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En segundo lugar, parece bastante generalizada la idea de que la legalidad
naciente pretende, y logra con bastante eficacia, una coherencia interna
importante, de manera que las prácticas jurídicas, procesales
y penales discurran relativamente al unísono, intentando minimizar
las discrepancias que entre ellas puedan surgir.
Ambas cuestiones son, desde mi punto de vista, dignas de ser consideradas
con un cierto detenimiento ya que, quizás, no resulten tan evidentes
como inicialmente se acepta.También es posible que esa propagación
esté sirviendo para monopolizar el punto de mira desde el que se
contemplan los sistemas legales existentes, ocultando con frecuencia algunas
de sus facetas como elementos de configuración social.
Si, tal como afirma Keynes, el hombre -o el individuo- se sitúa
en el centro del discurso penal, parece inexcusable ocuparse de la relación
de éste con el estado, especialmente si tenemos en cuenta que, en
tal momento, sus tareas, así como los límites de su intervención,
son pieza clave en el pensamiento que intenta articular el funcionamiento
de la sociedad. Es precisamente este punto de la reflexión el que
puede arrojar algunas luces sobre la gestación -y utilidad- misma
del sistema legal, lo que colaborará en el esclarecimiento de las
cuestiones planteadas con anterioridad.
La intención de las líneas siguientes es avanzar en esta
dirección, tratando de salir del razonamiento exclusivamente jurídico
para integrarlo en el funcionamiento de la colectividad, considerando que
su importancia no estriba, exclusivamente, en su labor de garante de los
derechos individuales -al prohibir a cada uno la transgresión de
los de los demás-. Se debe estudiar como un componente que actúa
en positivo, induciendo actitudes en las personas, además de prevenir
potenciales contravenciones de la norma.
Castigo y Estado.
Es amplia la bibliografía dedicada a la relación entre
el tipo de estado y la justificación del derecho a castigar (1)
o, quizás mejor, entre ésta y la propia definición
de la soberanía. De todos modos, convendría hacer un somero
repaso de la cuestión.
En el Antiguo Régimen la autoridad del monarca viene explicada
por su origen divino y es esta condición la que legitima la pena.
En tal ambiente hay una profunda conexión entre los conceptos de
delito y pecado. Sigamos las palabras de Tomás y Valiente:
«La cercanía entre las ideas de delito y pecado existente en las mentes y las obras de teólogos, juristas y legisladores hacía ver en el delincuente -como ya apunté- un pecador; la violación de la ley penal justa ofende a Dios en todo caso, según enseñaban los teólogos castellanos del s. XVI. Dado estos supuestos, la pena era principalmente el castigo merecido por el delincuente, y su imposición tenía muchos visos de una «justa venganza»; se aplicaba -como decían los documentos procesales de la época- para aplacar la «vindicta pública»». (2)
La transgresión de la norma es ante todo una desobediencia y,
en consecuencia, un ultraje a la dignidad del soberano. El castigo, en
parte, responde a esta ofensa. Desde esta óptica, lógicamente,
tiene bastante poco sentido hablar de proporcionalidad entre falta y pena.
Además, la necesidad de disuadir, precisamente en un ambiente en
el que la impunidad era frecuente, hará de la ejecución un
espectáculo público destinado a horrorizar a quienes lo presencian.
La consciencia de lo pasajero de ese momento hará necesario organizar
fórmulas que le den una mayor duración. El reo es conducido
por la ciudad hacia el patíbulo, deteniéndose en determinados
enclaves, donde se explican las razones que han llevado al desgraciado
a tal situación. El espacio, que los hombres utilizarán después
en su vida cotidiana, queda articulado por una historia que renacerá
en su memoria al contacto con aquellos lugares. La relación entre
organización espacial y aplicación del castigo creo que ha
tenido una singular importancia en nuestra historia reciente, pero no es
este el lugar para ocuparse de tales cuestiones.
La confesión aquí es fundamental, ya que purifica al
reo y hace lícita la pena. Por su mediación los tormentos
se convierten en un anticipo del purgatorio y el pecador está empezando
a resarcir parte de la deuda que tenía contraída.
Es de todos sabido cómo se removieron estos criterios a partir
de los planteamientos de la Ilustración. Autores - entre los que
sin duda hay sustanciales diferencias - como Montesquieu, Rousseau o Beccaria,
sentaron las bases de un discurso nuevo y, lógicamente, tuvieron
que comenzar justificando de un modo radicalmente distinto el derecho a
castigar.
Sería largo, y probablemente ocioso, intentar penetrar en los
matices que separan a tales filósofos. Más bien, por el contrario,
deberíamos ocuparnos de los elementos comunes que servirán
para elevar el pensamiento penal posterior. Es evidente que el estado construido
por la burguesía ha de arrinconar al monarca y ha de legitimarse
desde una óptica distinta. Es significativo que un hombre como Keynes
reflexionase al respecto y expresase sus conclusiones con tanta lucidez:
«La finalidad de ensalzar al individuo fue deponer al monarca y a la iglesia; el efecto - a traves de la nueva significación ética atribuida al contrato - fue afianzar la propiedad y la norma.» (3)
A grandes rasgos, podríamos afirmar que la colectividad se sustenta
sobre una relación contractual. Cada uno pierde una parte de su
libertad para hacer posible la convivencia con los otros, necesaria, además,
para la propia supervivencia. Son notables las diferencias sobre este particular
entre Montesquieu o Rousseau, pero ello no nos interesa en este momento.
El derecho a castigar se fundamenta, por tanto, en ese mismo contrato,
ya que es un instrumento imprescindible para su mantenimiento, y se justifica,
precisamente, por la parte de libertad que cada uno ha cedido. Montesquieu
es muy claro a este respecto:
«Lo que hace lícita la muerte de un criminal es que la ley que lo castiga se ha hecho en favor suyo. Un asesino, por ejemplo, ha disfrutado de la ley que ahora le condena, pues le ha conservado la vida a cada instante, y por eso no puede reclamar contra ella.» (4)
El reo no sólo debe doblegarse humildemente, sino estar agradecido
a la mano que le ejecuta. La pena es condición indispensable para
poder organizar la asociación de individuos, que a su vez configurarán
el estado. La dialéctica entre hombre y comunidad se está
colocando en el centro del discurso penitenciario. Volveremos sobre ello
más adelante.
Lógicamente, en este marco de cambios profundos, el castigo
debe modificar sus concreciones y asumir nuevas tareas. Intentaré
resumir algunos de sus rasgos más significativos.
Ahora es posible comenzar a hablar de proporcionalidad entre delito
y pena, planteada de manera que disuada de las faltas más graves.
Podrá tacharse de inhumana o abusiva aquella que vulnere este principio.
El espíritu de moderación debe presidir, según Montesquieu,
toda la actividad del legislador. Pero no basta con esto, estamos ante
la constitución de una sociedad que hará de la eficacia uno
de sus más estimados valores. La suavidad será útil
siempre que vaya acompañada de otra propiedad: la inexorabilidad.
Veamos cómo lo presenta Beccaria:
«Uno de los mayores frenos de los delitos no es la crueldad, de las penas, sino su infalibilidad (...). La certeza de un castigo, aunque sea moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más terrible, pero unido a la esperanza de la impunidad.» (5)
La impersonalización del derecho a castigar es otra de las características inexcusables para lograr un aparato funcional. Sigamos las palabras de Montesquieu:
«El poder judicial no debe darse a un Senado permanente, sino que lo deben ejercer personas del pueblo, nombradas en ciertas épocas del año de la manera prescrita por la ley, para formar un tribunal que sólo dura el tiempo que la necesidad lo requiera. De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible para los hombres, se hace invisible y nulo al no estar ligado a determinado estado o profesión. Como los jueces no están permanentemente a la vista, se teme a la magistratura, pero no a los magistrados.» (6)
Así concebido ese poder parece disolverse, casi se torna invisible.
Pero, precisamente por ello, es más eficaz. Cada individuo se erige
en juez potencial y vigilante de los actos de sus iguales. Sin duda, la
incorporación de estos criterios a la organización del espacio
carcelario fue decisiva. El panóptico será, quizás,
su manifestación más elocuente.
Por último, habría que señalar la incorporación
del tiempo al discurso penitenciario. Beccaria explicó con claridad
su importancia:
«No es la intensidad de la pena la que hace mayor efecto sobre el ánimo humano, sino su duración (...). No es el terrible pero pasajero espectáculo de la muerte de un criminal, sino el largo y penoso ejemplo de un hombre privado de libertad, que convertido en bestia de servicio recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido, lo que constituye el freno más fuerte contra los delitos.» (7)
Lógicamente, la confesión casi queda desterrada de la
práctica procesal, para ser sustituida por la prueba. Se está
construyendo un instrumento eficaz y por tanto se pretende que esté
dotado de un alto grado de coherencia interna entre sus componentes. Pero,
como tendremos ocasión de comprobar, esta coherencia será
un proyecto inicial, continuamente reconsiderado y reformulado en función
de las circunstancias. Serán las propias relaciones sociales las
que irán modificando lo que por ellas se entiende, y diseñando
los proyectos capaces de responder a una realidad que cambia muy rápidamente.
Estas propiedades, repasadas tan escuetamente, obedecen a una concepción
de la pena radicalmente distinta de la que le precedía, y que justifica
su propia existencia en base a argumentos diferentes. El castigo de nuevo
cuño que se está configurando sirve para mantener unida a
la colectividad, es la coherción genéricamente aceptada para
que exista la comunidad, condición indispensable para la supervivencia
de cada uno.
Desde esta óptica, la dialéctica entre individuo y sociedad
se convierte en el punto central, en la pieza que da sentido a todo el
discurso penitenciario, que sería innecesario en una humanidad formada
por personas aisladas, no relacionadas entre sí.
Esta unión, más o menos voluntaria según los autores,
es la que legitima al mismo tiempo el derecho a castigar y la constitución
de un instrumento superestructural que podemos denominar estado. Pero a
finales del siglo XVIII y principios del XIX todavía se está
debatiendo cuáles son las características de este aparato,
así como las funciones que debe desempeñar. En otras palabras,
hay que precisar sus atribuciones y los límites de su acción.
Hasta dónde puede llegar y dónde debe detenerse.
Obviamente, esta reflexión - que con frecuencia se ha estudiado
como estrictamente política y deslindada de sus implicaciones en
otros sectores de la actividad humana - será decisiva en el momento
de acotar el ámbito del derecho. De qué debe ocuparse y de
qué debe inhibirse.
Tales planteamientos, en gran parte, dan forma al pensamiento penal
y, quizás con mayor claridad, a las prácticas penales en
particular y jurídicas en general. Será, por tanto, imprescindible
avanzar en esta dirección para poder comprender la relación
entre todas ellas, así como las labores encomendadas a la legislación
en la organización y articulación de la colectividad.
Las tareas del estado.
La propia naturaleza de semejante debate resultaba confusa a finales del setecientos, discurriendo con frecuencia por derroteros que no le llevaban al auténtico quid de la cuestión. De todos modos, algunos autores intentaron ya entonces precisar cuáles eran los problemas centrales. Uno de ellos fue Wilhelm von Humboldt, que lo presentaba en los siguientes términos:
«Casi todos lo que han intervenido en las reformas de los Estados o han propuesto reformas políticas se han ocupado exclusivamente de la distinta intervención que a la nación o a algunas de sus partes corresponde en el gobierno, del modo como deben dividirse las diversas ramas de la administración del Estado y de las providencias necesarias para evitar que una parte invada los derechos de la otra. Y, sin embargo, a la vista de todo Estado nuevo a mí me parece que debieran tenerse presentes siempre dos puntos, ninguno de los cuales puede pasarse por alto, a mi juicio, sin grave quebranto: uno es el de determinar la parte de la nación llamada a mandar y la llamada a obedecer, así como todo lo que forma parte de la verdadera organización del gobierno; otro, el determinar los objetivos a que el gobierno, una vez instituido, debe extender, y al mismo tiempo circunscribir, sus actividades.» (8)
En un momento tan decisivo como las postrimerías del siglo XVIII
para el diseño del estado que la burguesía necesitaba confeccionar,
aparecen diversas líneas de pensamiento que, a su vez, repercutirán
en enfoques distintos de lo penal. A continuación intentaré
esquematizarlas, a sabiendas de estar simplificando, puesto que la cuestión
es compleja y plena de matices que no podré reflejar en estas páginas,
en las que me limitaré a señalar los caminos más generales
de la reflexión.
Si bien es cierto que en el principio de la pasada centuria se había
difundido por Europa la idea de un Estado poco intervencionista, y la fórmula
de laissez faire - laissez passer era la bandera de ámplias capas
de la burguesía, también habría que reconocer sustanciales
divergencias dentro de este marco tan amplio.
En Francia, a través de la Ilustración, se pensaba en
un estado que debía ocuparse del bienestar de sus ciudadanos. Quizás
el período napoleónico, y las medidas de centralización
y organización arbitradas, podrían ser su más claro
exponente. Desde esta óptica era posible recoger toda la «ciencia
de policía» generada hasta el momento e izarla hasta sus más
altas cotas, cabía desplegar una política de intervención
y prevención de delitos y divergencias. Además, no es trivial
que esto sucediese ahí y entonces. Pensemos que estamos en la patria
de la máxima del laissez faire -aunque quizás no de su aplicación-
y en la de un código civil que se convertirá en modélico
para todo el continente.
Esta manera de concebir la acción del estado la podemos rastrear
desde los tiempos del despotismo ilustrado, pero también es asumida
por los reformadores. Pensemos que Beccaria, en la presentación
de su libro, se dirige a los «directores de la pública felicidad».
En nuestro país, bastaría con leer detenidamente el Discurso
sobre las penas de D. Manuel de Lardizábal para percatarse de la
orientación de tales planteamientos.
A la par, se está consolidando un pensamiento que hace hincapié
en la contención y en la no intervención. Intentando ejemplificarlo
podríamos referirnos a Inglaterra y a Adam Smith. De todos modos,
esta concepción puede elevarse sobre pilares diferentes, lo que
matizará considerablemente su contenido. Arriesgándonos a
simplificar en aras de la claridad, podríamos hablar de dos principios
distintos: el de utilidad y el de necesidad. Smith explica muy claramente
el primero de ellos:
«Ninguna cualidad espiritual (...) es aprobada como virtuosa sino aquellas que son útiles o placenteras, ya sea para la persona misma, ya para los otros, y ninguna cualidad da lugar a ser reprobada por viciosa, sino aquellas de contraria tendencia. Y, en verdad, al parecer la Naturaleza ha ajustado tan felizmente nuestros sentimientos de aprobación y reprobación a la conveniencia tanto del individuo como de la sociedad, que, previo el más riguroso examen, se descubrirá, creo yo, que se trata de una regla universal.» (9)
Pero probablemente el máximo exponente de la concepción utilitarista es Jeremy Bentham, de especial interés para nosotros dada su repercusión en el discurso penal de su tiempo. Veamos cómo fórmula este principio básico:
«La naturaleza ha puesto al hombre bajo el imperio del placer
y del dolor; a ellos debemos todas nuestras ideas; de ellos nos vienen
todos nuestros juicios y todas las determinaciones de nuestra vida (...).
El principio de utilidad lo subordina todo a estos dos móviles.
Lo conforme a la utilidad o al interés de un individuo es lo
que es propio para aumentar la suma total de su bienestar, lo conforme
a la utilidad o al interés de una colectividad, es propio para aumentar
la suma total del bienestar de los individuos que la componen.» (10)
Veremos más adelante las consecuencias de tales planteamientos.
Por otra parte, podríamos ejemplificar el principio de necesidad
en Wilhelm von Humboldt. Para él lo fundamental es el desarrollo
de la fuerza y capacidades del individuo, lo que sólo es posible
en un ambiente de la máxima libertad. Toda ingerencia del estado
intentando propiciar bienestar no tendrá , a la larga, más
que repercusiones negativas, y un nefasto crecimiento de la homogeneidad.
Su acción debe limitarse a lograr la seguridad de los ciudadanos,
condición indispensable para ese desarrollo armónico, y objetivo
inalcanzable para los sujetos particulares. Sigamos su reflexión:
«El fin del Estado puede, en efecto, ser doble: puede proponerse fomentar la felicidad o simplemente evitar el mal, el cual puede ser, a su vez, el mal de la naturaleza o el de los hombres. Si se limita al segundo fin, busca solamente la seguridad, y permítaseme oponer este fin a todos los demás fines posibles que se agrupan bajo el nombre de bienestar positivo.» (11)
Y continúa más adelante:
«Y esto es, precisamente, lo que los Estados se proponen. Quieren el bienestar y la tranquilidad. Y consiguen ambos en la medida en que los hombres luchen menos entre sí. Pero a lo que el hombre aspira, y tiene necesariamente que aspirar, es a algo muy distinto: es a la variedad y a la actividad. Sólo estas dan personalidades amplias y enérgicas; y seguro que ningún hombre ha caído tan bajo como para preferir para sí mismo la felicidad a la grandeza.» (12)
Resulta casi paradójico este optimismo respecto a la condición
humana, unido a afirmaciones tan próximas al romanticismo que se
avecinaba. Antes de continuar convendría hacer dos consideraciones.
Sin duda, de planteamientos de este tipo dimanarán conclusiones,
netamente diferenciadas del resto, respecto a cuestiones tan importantes
como el control social, las medidas de policía, o la prevención
del delito. Por otra parte, una restricción tan drástica
de la acción del estado dejaría al individuo relativamente
inerme, a no ser que venga complementada con una defensa del asociacionismo.
Aquí empiezan a divergir claramente los discursos de Humboldt o
Adam Smith. Mientras para el primero la agrupación voluntaria es
indispensable, para el segundo es una mediación que coarta la libertad
individual. Es evidente que la experiencia de cada uno está condicionando
su reflexión. Mientras uno entrevé los riesgos del corporativismo
del proletariado el otro apenas vislumbra tal problema.
A pesar del parentesco de las formulaciones finales, nos encontramos
frente a dos concepciones diferenciadas de la sociedad, y Humboldt es consciente
de ello:
«El Estado debe ajustar siempre su actividad al imperativo de la necesidad. En efecto, la teoría sólo le permite velar por la seguridad porque la consecución de este fin escapa a las posibilidades del hombre individual, es decir, porque sólo ahí es necesaria su atención (...). Todas las ideas expuestas a lo largo del presente estudio van, pues, encaminadas al principio de necesidad (...). El principio de la utilidad que podría contraponérsele, no permite un enjuiciamiento puro y exacto (...). Velar por lo útil, finalmente, conduce, la mayor parte de las veces, a medidas positivas, mientras que velar por lo necesario conduce en la mayoría de los casos a medidas negativas (...). Finalmente, el único medio inequívoco para infundir poder y prestigio a las leyes es el hacerlas descansar exclusivamente sobre este principio.» (13)
Parece innegable que las divergencias de planteamientos, que responden
a realidades y experiencias distintas, son importantes y, como veremos,
tendrán sus plasmaciones. Al mismo tiempo, es preciso reconocer
que todos ellos, desde los que defendían la necesidad de la intervención,
hasta aquellos que la rechazaban desde diversas posiciones, tendrán
durante un tiempo un denominador común: la creencia en una armonía
de intereses particulares, como ley que dirige al conjunto hacia el mayor
bien posible.
En algunos casos se presentará como una especie de concordancia
natural e inherente al ser humano. En otros como «mano invisible»
que ajusta en los puntos óptimos. Pero la idea que entonces subyacía
era la de que la nueva sociedad era la mejor entre las factibles y que,
obedeciendo leyes que cabía estudiar y describir de modo científico,
tendía inexorablemente hacia el equilibrio, lo que no era incompatible
con la miseria de una parte importante de los ciudadanos.
Todo esto, lógicamente, estaba íntimamente unido con
la reflexión que se ocupaba del castigo legal, así como con
la transferencia de determinadas condiciones al conjunto del cuerpo social.
La práctica penal.
Ya había manifestado, páginas atrás, la convicción
de que existía una profunda conexión entre el discurso general,
dedicado a la soberanía y su ejercicio, y aquel más particular
centrado en el castigo legal.
Vimos como la legitimación del poder había influido en
la propia justificación de la pena, que debía proporcionarse
al delito y ser lo más suave posible sin perder eficacia. Sin duda,
ello representaba un avance respecto a la crueldad del sistema precedente,
pero, al mismo tiempo, estamos frente a un importante cambio de estrategia.
Foucault lo explica con claridad:
«La atenuación de la severidad penal en el transcurso de los últimos siglos es un fenómeno muy conocido de los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo se ha tomado de una manera global como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más «humanidad». De hecho estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de la intensidad? Quizás. Cambio de objetivo indudablemente.» (14)
Las tareas del castigo, en relación con la colectividad, están
cambiando. Ya no basta con el espectáculo que aterroriza, es preciso
saber usar el tiempo, poder mostrar al reo y, en la medida de lo posible,
devolverlo a la sociedad transformado en un individuo distinto, sumiso
y disciplinado: ejemplo vivo de la eficacia del sistema.
Ahora es el penado, su cuerpo, así como todas sus capacidades,
quien está en el centro del sistema punitivo. Para actuar con corrección
es necesario estudiar al sujeto sobre el que se ha de intervenir, conocerlo,
erigir, en fin, un saber que se ocupe de todo ello. Foucault ha descrito
reiteradamente la génesis de esta preocupación ya desde finales
del setecientos.
Para poder asumir tales objetivos es preciso crear determinadas condiciones
penales que lo hagan posible. Es de todos sabido cómo el encierro
se convertirá en el castigo por excelencia, partiendo - como afirma
Foucault (15) - de prácticas bastante poco relacionadas inicialmente
con las estrictamente jurídicas.
En ese lugar cabrá la posibilidad de empezar a desarrollar semejante
conocimiento, y la vigilancia será pieza clave en su construcción.
Vigilancia, por otra parte, que se caracterizará a partir de los
principios que se habían ido esbozando en la definición del
nuevo poder que se estaba gestando. Inexorabilidad, impersonalización,
omnipresencia o invisibilidad son atributos ideales de esa minuciosa supervisión
y, al tiempo, son condiciones inexcusables para un ejercicio eficaz del
poder, y como tales habían sido cuidadosamente registradas por los
pensadores de la Ilustración.
Para lograr estos requisitos será preciso ir creando espacios
cada vez más especializados que lo hagan posible y que, además,
en la medida en que se van adecuando a las funciones que deben realizar
se vuelven cada vez más elocuentes (16). El panóptico de
Bentham será una de sus expresiones más depurada.
En España esta tendencia resulta bastante evidente - a lo largo
de todo el ochocientos - tras un somero estudio de las leyes y ordenanzas
que intentan organizar los establecimientos penitenciarios. Desde la originaria
Real Ordenanza para el gobierno de presidios y arsenales de la Marina,
de 20 de Marzo de 1804, hasta el Programa para la construcción de
cárceles de partido de 1877, pasando por la Ordenanza General de
Presidios del Reino de 1834, o el Programa para la construcción
de cárceles de provincia de 1860. En todas ellas se advierte una
preocupación por ordenar y hacer posible el control, recurriendo,
al principio, a la clasificación y a la multiplicación de
vigilantes. Posteriormente se avanzará mejorando los sistemas de
agrupación, para aproximarse al máximo a los modelos de individualización,
en los que, además, es posible restringir el número de guardianes,
mejorando su calidad.
A idénticas conclusiones llegaríamos si estudiásemos
los edificios que se emplean como prisiones: muchos antiguos conventos
y cuarteles apenas reconvertidos, y unos pocos concebidos originariamente
como encierros. En ellos se puede apreciar una progresión del mismo
carácter que la señalada en las ordenanzas y proyectos referidos.
Ahora bien, una vez que el individuo ha sido instalado en el centro
de la reflexión, este saber crecerá sin parar a lo largo
de todo el siglo. Pero, a la par, la sociedad se está transformando
profundamente. El capitalismo no es ese sistema que necesariamente tiende
a la armonía y se ajusta en el punto óptimo. Por el contrario,
está expoliando de forma violenta una parte importante del mundo,
al tiempo que genera pobreza y marginación en sus suburbios. El
proletariado, cada vez más potente, se está convirtiendo
en un enemigo peligroso. La relación de los indigentes con la riqueza
está cambiando sustancialmente. Sigamos las palabras de Foucault
en torno al tema:
«La riqueza de los siglos XVI y XVII se componía esencialmente de fortuna o tierras (...). En el siglo XVIII aparece una forma de riqueza que se invierte en un nuevo tipo de materialidad que no es ya monetaria: mercancías, stocks, máquinas, oficinas, materias primas, mercancías en tránsito y expedición (...). Ahora bien, estas fortunas compuestas de stocks, materias primas, objetos importados, máquinas, oficinas, están directamente expuestas a la depredación. Los sectores pobres de la población, gentes sin trabajo, tienen ahora una especie de contacto directo, físico, con la riqueza (...). Esta es la primera razón, mucho más fuerte en Inglaterra que en Francia, de la aparición de una necesidad absoluta de ese control.» (17)
El saber que se está construyendo en lo penal será rápidamente
demandado para intervenir en la sociedad, para prevenir y organizar un
control lo más eficaz posible. A ello nos dedicaremos en el próximo
epígrafe.
Pero retomemos el hilo de nuestra argumentación. La redefinición
del discurso penal ha llevado a un tratamiento cada vez más individualizado
del reo, tendente a modificar sus actitudes y su voluntad. La vigilancia,
así como el espacio que la hace posible, y al tiempo la caracteriza,
será uno de los instrumentos inexcusables para lograrlo.
La necesidad, tanto punitiva como social, obliga a discurrir por este
camino, pero en la medida en que se hace se va profundizando la contradicción
con aquellos principios sobre los que inicialmente se había asentado
esta práctica. A tal respecto nos dice Foucault:
«La vigilancia tiende cada vez más a individualizar al autor del acto, dejando de lado la naturaleza jurídica o la calificación penal del acto en sí mismo. Por consiguiente el panoptismo se opone a la teoría legalista que se había formado en los años precedentes.» (18)
En otro lugar afirma:
«Toda la penalidad del siglo XIX pasa a ser un control, no tanto sobre si lo que hacen los individuos está de acuerdo o no con la ley sino más bien al nivel de lo que pueden hacer, son capaces de hacer, están dispuestos a hacer o están a punto de hacer. Así, la gran noción de la criminalidad y la penalidad de finales del siglo XIX fue el escandaloso concepto, en términos de teoría penal, de peligrosidad.» (19)
La evolución de la penalidad contradice parte de los principios
sobre los que se elevó. Al tiempo, tales criterios se dirigen cada
vez menos hacia aquellos que han contravenido la norma, para ir traspasando
todo el tejido social.
Las necesidades, generadas por la transformación de la colectividad,
están imponiendo soluciones capaces de mantener el orden establecido
al precio de crear un sistema cargado de paradojas. Ahora bien, funcional.
De lo penal a lo social
Parece evidente que al adentrarnos en este terreno no podemos perder
de vista las distintas formulaciones, que ya conocemos, de la relación
entre estado e individuo. Para activar esa dinámica, que desplaza
sistemas y métodos de lo penal a lo colectivo, es imprescindible
el agente estatal, o algún tipo de superestructura, más o
menos cohesionada, que dirija el proceso.
Partiendo de cada una de las ópticas que en su momento enumeramos,
llegaríamos a un nivel distinto de penetración en este proceso.
Aunque, de todos modos, lo que la realidad irá imponiendo es la
supremacía de determinadas concepciones y el arrinconamiento - aunque
quizás momentáneo - de otras.
De todos modos, existen elementos que, casi desde cualquier perspectiva,
se convirtieron en características indeslindables de la nueva sociedad.
Aquellas ideas de impersonalización, transparencia, panoptismo,
omnipresencia etc. serán, a lo largo del ochocientos, los atributos
de la modernización. Y al decir todo esto no nos referimos a categorías,
más o menos consolidadas en el discurso del ejercicio del poder,
sino a propiedades, casi físicas, que dirigirán la organización
real de la colectividad.
El crecimiento de determinadas medidas de policía será
imparable. El control material de la población, sus rasgos, su localización,
sus características, avanzará inexorablemente, colocando
a cada individuo en el punto preciso para poder saber lo que de él
se necesita, así como para hacer posible la intervención
pertinente.
La misma organización del espacio, sobre el que se desenvuelve
la vida de los ciudadanos, será un reflejo de este proyecto estratégico.
Las ampliaciones de las ciudades, sus remodelaciones, algunos de los edificios
que entonces se erigen, tratan de lograr un medio transparente, en el que
pueda ejercerse ese control de nuevo cuño, que no actúa exclusivamente
de manera negativa, previniendo acciones e impidiéndolas, sino que
funciona de modo positivo: modificando actitudes, logrando adhesiones e
induciendo placer y seguridad.
Como ya se ha insinuado, la prevención será el eje, o
quizás mejor la bisagra, que posibilitará la articulación
de estos dos mundos teóricamente diferenciados: el penal y el social.
Pero, para hacerlo posible, es necesario desmontar parte del aparato conceptual
construido con anterioridad, y que ahora es un andamiaje más molesto
que útil. Tal tarea se realizará a lo largo del siglo XIX,
pero alcanzará su expresión más nítida en la
escuela positivista. Sigamos la explicación de los hermanos Peset
al respecto:
«Garofalo arremete contra la proporción diciendo: ¿ cómo se medirán y graduarán las respectivas gravedades?. ¿ cúal será el criterio a elegir: el daño material, el inmaterial, la inmoralidad intrínseca, el peligro, la alarma... ? Lo importante, decide volviendo al punto de partida, es el delincuente, las anomalías que estos presentan, su vida, sus caracteres. De otro lado, en este progresivo fortalecimiento de los medios de represión apoya la necesidad de castigar la tentativa de delito, cuando éste no se llega a completar, o el delito frustrado, incluso en algunos casos los actos preparativos.» (20)
Desde aquí no es difícil trasladar este control vigilante
y activo al conjunto de la sociedad. Ya habíamos visto cómo
la propia dinámica económica y el contacto entre pobreza
y riqueza exigían, de una forma cada vez más imperiosa, la
extensión de medidas de este tipo. Cada vez más los individuos
quedan «a merced de los poderes públicos».
Ya no se trata de castigar la contravención y, a través
de este acto, dirigirse a quienes lo contemplan - sea en el cadalso de
una plaza pública o en la misa de un panóptico -, sino de
adelantarse al hecho, de prevenirlo aunque sea al precio de conculcar el
principio de que no hay pena sin delito. Ahora lo importante es el individuo
y, en consecuencia, sus potencialidades, que convendrá atajar antes
de la acción si cabe la posibilidad de que no se adapten a la norma.
La adecuación a ésta se convertirá en el centro
de un amplio discurso que se ocupará , con criterios próximamente
emparentados, de locos, pobres, marginados o delincuentes.
De todos modos, parece innegable que el desarrollo de esta línea
de reflexión está profundamente marcado por la evolución
de la sociedad del ochocientos, y se asienta sobre aquellas concepciones
más proclives a aceptar la intervención estatal. Condición
indispensable para su desarrollo fue arrinconar las oposiciones frontales
a tal actividad. Humboldt, en quien encarnábamos estas ideas antiintervencionistas,se
adelantaba a su tiempo con algunas consideraciones, al mostrarse contrario
a la mayoría de las medidas de policía. Refiriéndose
a la prevención decía a finales del XVIII:
«Para la sociedad es siempre mejor una transgresión de la ley, que altere el orden, pero cuya sanción sirve de lección y de advertencia, que la conservación por esa vez del orden sin que aumente ni se favorezca el respeto al derecho ajeno, que es la base de la paz y la seguridad de los ciudadanos.» (21)
De hecho, nuestro autor está poniendo el acento sobre otro de los pilares básicos formulados en el setecientos: la inexorabilidad. Su planteamiento es radicalmente burgués, pero, probablemente, poco funcional en el ambiente de contradicciones y marginación que el capital estaba generando. En otro lugar, al negarle al estado la capacidad para adoptar medidas preventivas, dice:
«Tanta mayor diligencia, empero, habrá de poner en que no se quede sin descubrir ningún delito, en que el delito descubierto sea castigado y en que el castigo no sea más suave de lo que la ley exige. Yo soy de la opinión de que la convicción de los ciudadanos, confirmada ininterrumpidamente por la experiencia, de que no les es posible violar el derecho ajeno sin sufrir un menoscabo proporcional en el suyo propio constituye la única protección para la seguridad de los ciudadanos y el único medio, a su vez, para cimentar un respeto inviolable del derecho ajeno. Esta es la única forma de influir, al mismo tiempo, en el carácter del hombre.» (22)
En consecuencia rechazará toda mitigación de la pena o
cualquier medida de gracia. Ya habíamos afirmado líneas atrás
que Humboldt, incluso en la afirmación de su principio de necesidad,
era menos consciente que otros autores de la realidad social y de los peligros
que se estaban gestando para la burguesía. Sus aseveraciones, obviamente,
avanzaban por un camino distinto del que entonces era necesario, precisamente
por ello se fue quedando en los linderos.
Conclusión
Al principio de estas páginas planteábamos dos cuestiones
como centros fundamentales de interés. En primer lugar, se trataba
de responder a la pregunta de si el aparato punitivo -así como los
poderes y saberes que genera- se dirigen exclusivamente hacia el potencial
infractor de la norma. En segundo, insinuábamos la sospecha de que
las prácticas procesales, jurídicas, penales, etc. no eran
tan coherentes como con frecuencia se pretendía. Para responder
a tales temas hemos avanzado en una doble dirección.
Por un lado, hemos analizado las relaciones entre la soberanía
y el castigo. Hemos visto que la propia justificación del poder
delimitará con bastante precisión la legitimación
del derecho a castigar, así como su materialidad. Los profundos
cambios de finales del XVIII colocaron al individuo en el centro de este
discurso, y la relación contractual, en gran medida, fue la fórmula
empleada. El nuevo modelo de dominación se configura en base a una
serie de atributos - panoptismo, inexorabilidad, impersonalización
etc. - con la vigilancia y el control como puntos claves. Tales criterios
se trasladarán hacia lo penal. Al tiempo, había que reconocer
que el desarrollo del encierro - que casi monopolizará las posibilidades
punitivas - así como la instauración de las prácticas
de control, provenían más de las necesidades que estaba imponiendo
el medio social, que del desarrollo de la lógica interna de los
principios inicialmente diseñados.
Por otro lado, hemos analizado, aunque de modo somero, las diversas
posiciones en relación con la acción del estado. La rápida
transformación de la economía del ochocientos irá
consolidando un determinado tipo de intervencionismo. Precisamente en esta
dinámica se consolidará una política de prevención
que externalizará los métodos y saberes construidos en el
discurso penitenciario.
El poder establecido e institucionalizado está cada vez más
legitimado para inmiscuirse en la vida cotidiana de los ciudadanos, y tal
actitud está respaldada por todo un proceso de reflexión
y actuación que se produce a lo largo del XIX y que, aparentemente,
parte de la afirmación y defensa de la individualidad. La idea de
que el sistema penal se dirige hacia el potencial contraventor parece difícil
de sostener tras este análisis.
Reconocer, por último, que las posturas, incluso radicalmente
burguesas, que no resultaban funcionales en este proyecto, impuesto por
la cambiante realidad, fueron hábilmente arrinconadas.
NOTAS
1. Para una aproximación bibliográfica al respecto se puede consultar: TOMAS Y VALIENTE, F.: Manual de historia del Derecho español, Madrid, Tecnos, 1980 (2ª ed.). FRAILE, P.: Un espacio para castigar. La cárcel y la ciencia penitenciarioa en España (s. XVIII-XIX), Barcelona, Eds. del Serbal, 1987.
2. TOMAS Y VALIENTE, F.: La tortura en España, Barcelona, arial, 1973, p. 186.
3. Esta cita corresponde a un artículo, publicado en 1926, titulado "El final del Laissez-faire". Lo podemos encontrar en la siguiente reedición moderna de algunos de sus trabajos: KEYNES, J. M.: Ensayos de persuasión, Barcelona, Crítica, 1988, p. 276.
4. MONTESQUIEU: De l'esprit des lois, 1748. Usamos la siguiente traducción moderna: MONTESQUIEU: Del espíritu de las leyes (1748), Madrid, Tecnos, 1980, p. 210.
5. BECCARIA, C.: Dei delitti e delle pene, 1764. Usamos la siguiente traducción moderna: BECCARIA, C.: De los delitos y las penas, Madrid, Aguilar, 1979, pp. 131-132.
6. MONTESQUIEU: Del espíritu..., p. 152
7. BECCARIA, C.: De los delitos..., pp. 116-117.
8. HUMBOLDT, W von: Ideen zu einem Versuch, die Grezen der Wirksamkeit des Staates zu begrenzen, 1792. Empleamos la siguiente traducción: HUMBOLDT, W. von: Los límites de la acción del Estado (1792), Madrid, Tecnos, 1988, p. 4.
9. SMITH, A.: The Theory of moral sentiments, 1759. Utilizamosla siguiente selección: SMITH, A.: Teoría de los sentimientos morales (1759), México, F.C.E., 1979. p. 125.
10. Es sabido que Bentham entregaba sus manuscritos a personas que se encargaban de organizarlos y sistematizarlos. En España la difusión de su pensamiento se debió, en gran parte, al trabajo del ginebrino Esteban Dumont. A él pertenece esta cita. DUMONT, E.: Tratados de legislación civil y penal. Obra extractada de los manuscritos del Sr. J. Bentham, Madrid, Imp. de F. Villalpando, 1822, t. I, p. 22.
11. HUMBOLDT, W. von: Los límites..., p. 21.
12. Ibid., p. 24.
13. Ibid., pp. 198-199.
14. FOUCAULT, M.: Vigilar y castigar, Madrid, siglo XXI, 1978 (3ª ed.), pp. 23-24.
15. FOUCAULT, M : La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1980.
16. FRAILE, P.: El castigo y el poder. Espacio y lenguaje de la cárcel. "Geo-Crítica", 57, 1985.
17. FOUCAULT, M : La verdad..., pp. 112-113.
18. Ibid., p. 118.
19. Ibid., p. 97.
20. PESET, M.; PESET, J.L.: Lombroso y la escuela positivista italiana, Madrid, Ins. Arnau de Vilanova, C.S.I.C., 1975, p. 69.
21. HUMBOLDT, W. von: Los límites..., p. 164.
22. Ibid,. p. 168.