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Índice de Scripta Nova

Scripta Nova
REVISTA ELECTRÓNICA DE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Universidad de Barcelona. ISSN: 1138-9788. Depósito Legal: B. 21.741-98
Vol. XVI, núm. 395 (5), 15 de marzo de 2012
[Nueva serie de Geo Crítica. Cuadernos Críticos de Geografía Humana]

 

COLOCANDO AL NIÑO/A-REGALO EN LA ADOPCIÓN INTERNACIONAL

Barbara Yngvesson
Hampshire College, Amherst, Massachussetts
byngvesson@hampshire.edu

Traducción: Miguel Gaggiotti

Recibido: 15 de septiembre 2010. Aceptado: 21 de julio de 2011.

Colocando al niño/a-regalo en la adopción internacional (Resumen)

Este artículo se centra en los discursos sobre la libertad y la pertenencia exclusiva que estructuran las convenciones de la donación en la adopción internacional. Examino las prácticas estatales sobre la regulación de la producción y circulación de niños y niñas en la economía del mercado global. Argumento que el niño/a-regalo, como el vendido, son el producto de la lógica mercantilista, mientras que la donación y la recepción de un niño/a –y el hecho de ser un niño/a donado– están en tensión con las prácticas del mercado, produciendo contradicciones en el parentesco adoptivo, ambigüedades en la legislación sobre adopción y potencial creativo en la construcción de familias adoptivas

Palabras clave: adopción transnacional, circulación de menores, mercado global, lógica mercantilista.

Placing the "Gift Child" in Transnational Adoption (Abstract)

In this article I focus on discourses of freedom and exclusive belonging that structure the conventions of giving in transnational adoption, and I examine state practices for regulating the production and circulation of children in a global market economy. I argue that while the gift child, like the sold child, is a product of commodity thinking, experiences of giving a child, receiving a child, and of being a given child are in tension with market practices, producing the contradictions of adoptive kinship, the ambiguities of adoption law, and the creative potential in the construction of adoptive families.

Key words: transnational adoption, circulation of children, global market, commodity thinking.


gratuito:

1. Entregado o concedido sin retorno o recompensa a cambio; no derivado del trabajo.
2 . Dado o recibido sin costo ni obligación; gratis; proporcionado gratuitamente.
American Heritage Dictionary del Idioma Inglés.

¿Qué sería un don que cumpliese con la condición del don, a saber: no aparecer como don, no ser, ni existir, ni significar, ni querer-decir como don? ¿Un don sin querer, sin querer-decir, un don insignificante, un don sin intención de dar? ¿Por qué habríamos de seguir denominando esto un don?
Jacques Derrida, Dar (el) Tiempo, [1991] 1995.

Aunque la reversibilidad sea la verdad objetiva de los actos discretos que la experiencia ordinaria conoce de forma discreta y llama intercambios de regalos, no es toda la verdad de una práctica que no podría existir si se percibe conscientemente, en conformidad con el modelo. La estructura temporal del intercambio de regalos, que el objetivismo ignora, es lo que hace posible la existencia de dos verdades opuestas, que define la plena verdad del regalo.
Pierre Bourdieu, Esquisse d'une théorie de la pratique, précédé de trois études d'ethnologie kabyle, 1977.


Verdades Complejas[1]

Un artículo de primera plana publicado en la edición del 25 de octubre de 1998 en The New York Times describe una adopción abierta en la que Kim Elniskey eligió a Yvette Weilacker y su esposo para adoptar a su hijo recién nacido. La historia, ilustrada a través de una imagen de la futura madre adoptiva inclinándose para tocar al niño en brazos de su madre biológica, cita a Elniskey diciendo: “Quiero que sientan que este es su bebé, su familia”[2]. La única sugerencia de la tensión entre donante y receptor, y de la fuerza que esto podría tener en la conformación del paisaje de la adopción y la experiencia del niño adoptado, es el comentario, hecho casi de pasada, que “carga” frases tales como “padre real” y “padre natural”, sustituidas en el actual clima de transparencia en torno a la adopción. El padre biológico da, renuncia, y elige. El padre adoptivo recibe. Juntos, se convierten en “parte de un clan”.[3]

La fascinación que evoca esta historia –la manera en que representa una madre abnegada que da a su hijo con el fin de procurarle una familia– es un efecto de ambigüedad moral para la audiencia blanca y de clase media a la que va dirigida. Una madre que regala a su hijo es impensable. Ella da el niño porque lo ama muchísimo, sugieren la historia y la imagen que la acompaña, pero el subtexto tácito –”Si ella realmente amaba al niño, ¿cómo podría soportar el separarse de el?”– no es un mensaje menos contundente dentro de una economía moral en la que convertirse en mujer es inseparable del trabajo materno y las hipótesis sobre lo que implica la crianza[4]. Una madre biológica que entrevisté hace varios años y que colocó a su pequeño hijo en una adopción abierta en 1993, describió la admiración y asombro de sus amistades que le dijeron “cuan valiente” era, seguido inmediatamente por la declaración preventiva “yo nunca podría renunciar a mi hijo”. Esta mujer sigue atormentada por la sensación de que su gesto de amor y confianza fue moralmente incorrecto, sean cuales fueren sus aspiraciones para su hijo, y que él, eventualmente, la condenará por ello, posiblemente la odiará[5].

¿Qué debe pensar uno del niño/a regalo? ¿Cómo ubicar al niño/a en un universo cultural en el que ser dado por una madre es equivalente al abandono, el peor destino imaginable para un niño/a? En “Abandono: ¿Qué les decimos?”, la trabajadora social Jane Brown sostiene que “la palabra que empieza por a-” debe ser abandonada en favor de un lenguaje más neutro –hacer un plan de adopción, “colocar” al niño/a en adopción– que represente los motivos de la madre de manera que perjudique menos los sentimientos del adoptado/a[6]. Por razones similares, la retórica del dar ha sido criticada en guías y manuales sobre adopción, que sugieren que el “colocar” al niño/a se convierte en una pieza de mayor alcance, al proporcionar una mayor visibilidad a la madre biológica en la sociedad contemporánea (estadounidense). La madre biológica visible hace “una decisión voluntaria y un plan positivo” para su hijo/a, en lugar de darlo[7]. Del mismo modo, la nación que da se posiciona de manera diferente en la retórica contemporánea de la adopción, como testigo de la pérdida de sus más preciados recursos nacionales –los niños/as– y no como un país que lo único que tiene para dar son niños/as[8]. La retórica del dar y la experiencia de la pérdida van de la mano en estas representaciones en las que la alienación (el sujeto escindido, la nación fragmentada) es una consecuencia inevitable del “dar”. Por el contrario, la “colocación” del niño/a –entendida como algo planeado, consensual, y regulado por el Estado-nación– es celebrada por los y las profesionales de la adopción y responsables políticos.

A pesar de los esfuerzos por reconceptualizar el movimiento físico de un niño/a entre personas o naciones como “colocación” en lugar de “don”, el niño/a-regalo sigue siendo una imagen persistente y de gran alcance en el discurso de la adopción. Sugiero que la razón de que así sea se relaciona en parte con la ambigüedad del concepto –la dificultad de interpretar lo que “los regalos” significan respecto a la relación (o la ausencia de una relación) entre donante y receptor. Una ambigüedad que resuena en la experiencia de la persona adoptada, la familia adoptiva, y en algunos casos la familia biológica–. La ambigüedad, a su vez, es una función de los rastros que los regalos dejan a su paso por el mundo –su movimiento desde y hacia alguien y algún lugar, por más vaga que pueda ser la identidad del donante–. Por el contrario, la “colocación” (placement) transmite una sensación de conexión a la tierra y permanencia que se contradicen con la experiencia de ser adoptado, de dar en adopción o de adoptar, verbos que implican una transformación de pertenencia e identidad.

Una mujer que escribió en respuesta al Nueva York Times hablando del artículo con el que empecé el texto, comentó a propósito de esta disyunción entre el lenguaje y la experiencia:

Como adulta adoptada que ha estado forcejeando con sus propios sentimientos, me gustaría recordar a los padres biológicos y adoptivos que la pregunta '¿por qué tu verdadera madre te dio?' perseguirá al niño adoptado por más que aprendamos y dominemos el uso del 'lenguaje de la adopción', por ejemplo, utilizando el término 'madre biológica' para sustituir 'verdadera madre' o 'madre natural'. Aunque su artículo de primera página del 25 de octubre sostiene que las adopciones abiertas hacen que el proceso sea una 'experiencia infinitamente más transparente', la ansiedad por tapar los sentimientos dolorosos de las diferentes partes sigue haciéndose evidente a través de la preocupación por el control del lenguaje[9].

En lo que sigue, examino el concepto del niño/a adoptado como un regalo y exploro las dificultades de una interpretación de estos regalos como “dados libremente”. Sobre la base del argumento de Marilyn Strathern que concibe los regalos –los dones– como elementos que encadenan a dador y receptor en lugar de liberarlos y, basándome en las experiencias de agencias de adopción, orfanatos, padres y madres adoptivos y personas adoptadas, argumento que las relaciones de parentesco adoptivo producen una apertura en la comprensión de la familia y la identidad, así como de las ideas sobre pertenencia exclusiva que estas asumen. Las prácticas de parentesco adoptivo que buscan contrarrestar la alienación del niño/a y las divisiones en la familia adoptiva, entendiendo la colocación como una consecuencia de la voluntad de una madre biológica o de la “elección” de los futuros padres adoptivos, oscurecen las dependencias y las desigualdades que obligan a algunas de nosotras a dar a luz y entregar a nuestros hijos/as, al tiempo que constituyen a los otros como “libres” de adoptarlos[10]. Al examinar las formas en que el regalo de un hijo/a siempre deja huella e implica la posibilidad de un retorno, sugiero que la experiencia vital de ser regalado/a puede transformar nuestra comprensión de la persona, la identidad y la pertenencia dentro de un mundo adoptado, y que por más independiente que sea “considerado” el niño/a por la ley de la adopción, nunca puede ser “liberado” del “campo implícito de las personas” en el que se constituyó como legalmente adoptable[11].


La lógica mercantilista (Commodity Thinking)

El énfasis en la libertad a la hora de forjar las relaciones de parentesco adoptivo está profundamente arraigado en la legislación sobre adopción, tanto a nivel nacional como internacional. El abogado especializado en adopción Joan Hollinger señaló hace algunos años en una discusión sobre la ley de adopción en EE.UU. que “se dice que los padres biológicos 'conceden' a sus hijos directamente a los padres adoptivos o los 'ceden' a las agencias de colocación .... La 'solicitud' de los hijos es condenada”[12]. En Massachuestts, se requiere por ley que la madre biológica “entregue voluntariamente y sin condiciones” a su hijo a la tutela del estado o de la familia adoptante[13]. En California, es necesario que una trabajadora social obtenga el consentimiento de la madre biológica para ceder a su niño/a, para comprobar que la madre no está “tomando algún medicamento que pueda alterar [su] raciocinio”[14] –es decir, el trabajador social debe asegurarse que no hay nada que pueda inhibir la libertad con la que la madre biológica consiente la adopción. Los convenios internacionales, tales como el Convenio de La Haya sobre la Protección de los Niños y la Cooperación en Materia de Adopción Internacional[15], también hacen hincapié en que “las personas, instituciones y autoridades hayan dado su consentimiento libremente, en la forma legalmente prevista, y lo hayan expresado o evidenciado por escrito”. El consentimiento “no debe haber sido obtenido mediante pago o compensación de ninguna clase”[16].

La preocupación por la libertad de la madre biológica respecto a los incentivos que podrían poner en peligro la validez de su consentimiento se corresponde con la conceptualización de las instituciones y/o familias que reciben al niño/a como si lo recibieran de manera gratuita. Cualquier desembolso debe ser caracterizado como un pago por los servicios o como un “acto de caridad” hacia un orfanato u otra institución dedicada al bienestar infantil, no como pago por un niño/a[17]. Como señala Hollinger, “[l]a noción de que la adopción no es contractual es tan poderosa que oculta la medida en que el regateo es intrínseco a la transferencia de un niño/a por parte de un padre o madre biológicos a cambio de la promesa de la familia adoptante o de una agencia de que apoyarán y cuidarán al niño/a y de esta manera liberarán a la familia biológica de estas obligaciones legales”[18].

La centralidad de la libertad de dar y de recibir menores en adopción está ligada a un segundo elemento clave de la ley de adopción, su finalidad. Las leyes de la mayoría de naciones adoptantes, ya sean las que normalmente “dan” niños o las que “reciben”, exigen o indican una preferencia por las llamadas adopciones “fuertes”. En ellas, la decisión de una mujer de renunciar a su hijo es irrevocable y la adopción que le sigue crea una exclusiva y permanente relación de parentesco adoptivo que no se puede “deshacer”[19]. En Estados Unidos, donde las adopciones son tanto incondicionales como irrevocables[20], los esfuerzos de las personas adoptadas, las familias adoptivas y muchas madres biológicas por garantizar una legislación que haga públicos los registros de adopción han obtenido tan un éxito limitado[21]. La única manera que tienen las personas adoptadas adultas y los padres y madres biológicos que los “colocaron” de descubrir cómo se hizo el “plan” de adopción, y qué llevó a la decisión de hacer un plan, es ir más allá de las leyes que definen la familia adoptiva como la única familia de un niño/a adoptado.

En Chile, un funcionario que supervisó las miles de entregas por parte de mujeres que no podían mantener a sus hijos/as y esperaban encontrarles un hogar mediante adopciones en Suecia y otras naciones en la década de 1970 y 1980 decía a estas mujeres: “Para ti, será como si tu hijo hubiese muerto”[22]. Las convenciones internacionales urgen a “la erradicación de una relación jurídica pre-existente entre el niño/a y su madre y padre”[23] y sugieren que se permita a las naciones receptoras “convertir” aquellas adopciones que no pongan fin a dicha relación en la nación de origen en adopciones que sí lo hagan en la nación receptora[24].

La combinación de la libertad de elegir (para salir de una relación de parentalidad que se presume natural y dada) y de clausura (la nueva relación es excluyente de lazos de otro tipo) son dos dimensiones de una economía de mercado global en la que la lógica mercantilista (commodity thinking) define el significado de lo que es la persona. En esta lógica, “se asume que las personas son propietarias de sus personas (incluyendo su propia voluntad, sus energías, y el trabajo en el sentido general de la actividad dirigida)”[25]. Estas “propiedades” de la persona les “pertenecen” en un sentido de definición y constituyen al poseedor “como una entidad unitaria social”[26]. Por otra parte, la “pertenencia” se entiende como “una propiedad activa”[27]. Las personas “'son' lo que 'tienen' o 'hacen'. Cualquier interferencia en esta relación de uno a uno es considerada como la intrusión de 'otro'“[28]. Así como en la lógica mercantilista se supone que el individuo es el dueño de su propia persona, también se conceptualiza la sociedad como “propietaria” de las propiedades (personas) que, intrínsecamente, la constituyen. La adopción de niños/as perturba esta relación entre el producto y el productor –de una nación con “sus” ciudadanos o de una persona con su “naturaleza” (como colombiano o coreano, o como el hijo “natural” de un padre y/o una madre particular). En la lógica mercantilista, la separación de este área de pertenencia no puede dejar de producir un sujeto alienado (dividido) que siempre será enviado “de regreso” al lugar donde realmente pertenece.

La idea de otorgamiento gratuito del niño/a, que es una característica tan importante de la ley de adopción, es desarrollada como una respuesta al peligro que se percibe al producir un objeto alienado. La donación de bebés (baby-giving) podría ser interpretada como un “admirable altruismo”, porque “no nos preocupa el abandono de los niños/as a menos que vaya acompañado de –entendido en términos de, estructurado por– la retórica del mercado”[29]. Pero, como Viviana Zelizer sostiene en su estudio sobre el niño/a “sentimentalizado” o “sin precio” (priceless) en Estados Unidos entre finales del siglo XIX y principios del XX, la venta y la donación de bebés forman parte del mismo sistema, un sistema en el que los mercados lícitos dependen de los ilícitos para establecer el valor de objetos “sin precio”[30]. De hecho, un niño/a sin precio presenta un “dilema legal” que no es más que un dilema cultural y social: “¿Cómo se asigna un valor si no hay un precio?”[31]. El niño/a adoptado encarna este dilema, en un mundo en el que la “idea fundamentalmente seductora de cambio”[32] deja su huella en todas las entidades, se distingan estas como “personas” o como “cosas”. En el movimiento desde una familia (y una nación) a otra a través de la adopción, la niña o el niño experimenta (y simboliza) el significado de “sin precio” en el más pleno sentido posible del término[33]: “tirada como una brizna de hierba” por su madre (citando a una niña de 6 años adoptada en China por una familia americana), ella es abrazada por alguien que ha “viajado a los confines de la tierra”[34] para convertirse en su padre o su madre.


Precio y sin-precio

La interacción del valor junto con la capacidad del niño/a para ser tirado es la paradoja central de la adoptabilidad, una paradoja que sobresale especialmente en el ámbito internacional. Por ejemplo, en India –que junto a Corea se convirtió en una de las primeras naciones en “dar” niños y niñas en adopción al mundo super-desarrollado–, el valor de las y los menores físicamente abandonados e institucionalizados se desarrolló dentro del marco de una economía del deseo, en la que las parejas heterosexuales blancas de Europa y América del Norte solicitaban su adopción[35].

El deseo de adoptar niños y niñas de orfanatos del Tercer Mundo no era inicialmente una consecuencia de la infertilidad y la “escasez” de menores blancos sanos en los países occidentales, aunque esto se convirtió rápidamente en un factor central. El deseo se formó como una dimensión del discurso del desarrollo[36] en un mundo postcolonial en el que la adopción de menores operaba en conjunto con otras formas de ayuda. En Suecia –que cuenta con el mayor porcentaje de adopciones internacionales per cápita de cualquier nación (aproximadamente 40.000 en una nación de 39 millones a finales de los años 90) y es ampliamente considerada como una pionera en el campo–, la adopción internacional se consideró en la década de 1960 y principios de los 70 como una responsabilidad de los ciudadanos/as socialmente conscientes.

La reacción a este sentido de la responsabilidad en las que pasarían a ser naciones “donantes” o “donadoras” era mixta. Como una mujer que adoptó a su hija en un orfanato de Delhi en 1964 me explicó, “nosotros no fuimos precisamente alentados” por los funcionarios locales. Cuando ella y su marido fueron a buscar a su hija al orfanato, “nos preguntaron una y otra vez '¿Por qué demonios ustedes harían algo así?'“[37]. Una de las primeras personas que servía de contacto en la India para las familias adoptantes suecas en ese momento observó que “como país subdesarrollado, lo único que [podíamos] regalar son niños, ¿sabes?”[38].

A medida que el número de niños/as que circulaban en adopción hacia el mundo superdesarrollado fue aumentando de forma constante durante los 1970s y un creciente movimiento internacional para proteger los derechos de los niños y niñas tomaba forma[39], diversos funcionarios/as de las naciones donantes empezaron a dar voz a la preocupación referente a la potencial explotación de menores enviados al extranjero en adopción[40]. Estas preocupaciones provocaron que los funcionarios/as del bienestar infantil de India celebrasen una serie de talleres con profesionales de la adopción provenientes de naciones occidentales receptoras hasta finales de los 1990s. Los talleres fueron patrocinados por el Centro de Adopción de Suecia y el Comité Internacional de Servicio Social en Ginebra, y se celebraron en reuniones regionales e internacionales del Consejo Internacional del Bienestar Social. En 1981, los participantes del taller elaboraron las “Directrices de Bombay”, un documento que definía las cuestiones clave que se incorporaron posteriormente, en 1984, en una sentencia del Tribunal Supremo de la India, Lakshmi Kant Pandey contra Unión de la India. Justice Bhagwati, quien presidió las audiencias en este caso histórico, declaró que los niños/as indios son un “activo nacional sumamente importante” del que “depende la salud física y mental de la nación” y que deberían mantenerse en la nación de origen, siempre y cuando fuera posible[41]. Su juicio estableció un sistema de cuotas para las adopciones internacionales, que exigía que al menos el 50% de las y los menores indios dados en adopción se colocaran dentro del país.

La sentencia de Justice Bhagwati fue un momento clave en el reconocimiento legal del valor del niño/a adoptable a nivel internacional como un recurso nacional del país que lo produjo[42], un momento que estaba supeditado, sin embargo, a la experiencia de los funcionarios/as de bienestar infantil en la India de que los niños/as indigentes se habían convertido en “bienes de consumo” (commodities) [en] un mercado de exportación”[43]. A principios de la década de 1990, cuando el Convenio relativo a la Protección del Niño y a la Cooperación en materia de Adopción Internacional se reunió, con representantes de sesenta y seis naciones donadoras y receptoras, la cuestión más crucial que separaba a unos y otros era regular un mercado internacional de niños y niñas adoptables, al mismo tiempo que se “colocaban” los que estaban necesitados de familia en hogares adecuados.

 La idea de que la adopción legal es un “mercado” es un anatema para muchas familias adoptivas, agencias de adopción y funcionarios/as de países emisores y receptores. Sin embargo, es aceptada como sentido común (a menudo sensacional e inquietante) por el público y por muchas personas adoptadas, algunas de las cuales hablan irónicamente de su condición de “Fabricado en ... Colombia [India, Corea, Nepal, Chile, etc]”[44]. En la primera página de un artículo publicado en tres partes que apareció en el New York Times en otoño de 1998 cuyo título era “El mercado pone etiquetas de precio a lo que no tiene precio” (Market Puts Price Tags on the Priceless), la adopción se presentaba como un bazar de bebés en el que el color, cultura y condición de un niño estaban a la venta, y en el que la raza determinaba las tasas[45]. Aunque la venta real de menores es ilegal en Estados Unidos y a nivel internacional, el Times señalaba que hoy en día en muchas adopciones la línea entre la compra de un niño/a y la compra de servicios de adopción que llevan al niño/a es muy fina. Esto subraya el argumento de Viviana Zelizer de que en Estados Unidos (y, en la actualidad, a nivel internacional), la adopción es un mercado legal, que se entrelaza de manera compleja con los mercados ilegales para establecer el valor de los niños/as adoptables[46].

Sugiero que lo que parece ser una tensión irresoluble entre el niño/a-regalo y las prácticas del mercado que implican que el niño/a no tiene precio es una función del “doble poder evocador” de los regalos en la lógica mercantil[47]. Para que un objeto se convierta en un regalo, debe quedar aislado: debe ser liberado de un productor y constituido como “parte de una reserva [anónima] de la que otros extraen”[48]. De esta manera, los regalos son enajenables, como cualquier otro artículo. Al mismo tiempo, una vez concedidos, se convierten en un medio para construir relaciones y las relaciones constituidas a través del “dar” se interpretan como una función del amor[49]. Los regalos representan “el altruismo íntimo de las operaciones que caracterizan las relaciones personales fuera del mercado... el regalo envuelto, el gusto expuesto”[50]. Esto solo es posible, sin embargo, si son (imaginados como) “gratuitos” y “libremente entregados”. El regalo obligado es un oxímoron, que sugiere que la persona donante ha sido inducida, seducida o colocada de otra forma en una relación de deuda con la receptora. El endeudamiento entra en el tiempo y la historia de lo concebido como una relación eterna de amor, una relación que perdura a pesar de todas las contingencias[51].

La conceptualización de la renuncia de un niño/a en adopción como un “regalo” constituye las relaciones involucradas como relaciones familiares en una economía donde la familia se imagina como “natural” y no contractual[52], como el lugar de las relaciones de “amor”[53] y no de relaciones jurídicas o contractuales. De hecho, el niño/a construye a la familia adoptiva como “familia”, casi como si la adopción no hubiese sucedido en absoluto. Es precisamente la compleja identidad del niño/a adoptado –por un lado, un “regalo de amor” que hace (o completa) una familia; por otro, un “recurso” que ha sido enajenado por contrato de un propietario para que pueda ser adscrito a otro– lo que produce las contradicciones del parentesco adoptivo, las ambigüedades de la ley de adopción y la tensión creativa en las prácticas que rodean la construcción de las familias adoptivas.


La producción de la adoptabilidad

Estas consideraciones son fundamentales para colocar al niño/a-regalo en el marco de la adopción internacional y, sobre todo, para encontrar una explicación al papel del Estado en estas transacciones. Documentos como el Convenio de La Haya (1993), la anterior Declaración de la ONU sobre la Adopción y el Acogimiento Familiar (1986) y las Directrices para la Práctica de la Adopción Nacional e Internacional y el Acogimiento[54], así como Lakshmi Kant Pandey contra la Unión de la India (1985) –que estableció los términos de la mercantilización de los y las menores con respecto al Estado-nación– hacen hincapié en los derechos a la identidad del niño/a y la obligación del Estado de proteger este recurso. En particular, estos documentos se centran en los “derechos de identidad” –a un nombre, una nacionalidad y a ser cuidado por la propia familia– que son esenciales a la hora de definir el estatus del niño/a como recurso: su propiedad o pertenencia dentro de o a una familia o nación específica[55].

Sugiero que, pese a que estos derechos son una protección crucial dentro de una economía global que promueve la circulación de menores, focalizar la atención en ellos hace que se desvíe la atención del rol del Estado en producir el abandono físico de los niños/as. Reconfigurados como “huérfanos/as legales” que están “disponibles” para la adopción, los menores pasan a convertirse en un tipo de “recurso natural” particular para el Estado que los ha producido. Este rol del Estado en este tipo de producción es más sutil y poderoso que en la producción de derechos de identidad. La adopción transnacional de menores no puede explicarse sin referencia a las políticas estatales de reproducción (el pro-natalismo de Ceausescu, la política china del hijo único, la protección de Corea del linaje patriarcal), a la violencia de las guerras, los secuestros y las desapariciones en las que el estado es un elemento clave (en Colombia, Chile, Argentina, Honduras y otras naciones de América Latina, por ejemplo), y los incentivos para “dar” estos niños/as en adopción que proporcionan los convenios y acuerdos entre estados cooperantes. Los derechos de los niños/as a una identidad han sido cuidadosamente construidos de manera que la movilidad de determinados niños y niñas (definidos como “adoptables” por el Estado) se facilite[56], mientras que la identidad de todos ellos se fija de manera que solo se pueda concebir en términos de un “Estado de origen”[57] y solo pueda ser definida en razón de los “derechos de identidad” excluyentes que están autorizados por este Estado[58].

Este doble papel del Estado –que produce, en primer lugar, un niño/a cuyo derecho al “armónico y pleno desarrollo de su personalidad” le otorga el derecho “a crecer en un entorno familiar, en un ambiente de felicidad, amor y entendimiento” y, en segundo, produce las condiciones para el abandono de los niños/as y determina los términos de su adoptabilidad por parte de otros Estados– ilumina una vez más la tensión entre el dar y el vender en la lógica mercantilista, así como la importancia de marcar la división entre estado y mercado en estas transacciones. El niño/a adoptable no se vende, sino que es 'dado' a otros estados a cambio de una 'donación' de dinero, una transacción que crea una ordenada (y jerárquica) relación entre los estados a través del movimiento de niños y niñas en adopción.

Este tráfico ordenado se distingue oficialmente de un mercado de niños y niñas[59], que se considera como la fuente de la alienación y la pérdida para el niño/a adoptado. En el mercado (de la adopción), lo único que importa es el dinero y los niños/as se convierten, de esta manera, en solo dinero, perdiéndose así a 'ellos' mismos[60]. El niño/a regalo, por el contrario, no se pierde a sí mismo (según las leyes nacionales y los convenios internacionales), ya sea porque el movimiento se borra (su 'pertenencia' se transfiere a una nueva familia o país) o porque la fuente de pertenencia del niño (su identidad nacional) se mueve con él/ella. La suposición de que la identidad es inalienable y se mueve con el niño/a está implícita en la representación de las y los menores adoptados como “chinos”, “rusos”, “colombianos” y así sucesivamente. También puede ser vista, por ejemplo, en representaciones populares de la adopción, como los dibujos del New Yorker que aparecieron hace algunos años y mostraban a dos parejas cenando. Una mujer le decía a la otra: “Estamos tan entusiasmados. Yo espero que sea una niña china pero Peter tiene el corazón puesto en un niño americano nativo”[61]. Aquí, el niño/a se mueve pero la “chinez”, “indianidad”, “coreanidad” o “colombianidad” siguen siendo las mismas (o más bien, estas cualidades se intensifican y son constituidas de nuevo como inmutables en este movimiento).

Como sugiere esta discusión, es la circulación de las personas, promovida o impedida por la política del Estado, la que establece las fronteras, las pertenencias y el derecho de un niño/a a “una identidad”[62]. De esta manera, estudios sobre inmigrantes indocumentados en EE.UU. sugieren que su movilidad o inmovilidad están constituidas por agentes del Estado, de manera que se garantiza el “cruce” de la frontera (el acto oficial de inmigración o deportación) solo cuando los y las inmigrantes son reconocidos por funcionarios/as de inmigración, independientemente del momento en que físicamente entraron o salieron del país[63]. Del mismo modo, la idea de que los niños/as adoptados se originan en un lugar u otro y tienen o les falta una familia (sean legalmente abandonados o no puedan considerarse abandonados) también está constituida por los agentes del Estado[64]. La movilidad (y el cruce de fronteras que esta implica) es fundamental para la modernidad y las identidades fijas que esta requiere[65].

Si la identidad está arraigada en el movimiento en vez de en la inmovilidad, ¿qué sugiere esto respecto al lugar del niño/a-regalo? Si la identidad (y los derechos asociados a esta) es contingente dentro de las rupturas impuestas por la ley de adopción, los decretos del ciudadano[66], y otros procesos legales que establecen derechos al borrar vínculos sociales y legales pre-existentes, ¿cómo puede la donación de un niño/a reconfigurar no solo las identidades sino también las transacciones a través de las cuales las identidades toman forma? Para explorar esta pregunta, empiezo con la re-examinación del significado del regalo.


Identidad y encadenamiento

El concepto de 'transferencia gratuita' de un niño/a en adopción puede ser visto como una ficción jurídica y social que 'desconoce' la naturaleza contractual de un proceso en el que los niños/as son separados de un autor/a y conectados a otro, a cambio de la promesa de cuidar de ellos. Marilyn Strathern, por ejemplo, señala que la alienabilidad de los regalos en una economía de mercado es sistemática: “Es difícilmente admisible decidir que una transacción determinada resulta en alienación, mientras que otra no lo hace”[67]. Pero como Pierre Bordieu señala en Esquisse d'une théorie de la pratique, précédé de trois études d'ethnologie kabyle[68], esta aproximación falla a la hora de considerar los límites de un punto de partida que recoge las prácticas “desde afuera, como un fait accompli” en vez de situarse “dentro del mismísimo movimiento de su cumplimiento”. Para situarse dentro del movimiento de las prácticas, la atención debe ser dirigida a su estructura temporal, una estructura que difiere dependiendo de si uno es partícipe u observador. Respecto al intercambio de regalos, “la aprensión totalizadora del observador substituye una estructura objetiva definida fundamentalmente por su reversibilidad, por una irreversible e igualmente objetiva sucesión de regalos que no están vinculados mecánicamente a los regalos a los que responden o a los que insistentemente exigen”[69]. Esto sugiere que la “verdad total” del regalo de un niño/a en adopción no se encuentra ni en la verdad experimentada de una ruptura con el pasado ni en el anhelo por la reconexión, sino en la capacidad de dicho regalo para evocar “dos verdades opuestas al mismo tiempo.

(1). La verdad por la que la identidad se encuentra en la inseparabilidad de un niño/a de un autor/a, un concepto de la individualidad (o de la nacionalidad) en el que hay “una identidad entre el propietario/a y la cosa en propiedad” y en el que no hay lugar para la intervención social de otros “salvo en la apariencia de la autoría suplantada”[70]. En este relato de la identidad, la adopción legal es un proceso que aleja al niño/a de sus “orígenes”: la madre (nación) debe dar al bebé[71], la retirada de la patria potestad es irrevocable y las adopciones legales no se pueden “deshacer” (véase el caso que sigue). La finalidad de la ley en la adopción –lo que Duncan[72] describe como el principio de la “ruptura limpia”– refleja una perspectiva cultural específica del niño/a como propiedad, pero ha llegado a dominar las prácticas de la adopción transnacional.

(2). Al mismo tiempo, y coexistiendo en dolorosa tensión con esta finalidad, existe una verdad paralela, que es a la vez difícil de mantener e imposible dejar pasar: la identidad del niño/a adoptado se crea en su intercambio entre socios (estados, agencias, orfanatos, y muy ocasionalmente, familias), de los cuales ninguno es el “autor” del niño/a. Esta historia sobre el niño/a-regalo pone el énfasis en la entrega, en lugar de en la renuncia y requiere que la conexión entre donante y receptor (las naciones “donantes” y las naciones “receptoras”) se mantenga abierta y no cerrada. En la lógica mercantilista, el énfasis sobre la única autoría significa que la conexión con las “raíces” está siempre en primer plano, impulsando a los niños/as adoptados a encontrarlas o reemplazarlas (pero, en cualquier caso, a definir un único conjunto de raíces como “real”). En cambio, el niño/a entregado no puede ser enajenado de las raíces, sino que únicamente puede “encontrarse” a sí mismo en la relación entre el yo y el otro, el país de nacimiento y el país adoptivo, la familia biológica y la familia adoptiva. En este sentido, el regalo de un niño/a en adopción encadena al donador y al receptor, aun cuando aliena al niño/a de sus “raíces”.

El concepto de dar como encadenamiento crea formas de identidad que son, a la vez, más complejas y divisibles por sí mismas que los 'in'dividuos creados por los derechos de identidad enunciados en el Convenio de La Haya, la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de la Niñez y otros instrumentos jurídicos. El encadenamiento es una función de la relación entre las personas y las naciones de la que nace el niño/a adoptable internacionalmente. El encadenamiento supone un campo que no se disuelve sino que se fortalece con el paso del niño. Este campo relacional conecta más que separa, y tiene implicaciones en las confusiones y ambigüedades que rodean la “identidad” del niño/a adoptado internacionalmente. Las identidades adoptivas, constituidas entre naciones, organismos y orfanatos, posicionan a la persona adoptada como simultáneamente “colocada y no suturada al lugar”[73] –”pertenece” a Corea cuando está en  EE.UU. o en Suecia, pero es “americana” o “sueca” cuando está en Corea[74]. La simultaneidad de la fijeza y la no fijeza, y la colocación en el lugar intermedio a la que esta obliga, forja la identidad de las personas y, no en menor medida, de las naciones.

La historia de una adopción subyacente deja abierta la tensión en el concepto de un niño/a entregado, elucidando su conexión con las “fuerzas” del mercado y el anhelo de pertenencia exclusiva que provocan. En esta historia en particular, la tragedia que subyace a tantas adopciones está explícita. La historia también deja claro tanto la fragilidad de las conexiones que unen la “identidad” y la pertenencia a un lugar determinado como el poder de las estructuras sentimentales que estas conexiones incitan, propulsando a la gente a desafiar la ley (aun cuando la están usando), para deshacer una adopción que no se puede deshacer y crear relaciones inesperadas entre las naciones y más allá de los límites más convencionales de la familia que estas naciones tratan de mantener.


Carlos Alberto/Omar Konrad
[75]

En la noche del 9 de diciembre 1992, Nancy Apraez Coral fue secuestrada junto a su hijo de once meses, Carlos Alberto, de la casa del padre de su hijo en Popayán, una ciudad del distrito de Cauca, en el sur de Colombia. Los secuestradores fueron identificados más tarde como miembros de la UNASE (Unidad Antiextorsión y Secuestro), una unidad anti-secuestros de Colombia conectada con las fuerzas de seguridad del estado en Popayán. Fueron, al parecer, buscando al padre del hijo de Nancy, que era sospechoso de estar involucrado en un reciente secuestro. Al no encontrarlo, se llevaron a Nancy y a su hijo pequeño en su lugar.

Nancy fue asesinada en algún momento durante los ocho días siguientes. En la madrugada del 16 de diciembre, su bebé fue dejado, bien abrigado y con una botella de leche, en una calle de Pasto, ciudad a unos 300 kilómetros al sur de Popayán, en los Andes, cerca de la frontera con Ecuador. El llanto del bebé fue escuchado por Cecilia y Conrado España, quienes lo recogieron y más tarde –esa misma mañana– dieron aviso al departamento de bienestar infantil en Colombia, el ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar). Según la noticia publicada en un periódico colombiano “era un niño precioso, moreno [trigueño], robusto, aceptablemente vestido y llevaba un pequeño poncho blanco”[76]. El niño fue recogido esa noche por los funcionarios de bienestar y posteriormente colocado en un hogar de crianza temporal a espera de localizar a su familia o de una declaración legal de abandono. El periódico local, Diario del Sur, publicó su foto en la portada al día siguiente, junto con un relato de su descubrimiento por parte de los residentes locales[77].

La ley colombiana exige que se hagan esfuerzos para localizar la familia de aquellos niños/as “perdidos” o “abandonados”, insertando un anuncio en la prensa local o nacional. Si no aparece ningún miembro de la familia para reclamarlo, el niño/a pasa a ser disponible para la adopción nacional o internacional. En este caso, además del informe del periódico Diario del Sur, el esfuerzo por localizar a su familia estaba compuesto por anuncios en la estación de radio local (Pasto) el 14, 15 y 18 de enero. Al no haber respuesta a estas notificaciones, fue declarado legalmente abandonado el 4 de febrero de 1993, y fue nombrado Omar Conrado España, como se llamaba la familia que lo encontró. Dos meses más tarde, una pareja sueca fue seleccionada por el ICBF como padres adoptivos del niño, y el 4 de junio de 1993 se completó la adopción en Colombia. El niño fue a Suecia con sus nuevos padres, y su adopción fue reconocida oficialmente por el gobierno sueco el 4 de agosto de 1993. Sus nuevos padres lo llamaron Omar Konrad Vernersson, conservando en su nueva identidad legal las huellas de los violentos desplazamientos que habían dado forma a su breve vida.

En septiembre de 1993, tres meses después de la adopción de Omar Conrado y nueve meses después del secuestro, la abuela materna del bebé recibió una llamada anónima diciendo que su nieto había sido abandonado en la plaza del pueblo, en Pasto. Cuando llegó allí y no encontró ningún bebé, fue de puerta en puerta con una foto del niño y, finalmente, encontró a la familia España, que la envió al ICBF. Allí fue informada por el director de bienestar infantil de que su nieto había sido legalmente adoptado, que la adopción era definitiva, y que el registro de la adopción fue sellado, por lo que no había posibilidad de localizar al niño[78].

La abuela contrató un abogado que interpuso un recurso ante el Tribunal Superior de Pasto para abrir el registro, y el recurso fue aprobado en febrero de 1994. El 9 de junio de 1995, la adopción fue revocada por un tribunal colombiano, que ordenó a las autoridades colombianas (ICBF) y a la familia adoptiva devolver el niño a sus abuelos maternos. Suecia, sin embargo (en representación de la posición del Centro de Adopciones que tramitó la adopción y del NIA, la Junta Estatal sueca para la Adopción Internacional) no reconoció esta acción, argumentando que puesto que el niño era ahora un ciudadano sueco, un decreto de un tribunal colombiano no podía afectar su relación legal con su familia adoptiva sueca. En Suecia, según el Centro de Adopciones “las adopciones no se pueden deshacer”.

La abuela del niño visitó Suecia en junio de 1995, con la ayuda de las ASFADDES de Colombia (Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos) y el Consejo Noruego de Refugiados Políticos. El Centro de Adopción, bajo la presión de la repercusión mediática del caso tanto en Colombia como en Suecia, recibió a la abuela en su sede en Estocolmo, y facilitó una reunión entre la abuela, su nieto y la familia adoptiva. No hubo acuerdo, sin embargo, sobre el retorno del menor y el gobierno colombiano dijo que carecía de recursos para proseguir con el caso en Suecia.

En 1996, Amnistía Internacional intervino en nombre de la abuela proporcionándole un abogado y ella hizo un segundo viaje a Suecia, donde visitó a su nieto y su familia adoptiva en su casa. Durante esta visita, se elaboró un acuerdo no oficial con respecto a las visitas y la educación del niño que, con el tiempo (en 1997), fue firmado por la familia adoptiva y la abuela. El acuerdo especifica que el niño debe permanecer con su familia adoptiva, que su abuela tiene derechos de visita una vez al año, que el niño asistirá a clases de español y que, cuando sea “apropiado”, la familia adoptiva visitará Colombia. Estos términos satisficieron al Centro de Adopciones, que continuó afirmando su posición de que permanecer con su familia adoptiva estaba considerado en el interés superior del niño (ahora de seis años de edad) –”no tiene otros padres”–, pero admitió que “los abuelos maternos biológicos deberían seguir siendo los abuelos del niño”. Esta concesión por parte de los funcionarios/as de adopción, junto con el acuerdo firmado entre la familia adoptiva y la abuela, desdibuja el concepto de adopción como un proceso de “ruptura limpia”, y tácitamente contribuye al reconocimiento oficial de un modelo de familia heterotópico[79], ya que sugiere formas de pertenencia que perturban los órdenes, divisiones y agrupaciones del parentesco sanguíneo y de identidades nacionales excluyentes[80].

Esta historia ilumina las complicaciones de cualquier interpretación simple del “abandono” parental de un niño. Así, demuestra el arraigo del abandono físico en la violencia del estado y el “tirón” de los acuerdos y entendimientos internacionales (como los que sustentan las adopciones internacionales de Colombia a Suecia). El abandono físico y los borrones legales que siguen a (y pueden provocar) este abandono son fundamentales para la mercantilización de los niños/as adoptables. Si bien la “rutinización” en el proceso que se hace implícita en esta historia no es necesariamente característica de las adopciones en Colombia, no deja de revelar los borrones de pertenencia –la desaparición de cualquier tipo de huellas de inserción en un entorno social, cultural y político– que han acompañado el surgimiento de la adopción como una práctica para la creación de familias por las parejas infértiles del norte y la gestión de un “exceso” político o económico de niños/as en el sur.

Estas supresiones de pertenencia –y las identidades e historias que implican– se han convertido en escenario de una lucha personal para las personas adoptadas y sus familias, así como en un espacio de negociación política constante entre países emisores y receptores, una negociación que fue particularmente evidente durante los tres años de la Conferencia de La Haya sobre adopción internacional que culminó con la firma de la Convención en 1993. Estas negociaciones se centraron en la reconciliación entre la aparente “necesidad” de adoptar menores transnacionalmente y la reafirmación de los nacionalismos, etnias e identidades unidos a un suelo nacional determinado, y particularmente con la proclamación del lugar clave que el niño/a ocupa como un recurso “natural” a través del cual se puede dar la reivindicación de la identidad “nacional”.

En este sentido, adopciones como la de Carlos Alberto desafían (y consolidan cada vez más profundamente) la idea de los derechos de identidad de los niños/as como algo vinculado a las pertenencias nacionales excluyentes y profundamente enraizado en los vínculos sanguíneos de una generación con otra a “través del” tiempo[81]. La tenacidad de la abuela de Carlos Alberto en la búsqueda de su “derecho” a una relación con su nieto y su habilidad para movilizar a grupos nacionales e internacionales en apoyo de este derecho, junto con la persistencia del Centro Sueco de la Adopción por afirmar la nacionalidad sueca de Omar Konrad, la irrevocabilidad de su adopción, y la aplicabilidad de la ley sueca en lugar de la ley colombiana, apuntan a las formas complejas en que los derechos de identidad pueden ser desplegados para garantizar una integración cultural específica para un niño/a en particular[82]. Este caso también sugiere, no obstante, las permutaciones inesperadas de pertenencia que las luchas por estos derechos contradictorios pueden producir.

Lo más interesante de este caso, sin embargo, no es cómo ilumina las contradicciones del discurso de los derechos, sino más bien la forma en que muestra la historia de una adopción más compleja que el relato familiar de los derechos de identidad. En esta narración, un niño (y los padres/abuelos a los que está vinculado y de quien es separado) es al mismo tiempo alienado y encadenado. El trazo del encadenamiento se señala en la continuidad de la maternidad implícita (o de crianza de los hijos/as) que los términos abuela “biológica” y madre [adoptiva] sugieren, incluso cuando la distinción entre los términos marcados (abuela biológica, madre o padre adoptiva) los aleja de la maternidad/ paternidad “real”[83] e incrusta en ellos las jerarquías y las injusticias de una economía en la que el deseo de una familia “real” da forma a la acciones de ambos tipos de padres –los padres que adoptaron a Carlos Alberto para poder tener una familia “como” real y su abuela, que luchó por él para poder tener una relación con su nieto “real” (el hijo biogenético de su hija biogenética). En este caso, mientras que el anhelo por las familias convencionales es aparente, la familia “en la práctica” no ha sido determinada por la ley y está, por el contrario, evolucionando con el tiempo en las relaciones entre la familia adoptiva, los abuelos biológicos y el hijo adoptado[84]. Esta familia real está tácitamente reconocida en el acuerdo no oficial entre la abuela y la familia sueca, un acuerdo que desafía la política oficial de la ruptura limpia que estableció esta adopción como definitiva (de acuerdo con la leyes de adopción colombiana y sueca) y proporciona un modelo para otras relaciones “abiertas” similares en el futuro.

Como sugiere este ejemplo, la “verdad total” de la relación del regalo en la adopción reside en la manera en que representa simultáneamente el cierre y la apertura, en su aplazamiento del sentido y lo que con el tiempo este aplazamiento requiere; “la huella de algo que aún conserva sus raíces en un sentido mientras que, por así decirlo, se desplaza hacia otro, encapsulando otro”[85]. La tensión entre el cierre y la apertura en la adopción se puede encontrar en las legislaciones, como el Convenio de La Haya, que establece métodos disponibles tanto para escindir al niño/a adoptado de su familia y país de origen[86] como para conectarlo con su “trasfondo” u “origen”, y, en particular, a la identidad de su familia[87]. Si bien la simultaneidad de cortar “el pasado” y de preservarlo podría ser vista como un simple reflejo del poder de la lógica mercantil y la alienabilidad de la identidad que la hacen posible, también puede ser visto como algo más. De hecho, es la ambigüedad del regalo en la lógica mercantil la que da al regalo su poder. Todo es “una cuestión de estilo”[88] –si y cómo se maneja un intercambio por el niño/a, si las relaciones entre las naciones y organizaciones se mantienen, si los registros están abiertos o cerrados, si la persona adoptada “vuelve”–, no solo en las relaciones entre las familias, sino también en las relaciones entre las naciones, y en las formas en que las personas adoptadas experimentan el “tirón” por volver a las naciones donde nacieron.


Vínculos inter-nacionales

A nivel nacional, el niño/a-regalo de la adopción y las donaciones que provoca es una de las formas de intercambio que crean un orden entre las naciones[89], un orden en el que el niño/a-regalo es sin duda un recurso simbólico clave. Al ubicar al niño/a de un país en el corazón de otro (en sus familias de clase media), los lazos más íntimos entre los países pueden forjarse (como en la adopción de Carlos Alberto). La actuación repetida de estos lazos a través de adopciones continuas a medida que pasa el tiempo; su expansión en las visitas de las personas adoptadas a sus países de nacimiento; y su formalización a través de legislaciones que facilitan las conexiones en curso entre las personas adoptadas y sus países de nacimiento (ver más adelante) sugieren que la adopción, a nivel nacional y cada vez más a nivel individual/familiar, consiste en un encadenamiento y en las autorías y vínculos múltiples que este implica, como también consiste en la fijación de un niño/a a una identidad[90].

Este encadenamiento es más evidente en las relaciones que vinculan a los representantes de las agencias de adopción del oeste con funcionarios/as de orfanatos, organizaciones de bienestar infantil y otras instituciones a través de las cuales los niños/as del Tercer y Segundo Mundo se transforman en adoptables para las familias del norte y del oeste. Estas relaciones se iniciaron como conexiones entre personas y eventualmente se transformaron en “una red de trabajadores sociales, secretarias de honor de instituciones, magistrados, médicos y abogados de varios países” que hizo posible “una cooperación construida en gran medida a través de la confianza personal y la creencia compartida de que a los niños/as les va mejor en las familias que en las instituciones”[91]. Estas redes de cooperación son el mecanismo operativo que hace posible la adopción internacional entre los organismos establecidos y las organizaciones reconocidas por los convenios internacionales (el Centro de Adopciones en Estocolmo, Holt en Eugene, WACAP en Seattle, Danadopt en Copenhague, y así sucesivamente). Redes similares apoyan las actividades de los llamados operadores y facilitadores “privados”, que negocian con los bebés en las áreas de sombra proyectadas por las “autoridades centrales” y por las leyes de adopción oficiales.

Estas redes y las transacciones que hacen posibles giran alrededor de múltiples reciprocidades, dependencias y compromisos, incluidas “donaciones” de miles de dólares que pagan organismos y familias del Primer Mundo a los orfanatos y facilitadores del Tercer Mundo (pero no a las familias biológicas) a cambio del regalo de un niño/a. Las donaciones se explican en términos del apoyo que prestan a las actividades del orfanato, y constituyen una dimensión fundamental de la reciprocidad que define a los orfanatos del sur y a las agencias del norte como socios de intercambio. Nunca se definen como el pago por un hijo/a, o la “compra” de un niño/a. De hecho, algunas casas de adopción colombianas están tratando de cambiar los términos de las donaciones a fin de que se paguen sobre una base anual, en vez de en función de cada niño/a, para evitar la apariencia de impropiedad. Como la directora de la que es posiblemente la principal casa privada de adopción en Colombia le dijo a un reportero de la revista Time en 1991, su organización “no es un negocio, es la devoción total a los niños”[92].

Lo que nunca se lleva a cabo en estas relaciones de intercambio es una inversión del flujo de los niños/as en una dirección y de las donaciones en la otra. En este sentido, los encadenamientos de la adopción internacional, como los de otras formas de intercambio de regalos, funcionan “tanto como relaciones de producción como de ideologías... sobre las que se construyen las mitologías”[93]. Strathern[94] sostiene que “el encadenamiento es una condición de todas las relaciones basadas en el regalo”. La adopción legal lleva las huellas de esta condición, aun cuando se basa en la supresión de las interdependencias mutuas que supone el encadenamiento.

El regalo de un niño/a en adopción habla de la posibilidad de un encadenamiento que es impensable en la lógica mercantilista, pero que existe como una especie de sombra ajena a la misma (que es la relación excluida en la que la exclusividad de la lógica mercantilista es contingente)[95]. El encadenamiento persigue la relación del regalo de adopción con lo que la socióloga Avery Gordon[96] describe como una especie de “presencia hirviente”, que “actúa y a menudo se mete con la realidad que se da por sentada”. La persecución, argumenta Gordon, “a veces nos atrae afectivamente en contra de nuestra voluntad y siempre un poco por arte de magia, dentro de la estructura sentimental de una realidad que llegamos a experimentar, no como conocimiento frío, sino como un reconocimiento en transformación”[97].

Lo que realmente es transformador acerca del reconocimiento de la adopción como dar, y no simplemente como renunciar, es la siempre inacabada calidad del intercambio, su inherente carácter incompleto (a diferencia de la integridad inherente de las identidades en la lógica mercantilista), y la posibilidad de una respuesta que puede superar la alienación del regalo y la mercantilización del niño/a, a pesar de todas las presiones –legales, sociales, políticas, burocráticas, económicas– por el cierre y la reproducción de seres idénticos e identidades nacionales que este cierre asegura. Desde esta perspectiva, el énfasis en los derechos de identidad presente en acuerdos internacionales como la Convención de las Naciones Unidas de 1989 sobre los Derechos de la Niñez, el Convenio de La Haya de 1993 y las Directrices para la práctica de la adopción nacional, la adopción internacional y el cuidado en familias acogedoras de 1997 se centra tanto en las aberturas como en los cierres. No se trata solo del derecho a una identidad, sino también de “el derecho a [una] ... historia vital ... que puede presentarse en muchas formas”[98], dejando abierta la posibilidad de que una historia vital pueda conectar a la persona adoptada a dos nombres, dos nacionalidades (o más) o a múltiples familias (como en la adopción de Carlos Alberto). Una historia vital de este tipo no se centra tanto en una “identidad” sino en unos “puntos de identificación y apego”[99], y no es tanto acerca de “la integridad”[100] sino de la duplicidad, la división, y el mantener la tensión entre identidad y diferencia. Las formas en que esta tensión se manifiesta y los tipos de aperturas y cierres que las historias de adopción implican son tan diversos como las circunstancias del abandono físico en las que se basa la adoptabilidad de un niño/a.

La adopción es un tema candente en estos días, no tanto porque transgrede las suposiciones familiares acerca de lo que la familia debe ser, sino porque nos obliga a contemplar lo que la lógica mercantilista produce, una y otra vez, como su más que inquietante “efecto de frontera”[101]: no es la alienación de uno/a mismo/a de un autor/a, sino la posibilidad de que no haya autor/a o “núcleo” que posea al ser (o al que pertenezca el ser) que no sean los estados de origen que producen (y luego intercambian) al niño/a adoptivo. La sabiduría popular de que los niños/as adoptados se “encontrarán” o “se completarán” o serán “un ser entero”[102], cuando vuelvan a “casa” es una de las formas en que la afirmación de la “identidad” se lleva a cabo en esta zona fronteriza. Esta es la otra cara de la observación del adoptado sueco Astrid Trotzig de que resulta “molesto ... que siempre me encuentre con preguntas acerca de mí y mis orígenes. [Como si] no fuera natural que yo esté aquí”[103].

La idea de que la identificación con una nación a la que él o ella pertenece tira del niño/a “hacia atrás” captura de manera bonita la calidad convincente de “la nación” como una metáfora de la raíz y las múltiples formas del poder de la identidad “original” que se hace sentir en la vida de la persona adoptada[104]. Por ejemplo, el presidente Kim Dae Jung invitó a las y los adoptados coreanos de ocho naciones adoptivas a una visita a Corea con todos los gastos pagados en 1998. En una ceremonia en su honor en la Casa Azul, el Presidente se disculpó por las adopciones extranjeras en Corea (que hasta mediados de la década de 1990 encabezó las listas de las adopciones internacionales a Estados Unidos, Suecia y otros países de recepción). Describió a Corea como “llena de vergüenza” por la práctica, pero también señaló que “ninguna nación puede vivir por sí misma” e instó a las personas adoptadas a “nutrir sus raíces culturales”, porque “la globalización es la tendencia de los tiempos”[105].

En una acción relacionada (aunque no dirigida específicamente a personas adoptadas), la política del actual gobierno de India alienta estrechos lazos entre la misma y su diáspora. Así, por ejemplo, el Carnet de Personas de Origen Indio, establecido en 1999, tiene como objetivo “facilitar a las personas de ascendencia india esparcidas por todo el mundo el viajar a su país de origen familiar e invertir en él” de manera que esto se dé “sin complicaciones”[106]. La tarjeta es “parte de un reconocimiento más amplio por parte de un número creciente de países de que las personas que se trasladan al exterior siguen siendo contribuyentes valiosos en un mundo económicamente interdependiente”[107].


La duplicación y la política del “entre-medio”

“Debido a mi exterior, el extranjero, el desconocido, siempre está conmigo”[108].

Durante la década de 1990, a medida que el impulso por abrir las adopciones y la búsqueda de raíces subió en intensidad en los países del mundo super-desarrollado, y a medida que el número de adopciones internacionales de Asia, Europa Oriental y América Latina a Occidente siguió aumentando, las personas adoptadas internacionalmente cuando eran bebés o niños/as en la década de 1950, 1960 y 1970 comenzaron a hablar y escribir sobre sus experiencias de venir de un mundo y vivir en otro. Sus relatos revelan cuan complejo es el esfuerzo por ocupar el “entre-medio” constituido por el doble poder evocador del niño/a-regalo y por resistir las presiones para resolver las verdades opuestas del intercambio de regalos como una experiencia vivida, hacia una única realidad –lo que Nancy[109] describe como resolver “el juego de la coyuntura” hacia “la sustancia... de un todo”[110]. La experiencia vivida incluye lo que R. Radhakrishnan describe como la “simultaneidad dolorosa, inconmensurable” que acompaña los esfuerzos de habitar un lugar donde “la realidad política del hogar actual de uno es solo superada por la irrealidad ontológica de su lugar de origen”[111]. En esta sección final, me baso en las memorias de las y los adoptados en Suecia y Estados Unidos, y las entrevistas realizadas a personas adoptadas en Suecia, para explorar lo que significa el habitar este lugar “fantasmal”.

Sara Nordin, de 34 años, fue adoptada en Etiopía por padres suecos en 1969, cuando tenía un año y medio de edad. Ella relató su experiencia de crecer negra en un número especial de la revista Svart Vitt [Negro Blanco][112], dedicado a los relatos de personas adoptadas internacionalmente. Nordin dice que el significado de la palabra “NEGRO”

ha crecido con cada año que pasa, hasta que por fin he entendido que soy negra. Es algo grande, personal y duro. Es un hecho para mí. Las personas que solo ven mi color no lo ven todo sobre mí. Las personas que suponen que pueden mirar más allá de mi color no lo ven todo de mí. Cuando trato de reunir todos los pedazos de mí misma, me pierdo con facilidad. En colores e historias. En las teorías y los sueños. Cuando camino frente a un espejo veo algo exótico que apenas reconozco por la televisión, periódicos y libros. A veces me hace feliz, a veces me pone triste, y a veces me asombra. Pero a menudo, la reflexión en el espejo evoca preguntas que no tienen respuestas simples. He tratado de absorber [ta till mig] “lo negro” pero entonces tengo dificultades para aferrarme [ med mig] a “lo sueco”. He tratado de absorber “lo sueco”, pero entonces no entiendo lo que veo en el espejo [traducido libremente].

En una entrevista cuatro años más tarde, Nordin habla de una situación particularmente difícil (en jobbig sits) en la que se encontró en la década de 1980, cuando era una adolescente, una época en la que “me convertí casi en una inmigrante, aunque me sentía muy sueca (jättesvensk). Y los inmigrantes pensaban que yo era como ellos. Y mis amigos suecos pensaban que yo era como ellos. Y yo no podía decidir adónde pertenecía”[113].

Las ambigüedades de la identidad y las confusiones de la pertenencia experimentadas por Nordin en Suecia se intensificaron a finales de 1990, cuando regresó a Addis Abeba. Explicó en una entrevista que Addis “no es un lugar que habría elegido para vivir”, mas allá del hecho de que ella era “de” allí. “No era terrible. Era pobre, pero la pobreza no era catastrófica. Y la gente era muy agradable”. Sin embargo, agregó que una vez de vuelta en Suecia pasó una temporada complicada (jobbigt). “Fue difícil allí [en Etiopía], pero como estaba sola, más o menos pude apagar esos sentimientos, solo para poder manejarme. Cuando llegué a casa [a Suecia], todo me alcanzó y todo parecía insondable. '¿Por qué sólo yo?' Y todos los niños que ves. '¿Qué habría sido de mí si me hubiera quedado allí? ¿Quién era yo, mientras yo estaba allí?'“[114].

Amanda F., de 29 años, quien ha visitado a su familia biológica en Etiopía en dos ocasiones, describe lo que ella experimenta como un proceso constante de “doblaje”:

Tuve mucho esa sensación cuando estuvimos allí hace poco, que hay tantas cosas con las que una tiene que relacionarse todo el tiempo. Aquí tengo que relacionarme con el hecho de que tengo un aspecto diferente y demás. Y allí tengo que relacionarme con el hecho de que no me veo diferente, pero soy diferente. No sé el idioma, no sé casi nada de ellos o de lo que hacen. Y así una tiene que relacionarse con todo eso también. Hay muchas cosas que una tiene que ir siguiendo... Es difícil, porque cuando una está allí todo es tan real. Tan pronto como vuelve aquí, después de solo un par de semanas, Etiopía se siente tan lejos y ellos [su familia] se ven también muy lejos. Tienes que luchar todo el tiempo para mantener todo en la mente y ver fotografías. Aunque ahora he empezado a sentir todo con más claridad, quiero decir que siento que son mi familia y yo los quiero. Pero no hemos vivido juntos, así que hay cosas que hacen que parezca, quiero decir, no podemos recuperar veinte años, no es posible, hay que empezar ahora[115].

Astrid Trotzig, adoptada por una familia sueca en 1971, regresó a Corea del Sur cuando estaba en su década de los veinte, con la esperanza poder encontrar un lugar en el que se sintiese “natural”. Por contra, como suele suceder con muchas otras personas adoptadas internacionalmente que regresan a una patria donde nunca han vivido, lo que encontró fue un fuerte sentido de pérdida. Ella no encontró “ningún recuerdo... que de pronto pudiera salir desde mi subconsciente, ser recordado, volver a nacer aquí y ahora .... [N]ada [despertó] más allá de la melancolía”. En lugar de encontrar una patria, Trotzig encontró que “No tengo casa, nada de lo que constituye una patria exterior e interior a la vez, un lugar donde pertenecer [hemvist]. En Suecia, nunca podré estar integrada totalmente. Mi aspecto esta en mi contra. En Corea del Sur es al revés. Desaparezco entre la multitud, la gente que me ve cree que soy coreana, pero por dentro estoy en otro lugar”[116].

Experiencias como estas revelan la imposibilidad para estos niños y niñas adoptados de sentir que pertenecen plenamente a Suecia. Sus nombres, color de piel, rasgos faciales o textura del cabello los apartan, atándolos a un pasado olvidado, que no obstante influye en el presente, que separa las familias adoptivas de los niños/as o al Reino de Suecia de sus adoptados y adoptadas “inmigrantes”, y a las personas adoptadas del país de nacimiento que les hizo adoptables”. Este pasado siempre perseguirá al presente, dividiendo la identidad del adoptado y desafiando los límites inestables de las naciones que tratan de absorber a los adoptados como ciudadanos. Al mismo tiempo, la presencia constante de este “pasado” desafía el concepto de identidad sea dividido o pleno.

Deann Borshay Liem, cuya película autoetnográfica, Primera persona del plural (First Person Plural en el original en inglés)[117], ha sido emitida con gran aclamación en la televisión de EE.UU, fue adoptada en Corea cuando tenía ocho años. La historia adoptiva de Liem se complicó porque fue enviada a su familia americana con la falsa identidad de otra niña. Cuando llegó, trató de explicar que ella ya tenía una familia en Corea y no era huérfana, pero su nueva familia le dijo (y creyó) que lo que contaba era una fantasía. Sus documentos de adopción confirmaban la muerte de su padre y madre biológicos. Finalmente, Liem cuenta que ella llegó a creer esta historia. Se olvidó de Corea, se olvidó de su casa, se olvidó del camino que iba desde su casa al orfanato y perdió la capacidad de hablar coreano. Se convirtió, en muchos sentidos, en una típica chica americana: reina de la fiesta, animadora, compañera de clase popular, adorada por sus padres. Sin embargo, después de graduarse en la escuela secundaria, Liem se deprimía cada vez más. Tenía sueños del orfanato, y la aparición repentina de la cara de su padre “volando” dentro de su coche y alrededor de su cocina, la enviaron de vuelta al archivo de documentos en casa de su familia, donde encontró lo que había sido previamente pasado por alto: dos imágenes, una de Liem de niña, con su nombre escrito con lápiz en el reverso; la otra, de una niña desconocida. La segunda foto también llevaba su nombre en el reverso.

Liem escribió al orfanato en 1983 preguntando por aquellas dos imágenes. Seis semanas después, recibió una carta de su hermano confirmando que tenía una familia en Corea y que su adopción había sido un error. Primera persona del plural sigue a Liem, su madre y su padre adoptivos en un viaje a Corea, donde encuentran y conocen a su familia biológica y ella trata de llegar a un acuerdo con el significado de un pasado “olvidado” por su sentido de pertenencia en el presente. Lo que le resulta especialmente traumático es darse cuenta en el transcurso de este viaje que, aunque ha regresado a su “verdadera” madre en Corea, la única posibilidad de desarrollar una relación con esta mujer es aceptar que ella no es su madre “real”. De hecho, la película de Borshay desvela la constatación de que la pregunta “¿quién es mi verdadera madre?” puede ser la pregunta equivocada. A pesar de un pasado que vive en la imaginación de Borshay, el tiempo no es reversible, el “regalo” no puede devolverse. No hay “retorno”, solo un nuevo viaje que incorpora el campo implicatorio de las personas, de las cuales Deanne Borshay Liem nació de nuevo, de forma inevitablemente dolorosa y a veces sorprendente.

Astrid Trotzig siente que, como persona adoptada, no hay nada que constituya para ella una patria tanto interior como exterior, ninguna “pertenencia”, por decir así, “más allá del alcance del juego”[118], lo que se refleja en las descripciones de otras personas adoptadas de un paisaje interior que nunca llega a encajar en su experiencia vital, sino que se convierte en un lugar de “dolorosa e inconmensurable simultaneidad”, a través del cual pueden ponerse en contacto con un “pasado” fantasmal. Este vívido paisaje interior, constituido por exclusiones que construyen al adoptado/a como “legalmente abandonado” por/en su tierra natal (familia, nación), se convierte en un punto de inversión, una superficie de deseo, un sitio de identificación provisional con un “pasado” que es una presencia desconocida constante. Una persona adoptada, ahora en la treintena, que vive en Estados Unidos, describe esta presencia ausente como una vida que siempre ha corrido paralela a su vida cotidiana, pero que nunca se solapa con ella. Cuando su madre adoptiva le preguntó si le gustaría buscar a su familia biológica, respondió que hacerlo sería como “la eliminación de un órgano”: estaba tan acostumbrada a la visión doble de una vida interior desconocida y una vida conocida en lo cotidiano que no podía imaginar la vida sin ella.

Esta persona adoptada es “blanca” como sus padres adoptivos y llama la atención que, en la metáfora de la duplicación que utiliza, el ser desconocido está en el “interior”, mientras que su “ser exterior” es el que la conecta con el mundo familiar que conoce. Por el contrario, para las y los adoptados coreanos, etíopes, colombianos y otros de color, es más probable que la división se experimente, como en el caso de Astrid Trotzig, entre un interior familiar sueco (americano, holandés, etc) y un exterior desconocido, conectado a una patria que no es su casa.

Esta clase de duplicación y la visión doble que revela podría interpretarse como una simple réplica de la conocida historia sobre la alienación de las raíces y la división que esta produce[119]. Si bien los relatos de estas personas adoptadas hablan de la fragmentación y la pérdida, también parecen estar apuntando en la dirección de lo que Stuart Hall describe como “no la llamada vuelta a las raíces, sino un acuerdo con nuestras 'rutas'“[120], un proceso a veces agónico que se captura en la lucha de Sara Nordin por “absorber lo negro” mientras se aferra a lo sueco, y por absorber lo sueco, mientras entiende al mismo tiempo “lo que veo en el espejo”.

Este proceso de aferramiento a los puntos de identificación que son contradictorios se basa en las exclusiones de la lógica mercantilista pero produce una “frontera en constante cambio”[121] en lugar de “identidad”. Esta frontera cambiante surge de la experiencia del adoptado de no pertenecer plenamente a cualquier lugar, y de estar suspendido entre los lugares y las condiciones mutuamente excluyentes. “Los viajes de raíces”, dependiendo de la forma en que se promulgan, permiten una especie de vuelta sobre los propios pasos, a través de la cual la persona adoptada se mueve de un estado a otro, y puede proporcionar el contexto material (las superficies de apoyo) de un deseo que no consiste tanto en un “retorno” a los orígenes que no se pueden encontrar, sino en el “mandato de... vivir 'dentro del guión', y sin embargo ser capaz de hablar”[122]. Este guión, para muchas personas adoptadas, es un espacio “entre dos humanidades que parecen inconmensurables, es decir, la humanidad de la miseria y la del 'consumo', la humanidad del subdesarrollo y la de desarrollo excesivo”.[123] Las personas adoptadas no pueden servir de “puentes” entre estas humanidades inconmensurables[124], pero pueden ser capaces de dar testimonio de la tensión entre ellas.

 

Notas

[1] Este artículo fue originalmente publicado en inglés en 2002 en Law & Society Review, vol.36, nº2, Special Issue on Nonbiological Parenting, p. 227-256. Se basa en una investigación realizada con apoyo de la National Science Foundation (referencia del proyecto: SBR-9511 937). Estoy especialmente agradecida al personal del Centro de Adopciones de Estocolmo (Stockholm’s Adoption Centre) así como a las familias adoptivas y a las personas adoptadas cuya generosidad y apertura posibilitaron esta investigación. También agradezco a Susan Coutin, Maureen Mahoney, Bill Maurer, Nina Payne y Finn Yngvesson por sus comentarios a previas versiones de este artículo. Esta nueva versión en castellano se ha realizado en el contexto del proyecto I+D “Adopción Internacional y Nacional. Familia, educación y pertenencia: perspectivas interdisciplinarres y comparativas” (MICINN CSO2009-14763-C03-01 subprograma SOCI). Agradezco profundamente  a Miguel Gaggiotti, Diana Marre y Beatriz San Román su colaboración para hacerla posible.

[2] Fein, 1998, p. 1.

[3] Fein, 1998, p. 30, citando a Jim Gritter, director del Catholic Human Services en Traverse City, Michigan, quien se refiere a la adopción como a una “experiencia colaborativa”.

[4] Ginsburg, 1989.

[5] Yngvesson 1997, p. 55-56. Ver Modell, 1999 para una discusión sobre la retórica del don –de la donación– en las adopciones abiertas.

[6] Brown, 2000.

[7] Melina, 1989, p. 26-27; 1998, p. 94-95.

[8] Carlson, 1994, p. 256; Yngvesson, 2000, p.185; Stanley, 1997, p. 1.Nanuli Shevardnadze dijo a New York Times en 1997 que ella estaba “categóricamente en contra de las adopciones transnacionales” a lo que agregó que “la disponibilidad genética de nuestra nación se está agotando” (Stanley, 1997, p.1).

[9] Duckham, 1998, A28.

[10] Susan Wadia-Ells (1995) proporciona un relato conmovedor de cómo logró conciliar la realidad de la madre de nacimiento de su hijo adoptivo y su propio sentido de “profunda arrogancia cultural” involucrados en los supuestos y practicas relacionadas con lo que ella había asumido que era el “increíble regalo” de un niño (1995:118-122).

[11] La frase es de Marilyn Strathern’s (1997:298), en un comentario sobre la relación de sociabilidad para la producción de personas en Melanesia.

[12] Hollinger, 1993, p. 49.

[13] Yngvesson, 1997, p. 34.

[14] Entrevista, 11/16/94 RP.

[15] Conferencia de La Haya, 1993.

[16] Conferencia de La Haya, 1993, artículo 4.

[17] Hollinger, 1993, p. 49.

[18] Hollinger, 1993, p. 49.

[19] Este término fue usado por un funcionario sueco en relación a una adopción cuestionada que involucraba a un niño nacido en Colombia (Yngvesson, 2000).

[20] Hollinger, 1993.

[21] Wegar, 1997; Carpa, 1998; Verhovek, 2000; Yngvesson y Mahoney, 2000.

[22] Yngvesson, 2003.

[23] Conferencia de La Haya, 1993, Artículo 26.

[24] Idem, artículo 27.

[25] Strathern, 1988, p. 157.

[26] Strathern, 1988, p. 104.

[27] Strathern, 1988, p. 135.

[28] Strathern, 1988, p. 158.

[29] Radin, 1996, p.139.

[30] Zelizer, 1985, p. 202-203.

[31] Zelizer, 1985, p. 14.

[32] Kopytoff, 1986, p. 72.

[33] Kopytoff, 1986, p. 75.

[34] Serrill, 1991, p. 41.

[35] Yngvesson, 2000.

[36] Escobar, 1995.

[37] GA, entrevista, agosto 1999.

[38] Yngvesson, 2000, p. 185.

[39] Therborn, 1995.

[40] En 2000, Suecia tenía 40.000 ciudadanos adoptados internacionalmente en una población de 9 millones.

[41] Lakshmi Kant Pandey, 1985, p. 4-5.

[42] Carlson, 1994, p. 256.

[43] AD, entrevista, noviembre 1995.

[44] En una presentación realizada por personas suecas adoptadas para sus familias adoptivas en una reunion bianual del Centro de Adopciones de Estocolmo en 1997, más de 100 personas adoptadas internacionalmente marcharon todas vestidas con camisetas blancas con una bandera sueca delante que, al girarse mostraba las palabras “Hecho en Colombia” en la parte de atrás de la camiseta. Era una referencia obvia a los productos suecos producidos en el tercer mundo pero solamente identificados como suecos a través de una pequeña bandera azul y amarilla pegada al costado o atrás.

[45] Mansnerus, 1998, A14.

[46] Zelizer, 1985, p. 202-203.

[47] Strathern, 1997, p. 301.

[48] Strathern, 1997, p. 302.

[49] Strathern, 1997, p. 303.

[50] Strathern, 1997, p. 301-302.

[51] Ver la discusión de Hervé Varenne (1977:188-189) sobre el lugar del amor en el parentesco norteamericano como el camino para “vincularse con” gente considerada fundamentalmente alejada de “uno mismo”.

[52] Schneider, 1968.

[53] Coontz, 1992, p. 53.

[54] Centro de Adopción, 1997.

[55] Stephens, 1995.

[56] 1993, artículo 4.

[57] 1993, Preámbulo.

[58] Un notable ejemplo de cómo la política del Estado determina la movilidad de los niños y niñas a nivel internacional es la decisión de China de cambiar su ley de adopción, que permitió las adopciones nacionales por familias que ya tienen un hijo (ver Johnson 2002). La experiencia con la regulación de la adopción internacional en India en la década de 1980 sugiere que las medidas para fomentar la adopción nacional de niños/as “disponibles” transformó el rango de quienes eran considerados adoptables en el extranjero (y, eventualmente, internamente), aumentando, de esa manera, el tamaño y diversidad de menores disponibles para adopción (ver Yngvesson 2000).

[59] Convenio de la Haya 1993, Art.1.

[60] Ver Greenhouse et al., 1994:100 para una discusión de las personas con ““el signo del dólar en sus ojos””; y ver Radin (1996:18-21, 136-148) sobre los niños/as y el carácter inalienable del mercado.

[61] New Yorker, 7 de Julio 1992.

[62] Ver lo señalado por Elizabeth Grosz sobre este tema en Space, Time and Perversion (1995:131). Citando a Massumi (1993:27-31), ella argumenta que “las fronteras solo se producen y establecen en el proceso de transición. Los límites no definen las rutas de paso: es el movimiento el que define y constituye los límites”.

[63] Coutin, 2000, p. 29-34.

[64] Ver Coutin y Yngvesson 2002 para una discusión sobre el paralelismo entre los viajes de las personas adoptadas a sus raíces y las personas deportadas forzadas a ‘volver’ a un país al que no consideran ‘propio’. En ambos casos hay un ‘volver’, pero lo que constituye un lugar (y los deseos y las fantasías asociadas a él) depende del rol que asuma el estado-nación en la producción de ese lugar desde el que cada forma de expatriado es exiliado.

[65] Slavoj Zizek, en una reinterpretación de la obra de Marx sobre el fetichismo de la mercancía, sostiene que la “naturaleza” esencial (que no cambia) de un objeto se constituye en el acto del intercambio. Basándose en el trabajo de Sohn-Rethel, Zizek sostiene que el intercambio de mercancías exige un fundamental “como si” (“als ob”): que el objeto intercambiado no esté sujeto a las incertidumbres del tiempo y del proceso de generación y la corrupción que transforma a todos los objetos en el mundo. El intercambio de mercancías (y los estados que lo garantizan) sella al objeto intercambiado con una esencia inmutable, una especie de “corporalidad inmaterial” que “aguanta todas las tormentas y sobrevive con su belleza inmaculada” (1989:18).

[66] Coutin, 2000.

[67] Strathern, 1988, p.161.

[68] Bordieu, 1977, p. 3.

[69] Bourdieu, 1977, p. 5.

[70] Strathern 1988, p. 158.

[71] Yngvesson, 1997, p. 53, citando a una madre biológica.

[72] Duncan, 1993, p. 51.

[73] Hall, 1997, p. 50.

[74] Trotzig, 1996; von Melen, 1998; Liem, 2000.

[75] La discusión de este caso aparece también en una publicación anterior (Yngvesson, 2000).

[76] Calvache, 1995, 12 A.

[77] Calvache 1992, p. 1.

[78] Calvache 1995, 12a, lb. La ley colombiana requiere que los documentos de la adopción sean “reservados” (inaccesibles) durante 30 años (Código del Menor, 1990: artículo 114).

[79] Foucault, 1973.

[80] Como sostiene Foucault, “Las heterotopías son inquietantes ... porque hacen imposible nombrar esto y aquello, porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque destruyen la “sintaxis” de antemano, y no sólo la sintaxis con la que construimos oraciones, sino también la menos evidente que hace que las palabras y las cosas “subsistan juntas” (1973: xviii).

[81] Anderson, 1983.

[82] El éxito de la abuela de Carlos Alberto al movilizar apoyo internacional para conseguir su derecho a una relación con el hijo de su hija, está seguramente conectado, en parte, a la publicidad en torno a los esfuerzos de las Madres de Plaza de Mayo de Argentina para establecer su derecho a una relación con sus nietos que habían sido “adoptados” por agentes del Estado, tras el asesinato de sus padres. Ver Bouvard (1994) para un estudio de las Madres.

[83] Yngvesson, 1997, p. 73.

[84] Esto es una resistencia de una madre biológica en una adopción abierta, que no quería “hacer un plan” para su relación con la familia adoptiva de su hijo, porque sentía que “solo debían básicamente dejarlo abierto”.

[85] Hall, 1997, p. 50.

[86] 1993, artículos 26, 27.

[87] 1993, Artículos 16, 30.

[88] Bourdieu 1977, p. 6.

[89] Véase Malkki, 1992.

[90] Las personas adoptadas internacionalmente son referidas por alguna literatura como “puentes” o como “pequeños embajadores” (Aronson, 1997:103-104).

[91] Andersson, 1991, p. 7.

[92] Serrill, 1991, p. 46.

[93] Strathern, 1988, p. 146.

[94] Strathern, 1988, p. 161.

[95] Véase Butler, 1993, p. 8.

[96] Gordon, 1997, p. 8.

[97] Gordon, 1997, p. 8. Ver Mahoney and Yngvesson (1992) para una aproximación relativa a la estructura del sentimiento.

[98] Centro de Adopción, 1997, p.2, 10.

[99] Hall, 1996, p. 5.

[100] Lifton, 1994.

[101] Hall, 1996, p. 3.

[102] Aronson, 1997; Trotzig, 1996; von Melen, 1998; Lifton, 1994.

[103] Trotzig, 1996, p. 62.

[104] Liisa Malkki (1992) y Susan Coutin (1999) describen similares “poderosos sedentarismos” (Malkki, 1992:31) en las vidas de algunos de los refugiados y migrantes. Véase también R. Radhakrishnan (1996).

[105] Kim, 1998, p. 16.

[106] Dugger, 1999, p. 4.

[107] Dugger, 1999, p. 4.

[108] Trotzig, 1996, p. 58.

[109] Nancy, 1991, p. 76.

[110] “Por sí misma, la articulación es sólo un cruce, o más exactamente el juego de la coyuntura: lo que se produce en el sitio en que diferentes piezas se tocan sin fusionarse, donde se deslizan, pivotean, o caen una sobre la otra, una en el límite de la otra -exactamente en su límite-, donde estas piezas singulares y distintas a veces rígidas o flexibles o tensas todas juntas entre sí y por sí, sin este juego mutuo –el cual sigue siendo, al mismo tiempo, un juego entre ellas-, siempre formando parte de la sustancia o el poder superior de un Todo”.

[111] Radhakrishnan, 1996, p. 175. Betty Jean Lifton (1994, p. 57 y ss.) también describe lo que ella llama “el reino de fantasmas” en el que residen las personas adoptadas. A diferencia de la exploración sutil de Radhakrishnan de la noción de fantasmal “ubicación”, Lifton se refiere a este lugar como uno del que se puede escapar, o salir, para buscar y encontrar un padre o madre de nacimiento. Lo que Lifton echa de menos es la constitución de este reino y su coexistencia con el propio “hogar actual”, por historias que no se pueden borrar simplemente “encontrando” lo que parece perdido. La búsqueda de un padre o madre de nacimiento (o la apertura de expedientes de adopción) no puede deshacer la enajenación fundamental de un ser individual cuya participación de una economía mercantil asume, y la irrealizable “totalidad” de que tal economía siempre se erige como el deseo de corazón de aquellos que “pertenecen” a ella.

[112] Nordin, 1996, p. 4-5.

[113] Entrevista, 8/22/99, traducida libremente. Se podría argumentar que la centralidad de la raza a la identidad de Suecia está en relación inversa al silencio oficial sobre la raza en ese país. Así, en Suecia “[n] o es apropiado para describir a los inmigrantes en términos de raza o grupos étnicos minoritarios. Incluso si no hay una terminología para la raza (por ejemplo, color de piel negro o blanco) y los grupos de minorías étnicas (gitanos, por ejemplo, Judios, Sami, etc) en el lenguaje cotidiano, no se han desarrollado terminologías oficiales para registrar a las personas en cuanto tales. Sería considerado discriminatorio preguntarle a una persona acerca de su “raza” en una encuesta o cuestionario oficial. Los conceptos básicos utilizados para clasificar a los inmigrantes étnica y racialmente diferentes son la ciudadanía y el país de nacimiento “(Martens, 1997, p.183).

[114] Entrevista, 8/22/99, traducida libremente.

[115] Entrevista, 8/22/99, libremente traducida. Ver la descripción de Amitav Gosh (1988:194) de gente como la abuela del narrador, quien como “tiene un hogar sólo en la memoria, aprende a ser muy experto en el arte de recolección”.

[116] Trotzig 1996, p. 214.

[117] Liem, 2000.

[118] Derrida, 1978, p. 279.

[119] Un revisor anónimo de este manuscrito señaló la importancia para mi análisis aquí de la discusión de Nahum Chandler de “doble conciencia” en su ensayo sobre W.E.B Dubois (1996:250). Chandler describe el sentido de la doble conciencia como un “reconocimiento fundamental” en el texto de Dubois (1940) Dusk of Dawn: An Essay Toward an Autobiography of a Race Concept, el cual fue “auto-consciente y estratégicamente aprehendido como un camino de cuestionamiento y comprensión”(1996:251). Doy las gracias a ese revisor anónimo por sugerirme esta referencia.

[120] Hall, 1996, p. 4, citando a Paul Gilroy.

[121] Balibar, 1991, p. 44.

[122] Radhakrishnan, 1996, p.175-76.

[123] Balibar, 1991, p. 44.

[124] Aronson, 1997, p. 104-106.

 

Textos legales citados

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Lakshmi Kant Pandey Vs. Union of India. No. Crl. de la petición escrita 1171 de 1982. Resuelta el 27 de septiembre de 1985.

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© Copyright Barbara Yngvesson, 2012.
© Copyright Scripta Nova, 2012.

 

Edición electrónica del texto realizada por Beatriz San Román Sobrino.

 

Ficha bibliográfica:

YNGVESSON, Barbara. Colocando al niño/a-regalo en la adopción internacional. Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. [En línea]. Barcelona: Universidad de Barcelona, 15 de marzo de 2012, vol. XVI, nº 395 (5). <http://www.ub.es/geocrit/sn/sn-395/sn-395-5.htm>. [ISSN: 1138-9788].

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