Jesús y Yahvé: los nombres divinos

Daniel Sabat

Harold Bloom, Jesús y Yahvé. Los nombres divinos, Taurus. Traducción de Damián Alou.

Jesús y Yahvé plantea, de entrada, un problema de punto de vista. Lo primero que a uno se le ocurre decir es que se trata de un libro profundamente personal, en el que Bloom, una vez más, da rienda suelta a sus excesos críticos. Y en cierto modo es así, al menos ese es el efecto que uno tiene como lector desprevenido: libro polémico, brillante, apasionado, injusto, arbitrario, sugestivo, irritante, etcétera, etcétera. Nada más verdadero y sin embargo, al insistir en esta clase de juicios (propios de suplemento cultural), le hacemos el juego al autor y nos dejamos conducir por las directrices que al mismo Bloom le interesa que sigamos. ¿Permite el libro de Bloom otra lectura que no sea la bloomiana?, ¿una lectura en la que frases como “deplorar la religión es tan inútil como celebrarla” nos sugieran algo más que rechazo o simpatía personal? 

Si uno hace el esfuerzo (ímprobo, en verdad) de olvidar a Bloom durante la lectura de Jesús y Jahvé el resultado no deja de ser curioso: aquello que, siguiendo un plan de lectura previsible, reconocemos como rasgos distintivos del discurso Bloom se revela, a ese otro nivel de lectura, como el esquema de una actitud de sobras conocida. Bloom es menos Bloom de lo que pretende hacernos creer cuando habla de religión. Su manera de afrontar los dilemas religiosos tiene la notable originalidad de desarrollarse en un estilo sincopado, genial a veces, desmadrado y poco propenso, en general, a la reflexión rigurosa. Pero más allá de esas particularidades Jesús y Yahvé se puede leer como un producto típico del posromanticismo. Uno debe prevenirse pues de las confesiones de Bloom cuando afirma que el libro ha sido escrito desde su filiación gnóstica y judía. En el conjunto de la obra tal apelación de principios resulta otra de las caras de una ironía  omnívora. Pues de eso se trata, en efecto. Jesús y Yavhé tiene el mérito de reunir a dos figuras cuya genealogía se remonta al romanticismo: la del crítico literario y la del escéptico con vaga inspiración mística. De la combinación de ambos impulsos surge un discurso sobre la religión inevitablemente irónico y estético como el de Bloom, es decir, un discurso que poco o nada tiene que ver con las creencias religiosas.

Como libro de crítica literaria Jesús y Yavhé se aventura en valoraciones bastante acertadas y hasta de sentido común:

La dignidad estética de la Biblia hebrea, y la del Yahvista en particular, que es el misterio original del que parte aquélla, es algo con lo que el Nuevo Testamento no puede competir como logro literario (p. 87)

Lo que no parece tan claro es que sea ése el punto de vista  que más convenga a la materia. (Cualquier lector del Nuevo Testamento sensibilizado con la literatura sabe que los evangelios son mediocres narraciones de la vida de Jesús. Pero si el mismo lector está familiarizado con el lenguaje religioso y con la experiencia que lo envuelve sabe también que en los evangelios la tosquedad de estilo y las incongruencias estructurales son significativas)(1). En la misma línea han de inscribirse afirmaciones como “La Trinidad es un gran poema, aunque difícil, y siempre un reto para la interpretación” o “¿Dónde se encuentra la trascendencia? Está en las artes: Shakespeare, Bach, Miguel Ángel siguen siendo suficientes para una élite, pero no para pueblos enteros”.  Cuando se empeña en conferir o escatimar dignidades estéticas a los autores o a los textos religiosos, o al defender, siguiendo la estela nietzscheana, un elitismo de la belleza que rivaliza con la religión, Bloom hace suya una de las operaciones características de la ideología romántica.

Toda precaución es poca ante un romántico interesado por Dios o la religión. Detrás de la alabanza, de la crítica o del mero reconocimiento suele esconderse un afán, más o menos disimulado, de legitimar y sobredimensionar una perspectiva estética de la vida, una perspectiva en la que, no por azar, Dios y la religión brillan por su ausencia. La operación romántica sigue esta secuencia: primero muestra un interés inusitado por la religión, ya sea favor o en contra. Luego tematiza, es decir, convierte en objeto teórico lo que nunca fue ni puede ser un tema de reflexión y discusión. El siguiente paso consiste en aprovechar las herramientas que surgen de la tematización para pensar el arte en términos religiosos. A continuación se escenifica el impulso ideológico que está presente en todo el proceso: de la religión a la religión del arte. Por último, el romántico ya está en condiciones de prescindir de la religión y de recriminarle su aspereza formal. De un modo u otro encontramos todos estos rasgos en Jesús y Yahvé, rasgos que, dicho sea de paso, hacen menos extravagantes de lo que pudieran parecer las numerosas comparaciones entre Hamlet y Jesús o entre Yahvé y Shakespeare (favorables, por supuesto, al dramaturgo).

Los paralelismos no terminan aquí. Tampoco es un azar el hecho de que Jesús y Yahvé contenga una dosis indigesta de ironía. No cabe duda de que la inclinación personal de Bloom tiene mucho que ver en ello. Pero se trata también de una consecuencia lógica de la ideología romántica, de la que Jesús y Yahvé es un exponente un tanto caricaturesco. La ironía bloomiana (al igual que la romántica) cumple una función compensatoria y no tanto de distanciamiento crítico. Viene a ser una toma de conciencia inconfesable y desviada de la imposibilidad de llevar hasta sus últimas consecuencias la religión del arte. Llena un vacío: el que deja el intento de reconducir “el reino de Dios” al ámbito de la estética. En otras palabras: el ironista romántico es un místico fallido. En lugar de la sublimación, que sería otra de las caras del mismo fracaso, el ironista opta por la suspensión indirecta de una religiosidad impracticable. La ironía es la huida, entre airosa y desesperada, de un encierro voluntario. En Bloom la práctica de la ironía está ligada a una visión muy restringida de la religión, en la que lo literario (incluyo en este concepto no sólo la crítica literaria sino también un proyecto específico de escritura) tiene una función aplanadora o desmitificadora. De ahí que la pregunta con la que el libro concluye suene, irremediablemente, a bufonada:   

Yahvé, presente y ausente, tiene más que ver con el fin de la confianza que con el fin de la fe. Y yo me pregunto: ¿establecerá otra alianza con nosotros que pueda y quiera cumplir?       

El hecho de que Bloom se  posicione sin parar a favor o en contra de causas que él sólo comprende no altera en nada esa doble perspectiva genérica de esteta mistificador y de ironista impenitente.

NOTAS                                                                                               

(1) La observación de Wittgenstein relativa a la improcedencia de emitir juicios sobre el valor histórico de los evangelios es, seguramente, extensible a los juicios de gusto como el bloomiano. Escribe Wittgenstein: “Dios permite que cuatro hombres relaten la vida del hombre-Dios, cada uno de un modo distinto y contradiciéndose; pero ¿no puede decirse: es importante que este relato no tenga una verosimilitud histórica común, para que esta no sea tomada por lo esencial, lo decisivo? Para que la letra no encuentre mas fe de la que se le debe y el espíritu conserve su derecho. Esto quiere decir: lo que debes ver no puede proporcionarlo el historiador mejor y más preciso; por ello, basta y hasta es preferible una exposición mediocre. Pues lo que debe comunicársete, también puede comunicarlo esta”.  En Aforismos. Cultura y valor, Edición de G.H. von Wright, Traducción Elsa Cecilia Frost (Madrid, Espasa Calpe, Col. Austral, 1996), p. 76.

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