Al Bert
Los lectores asiduos a Milan Kundera saben que sus novelas valen tanto por lo que cuentan como por lo que sugieren, en sus digresiones aforísticas o sus derivas hacia el ensayo, e incluso en lo alegórico, si así puede decirse, de muchos de sus personajes. En La lentitud (La lenteur, 1994), entre las diversas sugerencias que pueden espigarse, destaca el tema del teatro social, o de la sociedad como teatro.
Kundera entrelaza en esta novela las historias y los ambientes de varios grupos de personajes: los de una novela libertina del siglo XVIII, los de un grupo de contertulios de un café de París, los del congreso de entomólogos que se celebra en un château de la campiña francesa, convertido en hotel. Todos ellos se enfrentan, en un momento u otro de la novela, a la cuestión espinosa de su propia presentación, o representación, ante los demás.
Por supuesto, no se trata aquí de discernir la autenticidad o no de los actos humanos, para la cual no habría otro juicio definitivo que el de una mirada absolutamente objetiva o externa a todo, mirada divina en definitiva, sino de la conciencia inevitable que cualquier persona tiene, cuando se presenta en público, de estar representando un papel, del grado de convicción que cada uno pone en ese teatro y de la mayor o menor afinidad con la propia máscara.
Tres de los personajes de la novela de Kundera nos servirán para esbozar una posible teoría de estas máscaras sociables.
Pontenvin, “ese historiador doctorado en letras, que se aburre en su despacho de la Biblioteca Nacional”, y que dedica la mayor y mejor parte de su inteligencia a deslumbrar a sus contertulios en el Café Gascon, especialmente a Vincent, su amigo y discípulo en el arte tan francés de épater le bourgeois, ejemplificaría el carácter que denominaremos comediante.
El comediante actúa espontáneamente y por necesidad, de supervivencia o de afecto: se exhibe ante un auditorio que le interesa (una mujer o un hombre que le gusta, etc.); llora sus penas con unas cuantas lágrimas más de las estrictamente sentidas, para llamar la atención de su mamá o de su amante; miente al profesor, al padre, a la esposa, al jefe, a la suegra, al guardia urbano, al juez. “No hagas comedia”, se le dice al niño llorón o protestón.
En su hábitat predilecto, el café, después de mantenerse largo rato en silencio, con el ruido de fondo de las anécdotas banales o la erudición libresca de algún otro contertulio, Pontenvin irrumpe brillantemente en la conversación con su historieta sobre la amiga que le pide un trato brutal y la joven mecanógrafa a la que un día arrastró por el pelo hasta la cama, confundiéndola con la otra. Usa su ingenio para hacerse escuchar y admirar, a veces para anular a Vincent; así, ante una bella desconocida: “Tu manera de insistir, en presencia de una dama, sobre pensamientos tan exageradamente brillantes da fe de un inquietante fluir de tu libido.” Al día siguiente, ante el reproche de su discípulo, se excusa: “Si te he herido, Vincent, perdóname.” Y le reconoce que se exhibía ante la dama para seducirla. Un recurso vulgar por lo básico, incluso entre los menos dotados para las teatrales técnicas del ligue más elemental. Este personaje sale de su papel tan pronto como ha entrado, y sobre todo no sacrifica el mundo “real” -en este caso su amistad con el joven discípulo, consagrada por el que ambos consideran un santo patrono: D’Artagnan- a su ficción egotista: la deja de lado en cuanto prevé que podría dañar algo que le importa.
Sin embargo, la maestría de Pontenvin en los recursos escénicos: por ejemplo, el arte de las largas pausas, que Vincent tanto le envidia y que intenta imitar sin éxito (la gente se distrae y no le escucha); o el dominio de los graves en la voz, que la hace sonar poderosa y agradable (Vincent adolece de una voz débil y demasiado aguda), nos lo muestra por momentos cercano al carácter que llamaremos actor.
El comediante actúa por necesidad, por acto reflejo de defensa o ataque. Nuestro instinto social, que sería genético o consustancial según la larga tradición que va de Aristóteles a la sociología y que clasifica nuestra especie como la de un animal político, nos brinda un repertorio de máscaras socorridas. El actor las hace conscientes y las refina. Ha llegado a convertir su necesidad en profesión: “la necesidad aguza el ingenio”. Entre uno y otro hay la diferencia que va de respirar a bucear. O de caminar a desfilar.
Pero se puede pasar de comediante a actor de forma sencilla: si se le coge el gusto a actuar. O cuando el comediante se ha visto obligado, por circunstancias de la vida, a mentir asiduamente, a actuar sin tiempo para pensar el texto: es decir, a escribirse un texto sobre la marcha. El primero sería el caso de Pontenvin, al fin y al cabo actor amateur. El segundo, en cambio, el de Madame de T., la seductora de la novela dieciochesca de Vivant Denon, Point de lendemain.
Esta verdadera profesional (en el sentido del oficio que atesora), encarna bastante bien el carácter de la actriz. Organiza una noche con un desprevenido caballero al que seduce, precisamente, en los palcos de un teatro -espacio por excelencia de representación, mucho más desde luego que el propio escenario, en los siglos de oro del teatro como lugar de comedia social. El caballero acepta la proposición de ir al castillo de Madame de T., aun a sabiendas de que ella tiene un favorito, o amante “oficial”. Una vez allí, ella prolonga la excitación del encuentro mediante estudiadas etapas de retraso del clímax amoroso. Cuando despierta a la mañana siguiente, el caballero se topa con el favorito de Madame de T., quien le informa entre risas de que el objetivo de la aventura era desviar la atención del marido hacia un falso amante.
Durante la noche que precede a este descubrimiento, Madame de T. ha desplegado todos sus recursos escénicos. Tras unos cuantos besos atropellados en el jardín, se levanta precipitadamente y emprende el camino de regreso al castillo; ya ante la puerta, después de haber dejado morir la conversación en un silencio embarazoso, y en el último segundo antes de entrar (el marido espera dentro, y sabe que están juntos porque antes ha cenado con ellos), ella hace un reproche al caballero para provocar una continuación del paseo. “¡Todo un arte de la puesta en escena!”, comenta el narrador. Y aun más: “Porque, efectivamente, tiene que conocer el texto; no como ahora, cuando cualquier jovencita puede decir, quieres, quiero, ¡no perdamos tiempo!”
La novela, en su final, depara aún más sorpresas sobre el fingimiento de Madame de T.: antes de despedirse, el amante habitual confiesa al caballero un defecto de la dama: su frialdad física. Pero el caballero piensa que, con él, ha dado prueba justamente de lo contrario.
Constreñida por el rol femenino y por la época o no, lo cierto es que esta mujer ha hecho de la representación su modus vivendi amoroso: mediante aprendidas técnicas de engaño, protege aquello que es más precioso para ella: el placer. O la felicidad -aquí Denon fue ambiguo, seguramente a conciencia. Kundera la califica de “verdadera discípula de Epicuro, amable amiga del placer, mentirosa dulce y protectora”.
Por último, el intelectual Berck, prototipo de los que Pontenvin categoriza como “bailarines” (políticos, famosos, lumbreras del mundo mediático), responde fielmente al carácter que denominaremos histrión. Berck almuerza con enfermos de SIDA en un conocido restaurante de París. Berck se hace fotografiar al lado de una niña negra moribunda con la cara cubierta de moscas. Berck vuela a un país asiático donde el pueblo se rebela -pero se equivoca y aterriza en un aeropuerto de montaña gélido y mal comunicado, de donde vuelve a los ocho días hambriento y griposo. Aun entre las risas provocadas por su inepcia, se aprecia lo enorme del empeño de Berck: hacer de su propia vida un monumento.
Dejemos que el mismo Pontenvin exponga su perfil: “La verdadera esencia del bailarín radica precisamente en esa obsesión por ver en su propia vida la materia de una obra de arte; no predica la moral, ¡la baila! ¡Quiere conmover y deslumbrar al mundo mediante la belleza de su vida! Está enamorado de su vida como un escultor puede estar enamorado de la estatua que esculpe.” Y, en otro momento, para distinguirlo del comediante seductor: “Porque el público al que quiere seducir no es el de algunas mujeres concretas y visibles, ¡sino la gran multitud de los invisibles! Mira, éste es otro aspecto que habría que elaborar sobre la teoría del bailarín: ¡la invisibilidad de su público! ¡En eso reside la espantosa modernidad de este personaje! No se exhibe ante ti o ante mí, sino ante el mundo entero. Y ¿qué es el mundo entero? ¡Un infinito sin rostros! Una abstracción.”
Para el histrión, actuar no es un reflejo automático ni una estudiada técnica, sino una auténtica vocación: la de hacer de su vida la mejor obra. Es por ello que los demás, el mundo entero, se convierten para el histrión en un público, masa de cabezas con ojos y oídos para captar sus evoluciones por el escenario. El gran teatro del mundo, pero no como fatalidad, sino como elección.
A este tipo de personaje se adecua bastante lo que Baudrillard escribió sobre el mundillo intelectual: La gente que vive representando parece que siempre espera ser reconocida. Es extraño moverse entre esa gente. Acaba uno por reconocerlos aun cuando no son nada. Ellos acaban por reconocerle a uno aun cuando uno no es nada. Esto crea una familiaridad idolátrica que es la atmósfera característica de los medios intelectuales. Se puede uno hacer una reputación fácil adoptando ese aire de reconocimiento anticipado, de celebridad furtiva que lo eleva durante un instante por encima del común de los mortales. Sin ese guiño de gloria, los intelectuales no tendrían existencia propia. Sin esa existencia figurada, quedarían reducidos a degollarse. (Jean Baudrillard, Cool memories)
Aunque entre los personajes de la novela de Kundera el histrión (Berck) salga bastante mal parado, especialmente porque es el blanco predilecto de otro personaje tan fascinante como Pontenvin, hay que reconocer que su capacidad de inquietarnos y, por lo tanto, interesarnos, es mayor.
Comediantes, lo somos todos en uno u otro momento de nuestra vida, con intensidades diversas y resultados generalmente lamentables. Actores pueden serlo muchos, a menudo sin talento y otras veces sin reconocimiento; histriones, en cambio, hay unos pocos en cada vecindario -por suerte para ellos, que de otro modo se quedarían sin público.
El comediante no sabe apenas qué es una máscara: se basta con las muecas. El actor usa la máscara obligado por las convenciones; a muchos de ellos les gustaría poder llevarla siempre o nunca. El histrión actúa siempre: por eso es el más sincero de los hombres. Pontenvin sentencia: “Quien sienta animadversión por los bailarines y quiera denigrarlos siempre tropezará con un obstáculo infranqueable: su honestidad.” El histrión vive como si ya no le quedara nada que ocultar, excepto que vive representando. Nunca está a solas con su otro yo para poder calcular qué esconderá y qué máscara se pondrá: su máscara es la piel de su rostro. De ahí que su figura resulte tan repulsiva y, a la vez, tan atractiva: genera repulsa lo literario de su actuación en la vida real; atrae la proximidad tan real de su ficción literaria.
Un ejemplo reciente de esta ambivalencia lo tenemos en el desenmascaramiento de Enric Marco, aquel supuesto deportado, presidente de una asociación llamada Amical Mathausen, que durante años anduvo, no ya por escuelas y actos públicos, sino en su propia casa, ante su esposa e hijas, contando sus experiencias en un campo de concentración nazi en el que nunca había estado.
La mezcla de pavor y fascinación que dominó el proceso al que la opinión pública sometió al personaje tras descubrirse la farsa la resumió con certeras palabras Mario Vargas Llosa: “a la par que mi repugnancia moral y política por el personaje, confieso mi admiración de novelista por su prodigiosa destreza fabuladora y su poder de persuasión, a la altura de los más grandes fantaseadores de la historia de la literatura” (“Espantoso y genial”, El País, 15 de mayo de 2005). Algún otro, más ingenuo o interesado, pretendía atenuar la impostura de Marco extendiéndola al universo mundo: “Está claro que el impostor es siempre otro, del que se descubre repentinamente una falsa identidad. ¿Hay algún hombre que en alguna u otra medida no lo sea? No lo creo” (Rafael Argullol, “Los impostores”, El País, 29 de mayo de 2005). Los ejemplos que ponía a continuación, sin embargo, no hablaban de ninguno de esos hombres cualquiera: no salía de los “multimillonarios”, “revolucionarios” y “personajes públicos”.
La cerrada defensa propia de Enric Marco tampoco dejó de ser reveladora: pretendía justificar su larga impostura diciendo que su fingimiento había dado voz a los que, ya por deseo de olvidar el infierno, ya porque habían muerto, no la tenían. Cualquier principiante salido de una escuela de teatro puede recitar de corrido este tópico. Enric Marco se reducía a sí mismo a un actor, y a uno no especialmente resabiado. Por otra parte, se cubría las espaldas morales poniendo el bien común como motivación de su ficción vivida, o de su vida fingida. Es decir, por encima del placer de actuar hasta la muerte. Hasta tal punto puede resultar ominoso el histrionismo para el propio histrión.
Paradójicamente, la mayor exposición a la mirada ajena, la mayor cuota de denigración pública pero también de admiración, más o menos confesada pero evidente, la obtuvo Enric Marco cuando su farsa fue descubierta. ¿Podríamos decir que le llegó el éxito como histrión al tiempo que el fracaso como actor? Éxito efímero, dicho sea todo: este tipo de historias suelen durar lo que su presencia en los periódicos y noticiarios. Tal vez Marco hubiera preferido la otra gloria, menos resonante pero más duradera.
En efecto, hacer de la propia vida una obra pone en cuestión todo lo que se pueda suponer sobre la identidad: de uno y de los otros. De la propia identidad como tapadera, representación o escultura de uno mismo. De los demás, como enigmática masa oscura, o abismo, de espectadores.
No deberíamos cerrar este apunte sobre un solo hilo de La lentitud de Kundera sin apreciar la importancia de la mirada de Vincent, posiblemente el más indefenso de los personajes de la novela. Tal vez habría que decir: de Vincent como mirada, esto es, como ausencia de carácter -o al menos, de alguno de los tres caracteres aquí esbozados.
Kundera, cuya preocupación por lo espectacular como esencia de nuestro tiempo es notoria (véase su disertación sobre la sustitución de la ideología por la “imagología” en un capítulo de La inmortalidad) ha resumido y parodiado a un tiempo esa esencia en la escena casi final de la novela, cuando Vincent y Julie, la joven mecanógrafa a la que ha seducido limpiamente, es decir, sin demasiada comedia, inician un coito escandaloso en la piscina acristalada: “No son exhibicionistas, no intentan excitarse mediante la mirada ajena, ni captar esa mirada, ni observar a quien les observa a ellos; lo que hacen no es una orgía, sino un espectáculo, y los comediantes, durante una representación, no quieren encontrarse con la mirada de los espectadores.” Resultado: el miembro de Vincent permanece flácido y Julie acaba huyendo. En cambio, cuando después, solo en su habitación, recuerda a la chica y se apena por su pérdida, aparece la erección.
Vincent se muestra al final de su recorrido como espectador fascinado ante las actuaciones de otros y, a la vez, como aprendiz malogrado de todos ellos: de comediante, de actor y de histrión. Le falta la habilidad innata para seducir de Pontenvin, la capacidad para actuar en su propio provecho de Madame T., el delirio de grandeza de Berck. Y acaba dejando el castillo con la melancolía de quien ha perdido un tren que le interesaba mucho, pero sin saber apenas de su destino. O de aquél a quien la música de su tiempo ha cogido a contrapié. ¿De qué música hablamos? Según Kundera, de la que bailan los escultores de sí mismos, empeñados hasta la obcecación no ya en actuar, sino en hacerse ver. ¿Por quién, preguntaríamos finalmente? Por una miríada de ojos tan innumerables, y también tan brillantes y fríos, como los astros en el firmamento.