Santiago Espinosa
Me da escalofríos pensar en todos aquellos que,
sin estar hechos para mis ideas,
se reclamarán de mi autoridad.
Friedrich Nietzsche, Ecce homo
Existe actualmente en Francia, y desde hace ya bastante tiempo, una especie de pensamiento que se autodenomina “nietzscheanismo de izquierda”. Sin duda lo mismo podría decirse a propósito del nietzscheanismo “de derecha”, pero como ambos están equidistantes de la “política” de Nietzsche, si es que tal cosa existe, en última instancia da lo mismo. Como nietzscheanos de izquierda se reconocieron muchos de los intelectuales hoy llamados “sesentayocheros”, Foucault y Deleuze entre ellos; y un poco más joven, Michel Onfray, quien se ha empeñado en construir una especie de mundo mejorado política, académica, estética, ética y sexualmente, reivindicando lo que él llama “hedonismo materialista” que surge directamente, afirma, de una lectura gauchisante de Nietzsche.
Sabemos que Nietzsche era bastante reacio con respecto al hedonismo y que sus críticas a Epicuro fueron copiosas, pero dejemos eso a un lado. Lo que es en verdad sorprendente es la capacidad que tiene Onfray de hacer comulgar al que se autocalificaba el “menos liberal de todos los hombres” con las ideas socialistas y comunistas, o simplemente, con la idea de progreso en el sentido colectivo que busca Onfray.
Nietzsche es un pensador individualista. La “masa” está lejos de ser una conciencia abstracta capaz de autocuestionarse; muy por el contrario, es ella misma la que comporta esa doxa de la que es imperativo liberarse, “¡Que se la lleve el diablo, y la estadística!”. Imposible pensar, desde el individualismo —y sabemos hasta qué punto Nietzsche es heredero directo de Stirner—, en una “salvación” colectiva. El propio Deleuze lo había ya confirmado. De lo único que es posible salvarse es precisamente de esa “mente colectiva” —una contradictio in terminis— que decide por uno. Yo soy incapaz de pensar por los otros, por consiguiente, soy incapaz de decidir por ellos. Lo que es bueno para mí puede no serlo para el otro, sea o no mi prójimo. Por eso el proyecto de Onfray viene a ser más hegeliano que nietzscheano, y más evangélico que anticristiano: se trata de fundar una “nueva sociedad”, esta vez encaminada hacia el “bienestar común”, es decir, se trata de “progresar” en conjunto hacia ese “mundo mejor” que él ya ha descubierto por nosotros. Y para ello, mejor instaurar de una buena vez los valores que hemos de seguir. Así pues nuestro autor se impone la ardua tarea de describir muy copiosamente su “nueva ética del rebelde” en sus múltiples variedades: en qué (no) debemos creer en adelante (Traité d’athéologie), cómo debemos relacionarnos, en todos los sentidos, con el otro (Théorie du corps amoureux, L’art de jouir), cómo debemos regirnos (Politique du rebelle), cómo debemos hacer/contemplar el arte (La sculpture de soi), etcétera. Eventualmente, una consigna musical: qué debe escuchar el “rebelde libertino”, y entre tanto, consejos de viaje, de cocina, de docencia, de historia de la filosofía (los volúmenes 5 a 8 están ya en preparación) y los hasta ahora cinco volúmenes de su Diario hedonista, esa “celebración del genio colérico”, como él mismo la llama, la “escritura de sí que sólo puede acabar con la muerte de su autor”. Tranquilos que el mes que viene aparecerá otro libro de Onfray, y el siguiente, otro, etc.
Eso a lo que Nietzsche dedicó apenas cien páginas, en Ecce Homo, viene a ser la mayor fuente de reflexión de Michel Onfray.
No nos preocupemos por las ideas, que han sido y serán siempre las mismas, sino por el increíble esfuerzo que implica encontrarlas en cada texto, que, por mor a aparecer en lo inmediato —¿no será que “el suicidio del nietzscheano” está más próximo de lo que nos imaginamos?—, requiere de una cantidad extraordinaria de relleno anecdótico y erudito. Quizá por esta misma razón, como se propone como —¿efímero?— líder intelectual del hombre del futuro, y para que éste lo escuche sin mayor tropiezo, Onfray ha decidido leer y grabar sus propios libros, disponibles ahora en CD en todas las Fnac de Francia. Muy en el espíritu del mosquetero. Así, no sólo “se conduce al rebaño” por la buena senda (o sea, según Onfray, la vía “mala”, dado que es “anticristiana”) sino que se obtiene además un beneficio económico difícilmente desdeñable.
No nos extraña escuchar a menudo que se trata del “mayor filósofo actual en Francia”: pues la nación que más se vanagloria de sus “intelectuales”, de su “laicismo” y de su “democracia” necesita por fuerza un líder que repita los discursos que la reivindican y que lo haga al alcance de todos. Y como de costumbre, aquí el “todos” representa desde luego una “media”, en el más amplio sentido; así, si esa media es además, como su nombre lo indica, mediocre, no habrá más que ajustarse —mediáticamente— a ella. De modo que ¿quién habla, Onfray o la media —los medios, la masa? Si hoy —¿acaso no huía Nietzsche precisamente de toda actualidad?— se le reconoce como “el más grande de todos”, es que justamente encarna la voz de ese extraño “todos».
II.
Durante la mitad de su vida, Wagner creyó en la Revolución, como sólo un francés hubiera podido creer.
F. Nietzsche, El caso Wagner
Es posible que el problema sea algo más complicado. No es que Onfray no pueda ser nietzscheano. Francia la que no puede serlo, con todo lo que ello comporta; porque no puede permitirse atacarse a sí misma.
Nietzsche representa lo contrario de, cuando menos, dos de los tres ideales franceses: 1) no somos iguales; no sólo somos diferentes del vecino (y en general de cualquier otro individuo), sino de nosotros mismos: “devenir lo que se es” significa grosso modo dejar de ser lo que “el resto” me permite ser, para ser por fin “yo”. En ello consiste la labor de autosuperación. Y esta labor es prácticamente infinita, no siendo “yo” otra cosa que devenir, es decir, un cambio —una “inversión”— incesante de perspectiva, en tanto que carente de toda ideología. Pessoa se preguntaba si la persona que terminaba un libro era la misma que lo comenzaba, —aquí lo que se cuestiona es el concepto de identidad: yo no soy idéntico ni siquiera a mí mismo; el verbo ser no tiene sentido más que en gerundio.
Por lo demás, sabido es que Nietzsche se enfrenta —el individuo es aquél que se otorga la posibilidad de ser enemigo, de mostrar su pathos agresivo— ante todo a sí mismo, reflejado en lo que él mismo fue: Schopenhauer, Wagner, por ejemplo; de aquí la única posibilidad de libertad. En otras palabras, 2) no se es libre en plural; toda “comunidad”, al menos si se entiende por ello un corpus social, es incapaz de ser libre. Ser libre significa en esencia (de nuevo Stirner), no estar constreñido por nada en absoluto. Pero esto es impensable: me constriñe la materia, me constriñe mi cuerpo, etc. Sólo cabe pensar una “libertad total” en Dios. En todo caso, aquí abajo el término sólo cobra sentido si indica libertad de los otros, y no porque sean el infierno, desde luego, sino porque es de ellos que “el único” debe desprenderse para no guiarse por ideas que él mismo no ha concebido; “ideas fijas”, las llama Stirner. Nietzsche irá aún más lejos, como se acaba de ver, tomándose como “otro”: las ideas que hasta hace poco me movían en una dirección pierden su fuerza sobre mí. Así, si yo mismo no puedo estar de acuerdo conmigo mismo, bastante más difícil que “todos juntos” lleguemos a un acuerdo. A la masa, al gobierno, al corpus social, no le gusta que el individuo se “autoafirme”. Cuando esto ocurre, resulta naturalmente peligroso, aunque más peligroso es considerar a los individuos como niños —o “débiles”— que requieren de la protección de un adulto. De ahí que sea preciso eliminar todo “yo puedo” e intercambiarlo por un “yo debo” (aquí tanto el francés como el español caen en la trampa de no hacer diferencia entre el may y el can del inglés, que existe también en alemán). Evidentemente, lo que yo debo —querer, desear, etc., no debe ser nunca sólo para mí, sino para “nosotros”, por abstracto que resulte este nombre. Así sería el pensamiento de “izquierda”. La “fraternidad” no podría aparecer más que como una asociación —no una comunidad— de individuos, y en cuanto tales, libres de toda restricción exterior, llámese padre o Estado.
Pero en Francia difícilmente se puede decir “yo” : Le moi est haïssable, decía Pascal; por consiguiente, también es muy difícil “ser nietzscheano”, a menos que se haga un extraño batido que puede no ser peligroso, pero sí ignominioso. Naturalmente, hay honrosas excepciones, que se defenderán solas. El libro de aquellos personajes tan politizados, ¿Por qué no somos nietzscheanos?, quizá sea una consecuencia forzosa de aquella ideología incompatible expuesta por Dumas y de la que los filósofos se apropian de buen grado (“¡Todos para uno y uno para todos!”) y ya sabemos a expensas de quiénes.
La “nueva política del rebelde” de Onfray no es pues, como él propone, en absoluto novedosa sino simplemente una recuperación de los valores que los franceses han reivindicado desde 1789; ¡el francés ya es, desde antiguo, un “rebelde”, e incluso un “libertino”! No se trata aquí de un pensamiento individual, “único”, sino de una especie de reverberación del pensamiento colectivo. La revisión que hace Nietzsche en Ecce Homo consistía en mostrar por qué no había ni “orejas ni manos” que pudieran captar sus “verdades” en su “actualidad”. Foucault y Heidegger analizarán con cuidado esas nuevas formas de “estar en la verdad” que radican en su incapacidad de ser comprendidas por la discursividad contemporánea. “Non legor, non legar” —”no me leen, no me leerán”, decía parafraseando al revés a Schopenhauer; no porque no deseara ser leído, sino porque sería a fortiori incomprendido. Ser “comprendido” quiere decir aquí, hablar la misma lengua de la doxa, estar dentro de los límites de un discurso predeterminado.
Onfray seguirá sin duda produciendo en (y para la) masa, en la misma medida en que no rompa con tal discurso, o lo que es lo mismo, en la medida en que no piense por sí mismo. Aquí no es el individuo el que escribe, sino Narciso, reflejado en la laguna del discurso de la izquierda: “¡Legor, legar, fieles demócratas!”