Enrique Lynch
Peter Sloterdijk, Derrida, un egipcio: El problema de la pirámide judía, trad. Horacio Pons, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2007.
Entre las cualidades más significativas de la obra de Jacques Derrida está el haber irritado, no siempre a propósito, a una multitud de filosofantes que visten los más variados ropajes, desde los circunspectos ilustrados siempre dispuestos a desempolvar al Respeto a la Verdad y sus apasionados primos carnales, los neorrománticos, hasta la hueste de los neorracionalistas críticos (que antaño se llamaban positivistas), con sus características, inconfundibles pretensiones de «hacer ciencia» del Espíritu y que hoy en día, hartos de leer sus propios pestiñazos en la llamada “filosofía del lenguaje,” se van pasando con armas y bagajes al campo de la genética y la sociobiología para abrazar la nueva panacea: el llamado “cognitivismo”, que es la versión aggiornada, con complemento sináptico-neuronal, ratones y laboratorio incluidos, de la teoría del conocimiento de toda la vida. Total, que Derrida se ganó en vida un montón de enemigos que lo acusaban de payaso intelectual, caricaturizaban sus ideas como nihilismo barato, protestaban contra su abstrusa manera de escribir y secretamente envidiaban la influencia que, pese a los insultos y las críticas, tuvo y tiene su obra en la época de la clausura final de la filosofía como manera de poner cierto orden idiosincrásico en las palabras.
Por suerte para Derrida, su obra tuvo algunos lectores brillantes: Ferraris, Paul de Man y ahora también Sloterdijk, como se verifica en este librito donde se resume una intervención de este último en un coloquio celebrado en homenaje a Derrida un año después de su muerte. Como suele ocurrir con Sloterdijk, no es el rigor de la interpretación lo que merece ser atendido en el texto sino la astucia del modelo argumentativo: como siempre, sus ideas convencen mucho más de lo que certifican.
Sloterdijk alude a la ascendencia judía de Derrida (nordafricana, para ser más precisos) como pretexto para poner la obra derridana bajo la invocación de otra interpretación judía: la que ensayó Freud con su Moisés. Según ésta, los egipcios guardaban el secreto de la inmortalidad, inmenso y sublime como una pirámide. Por lo tanto, los que en tiempos de Amenofis IV inventaron el dios único sacaron ese enigma de su hermética clausura para trocarlo en Dios único, que se manifiesta y es fenómeno. Así pues, los judíos no fueron una tribu expulsada, pueblo escogido que vaga en busca de su Tierra Prometida, sino un puñado de egipcios réprobos acaudillados por Moisés, quien les enseñó cómo llevar consigo, en su éxodo, su Dios singular e implacable. O sea, son el pueblo que inventa una divinidad portátil, un Dios sin cuerpo ni territorio que dispersa por todas partes y en tiodas partes enseña su enigma, el mismo que oculta el pozo sin fondo que se abre debajo de la pirámide. Sería obra de los judíos haber traspuesto ese enigma a las Sagradas Escrituras. El culto a ese Dios destrritorializado conllleva la fundación de la ontoteología y el germen de la metafísica. Su medio es la escritura, separa la voz del fenómeno.
La grandeza de Derrida, afirma Sloterdijk, está en haberse apercibido de que el final de la ontoteología llega con la deconstrucción que, a fin de cuentas, no es más que una señal, un signo reconocible en la escritura que indica el momento en que el Espíritu abandona su aventura metafísica y emprende el camino de vuelta. De la plenitud del sentido (pleroma) retorna al abismo de la nada. O sea de nuevo al pozo originario, al misterio de la inmortalidad, que es el enigma que celosamente guardaban los egipcios. Derrida sería así el heraldo de ese retorno necesario y, por fuerza él mismo, de nuevo, un egipcio (es decir, un judío) pero al revés, un Hegel invertido, Moisés redivivo, o sea, el necesario pensador de la posfilosofía.
Se non è vero è ben trovatto.
En compañía de Derrida pone Sloterdijk a unos cuantos pensadores afines a él mismo y a sus propios intereses en el campo del análisis de los medios, del arte y de la teoría social (Debray, Groys, Luhmann, etc.), pero estas filiaciones que sugiere, más o menos dudosas tratándose de un filósofo tan singular como Derrida, no parece que sea lo que se quiere refrendar aquí. Uno se pregunta cuál será la naturaleza o el perfil de los críticos de Derrida; porque, si su bestia negra, además de sofista resulta que es el fantasma de Moisés que nos conduce de nuevo al abismo, ¿qué papel cumplen las huestes de los antiderridanos en este nuevo mito cosmogónico imaginado por Sloterdijk?