Elisenda Julibert
Renée Vivien, Se me apareció una mujer…, Ed. El Cobre, Col. Pérfidos e Iluminadas, Barcelona, 2006; Trad. Susana Cantero; Introd. Yolanda Alba
La mujer: instrucciones de uso.
Si algo ha sido funesto en la historia de la humanidad ha sido la necesidad de etiquetar a ciertos individuos como integrantes de un determinado colectivo o grupo bien definido. Porque a partir del momento en que la etiqueta nace –ya sea impuesta externamente o por iniciativa de un grupo de individuos que perciben entre sí una serie de semejanzas y quieren reivindicarlas para indicar su diferencia frente a otros— quienes forman parte de esa comunidad quedan señalados e inmediatamente se convierten en candidatos incomparables a chivo expiatorio.
A esto parecía apuntar Derrida en la última conferencia que dio en Barcelona, ante una concurrencia numerosa que hubiera hecho las delicias de Alan Sokal y de muchos otros escritores de nuestro país que aprovecharon la aparición de Las imposturas intelectuales para transformar en indignación lo que hasta entonces había sido tan sólo simple y vulgar incomprensión en el mejor de los casos, cuando no absoluto desconocimiento de la obra de los autores acusados de impostores (más leídos aunque no necesariamente mejor comprendidos, según parece, al otro lado del océano que a unos pocos kilómetros de los lugares donde vieron la luz esas presuntas imposturas). En la oportunidad aludida, Derrida vino a hablar a Barcelona junto a Hélene Cixous y fue ella quien inició el acto con una conferencia sobre la identidad. Naturalmente, esgrimió su condición de mujer y de judía para concluir su intervención reivindicando la bondad de las identidades en la medida en que permiten evitar la persecución. Un argumento que por estas latitudes estamos bastante acostumbrados a oír y que, en consecuencia, no parecía demasiado original.
Cuando le tocó su turno de palabra a Derrida éste, con la inteligencia que lo caracterizaba –a juicio de quien no lo considera un impostor, claro— explicó a su colega y amiga que, a pesar de compartir con ella muchísimos intereses y opiniones, no compartía sus ideas sobre la identidad. Confesó que, al contrario de lo que a ella le sucedía, él no sabría decir cuál era su identidad. Y ejemplificó con su condición de judío. El filósofo francés afirmaba que no podría decir que su identidad fuera la de judío y que sólo podía imaginarse una situación en que se definiera así como de horror. Según Derrida existen, en efecto, momentos en que a uno no le queda más remedio que verse reducido a su condición identitaria, normalmente muy sesgada y pobre comparada con la riqueza de rasgos o de facetas que singularizan a una persona, y esos momentos son los de persecución. La identidad es, entonces, una medida reactiva, una forma de defensa, no por legítima menos precaria, que sin embargo carece de sentido y es poco ventajosa mientras nadie se dedique a imponernos el autoritario “identifíquese”.
Ésta posición tampoco era original, porque ya Freud la había sostenido cuando un periodista alemán le preguntó, en pleno auge del antisemitismo en Austria y Alemania, si se sentía más judío que alemán o a la inversa. Freud tuvo que contestar, como hubiera debido de contestar Derrida en circunstancias parecidas, que lamentablemente la pregunta obligaba a responder una sola cosa y, dadas las circunstancias, es decir, dado el hecho de que se señalaba su condición de judío como sospechosa, contestó que se sentía judío a pesar de que nunca antes hubiera podido afirmar semejante cosa. La de Derrida pues, como la de Cixous, no fue una posición original, pero sí resulta significativo que la del filósofo francés coincidiera con la de Freud.
Se me apareció una mujer… es un libro muy curioso y de interés desde el punto de vista de la definición de las identidades. En cambio, considerado literariamente es bastante torpe, repleto de pasajes cursis donde la prosa recuerda un anuncio de desodorante o de perfume, o la redacción de una adolescente dispuesta a impresionar a los adultos con su dominio de las palabras sonoras y los adjetivos prolijamente dispensados, encadenados por la lógica de la connotación saturada, de las metáforas previsibles a lo Diccionario de lugares comunes de Flaubert. He aquí algunos ejemplos que nos evitarán tener que considerar más a fondo un aspecto de la obra que no es especialmente afortunado: “Estábamos tristes como el crepúsculo y, como él, temíamos a las tinieblas cercanas. Nunca he conocido hora más punzante que aquella hora abrumada y fraternal”; “…aquel ser de savia y de rocío. Tuve sed de ella como de un agua azul de aurora”; “..beber esa agua azul de aurora… respirar ese manojo de rosas silvestres…”; “una princesa que canta y juega, solitaria, con su collar de ópalos”; “El crepúsculo […] es similar a una mujer que llora en una habitación silenciosa en la que se marchitan flores blancas… Los pétalos caen sin ruido, uno tras otro, y la hora se estremece de sueños inconfesados. En lontananza, pasan los recuerdos [Gardel dice “en lontananza los recuerdos pasan…” en Volver, aunque en este punto es más probable que se trate de un desliz de la traductora] de flotantes túnicas… Brillan estrellas en sus sandalias” ; “La lluvia […] crujía como la seda de las largas colas”; “No sé por qué […] la lluvia me recuerda a las olas alejadas”; “Cantaban estrellas en lo hondo del espacio”; “…El cielo era igual que un maravilloso techo de cedro, de nácar y de marfil, y los árboles se alzaban, esbeltos y blancos, como columnas moriscas. La noche parecía un palacio de Boabdill, recogido en el sueño del otrora”; etc.
Y sin embargo, a pesar de las discutibles aptitudes de René Vivien como escritora la publicación del libro es un acierto, más por cuanto aparece en una colección, “Pérfidos e Iluminadas”, cuyo nombre advierte con ironía de que el interés de lo que en ella se publica no es estrictamente literario. ¿Cuál es entonces el interés del libro? Que una mujer pone de manifiesto la idea que tiene de las mujeres. Y que el resultado es sorprendente. Calamitoso en un punto, pues a la luz de las cosas que Vivien escribe sobre La Mujer, parecen confirmarse las peores sospechas de los misóginos impenitentes. Interesante en otro sentido, porque muchas de las cosas que apunta son perfectamente reconocibles para los lectores de hoy a pesar de que haya pasado casi un siglo desde que la escritora se suicidara; y porque aglutina en un sólo texto un buen puñado de tópicos acerca de las mujeres que lo convierten en una antología incomparable. Oportuno, porque quienes consigan sobreponerse a la mala prosa, a un estilo acaramelado y a la excesiva esquematización del deseo de La Mujer, terminarán por tener alguna idea acerca de las razones del equívoco, del malentendido irreductible, entre maneras distintas de amar. Y elocuente, por fin, en la medida en que ilustra cómo de infructuosa, torpe, ambivalente, resbaladiza y reduccionista es la producción de identidades.
El primer rasgo a considerar es que en el texto parece bastante claro que lo que define a La Mujer, de nombre Lorély, es el estar hecha para amar. Lorély no trabaja, no estudia, no hace de ama de casa, no escribe, no cuida de sus hijos porque no los tiene… Tan sólo flirtea por una especie de lugar imaginario y vago, lleno de plantas aromáticas y de mujeres, muy parecido al harén en el que durante siglos han fantaseado los hombres. Lorély pasea su sobrecogedora belleza por este locus amoenus y, eso sí, muta todo el tiempo, luciendo en cada oportunidad un aspecto distinto, a cual más extraño y sublime. Este rasgo tiene dos lecturas posibles: una muy banal, donde lo que expresa esa capacidad de transformación de Lorély es tan sólo la fantasía de las mujeres, más infantil que otra cosa, de tener un vestuario inagotable y de cambiarse varias veces al día; la otra, más interesante, en que la capacidad de mutar de Lorély, sus pases de vestidos y peinados distintos, apunta precisamente al deseo de desentenderse de la identidad. Sin embargo esto resulta muy paradójico en el caso de Lorély, porque ella es La Mujer de la novela. Puede ser que Vivien, incluso sin darse cuenta, estuviera indicando que, irónicamente, la supuesta identidad femenina se caracteriza por no poder cristalizar jamás, pero más bien parece que, producto de la confusión, Vivien esté proponiendo que La Identidad Femenina es la suma de todas las mujeres que es posible llegar a ser, desde la abnegada a la femme fatale, como si se tratara de una cuestión cuantitativa: “Como Afrodita, Lorély poseía mil almas y mil apariencias”.
Sin embargo, con independencia de la voluntad de Vivien, la cuestión sigue siendo de interés porque pone de manifiesto algo que parece bastante cierto para las mujeres, con toda seguridad para las mujeres de la época de Vivien. Sólo cuando la condición de la mujer en el juego amoroso es la de objeto es posible entender la recurrencia en la literatura escrita por mujeres, e incluso en la fantasía inconfesa, de adoptar tantas formas como sea posible. El sujeto, quien desea, está inevitablemente determinado por su deseo. Pero aquella para quien su papel es el de ser admirada o anhelada, se trata más bien de olvidarse de sí para adecuarse en cualquier momento a la mirada de quien la contempla.
De manera que Lorély es una perfecta mujer-objeto con la particularidad de que, en lugar de sentir su condición como algo penoso o vergonzante, la exalta y la eleva a su máxima potencia. Lo que parece más inquietante e inverosímil del asunto es, sin embargo, que Lorély actúe su papel de objeto en un mundo habitado únicamente por mujeres. Y que las mujeres que la rodean, incluida la narradora, sucumban al poder cautivador de la mujer objeto… Es cierto que la estrategia afrodisíaca de Lorély le ha valido a más de una mujer el desprecio de más de un hombre y tal vez ello explique que Vivien, consciente de los hechos a pesar de su desbocada fantasía, decidiera plantear un escenario menos inverosímil que el de una mujer objeto que va rompiendo corazones en medio de una corte de varones despechados quienes, a pesar de la indiferencia o la crueldad con que son tratados, mantienen intacto su amor. De hecho, que la condición camaleónica y ambivalente no acaba de ser del agrado de los hombres parece saberlo la propia Lorély cuando califica la unión de las mujeres con los hombres de humillante: “No comprende lo que hay de humillante y de inmoral en la unión legítima. Y sobre todo, y sobre todo, hoy acepta, pero mañana padecerá la brama envilecedora del macho…”. O: “El hombre con el que se case no podrá ofrecerle sino realidades…¡Y qué horrendas, qué sórdidas realidades!”. Parece bastante claro que Lorély, La Mujer, sabe que en un mundo donde hay que convivir con el sexo opuesto se impone la renuncia al disfraz, o por lo menos una cierta moderación, porque a los hombres no les entusiasma especialmente ver a su mujer transformarse de un día para otro en la mujer deseada por el vecino. Lo que no está tan claro es que, entre las mujeres, exista alguna capaz de soportar semejante carnaval. Ni que, más en general, sea posible el juego amoroso con un objeto absoluto como Lorély.
Pero ¿qué tiene de tan insoportable para los hombres y para la protagonista de la novela la condición de objeto de La Mujer, o su condición de Afrodita? ¿Y cómo estamos tan seguros de que Lorély es una mujer objeto, de que Vivien está exaltando la condición de objeto de la Mujer al crear a Lorély-Afrodita y señalarla como la única auténtica mujer en medio de ese mundo de mujeres? Lo que resulta insoportable es, precisamente, la condición de objeto. Y podemos saber que Lorély lo es, por una parte porque, como hemos dicho, su capacidad de mutar para adecuarse al deseo ajeno la delata en cuanto tal: “… le agrada que la amen. Sabe que es extrañamente hermosa. Y se complace en contemplar su belleza en las fervientes pupilas de aquellas que la adoran”. Pero hay algo más que parece obligarnos a esa conclusión. Lorély, tal como la imagina Vivien, no puede amar: “Sigo esperando no sé a quién. Aún sollozo buscando no sé muy bien qué… Quizá sea el nuevo amor, el amor desconocido, lo que espero. Quizá me traigas tú ese amor, entre tus manos tendidas…”; “Amo tu amor […] ¡Me gustaría tanto amarte!”; “Soy yo la digna de compasión y tú la digna de envidia [dice Lorély a la protagonista enamorada de ella] Ya que has sabido descubrir el amor que yo he buscado en vano durante tantos años perdidos, ¡revélamelo!¡Desearía tanto amarte!”.
He aquí que, en ocasiones, Lorély exalta su condición de objeto como signo de su autonomía frente al imperioso deseo ajeno que quisiera fijarla en una sola de sus formas, mientras que en otras oportunidades parece lamentarse de no poder amar. Y aunque Lorély no parece ser muy consciente de que es precisamente su condición de objeto la que la inhibe de erigirse en sujeto y, por lo tanto, de amar o desear activamente, hay razones suficientes para pensar que Vivien sí repara en este efecto. Lo cual no le impide seguir manteniendo a Lorély en el pedestal de La Mujer hasta las últimas páginas y, con ello, hacernos temer que, en efecto, tal y como han sospechado muchos hombres, las mujeres no aman. Están en el centro de la escena amorosa, extraen de ella su verdadera razón de ser y toda su existencia gira en torno a la situación amorosa… pero no aman, porque son el objeto del amor de otros. Tanto da quiénes sean o cuántos sean, lo importante para Lorély es que haya ante quien actuar pues, de lo contrario, toda su existencia parece perder sentido. Curiosa figura en la que alguien se adueña del protagonismo de la escena amorosa anticipándose a lo inevitable, es decir, invitando a cualquier otro a que le convierta en objeto. Curiosa figura porque tiene una forma muy parecida a la de la desesperación.
Así, de acuerdo con Vivien, debemos concluir que lo que define a las mujeres es su condición de objeto, que de ella extraen asimismo su autonomía y que no obstante dicha condición es la responsable de que no puedan amar sino, tan sólo, dejar que las amen. Y curiosamente, aunque la manera en que estas cosas se plantean en la novela tiene algo de trasgresor, además de anticipar el comportamiento de los individuos de hoy con independencia del sexo (cuando parece haber una vacante absoluta para el lugar del deseo activo y un exceso de candidatos a objetos de deseo), no deja de ser inquietante que, al mismo tiempo, se parezcan tanto a los tópicos en torno a las mujeres. Tal vez se deba a la verdadera condición o naturaleza de las mujeres. Pero es más probable que lo previsible del resultado de Vivien al intentar dar a las mujeres una visión nítida de sí tenga que ver con la posibilidad de brindar, precisamente, una visión nítida de sí, o una identidad que no sea previsible y muy pobre. Vale sólo como cliché, en la medida en que la mayoría de las mujeres, como la de los hombres, son perfectamente previsibles.