Al Bert
Ví mis primeras películas de Eric Rohmer a una edad en que, de cualquier autor que se alejara de los trámites y estereotipos del cine comercial, esperaba el retorcimiento o la vehemencia suficientes para, primero, arrancarme durante dos horas de una vida triste, de esa tristeza furiosa que algunas adolescencias cultivan con mimo, y, luego, llevarme al entusiasmo de las iluminaciones. Salir de un cine con la cabeza hirviente de gestos, de frases y de atmósferas, como se despierta de un sueño denso cuyos ecos se prolongan en la vigilia; convertir esa vigilia, por unos días, en el teatro interior de las réplicas de los personajes, cada vez más encarnadas en uno mismo; saborear en secreto los cambios provocados por la película en la propia mirada; tales efectos ponía como condición a mis descubrimientos cinematográficos. Nada de eso se me ofreció allí: frente a otros compañeros de viaje suyos, como Godard o Truffaut, que buscaban quebrar la superficie gélida de las existencias burguesas con historias bárbaras o descoyuntadas, Rohmer presentaba a sus personajes de clase media, incansablemente empeñados en diálogos sobre problemas que estaban, más o menos, en la media de los nuestros, protagonizando tramas que discurrían sin grandes sobresaltos. Reconocía la maestría argumental y los temas sustanciosos, pero el tono y el ritmo en que se enunciaban me resultaba poco provocador.
Esta sorpresa inicial hizo que frecuentase su cine, durante algún tiempo, de un modo distraído, sin el apasionamiento que reservaba a mis favoritos. Pero cuando ví Les nuits de la pleine lune, creí entender por qué había reincidido en él, y me pareció que fructificaba algo que había dormido en mí mientras tanto.
Sin que la película me pareciese mucho mejor que las suyas otras que conocía, representó mi clave de acceso a lo que en Rohmer era distinto de cualquier otro cineasta. En primer lugar, los demorados diálogos, muchas veces monólogos, de los personajes. Suele ser difícil que el cine acepte un texto copioso sin caer en lo afectado o “literario”. No era éste el caso, sin embargo: aquí los textos se ponían en boca de unos personajes que les daban poderosa sensación de realidad, cuando en tantos otros directores sólo un diálogo ágil salva a los personajes de su inverosimilitud. Pero, más allá, los diálogos llegaban a suplir la acción que los detractores de Rohmer echan en falta, emblematizada en aquella célebre frase según la cual en sus películas “se puede ver crecer la hierba”. Muchas veces no había más acción que esas palabras: el laberinto que iban construyendo los equívocos, las mentiras cruzadas, las confesiones inesperadas, determinaba la trama misma. Escuchar atentamente, más que ver, las películas de Rohmer se convirtió en un descubrimiento.
Poco a poco, iba entrando en su juego. No era éste, el de la lentitud, el menor de sus atractivos. Después de años de haber confiado mi suerte de espectador a zarandeos súbitos, aquella manera apacible de entrar en un nuevo mundo me resultaba incluso misteriosa, y por lo tanto apetecible. A ello ayudaba que Rohmer situara a sus personajes, una y otra vez, en situaciones sociales y morales muy parecidas, simples e identificables: se repetían las vacaciones, las casas junto al mar o en el campo, los adolescentes de belleza –física y moral- a un tiempo cotidiana e increíble, los burgueses atrapados en su confort, los encuentros inesperados, las promesas incumplidas, la perplejidad de los personajes ante lo irreconciliable de sus deseos y sus existencias, de sus roles y sus sentimientos. Me sentaba a ver estas películas saboreando de antemano el reencuentro con los azares cuidadosamente dispuestos por el autor. Los giros concretos de cada historia no hacían sino aumentar el placer, nunca decepcionaban. Se ha relacionado en ocasiones el cine de Rohmer con la clásica comedia de enredo. Se puede aceptar la comparación (y de hecho la anterior descripción la avalaría), siempre que añadamos que el espectador, en lugar de verse arrastrado por el vértigo de la acción, puede llegar a dominar sus reglas, sus secretos, en parte gracias a la citada reiteración de situaciones, y en parte a los propios comentarios de los personajes. De hecho, la verbosidad de éstos es lo que a nuestros ojos los traiciona muchas veces: la falta de coincidencia entre sus palabras y sus acciones, o simplemente la incoherencia de sus argumentos. Podemos comprender de cabo a rabo lo inconsecuente del existir.
Satisfacción de abarcar un cosmos. Complicidad en la mirada. Tal era el estado en que me dejaba Rohmer entonces. La cotidianeidad de sus películas hacía el efecto contrario al de cualquier evasión anterior: no me refugiaba en su recuerdo, sino que lo actualizaba en mi vida. Tanto era así, que las mismas observaciones que a veces dejaba caer alguien, o yo mismo, en una conversación sobre terceras personas, de las que se suele hablar con un desapego y una perspicacia que rayan frecuentemente en la crueldad, me parecían adecuadas a algunas situaciones rohmerianas. Es más: en la agudeza desarrollada en tales comentarios, me identificaba con un punto de vista de sus películas. ¿En qué consistía tal punto de vista? Se me apareció, como por casualidad, cuando ví Le genou de Claire.
Se trata de la escena central de la película, el momento en que el protagonista, Jerome, “consigue” acariciar por fin el objeto de su fetichismo largamente insatisfecho. En una tarde de lluvia, Jerome y Claire, que navegaban por el lago, atracan en la orilla y se refugian en una caseta aislada. A Jerome, hombre de mediana edad fascinado por las adolescentes en general y por ésta en particular, el diálogo le viene como anillo al dedo para explicar a la muchacha una supuesta infidelidad de su novio, que la hace estallar en llanto. Mientras ella llora desconsoladamente, el vieux salaud pone su mano sobre la rodilla de la chica y la acaricia lentamente. Aquello dura uno o dos minutos de una tensión que me pareció inusitadamente violenta. El silencio de los personajes, acompañado del sonido de la lluvia y del llanto hiposo, lamentable, de Claire, es denso, cargado de algo distinto. No sé si para aligerar ese peso, o por inercia estilística, Rohmer añadió a continuación un monólogo de Jerome que recapitula y filosofa sobre lo sucedido aquella tarde.
Tras el choque, cuando tuve que definirme lo distintivo de esa escena, concluí que era la presencia inquietante de la mirada. Detener la fluencia amable del diálogo y del costumbrismo más o menos cómico de las situaciones, significaba poner quizá por única vez al espectador ante lo que se obvia en el resto de la obra de Rohmer: el mirón en que nos convierte el tipo de situación y de personajes que se nos ofrecen, verdaderos, identificables, cotidianos. Mirón afable, por lo general. Pero ya no tanto cuando lo mirado es inquietante, como lo era allí.
Entonces una incomodidad creciente sustituyó mi anterior sensación de complicidad. Más incómodo cuanto más descubría que mi condición de cómplice iba inexorablemente ligada a una cierta suficiencia, a una infatuación de la mirada, del mismo modo que uno se siente a gusto cuando chismorrea sobre terceros, tanto por la hermandad de perspicaces que establece con los contertulios, como por la superioridad sobre el personaje espiado que comparte con ellos. En definitiva: no me causaba rabia y tristeza Jerome, sino yo viéndolo a través de Rohmer.
Un tiempo más tarde, me contaron una anécdota que se me reveló adecuada a esta situación. Un día de verano, dos estudiantes en vacaciones, chico y chica, se sentaron a tomar una cerveza. Empezaron a hablar de su última lectura: Crimen y castigo. Muy dostoievskianamente, se apasionaron en la discusión, ajenos al mundo que les rodeaba. Cuando, tras un buen rato, se acercaron a la barra para pagar, el camarero les informó de que alguien había pagado sus consumiciones. ¿Quién?: un señor que había estado sentado en una mesa cercana. Tras la sorpresa inicial, les embargó una súbita vergüenza que enseguida se convirtió en ira: las de saber que habían sido contemplados con irónica condescendencia por alguien que, sin pedir permiso, se había colado en su historia. Lo imaginaron: un vieux salaud. De alguna manera, se sintieron violados. Para ser más precisos, de una manera tan leve y tan aleve, que ni siquiera les permitía la queja o la respuesta.
Entonces entendí qué querían decir ciertos comentaristas de Rohmer cuando afirmaban que en sus películas se ponía a un lado, se dejaba ver al trasluz, magnificaba su callada presencia. Nunca hubiera esperado una presencia tan poco reconfortante en quien, un tiempo antes, tanto me había reconfortado. Y ello me hizo desplegar una irritación retrospectiva: me sentí de alguna manera engañado, estafado. Sentí que, de hecho, todos los espectadores de Rohmer lo estaban siendo. A menos que fueran unos cínicos redomados. ¿Cómo podían reiterar su admiración ante una obra que les hacía entrañable el propio desprecio ante la miseria moral, la tontería, la ceguera humana?
Este amargo distanciamiento, este después-de-la-fiebre-del-oro, es seguramente aplicable a muchos de los directores, y también a muchas de las cosas de la vida, que más nos han complacido en algún momento. Pero me gustaría incidir aquí, no en el desengaño del espectador trasquilado que reclama su dinero por algo que, de hecho, en su momento le hizo disfrutar, sino en las posibilidades que más tarde me abrió esta decepción.
Porque aún hemos dejado una pregunta abierta: ¿por quién se sentiría estafado el espectador, en realidad? ¿Por Eric Rohmer, sea lo que sea que signifique eso? No: él nos da su mirada y, si mi interpretación de la escena de la rodilla no es descabellada, también su negativo, o su antídoto. De cada uno depende saberlo tomar. Más bien habría que sentirse, entonces, cara a cara con la propia estupidez; la de quien ansía compartir su selecta superioridad moral con alguien, a su vez selecto y superior, y no se da cuenta de que ésa, la de creerse superior, es la bajeza más vulgar del mundo. Tal vez es ésta la verdadera cara del Rohmer “moralista”, que no habíamos creído poder ver nunca.
La “moral” de sus cuentos, sin embargo, no tiene origen en el escepticismo sobre la condición humana (Sloterdijk ha escrito que “se llama moralista a aquel hombre que pone en duda la capacidad humana de comportamiento moral”), que sería la marca del moralista clásico, sino más bien en una ironía sobre las ilusiones morales, o sobre la moral como ilusión. En este sentido, Rohmer viene a ser un perfecto representante del moralista contemporáneo, o nihilista.
Algo parecido ocurre con el progreso de la decepción, que se me antoja el hilo conductor de la práctica totalidad de sus historias: que al final de cada película los personajes no consigan lo que con tanta intensidad, insistencia o locura querían, que sus propios deseos los confundan hasta el ridículo, llega a ser lo de menos. No los vemos, al acabar el relato, más sabios o distantes de sí mismos que al principio: no hay en absoluto aprendizaje del desencanto en los personajes rohmerianos. Es más profundo el apego a la pequeñez de su mundo y de ellos mismos: porque lo comparten con nosotros. Hay un movimiento de ironía, cuando con displicente arqueo de cejas les vemos estrellarse; hay otro de empatía inevitable al recordarlos como a vagos conocidos de nuestro entorno. Y de ello resulta que las experiencias de tales personajes sean realmente decepcionantes: no sólo, y sobre todo no en especial, para ellos mismos, sino más bien para el espectador, que después de haberse encariñado durante largo tiempo con sus leves historietas, descubre que ese cariño también lo era hacia la propia insignificancia. Y que tras él, tal vez, no latía más que el miedo a la otra cosa: a afrontarla como muerte. Por cierto, la muerte no suele aparecer como motivo argumental en las películas de Rohmer. Al trasluz, posiblemente nos dejaría ver su filigrana por todas partes.
El final de este itinerario me lleva a proponer una lectura distinta de su cine. Ésta podría llamarse “positiva”, como diría un libro de autoayuda, o “dialéctica”, como diría un hegeliano. Verse en el espejo de la estulticia ya es un primer paso para no caer, al menos tan a menudo, en ella. O: la mera autoconciencia nos mejora. He preferido, para no salir del campo del arte, un viejo término de la poética aristotélica: catarsis. Sólo que aquélla era inmediata y convulsiva. La de Rohmer, dilatada y tenue. No menos dura, sin embargo, y tal vez más duradera.