECYT  N° 1100060, “Agentes indígenas y sociedad regional: articulaciones y conflictos durante el proceso de chilenización (Arica-Tacna y Tarapacá, 1880-1930)”.

[2] Eric Hobsbawm, 1998.

[3] Karl Marx y Friedrich Engels, 1974, pp. 23-24

[4] Nos referimos a la dicotomía construida en torno al discurso letrado, que utiliza al indígena como espécimen, cada vez que representa la encarnación de la naturaleza humana más abyecta o brutal o como objeto científico a ser estudiado, y por lo tanto transformado; y como símbolo cuando las instituciones y valores europeos describen a las sociedades indígenas como ideales, bajo la retórica del buen salvaje. David Weber, 1998.

[5] Dipesh Chakrabarty, 1999

[6] Edward W. Said, 1996, p. 27.

[7] Producto de esta política de ocupación territorial y ordenamiento administrativo podemos observar la creación en 1776 de la Comandancia General de las Provincias Interiores de Nueva España y la creación del Virreinato del Río de la Plata, que aglutinó buena parte de lo que hoy es Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia (Alto Perú). De igual forma se consolidaron la Capitanía General de Venezuela (1777) y la Capitanía General del Reino de Chile (1778).

[8] Un análisis sobre los efectos de las reformas borbónicas en América se encuentra en los estudios de John Fisher, 2000; John Lynch, 2004 y Horst Pietschmann, 1996.

[9] Pedro Navarro Floria, 2007.

[10] Se encuentran en el Correo del Orinoco, periódico fundado por Simón Bolívar en junio de 1818,  alusiones a las características geográficas de la nueva nación. “Esta nueva República de tan vasta extensión, que abraza una de las mas hermosas porciones de la Tierra, que impone por su posición; cuya riqueza en recursos naturales está fuera del alcance del espíritu humano, y que esta llamada, no solamente a ser la más poderosa entre los gobiernos independientes de Suramérica, sino también un grande y opulento imperio, comienza a aparecer con esplendor y brillantez eminentemente calculados para interesar los sentimientos y fiar la atención del género humano” . Elías Pino, 2003, p. 160.

[11] Elías Pino, 2003, p. 161.

[12] Carmen Mc Evoy, 1999, p. 73.

[13] Marta Irurozqui y Víctor Peralta, 2003:93-140; Fanni Muñoz, 2001.

[14] La categoría analítica de colonización interna también es equivalente al concepto de “proceso dominical”, utilizado para el análisis del caso de Otavalo-Ecuador durante el siglo XX, empleándolo para definir las relaciones paternalistas que mantienen vinculaciones colonialistas que interfieren con la integración a un modelo de desarrollo nacional. Gladys Villavicencio, 1973.

[15] Brooke Larson, 2002.

[16] Hugo Burgos, 1970; Pablo González Casanova, 1963;  Rodolfo Stavenhagen, 1964, 1969, 1996.

[17] Patric Hollenstein, 2009.

[18] Michael Taussig, 2000.

[19] Álvaro Villegas, 2006.

[20] Entendemos por Estados andinos –amazónicos a los territorios de Perú, Colombia, Ecuador y Bolivia. Balseca, 1996; Brooke Larson, 2002 ;Natalia Esvertit, 2008.

[21] El concepto hace referencia al esencialismo biologicista o culturalista, que sostiene que la raza y las características asociadas a ella, serían una realidad biológica y, por lo tanto una expresión inmutable de la naturaleza.  En contraposición a este supuesto, los estudios culturales contemporáneos con representantes como Paul Gilroy y Stuart Hall,  han señalado que la construcción de la raza, como entidad biológica, se remonta a la expansión colonial europea con sus jerarquizaciones eurocéntricas. Bajo el análisis de los estudios postcoloniales y subalternos, Homi Bhabha agrega al concepto de esencialismo el de “fijeza”, como “signo de la diferencia cultural/histórica/racial en el discurso del colonialismo” que connotaría “rigidez y un orden inmutable así como desorden, degeneración y repetición decimonónica”. Homi Bhabha, 2007, p. 92

[22] Juan León Mera, 1976.

[23] Juan León Mera, 1976, p. 40.

[24] Pedro Navarro Floria, 2001, p. 346.

[25] Diario El Progreso, 27/09/1884 y el Nacional 25/11/1876.

[26] Walter Delrío, 2005; Guillermo David, 2008.

[27] Carmen Mc Evoy, 1999, p. 171.

[28] Jorge Pinto, 2003; Luis Castro, 1995.

[29] Leonardo León,  2005, p. 12.

[30] Jacques Pouchepadass, 2005.

[31] Podríamos hablar de un binarismo inconsciente asentado en la representación que hace la autoridad estatal de su entorno, tales como dominantes/dominados, élite/subalterno, Estado/sociedad civil, etc. Binarismos que se localizan para luego desmontarlos y deconstruirlos abriendo los espacios intersticiales o in-between. Homi Bhabha, 2002.

[32] Edward W. Said, 2004b, p. 169.

[33] Tratado firmado en 1648, poniendo fin a la guerra de los 30 años en Alemania, incorporando el concepto de soberanía nacional.

[34] Gilberto Giménez, 1996, pp. 9-30;  2001, pp. 5-14.

[35] Luis  Millones, 2004.

[36]  Alberto Tauro del Pino, 1973, p. 28.

[37] Decreto del 6 de Diciembre de 1849, Disponiendo que los prefectos reúnan los datos necesarios para que se haga una nueva demarcación territorial, dado en Lima por Ramón Castilla-José Fabio Melgar.

[38] Antonio Raimondi ubicó en el territorio peruano 28 depósitos de guano natural, determinando su volumen en 22 millones de toneladas de gran calidad. Ver Antonio Raimondi, 2003.

[39] Fallecido en Lima el 11 de Marzo de 1857.

[40] Mariano F. Paz Soldán, 1877.

[41] Jorge Basadre, 1969, p. 165.

[42] Jorge Basadre, 1992, p. 30.

[43] Luis Millones,  2004.

[44] Klaren Meter, 2005.

[45] Carlos Contreras y Marcos Cueto, 2004.

[46] Agustín Barcelli, 1986, p. 17.

[47] Derivado de la influencia de la obra del conde de Saint Simon (1760-1825) en Latinoamérica, se puede entender la importancia de las vías de comunicación y la prevalencia de la industria, por sobre el conjunto de las actividades sociales, como fórmula para alcanzar el desarrollo. Ver Pierre-Luc Abramson, 1999.

[48] Sergio González Miranda, 2010.

[49] Fue el segundo ferrocarril en construirse en el Perú bajo el gobierno de Ramón Castilla. Su edificación fue autorizada en 1851 y su obra se entrego a José Hegan. El servicio de trenes se inicio en 1856 y fue dado en concesión por 99 años. Al ocupar las tropas chilenas Tacna y Arica el ferrocarril se encontraba en manos de Arica&Tacna Railway Co, de compañía inglesa por lo que no lo pudieron expropiar por acuerdo expreso incluido en el Tratado de Ancón.

[50] Este tramo tiene una extensión de 113 kms. construidos entre 1870 y 1876 por la compañía de Ramón Montero y Hmnos.. En el plano de Mariano Paz Soldán de 1865 aparece este ferrocarril como un proyecto.

[51] De 80 kms. de extensión se construye entre 1870 y 1876 por la empresa Ramón Montero y Hmnos.

[52] Su construcción contó con 85 kms. construidos por la Sociedad Salitrera Esperanza. Funcionó entre 1872 y 1877, fecha en que fue abandonado sin estar totalmente construido por haber sufrido el puerto de Patillos la inclemencia de un maremoto.

[53] Mariano Paz Soldán y Mateo Paz Soldán, 1862, p.513.

[54] Mariano Paz Soldán y Mateo Paz Soldán, 1862, pp. 517-518.

[55] Nelson Manrique, 1999.

[56] Alejandro Deustua, 1937.

[57] Archivo Departamental de Arequipa, Prefectura de Arequipa, Leg. 20 (1857-1859), Sivaya, 05/09/1858, fj. 2r.

[58] Instituto Riva-Agüero, Lima, Perú, Diario Oficial, 1er Semestre 1870, Tomo I, p. 692.

[59] Instituto Riva-Agüero, Lima, Perú, Diario Oficial, 1er Semestre 1870, Tomo I, p. 940.

[60] Para ver la problemática de la llegada la escuela fiscal peruana y chilena a la zona ver a Carolina Figueroa y Benjamín Silva, 2006.

 [61] Instituto Riva-Agüero, Lima, Perú, Diario Oficial, 1er Semestre 1870, Tomo I, p. 940.

[62] Archivo Histórico Nacional, Fondo Prefectura de Tarapacá, Vol. 67, 25/12/1877, s/fj.

[63] Ver Carolina Figueroa, 2008, pp. 61-84.

[64] Archivo Arzobispado de Arequipa, Leg. IV (1751-1875), Pieza. 25/07/1862, fj. 3v.

[65] Instituto Riva-Agüero, Lima, Perú, El Peruano. Periódico Oficial, Año 33, Tomo 1, Semestre 1°, N° 71, p. 277.

[66] Toni Morrison, 2004, pp. 254-255.

[67] Juan Van Kessel, 1992, p. 176; Luis Castro, 2008.

[68] Sergio González, 2002; Benjamín Silva, 2009.

[69] Carolina Figueroa, 2009; Carolina Figueroa y Benjamín Silva, 2010.

[70] Archivo Histórico Nacional de Chile, Intendencia de Tarapacá, Vol. 67, Descripción de Tarapacá, Iquique, 5/06/1884, Fol. 252-253.

[71] Entenderemos cultura como “un entorno, un proceso y una hegemonía en los que se insertan los individuos (con sus circunstancias particulares) y sus obras, al tiempo que son vigilados desde la cima por una superestructura y desde la base por todo un conjunto de actitudes metodológicas. Es en la cultura en donde podemos buscar el rango de significados e ideas transmitidos por los términos perteneciente a o de un lugar, entendiéndose por en casa y en un sitio”. Edward  W. Said, 2004ª, p. 20.

[72] Archivo Regional de Tarapacá (Iquique), Intendencia de Tarapacá, Vol. 37 (1929), “Segunda memoria trimestral de los servicios de la Educación Primaria de Tarapacá”, 16/6/1929, Iquique, s/f.

[73]E.P. Thompson, 2000); Carlo Ginzburg, 2001.

[74] ARTIT, Vol. 11(1932), “Servicio de educación de la Provincia de Tarapacá Memorial Anual 1931”, Iquique, 12/01/1932, s/f.

[75] Homi Bhabha,  2007, pp. 95-96.

[76] Ejemplo de esto es la descripción del teniente Viana sobre los patagones del sur de Chile hacia fines del siglo XVIII, definidos como “una nación abandonada a sí misma en el fondo remoto y estéril de la América meridional, sepultada en la ignorancia más lastimosa” demostraban no obstante “conocer la buena fe, el candor y la probidad” en oposición a los grupos pehuenches, huilliches y pampas que se mantenían en contacto con los españoles pero fuera de civilización, y que fueron definidos como “naciones artificiosas, pérfidas, sanguinarias en quienes el robo, la embriaguez y el engaño, ocupan el lugar de todas las virtudes”. David Weber, 2004, p. 64.

[77] Susana Villavicencio, 2008, p. 67.

[78] Alejandro Bertrand, 1879, p. 21.

[79] Alejandro Bertrand,1879, p. 23

[80] Susana Villavicencio, 2008, p.73.

[81]  Político peruano originario de Tarapacá, cónsul peruano en la zona, Ministro Plenipotenciario que firmó el protocolo Billinghurst- Latorre en 1898, Presidente del Perú (1912-1914).

[82] Guillermo Billinghurst. 1886.

[83] Diario La Industria, Iquique, 09/03/1889.

 

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Edición electrónica del texto realizada por Jenniffer Thiers.

 

Ficha bibliográfica:

FIGUEROA, Carolina. Cartografiando el progreso: espacios de civilización y barbarie en la Provincia de Tarapacá, norte de Chile  (1825-1884). Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1 de agosto de 2011, vol. XV, nº 370. <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-370.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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