Santiago Espinosa
Rosset, Clément. El objeto singular. Traducción de Santiago Espinosa. Madrid: Sexto Piso, 2007
Después de Lo real y su doble y de Lo real. Tratado de la idiotez, El objeto singularcontinúa la serie de diez libros que Clément Rosset ha llamado recientemente: La escuela de lo real. Una vez más, se trata de poner de manifiesto el estatuto de lo real, «único, presente, irrepresentable», frente a una filosofía contemporánea que pretende conminarlo, sea cual sea su origen o su apuesta, a «lo otro, lo ausente, lo interpretable»; y ello con una doble intención: por una parte, como se ha visto en sus obras anteriores (Lógica de lo peor, La anti-naturaleza), para mostrar los límites de toda filosofía, de todo pensamiento —la imposibilidad de explicar por un medio u otro el mundo—, y por otra, para mostrar precisamente, y como consecuencia de lo anterior, la sempiterna fuente de su amargura.
Rosset es un filósofo solitario, intempestivo. No sólo en la medida en que su temática —cuyo fin último es, como en el resto de la filo-sofía, acaso la contemporánea excluida, la puesta en cuestión, para afirmarla, de la existencia— carece del interés actual del pensamiento filosófico, sino además por cuanto que él mismo ha continuado el camino de aquellos pensadores que siempre han hecho ruido en el ámbito filosófico —y que, en última instancia, han sido excluidos de un modo u otro de éste—, haciendo oídos sordos a su entorno más inmediato. Así, Lucrecio, Schopenhauer, Nietzsche, —éste último, si bien en boca de todos, ampliamente ataviado, por no decir desfigurado. De hecho podríamos aproximar su pensamiento a otro pensador —igualmente solitario y perfectamente ignorado, hasta ninguneado— que, si bien ausente en las referencias de Rosset, no es menos fundador del pensamiento de la singularidad: Max Stirner. En El único y su propiedad, Stirner ya había identificado la imposibilidad de evaluar lo real (en este caso, el individuo) a partir de una instancia exterior (Dios, el Estado, el Hombre), afirmando que sólo «el único» tiene realidad. Allí escribía —pero bien habría podido ser el mismo Rosset quien afirmara:
No se da el título de filósofo al que, con los ojos bien abiertos a las cosas del mundo y la mirada clara y segura, expone sobre el mundo un juicio recto, si no ve en el mundo más que exactamente el mundo, en los objetos más que los objetos; en suma, si ve prosaicamente todo como es. Sólo es un filósofo aquel que ve, muestra y demuestra en el mundo el cielo, en lo terrestre lo supraterrestre y en lo humano lo divino.
Se trata sin duda de deshacerse del concepto de «igualdad»: así como los individuos no pueden recapitularse en otra (id)entidad que los englobe, explique y nos procure eventualmente acceso a ellos, así los objetos que constituyen lo real no pueden agruparse bajo una (id)entidad que nos «acercaría» a su propia «esencia» —llámese ésta naturaleza, espíritu o simplemente, como lo llama Heidegger, ser. El objeto singular no es cognoscible «a través, por medio de» algo externo a él: es incognoscible a secas. Y ello no por una deficiencia de nuestro principio de razón, sino porque se sustrae precisamente a todo principio —y porque, en última instancia, no hay nada que conocer. Rosset afirmará en otro sitio que es más sencillo re-conocer que conocer. De aquí la «función» del doble: el mundo es invisible —como dirá Schopenhauer, del mundo sólo se conocen «estos ojos que lo ven»—, y sin embargo «lo vemos» merced a esa duplicación que nos procura el cerebro. Lo real no es su doble, pero éste hace posible aquél para nosotros. Y, puesto que es nuestra única vía de acceso, de lo que se trata es de desarmarlo, de desvestirlo. Lo que queda allí es lo extraño, lo «no identificable», lo «innombrable», como decía Stirner.
Lo que también queda es el silencio —o la música. Wittgenstein escribía en sus Diarios secretos: «La melodía es una especie de tautología, está encerrada en sí misma; se satisface a sí misma.» Nada en la música puede explicarse fuera de ella; —no expresa nada, no quiere decir nada; no depende de lo que suscita en nosotros (los «sentimientos» no están contenidos en ella). Lo mismo se diría de lo real. La música, por cuanto que posee los mismos atributos de lo real, es autosuficiente, se basta a sí misma para hablar y «decir» todo lo que quiere decir —con la precisión de que eso que habla en realidad no «dice» nada, razón por la cual ha sido más de una vez tratada de «loca balbuceante». Es un «significante sin significado», dice Rosset, así como podríamos pensar que lo real es una especie de significado sin significante. Nietzsche, y antes que él Schopenhauer, ya había afirmado la autonomía musical que los distanciaba para siempre de Wagner y de toda tentativa romántica y/o expresionista de la música. —Esto es lo que hace de estos pensadores filósofos de la escucha. La escucha como una tentativa de abrirse a lo real, de hacerle frente, de gozar de él.
Este es también el cierre del ciclo: la afirmación de lo real suscita en efecto el júbilo y la alegría, como ya ha mostrado Nietzsche, pero hace falta hacer dos aclaraciones a esta premisa: 1) lo real no es la vida; ésta sólo es una parte de aquél —la afirmación de lo real implica tanto la vida como la muerte, es decir, la no permanencia y desaparición de todas las cosas; 2) lo real no es regocijante puesto que es absurdo —como lo afirmaba cierto artículo crítico sobre Rosset titulado «Gaudeo quia absurdum»—, sino a pesar de ello. Esa es la «paradoja» —que no la fuente— de la alegría: no tener fundamento alguno. Rosset se explica así haciendo nuevamente referencia a la música de Mozart: «Traicionado de la manera más descarada por Zerline, Masetto no hace más que amarla todavía más: en razón de esta alianza irrefutable, aunque perfectamente ilógica, que acuerda al amor su propia desilusión, la representación del ser amado como completamente adorable con la de la misma persona como completamente indigna de afección. Sin embargo, es en esta alianza ilegítima del amor que consiste el triunfo del amor, su última y absoluta fuerza: mantener su pleno poder en el mismo momento en que el amante sabe, con la ciencia más cierta, que su amor carece de esperanza y sobre todo de verdadero motivo.»La fuerza mayor, es sabido, consiste en este mismo «poder»: la afirmación de la vida (como en el caso anterior, del amor) en la misma medida en que concientemente se concibe como indeseable. De donde se sigue la ecuación: mientras se busque por medio de/en la razón la afirmación y el júbilo, toda expectativa está de entrada perdida. El gesto de Rosset es locontrario del nihilismo de Cioran —o de su amigo y compatriota Ionesco que escribía: «que todo muera, que todo permanezca, que todo muera»—: es porque se ama la vida, a pesar de ella, que se desea que todo continúe —tal como se presenta.
París, 18 de enero, 2007.
NOTAS
Les Éditions de Minuit, 1979. — Edición castellana en Sexto Piso, Madrid, 2007.
Les Éditions de Minuit, 2008.
(Tr. J. Jordá) México: Sexto piso, 2004, p. 127. — La obra ya clásica de Rosset, Lo real y su doble, estuvo a punto de llamarse Lo único y su doble.
«Doble» en el sentido que lo entiende principalmente El objeto singular, no en el de fantasma protector, el sentido más común bajo la pluma de Rosset.
L’Objet singulier, p. 78 sq.
En Archipiélago, no. 21, Madrid, 1988.
«Le triomphe de l’amour», en Matière d’art, París, Le Passeur, 1992, p. 86.
Madrid: Acuarela libros, 2000.