Santiago Espinosa
A menudo se ha explicado la obra de Richard Serra como una tentativa de hacer habitable el espacio. A nadie debe extrañar que el punto de encuentro sea ahora tal o cual escultura en un parque cualquiera que antes no era más que una explanada y que, tras la intervención de Serra y gracias a dos grandes planchas curvadas en acero, se vuelve un espacio nuevo que la gente recorre y por el que se siente de pronto protegida, como en un hogar. El desierto de lo real, aparentemente muerto, se convierte así en una especie de materia viviente que nos acoge y nos otorga un lugar.
Sin duda.
Pero esto no da cuenta de lo que tiene de propio el trabajo de Richard Serra; lo mismo cabría decir de muchos otros escultores contemporáneos, y acaso no tan contemporáneos. En cambio, en una exposición de Serra la experiencia no consiste simplemente en ver un objeto que da otro «aire» al espacio, o que incluso «crea» un espacio, sino precisamente, como por arte de magia, en hacer que el objeto –la escultura– desaparezca. De hecho, hace que desaparezca todo objeto que ocupa el espacio.
Sin duda el lector se preguntará cómo es posible que desaparezcan subrepticiamente cinco gigantescas planchas de acero y sobre todo para qué diablos quiere un escultor que su escultura sea invisible. Y de hecho quizás también estaría en todo derecho de preguntarse si el propio Serra habría guardado semejante pretensión y si no se trata, una vez más, de una de esas interpretaciones que con frecuencia hacen los filósofos, sobre absolutamente todo salvo la obra en cuestión. Si el propio Serra nos hiciera el honor de leer este pequeño ensayo, quién sabe si no emitiría la misma opinión que Bacon tras la lectura de la interpretación que realizó Deleuze de su obra (algo así como: «Muy interesante, pero allí no se habla nunca de mi obra»). Y todo ello, si se constata personalmente el hecho más patente: ir y ver con sus propios ojos que esas esculturas están allí y que no sólo se ven, sino que además se pueden tocar. Procedo entonces a explicarme brevemente sobre mi afirmación inicial.
La exposición en el Grand Palais de París, Promenade, consiste en cinco planchas de acero de catorce metros de alto por cuatro de ancho y trece centímetros de espesor, situadas a lo largo de esta enorme sala y dispuestas en una relativa línea recta. Un espacio de unos diez metros las separa unas de otras, crea entre ellas un leve ángulo que rompe las líneas rectas por unos cuantos metros. Así pues, el espectador es invitado a deambular libremente por el espacio a la vez que escucha algunos comentarios de Serra grabados en una audio-guía. Uno recorre el espacio sin comprender del todo de qué se trata; si no ha caído atrapado en alguna instalación que no habla en absoluto por sí misma y que requiere que se conozca la tormentosa vida del artista para darle algún sentido. Y lo cierto es que si no media algún comentario, el propósito de Serra puede pasar desapercibido; o mejor, percibido sin que ello conlleve a la comprensión de la obra. De hecho, ese parece ser el propósito: la obra no consiste tanto en las piezas de metal, e incluso en el espacio creado, sino en la experiencia vivida (y no por fuerza pensada) de la percepción. Serra explica que las columnas «no poseen significado alguno», y que están dispuestas así simplemente para provocar en el espectador una especie de simbiosis del objeto, del espacio y del sujeto perceptor, pese a que lo único que se percibe en realidad es «el tiempo como movimiento». Asimismo explica que la idea le ha venido paseando en aquellos jardines japoneses construidos bajo la lógica de que materia y vacío no son en realidad más que uno («ma«), un «todo» que cambia continuamente a medida que es vivido a través de la duración (la durée) del espectador. No se trata entonces simplemente de observar la disposición de ciertos objetos en el espacio, insignificantes y un poco «idiotas», sino de intentar observar eso que, en esencia, es invisible: el tiempo que pasa y que cambia cada instante.
Esta es, se habrá ya adivinado, la idea más fundamental y original de Bergson: otorgar de nuevo al tiempo su carácter temporal y dejar de verlo en términos de espacio. El espacio posee la capacidad de ser observado, analizado, segmentado, contado, medido. El tiempo en cambio no puede representarse de ninguna manera: una línea recta no es más que la espacialización del recorrido de una serie de puntos escogidos de forma arbitraria una vez que éste se ha detenido en un punto determinado; no obstante, el recorrido no tiene sentido más que durante el acto mismo del recorrer, es decir, en el progreso del movimiento, no en una imagen que indica que se ha pasado de tal punto a tal otro (véanse a este respecto los comentarios de Bergson a la escuela de Elea). Por eso Bergson afirma que analizar el movimiento como si se tratara de un trayecto recorrido, lo que en efecto permite trazar una línea divisible hasta el infinito, equivale a inmovilizar el movimiento. Por ello también resulta imposible pensar el tiempo y el movimiento con metáforas visuales en la medida en que la visión se lleva a cabo mediante imágenes, y resulta en cambio mucho más ilustrativo un ejemplo musical: la música no consiste en la suma de los puntos recorridos o de las notas de la pieza, sino justamente en el paso de unas a otras. Por sí mismas, las notas así como los puntos que pueden trazarse de un recorrido y como los objetos que crean el espacio son insignificantes y hasta cierto punto irrelevantes; lo que importa en una pieza musical son las relaciones que guardan unas con otras, el proceso que une (no que separa) una nota con otra, una frase con otra. En ello consiste además la particularidad de cada compositor, en crear nuevas relaciones entre notas que ya existen en estado bruto. Steve Reich ha explicado en diversas ocasiones que su música no pretende otra cosa que dar cuenta de ese proceso de tal forma que sea casi imperceptible para el oyente o, de nuevo, percibido casi a pesar de su percepción habitual.
Ahora bien, a mi parecer, esto es exactamente lo que logra Serra con sus objetos (y de hecho debe observarse que Serra ha trabajado a menudo con Steve Reich y con Philip Glass). A medida que uno se mueve, a medida que se recorre el espacio, la imagen que se tiene de éste se vuelve en sí misma movimiento. No vemos ya un conjunto de columnas, sino una imagen movediza que golpea bruscamente la vista mostrándole hasta qué punto es ella quien está creando a cada paso el espacio: por ejemplo, observadas perpendicularmente (de nuevo, si ello se hace en movimiento), se ven desfilar primero cuatro columnas, luego dos, luego una, luego cuatro de nuevo, luego cinco; o bien, caminando a un lado de la fila, el espesor de las columnas se adelgaza poco a poco hasta casi desaparecer para aparecer de nuevo del otro lado, como si uno mismo fuera el sol y los objetos se movieran debajo de nuestra luz, creando una sombra diferente en cada posición. No se tiene, si puede pensarse semejante aberración, una imagen de lo que se ve allí, sino, por efecto de la atención que se presta al hecho de que todo está cambiando conforme yo me muevo, una multiplicidad de imágenes que se suceden y que cambian sin cesar y que no mantienen la menor relación unas con otras. Además, que sea un espacio público añade a las columnas el movimiento de los demás espectadores, de manera que la idea misma de imagen, es decir, de una fijación (en sentido fotográfico) del movimiento, viene a resquebrajarse en la medida en que no sólo la imagen que tenía hace un momento ha cambiado por completo (había tres columnas, ahora sólo hay una), sino que esa misma imagen de hace un instante no podría ser en verdad la «misma» en caso de que me situara de nuevo allí donde la he visto, pues en ese momento pasaba por allí una pareja de niños corriendo que ahora se encuentra en otra parte. En cierto sentido, podría decirse que se trata una «imagen-movimiento», aquel término querido de Deleuze, pues se trata finalmente de una especie de calidoscopio (bonita metáfora de Bergson) que nunca puede repetir la misma imagen. Y, en otro sentido, podría decirse que lo que se ve en realidad no son tanto las imágenes que se suceden sino el paso de la una a la otra, lo cual, por una parte da la impresión de que se está en presencia del movimiento mismo, de la novedad absoluta y para siempre fugaz, y por la otra, de que se observa la creación misma de la percepción, de que finalmente se ha dado con la idea de crear uno mismo los objetos y el vacío que los separa mientras que en verdad se está en presencia de una especie de sinfonía imposible de desglosar en objetos sin dejar de desmembrarla por completo y de hacer precisamente de ella objetos aislados y no una sinfonía. La música, como la realidad, deja de ser música en el momento en que se le pone una pausa, en el momento que se hace de ella una imagen. Así ocurre también cuando se toma una fotografía de la Promenade de Serra, es decir, a partir del momento en que las esculturas son vistas y no, en cambio, vividas.
Esta experiencia que hace presentir el espacio como tiempo, que la música logra infaliblemente por su carácter esencialmente anti-visual y a-representativo, y que hace que sea en consecuencia considerada erróneamente como inmaterial, es paradójicamente lograda por Serra mediante materiales que desafían toda pretensión de ligereza o de transparencia. Se trata de un juego con la percepción, demasiado acostumbrada a interpretar imágenes fijas, en el que ésta se descubre a sí misma en el momento mismo en que intenta asimilar algo que le es del todo desconocido para dar paso a la acción. Lo que Serra propone es una especie de desactivación del mecanismo que permite a la percepción transformar la duración en un espacio de acción; y otorga en cambio la intuición de un mundo que, libre de toda asociación con lo útil, se presenta novedoso, creado a cada instante, absolutamente efímero. Como en el caso de la música, es la impresión de lo real en su estado puro; lo real como artificio.