Carlos Yannuzzi
Gille Deleuze, Lógica del sentido, trad. Miguel Morey. Edición electrónica de la Escuela de Filosofía Universidad ARCIS
Hacia 1971 Gille Deleuze escribe una obra a propósito (al menos aparentemente) del célebre cuento de Lewis Carroll Alicia en el país de las Maravillas. En ella, treinta y cuatro series lógicas de un híbrido entre filosofía analítica y retórica clásica que desborda al lector, y también al propio Deleuze. El estilo es oscuro y de una lectura poco agradecida, la aparente sistematización sólo responde a cuestiones retóricas, que en un tema tan complejo se plaga de neologismos y de proposiciones de dudoso rigor semántico, lo que entorpece una lectura continuada.
En Lógica del sentido el objetivo no es nada sencillo: desentrañar las propiedades de aquello que denominamos con el término ‘sentido’. Bien mirado, pensar el sentido es asumir una tarea redundante y fallida. Adolecen del mismo problema los ensayos sobre el lenguaje, o sobre el pensamiento. Las grandes críticas kantianas tenían aquella paradoja de criticarse a sí mismas desde sí mismas; la lingüística por su parte no ha encontrado mejor medio que todas las hablas concretas del mundo para expresar su problemática. El sentido también carece de posición externa…
En la «paradoja de la naturalidad», Deleuze observa que el sentido “es indiferente tanto a la afirmación como a la negación”, porque “todos estos puntos de vista concierne a […] su efectuación o cumplimiento” (27). Dicho de otro modo, afirmar o negar siempre son posiciones cargadas de sentido. La neutralidad que allí se refiere es también la universalidad de este concepto; el sentido es neutral porque pertenece o actúa en cada caso y en cada situación por igual. Incluso la paradoja de los objetos imposibles que se enuncia en el libro viene a explicar que lo que no parece tener un sentido rápido, sino que se constituye como contradicción, también tiene sentido, como mínimo vendrá acompañado de “nociones de absurdo y de sinsentido” (27).
Por tanto, el sentido es un universal que afecta al mundo, especialmente al del lenguaje, al mundo estructurado (racional e irracionalmente). No es un estado de cosas, porque aquello que enjuiciamos que “no tiene sentido”, podría ser considerado por otros como “cabal y pleno de cordura”. El sentido es ese efecto impasible que nunca es “originario, sino siempre causado, derivado” (73). Nos enfrentamos, entonces, a un universal algo peculiar, porque si bien es producto, también es “productor”. Sobre ello Deleuze enuncia una cuestión compleja:
¿Cómo conciliar el principio lógico según el cual una proposición falsa tiene un sentido (hasta el punto de que el sentido como condición de lo verdadero es indiferente tanto a lo verdadero como a lo falso) y el principio trascendental, no menos cierto, según el cual una proposición tiene siempre la verdad, la parte y el género de verdad que merece y le corresponde según su sentido? No basta con decir que estos dos aspectos se explican por la doble figura de la autonomía y surgen de que, en un caso, se considera solamente el efecto como diferente por naturaleza de su causa real y, en el otro caso, como ligado a su casi-causa ideal. (73)
La retórica deleuziana puede embaucarnos, pero no convencernos. La problemática se salva con afirmar graciosamente que esta situación es connatural e irresoluble al sentido, propia de su carácter estéril (neutral) y genesíaco. Deleuze afirma con Husserl que el sentido es el soporte de unificación de “los predicados noemáticos con alguna cosa” (74), lo que le obliga a albergar en su razonamiento una postura psicologizante de corte kantiana en la que el sentido se vuelve también una “síntesis trascendental” de una consciencia que se ha ido determinando con “síntesis psicológicas correspondientes” (74). Pero no es menos verdad que el carácter universal del sentido es igualmente arbitrario. ¿A caso, no negaremos el sentido elegido sobre los predicados de X en un tiempo, para cambiarlos en otro momento e incluso recuperar aquel sentido más adelante? Así como la contradicción alberga sentido, la arbitrariedad también. El problema de la dualidad del sentido no es su carácter genesíaco (tampoco demostrado).
El conflicto interior del sentido que se nos presenta en el fragmento recogido de Lógica del sentido encarna la misma insatisfacción que nos producen las categorías y su exposición en la Crítica de la razón pura. Justamente, el sentido participa del ensamblaje entre las categorías que ordenan nociones y conceptos; y esto configura lo que en cuestiones de la doxa denominamos criterio (y Kant, «esquema trascendental»). Dicho de otro modo, el sentido media entre las categorías, las nociones y los conceptos como un filtro o colector que nos ayudará en cada momento a determinar qué selección (arbitraria para los ajenos y cargada de sentido para nosotros) de los primeros ensamblará los otros dos para llegar a la síntesis: una idea, un razonamiento, una opinión, etc.
La aportación más elocuente de Lógica del sentido es la superación de la problemática del significado, valiéndose del concepto de designación. El significado, en sentido estricto, aun alberga la intención de objetivar un sentido, de cancelar la interpretación o el equívoco. Pero la relación entre lo expresado y lo que debe entenderse no existe, porque no hay un significado, sino varios sentidos (¿infinitos, tal vez?). Entiéndase, el significado permite colegir entre términos, identificarlos y colocarlos en un campo semántico, pero no permite sintetizar la información. Aquello lo hace la designación que cada individuo ejecuta sobre las palabras, primero, y sobre las proposiciones, después. Captar de lo que se nos informa, entender cabalmente lo que se nos explica pertenece al reino del sentido.
No obstante, Deleuze define como la “última tarea” (135) su explicación de la oralidad. La distancia fundamental entre los sonidos y la oralidad es la expresión, es decir, la independencia del sonido respecto del cuerpo y las superficies. El sonido que supone la expresión se distingue del ruido o del grito porque expresa, es decir, da un sentido (convencional o no) a ese sonido. La problemática de la oralidad en la que se instaura Deleuze tiene raíces psicoanalíticas en el carácter esquizoide y paranoicodepresivo del hablante inicial, del niño y del durmiente. Las formas apodícticas y engranadas de los discursos freudianos y lacanianos que Mélani Klein utiliza hacen imposible cualquier intervención de un sentido opuesto en la argumentación de Deleuze, porque ciertamente, el psicoanálisis pide la suspensión de cualquier criterio diferente, por ejemplo, con la figura de la transferencia. En última instancia, la aparición de la oralidad es la aparición de la primera paradoja: el niño adopta un sonido que imitará como preexistente (no sólo en forma, también de significado), adoptará las reglas como dadoras de una univocidad de designación universal, pero al mismo tiempo cometerá su primera rebeldía (una rebeldía inconsciente) en la que dará sentido por vez primera a ese amasijo de sonidos y ruidos que se convertirá en oralidad al querer expresarse. Es entonces cuando las series infinitas que se desplazan y están “en perpetuo desplazamiento” (35) entre significado y significante hacen connatural la aparición del sentido y un truco indestructible el psicoanálisis, que dará siempre una explicación a nuestro arbitrario criterio, como dice Deleuze “el psicoanálisis es psicoanálisis del sentido” (71). ¿Pero qué sucede con el sentido de los sentidos? Hemos dicho aquí (y así lo sostiene Deleuze), que el sentido es el universal básico que aparece con el logos, por tanto, algo habrá de operar como un meta-sentido en ese arduo trabajo que es el dar sentido a la vida. Quizás el primer sentido sea este, por eso Deleuze lo denomina como la “membrana” o la “piel”, el lugar donde aparecen los acontecimientos, el lugar donde “la vida existe de manera esencial” (79). Pero nuestro sentido común y la tradición filosófica (o mejor dicho, el fallo de toda la tradición) ha sido redundante en afirmar que el valor de este sentido esencial es su no identificación. Descifrar el sentido de la vida carece de sentido, por paradójico que suene, pero como ya hemos visto, eso también es propio del mencionado universal. Los argumentos deleuzianos no están claramente expuestos en la traducción de Miguel Morey y mucho me temo que también son oscuros los originales franceses. El texto dice que no acertar en dar sentido a la vida es así “porque sobrevuela las dimensiones según las cuales ordenará para adquirir significación y designación; […] sobrevuela las actualizaciones de su energía como energía potencial” (80), es decir, el galimatías viene a sintetizar que justamente el carácter perenne del sentido, su estatuto universal y su superación de la paradoja, la contradicción y –claro- el sinsentido hacen que cualquier apuesta por una expresión de sentido, por mantener dentro de la piel entre la superficie y el interior (para decirlo con término deleuzianos) sería válida. El sentido de la vida es cualquier versión que queramos adoptar. Pero al final, esa variabilidad y la pérdida de toda seguridad o la futilidad de la pregunta por su significado es la que nos permite la permanencia, la lógica del sentido y su aparente ausencia garantizan estar (o seguir) en el mundo.