Santiago Espinosa
La exposición que el Centro Georges Pompidou dedica este otoño a Yves Klein ha sido acertadamente titulada Cuerpos, color, inmaterial. Y es que la labor artística de Klein consiste precisamente en un intento de hacer desaparecer la materia, los cuerpos, a través del color, de la luz. Esta tentativa está ya inscrita en una larga tradición que otorga a la luz el poder no sólo de aclarar las cosas del mundo –de hacer posible la distinción entre unas y otras–, sino además de des-cubrir el sentido escondido en ellas. Ver es un acto; se construye, se transforma –gracias a la luz– el objeto “contemplado”; Balzac escribía: “Mi única ambición ha sido ver. ¿No es acaso ver saber?” Muy cerca de esta perspectiva, Levinas otorgaba a la visión la categoría de “sentido por excelencia”. Sentido como afección, desde luego, pero también bajo sus otras acepciones: como aquello que hace comprensible algo que por sí mismo no lo es, como dirección.
Paradójicamente, la luz intenta sacarnos de un hueco en el que ella misma nos mete: el mundo que crea es un mundo de sufrimiento, pesadez, horror, puesto que el sentido de las cosas está siempre ausente: por venir, cumplido, diferido. Es la amarga búsqueda filosófica de Platón a Descartes, de Hegel a Levinas, de Derrida. Se trata, si se quiere, de la insatisfacción frente a lo que hay: oscuridad, no luz, azar, no sentido, cuerpos, no espíritu. ¿Es la luz el arma de doble filo del nihilismo? Yves Klein escribe a propósito de su serie de dorados, que son cuadros de puro color, de pura luz:
El soñador tiene la impresión de bañarse en una luz capaz de realizar la síntesis de ligereza y de claridad. Tiene la conciencia de ser liberado a la vez del peso y de la oscuridad de la carne… En todo caso, el color es volumétrico, y la dicha penetra al ser entero.
Una vez más, como en Giacometti y tantos otros, hay aquí un précis de décomposition. Puesto que la fuente de la desdicha actual es el cuerpo (la materia, la carne), despojarse para siempre de éste constituirá la redención final, la única dicha posible; “¡Verduras hervidas o la muerte!”, era el alarido de Cioran. Por eso Schopenhauer encontraba en la luz “la más deliciosa de las cosas”: el único placer es la ausencia de displacer. Ya no ser, puesto que por desgracia se es, parece ser la consigna de estos artistas y filósofos, y todos parecen haber encontrado en la luz la posibilidad de percibir esa “inmaterialidad”.
Además de pintor, incluso antes que pintor, Klein es practicante de yudo (el primer cinturón negro occidental); se baña en el pensamiento oriental, y más tarde se convierte en rosacruz. Llega a la conclusión de que la belleza del mundo no es aquello que se presenta a nuestros ojos, sino eso que se esconde detrás, dentro de las cosas; se trata de una especie de color que no alcanzamos a percibir y que sólo el artista es capaz de desvelar y hacer visible. El color es entonces como un alma de las cosas, cubierto por una extraña coraza oscura, pesada, que le impide expresarse con libertad. De aquí nace la “revolución azul”: Klein crea su propio pigmento, el IKB (International Klein Blue), la quintaesencia del mundo, el color del mar y del cielo, contaminado por los pájaros, por ejemplo. Klein es incluso capaz de enviar cartas a Eisenhower, a Castro, al alcalde de París, exponiendo los poderes conciliadores de su creación (una de sus ideas consistía en iluminar con su azul el obelisco de la plaza de la Concordia). El mundo entero es Azul Klein, como lo muestra su mapamundi (Globe terrestre bleu, 1957), y de hecho plano, “como una moneda “ (Disque bleu, 1957); su ilusoria redondez (material), explica, es producto del giro sobre su eje. ¿Capricho artístico, megalomanía? Sin duda se trata de un precursor del monocromo: un azul uniforme, pero sobre todo, espiritual. La “etapa azul” –el color “más abstracto y visible de la naturaleza”– es la primera estética de Klein: no del todo un artista, más bien un mediador –como el genio schopenhaueriano– entre la naturaleza y los hombres. Se sucederá por una etapa rosa y otra dorada, consistentes todas en alcanzar la “sensibilidad pictórica inmaterial”, que culminará por fuerza –se piensa en el vacío– en una obra que manifieste ese mismo no-visible. Klein tiene en mente tres de los elementos primordiales en el mundo: agua, fuego, aire… Es también sensible a la música –en particular a Mozart, paradójicamente, uno de los compositores más “materialistas”, en tanto que satisfechos de lo real–, y la danza: ¿cómo aparejar el yudo con la pintura? La célebre foto del artista volando desde su ventana hacia el pavimento (Leap into the void) es una síntesis de este deseo de desvanecimiento. La “verdadera libertad” –pero siempre nos vendrá a la mente: ¿libertad de qué?– consistiría en el poder de levitación. De aquí una segunda etapa estética de Klein, cuando nos hace testigos de una tentativa de des-materialización generalizada: ya no se trata sólo de retirar la cubierta de las cosas para mostrar su interior luminoso y colorido, “volumétrico”, ni tampoco sólo la carne de los cuerpos, que, dice, nos “impide ver los pensamientos en su estado puro” –¿no será justamente este deseo de pureza la trampa de la cual ya no hay salida?–, sino de erradicar por completo los elementos que componen el mundo, dar espacio al vacío, hacer ciudades de aire, monumentos de fuego, fuentes. De aquí todos esos planos más o menos inteligibles de géiseres artificiales, de borbotones verticales, de hombres flotando en los cielos. Pero esta búsqueda de la “inmaterialidad de las ciudades”, que permitiría dicha libertad verdadera y hasta una verdadera comunicación, ¿no recuerda de paso la vieja querella entre el cogito y la sensación, ésta última engañándonos a todas luces haciéndonos creer que lo que es es otra cosa que lo que en verdad es, como enseñaba Descartes en sus Meditaciones? Es la materia la que engaña, se diría, y son sólo los sentidos los que caen en esta trampa. La vela sigue siendo vela para nuestro cerebro, mientras que nuestro tacto nos prueba que allí hay dos cosas distintas, un líquido o un sólido; –es la positividad espiritual frente a la negatividad corporal. La materia es la forma fenomenal, accidental, errónea, de lo permanente, eterno, ideal. Lo que en arte se llama neorrealismo, esta corriente a la que Klein ha sido claramente asociado, no es otra cosa que un replanteamiento del idealismo. La apuesta es evidente, su emblema, “horror a lo real, horror al cuerpo y a la forma”.
Lo que podría definirse como la última estética de Klein es justamente el uso de esos (in)materiales primordiales del mundo: el fuego, el aire. Las obras de esta época presentan ciertamente cuerpos –siluetas contorneadas por el fuego, sellos de torsos y piernas embadurnadas de óleo que recuerdan los recortes de Matisse (véase Anthropométrie 1961), “pinceles vivientes”, los llama aquél, de los que no queda más que una huella –esa trace de la que hablaba Levinas, ¿se trata acaso del cuerpo, si se lo puede llamar así, de Dios?– de eso que ha pasado y nos ha abandonado para siempre. Estos cuerpos son apenas sexuados; vemos ciertamente mujeres, cuerpos sensuales, pero, advierte Klein, “¡cuidado: no sexualidad! ¡Nada de locura erótica!”. Volvemos poco a poco a esa espiritualidad del color, en el que se imprime la etapa primitiva, material, del mundo en ascensión. He aquí la influencia del pensamiento oriental de Klein, tal como se manifestaba en la estética de Schopenhauer: la meta es la nada, desaparecer por completo, esfumarse. La obra de arte –Klein la considera como ceniza– es una suerte de cristalización de un proceso hacia ese no-ser. Es precisamente su rostro, tal como lo entiende, de nuevo, Levinas: una huella que ha dejado, en su paso por la tierra, lo absolutamente Otro, es decir –me parece, puesto que se trata de lo otro de la materia, es decir, de lo real–, la Nada. ¿Pero entonces esta Nada, es algo que ha pasado por aquí –y, por lo demás, cómo habría dejado una huella–, o es eso hacia lo cual nos dirigimos? Esta es la paradoja. Klein afirma: “Superar el arte –superar la sensibilidad –superar la vida –quiero alcanzar el vacío”. Es claro que estamos ante una estética radicalmente opuesta al mundo, como, me viene ahora a la mente, la de Francis Bacon o Lucien Freud, que habían procurado encontrar en él, en lo real, la belleza, aún si ésta se presenta bajo un aspecto verdaderamente monstruoso. Estética que, a su vez, es la puesta en acción de ese deseo nietzscheano o borgeano de atraer la atención hacia la vida: no apartar la mirada, sino, ahí donde uno –el idealista– por lo general saldría corriendo, detenerse y degustar su singularidad. ¿No es la materia, además, la que hace del Hombre, que no existe, hombres? Dos éticas, en el sentido de acción ante la realidad: el sí o el no; dos consecuencias, digamos, “existenciales”: la alegría o la melancolía. El nihilismo de Klein, como cualquier otro, consiste en la aflicción que se saca del simple hecho que lo que es, sea.
Ahora bien, ¿cómo conciliar entonces ética y estética?